ISSN: 0213-2052 - eISSN: 2530-4100
DOI: https://doi.org/10.14201/shha31916
The Territoriality of the Hispanic Clergy in northern Iberian Peninsula (450-530 AD)
Andrés MÁNGUEZ TOMÁS
Universidad de Valladolid
andres.manguez.tomas@uva.es
ORCID: https://orcid.org/0000-0002-1226-0657
Fecha de recepción: 13/11/2024Fecha de aceptación: 14/02/2025
RESUMEN: El presente artículo profundiza en dos conflictos protagonizados por obispos hispanos, Silvano de Calahorra y Montano de Toledo, en el transcurso de la Antigüedad tardía a la Alta Edad Media. Al emplear una óptica de investigación común, aparecen puntos coincidentes que se insertan en un marco general de conformación de una territorialidad «personal». Gracias a una perspectiva que sitúa el foco en la confrontación de sedes episcopales, podemos explorar nuevas vías de interpretación, basadas no en la legitimidad territorial de una y otra diócesis, sino en las redes personales tejidas por el clero.
Palabras clave: Control espacial; Redes personales; Diócesis; Silvano de Calahorra; Montano de Toledo.
ABSTRACT: The present article delves into two conflicts involving Hispanic bishops, Silvanus of Calahorra and Montanus of Toledo, from Late Antiquity to the Early Middle Ages. We can detect coinciding points under the general framework for shaping "personal" territoriality by employing a common research approach. Through a perspective that focuses on the confrontation of episcopal seats, we can explore new ways of interpretation, not based on the territorial legitimacy of one diocese over another, but on the personal networks hatched by the clergy.
Keywords: Spatial control; Personal Networks; Diocese; Silvanus of Calahorra; Montanus of Toledo.
El análisis de la configuración del espacio posimperial es una de las líneas de investigación más en boga en los últimos tiempos. No solo por parte de los historiadores, sino también desde la arqueología se están produciendo nuevas explicaciones y teorías para comprender la organización del territorio tras la desaparición del aparato imperial romano en la península ibérica1. ¿Cómo una sociedad «romana» articula su entorno inmediato sin Roma? Desde estos términos supralocales se tiende a descender hasta niveles mucho más inferiores para así comprender cómo interactuaban unos poderes con otros, en unos territorios muy alejados ya de los grandes marcos imperiales. La investigación a nivel zonal y regional de estos procesos ha configurado el estudio de las micropolíticas2. En este sentido, fuentes (escritas, literarias o documentales) y arqueología son los principales vehículos para examinar la vertebración del territorio a través de las interacciones entre potentados locales, poblaciones campesinas y poderes estatales – configurados ya en reinos germánicos –.
En contraposición, los estudios eclesiásticos han ido perdiendo vigor en las últimas décadas. La otrora omnipresente historia eclesiástica ha visto menguada su rango de acción. No obstante, a través de este artículo pretendemos insertar la vía de estos estudios como una arista de investigación más para conocer la organización y vertebración del territorio durante la Antigüedad tardía. Para ello, vamos a exponer, comparar y analizar conjuntamente dos conflictos eclesiásticos del norte de la península ibérica que trascendieron notablemente su dimensión puramente canónica y eclesiástica. Así, a través del conflicto producido por las ordenaciones del obispo Silvano de Calahorra (hacia mediados s. V) y el conflicto provocado por el clero palentino y denunciado por el obispo Montano de Toledo (ca. 530) nos aproximaremos a la configuración del espacio. Cabe destacar que ningún análisis pormenorizado se había efectuado de manera exclusiva sobre ambos, pese a su cercanía temporal y geográfica. Justