Los estudios sobre las mujeres y el género en el mundo antiguo están de moda, como muestra su crecimiento exponencial a lo largo de los últimos veinte años. El volumen reseñado se inserta dentro de unas corrientes de investigación que muestran a unas mujeres —principalmente de la élite social, pero no solo— que hicieron uso de distintas estrategias encaminadas a minimizar su supuesta “vulnerabilidad” por razón de género, y cuyas acciones, en muchos casos, supusieron una amenaza palpable para un poder patriarcal siempre vigilante ante las actitudes y los comportamientos femeninos. Desde un punto de vista estructural, este libro se compone de una breve introducción y de doce capítulos que, o bien centran su foco en conjuras específicas, o bien, partiendo de una visión más amplia del concepto de “conspiración”, nos acercan a temas como el mundo cotidiano o la religiosidad.
El primer capítulo del volumen, “Tarpeya, arqueología de una traición” (pp. 7-28), obra de Elena Torregaray, comienza abordando las fuentes literarias, numismáticas e iconográficas referidas a Tarpeya y explicando las razones que motivaron el auge de su leyenda durante época augustea. En opinión de esta autora, la leyenda de Tarpeya se basa en “una relectura interesada de uno de los relativamente frecuentes fracasos diplomáticos de Roma al inicio de su historia” (p. 11). Los autores grecorromanos —principalmente los romanos, arguye— habrían manipulado los hechos narrados por los analistas e historiadores de los siglos III-II a.C. para convertir a esta joven, que actuó como “diplomática”, en un exemplum paradigmático de mujer que traiciona a su patria. El análisis propuesto desmenuza agudamente varios elementos clave dentro de las narraciones que han llegado hasta nosotros, conectándolos con los roles de género vigentes en el mundo antiguo y con las expectativas sociales concretas que se tenían sobre las mujeres romanas.
El siguiente capítulo, a cargo de Rosa María Cid y titulado “La conjuración de Catilina y la irrupción femenina en las intrigas políticas de la Res Publica: Aurelia Orestila, Sempronia y Fulvia” (pp. 29-50), explora las distintas narraciones existentes en torno a esta conspiración para destacar no solo la participación femenina en la conjura sino, también, para explorar un tema más amplio: la creciente participación femenina en los asuntos políticos a finales de la época republicana. Orestila, la esposa de Catilina, es descrita por Salustio según el (conocido) estereotipo de la mujer seductora y cruel que logra engatusar a su marido con su belleza hasta el punto de convencerle de llevar a cabo un crimen horrendo: el asesinato de su hijo. De Fulvia, la mujer que delató la conspiración ante Cicerón, se destacan su interés por los asuntos públicos, la inmoralidad de sus relaciones —Quinto Curio era solo uno de sus amantes— y su papel final en defensa de Cicerón y de los intereses de la República. La tercera mujer analizada, Sempronia, encarna el ideal de “la conspiradora”, de la mujer que cede su propia casa en ausencia de su marido para celebrar, allí, una reunión con los embajadores de un pueblo extranjero.
En el tercer estudio, titulado “En defensa de las conspiradoras. El uso de la propaganda imperial en las protestas populares de la época Julio-Claudia”, Leire Lizarzategui (pp. 51-70) analiza las protestas populares (y espontáneas) del pueblo romano con motivo de dos acusaciones lanzadas contra Agripina la Mayor, la esposa de Germánico, y Octavia, la hija de Claudio y Mesalina. En lo que respecta a la primera de estas acusaciones, se señalan no solo la inteligencia del emperador a la hora de centrar sus ataques en el “gesto arrogante” y el “espíritu rebelde” de esta mujer —dejando a un lado cualquier ataque a su moralidad sexual (irreprochable)—, sino, también, la sabiduría de una plebe que conocía perfectamente que debía dirigir sus protestas no contra el emperador —culpable a ojos de Tácito—, sino contra el Senado. En referencia a Octavia, se destaca su defensa activa por parte de la plebe cuando, tras repudiarla, Nerón se valió de una acusación de adulterio para tratar de enviarla exiliada a Campania. Sin embargo, aquí la plebe fue demasiado lejos y su ataque a las imágenes de Popea, la nueva esposa del emperador, terminó motivando la reacción de este último que, sintiéndose amenazado, le dio muerte durante su exilio en la isla de Pandataria.
En el capítulo 4, que lleva el título de “Domicia Longina o cómo sobrevivir a un «Tirano»” (pp. 71-94), Pepa Castillo ofrece un estudio de caso de una Augusta que no pudo cumplir con su misión de proporcionarle un sucesor a su marido Domiciano. Una primera sección analiza lo poco que sabemos de la vida de esta mujer, hija de Domicio Corbulón, uno de los más prestigiosos generales del siglo I d.C. y de una madre que descendía, directamente, de Augusto. El segundo apartado estudia la llamada «crisis conyugal» del año 83 d.C., en la que las dos Augustas del momento, Julia —la hija del fallecido Tito— y Domicia Longina fueron acusadas, respectivamente, de incesto y adulterio. En esta especie de lucha, a través de la cual se pueden rastrear los apoyos de una y otra, Domicia Longina resultó vencedora, tal y como atestiguan diversas acuñaciones que son convenientemente mencionadas por la autora. Un tercer epígrafe analiza la supuesta participación de la Augusta en el complot que terminó con la muerte de Domiciano, y de la cual nos informan autores como Suetonio o Casio Dión. Fuera parte activa de la conjuración o se limitara, simplemente, a no delatar el plan de los magnicidas, lo cierto es que Domicia Longina le sobrevivió por más de treinta años, llevando una vida activa en la que, por ejemplo, llegaría a ser propietaria de unas famosas fábricas de ladrillos (las figlinae Sulpicianae).
El trabajo de Pedro David Conesa, “La conjura de Avidio Cassio y Faustina la Menor: instrumentalización de una figura femenina” (pp. 95-114), se adentra en uno de los problemas más delicados y difíciles a los que tuvo que hacer frente Marco Aurelio. Un primer apartado analiza las fuentes antiguas que hablan de la revuelta de Avidio Cassio contra este emperador. El autor destaca la versión de Casio Dión —que carga tintas contra Faustina, hija de Antonino Pío y esposa de Marco Aurelio, por, supuestamente, haber inducido a Avidio a sublevarse enviándole una misiva en la que le informaba del precario estado de salud de su marido y en la que también le proponía casarse con ella— y la Historia Augusta —fuente que utilizaba la figura de Faustina para ensalzar la de su marido, el emperador-filósofo—. A lo largo del resto del capítulo, el autor trata de determinar si Faustina participó, o no, en el complot de Avidio Cassio. Para ello, analiza las opiniones de los investigadores más reconocidos sobre el período para concluir, tibiamente, ante tal “laberinto historiográfico”, que lo más probable es que la emperatriz no tuviera rol alguno en la referida sublevación y que su supuesta participación respondiera “a una estrategia del círculo próximo de Avidio con el fin de exculpar al usurpador y a todas las personas implicadas (…)” (p. 110).
El siguiente capítulo, obra de Daniel León Ardoy y titulado “¿Cómo recuperar el poder? Dos estrategias conspirativas de las hermanas Julia Domna y Julia Mesa contra el emperador Macrino” (pp. 115-136), analiza las actividades supuestamente emprendidas por estas dos mujeres tras el asesinato de Caracalla y la usurpación de la púrpura por parte de Macrino —antiguo prefecto del pretorio— para tratar de recuperar el poder. En un primer epígrafe aborda el alzamiento de Macrino, destacándose que fue el primer miembro del ordo ecuestre en acceder a la púrpura. Seguidamente, comenta la mención de Casio Dión a la conjura supuestamente pergeñada por Julia Domna durante sus últimos días de vida para descartarla. El autor defiende que el historiador bitinio estaba, probablemente, inventándose esta historia con el objetivo de preparar a sus lectores para lo que habría de venir: el gobierno de facto de Roma por parte de mujeres «extranjeras». Efectivamente, la participación de Julia Mesa en el levantamiento contra Macrino parece segura, y ello a pesar del relato (incongruente) proporcionado en la obra de Casio Dión, posiblemente motivado por las necesidades del contexto histórico y la situación personal del autor, quien escribió su obra durante el reinado de Alejandro Severo, nieto de la propia Julia Mesa.
En “Intrigas femeninas en la dinastía de Constantino según Eutropio, Aurelio Víctor y el Epítome de los Césares” (pp. 137- 158), Pilar Pavón analiza los relatos de los epitomadores del siglo IV d.C. para extraer de ellos informaciones acerca del papel de las mujeres de la dinastía contantiniana en las “intrigas de poder”. El capítulo comienza desgranando lo poco que se sabe acerca de la participación política de las esposas de los tetrarcas y destacando el carácter rompedor de la política matrimonial tetrárquica, con un Diocleciano que quería retrotraerse a un momento en que los sucesores imperiales no eran elegidos por el ejército. Las páginas siguientes analizan a las principales figuras femeninas de la dinastía. Fausta, la esposa de Constantino, es, sin duda, la más interesante de estas mujeres. La profesora Pavón refiere que, durante los primeros años del reinado de Constantino, esta encarnó el estereotipo de “esposa fiel” pero que, en un momento posterior, resulta posible que se terminara alineando más a favor de los intereses de sus propios hijos, provocando una reacción radical por parte de un Constantino que decretaría no solo su muerte y la de su hijo Crispo sino, también, la supresión de su memoria. La imagen de Constancia, esposa de Licinio y hermana de Constantino, se correspondería al estereotipo de “mediadora” entre los intereses de su marido y su hermano. Por último, se analiza brevemente la figura Eusebia, esposa de Constancio II, mujer culta e influyente y que fue conocida por proteger el ascenso de Juliano hasta la dignidad de César.
El capítulo 8, obra de Rosa Sanz (pp. 159-184) titulado “De Augustas a princesas: las mujeres de la casa Teodosiana y el Imperio de Occidente”, se adentra en las biografías de Gala Placidia y Justa Gracia Honoria para mostrarnos a dos mujeres que habitaron un periodo de grandes cambios con una valentía y una resolución que las llevó a alcanzar un poder hasta entonces nunca visto en la historia de Roma. La profesora Sanz destaca el complejo contexto familiar en el que nació y creció Gala Placidia y prueba su enorme auctoritas mencionando, por ejemplo, su papel en la ejecución de Flavia Serena. Asimismo, muestra cómo, tras el saqueo de Roma de 410 d.C., desarrolló todo un “proyecto de vida” en compañía de su marido Ataúlfo y destaca su papel como madre de Honoria y del futuro Valentiniano III, a quien instaló en trono occidental en compañía de un ejército procedente de Constantinopla. La segunda parte del capítulo aborda la figura de Justa Gracia Honoria, quien supuestamente —y de forma secreta— envió a Atila su anillo con el objetivo de sellar, con él, una alianza política. Descubierta por su hermano Valentiniano III, fue perdonada, lo que no evitó que Atila tratara de conseguir, por la fuerza de las armas, unos territorios que, para él, constituían la dote de una princesa imperial.
También ambientado en la tardoantigüedad, el capítulo de Clelia Martínez, titulado “Conspiradoras en los reinos bárbaros: retratos de traición, lujuria y homicidio” (pp. 185-212), estudia los estereotipos —de origen cristiano, pero también grecorromano— con los que las fuentes literarias de la antigüedad tardía rodearon a aquellas reinas que, con sus acciones, fueron más allá de su papel como meras consortes, adentrándose en la esfera política de distintas formas y que, o bien traicionaron la lealtad debida a sus esposos por medio del adulterio y la conspiración, o bien actuaron movidas por la ambición de poder para sí mismas y/o para su descendencia. Un primer apartado se centra en la importancia de la figura de la Jezabel bíblica en la construcción de las imágenes de estas reinas que podríamos calificar de “transgresoras”. Jezabel fue criticada en la Biblia tanto por su moralidad sexual como su avidez por el dinero, y también por no mostrar reparos a la hora de suplantar los poderes de los hombres. Los siguientes apartados analizan detalladamente algunos ejemplos, concretamente los de Brunegilda, Batilda, Rosamunda y Fredegunda. Otro apartado, particularmente sugestivo, estudia el destacado papel jugado por el veneno en las conspiraciones de estas mujeres, y menciona, también, la importancia de las manipulaciones y los engaños que se consideraban característicos del género femenino.
En “«Empezaban por desayunar juntas»: Conspiraciones cotidianas en la antigua Roma” (pp. 213-232), Sara Casamayor se adentra en las “conspiraciones de lo cotidiano”, es decir, en aquellos actos transgresores que, protagonizados por mujeres en espacios y contextos cotidianos, “están ligados a lo doméstico, lo afectivo y lo rutinario, en contraposición a los actos conspirativos relacionados con grandes personajes o acontecimientos políticos” (p. 214). Ya en el estudio de casos, la autora analiza distintos tipos de conspiraciones cotidianas, en particular aquellas que tienen móviles económicos —propiciar que una hija se dedique a la prostitución y/o que trate de extraer el máximo rédito económico de sus relaciones amorosas—, de ocultamiento del adulterio cometido por la mujer —el caso citado, la historia del molinero en las Metamorfosis de Apuleyo, es particularmente interesante—, o relacionadas con la jerarquía familiar y el reparto de los poderes dentro de la domus. Especialmente importante, por integrar todos los ejemplos anteriores en un marco teórico común, es el último apartado del estudio, donde se abordan las conspiraciones en tanto que “actos de subversión” y, al mismo tiempo, se examinan sus connotaciones para una cultura romana cuyos hombres se sintieron, siempre, amenazados por unas mujeres que, imaginaban, querían arrebatarles su posición de preeminencia social.
El penúltimo capítulo, escrito por Lidia González, nos acerca al sacerdocio más conocido de la antigua Roma. En “La agencia política de las vestales en Roma: estrategias, mecanismos y prácticas” (pp. 233-256), la autora se aleja de aquellos análisis meramente descriptivos o que se limitan a comentar la (innegable) importancia religiosa de este sacerdocio para adentrarse en la actividad política exhibida por algunas de las integrantes de este colegio sacerdotal. Un primer apartado sitúa la vida de estas mujeres entre las esferas “pública” y “privada”, es decir, entre las “intersecciones” y las que la autora denomina “áreas difusas”. El siguiente apartado del trabajo analiza la agencia de las vestales —mucho mayor que la del resto de las mujeres romanas— a través de una explicación de su privilegiada situación jurídica que, como es bien sabido, era la base de su notable libertad en las esferas social y económica. El tercer y último epígrafe parte de un alegato para la introducción del concepto de “interseccionalidad” en los estudios sobre las vestales, para realizar un sugestivo análisis de algunos episodios históricos que demuestran el notable grado de agencia política exhibida por algunas de estas vírgenes, particularmente en defensa de su familia —la causa más común— pero, muy posiblemente, también de sus intereses ideológicos y/o personales.
El último capítulo del volumen, a cargo de Mirella Romero, explora la importancia de las mujeres romanas en algunos discursos feministas del siglo XIX y del primer tercio del siglo XX. Titulado “La mujer romana en el discurso feminista. Modelos antiguos para una causa moderna” (pp. 257-277), analiza la obra escrita de tres personajes: uno republicano, Emilio Castelar y Ripoll; una conservadora, Concepción Gimeno de Flaquer, y una socialista, republicana y anticlerical, Carmen de Burgos Seguí. Respecto al presidente de la Primera República, se destaca que, en su Galería histórica de mujeres célebres (1886-1889), solo alabó a aquellas romanas que, como Cornelia, sobresalieron en sus roles maternales, criticando a todas las demás (Fulvia, Clodia, Livia…) y relacionándolas con aquellas mujeres de su tiempo que, para él, “perturban los extremos de nuestros partidos” (p. 262). La obra Mujeres. Vidas paralelas (1893), de Concepción Gimeno, nos muestra a una autora que no dudó a la hora de comparar a dos de las más famosas madres de Roma, Cornelia y Agripina la Menor, para transmitir la idea de que fue durante la República romana cuando las mujeres tuvieron una mayor importancia. Respecto a Carmen de Burgos, se destaca cómo no tuvo reparos en manipular algunos aspectos de la historia antigua Roma para promover la consecución de algunos de sus objetivos políticos, entre ellos la equiparación de derechos entre hombres y mujeres y la concesión del sufragio (activo y pasivo) a estas últimas.
Por todo lo anterior, podemos afirmar que nos encontramos ante una obra de notable interés historiográfico, que combina a especialistas de larga trayectoria y reconocido prestigio con jóvenes investigadoras e investigadores que se hallan en sus primeras etapas dentro del sistema universitario español. Aunque el volumen es una miscelánea, este lector hubiera agradecido un capítulo introductorio que hiciera referencia al estado de la cuestión dentro de la historiografía y que sentase las bases que guiaran cada una de las investigaciones propuestas. Pese a ello, es justo admitir que nos encontramos ante un volumen sólido, coherente en la línea temática elegida, bien editado y que presenta doce investigaciones que no solo ofrecen una nueva mirada sobre las fuentes antiguas, sino que lo hacen de una forma amena y accesible al lector no especializado. Particularmente encomiable es la importancia concedida por las editoras a la llamada “Antigüedad Tardía”. Por todo lo anterior, este libro resultará interesante no solo para los especialistas e interesados en la Historia Antigua sino, también, para todas aquellas personas que quieran conocer un poco más acerca de algunas de las conspiradoras más famosas del mundo antiguo.
Borja Méndez Santiago
Universidade de Vigo
borja.mendez@uvigo.es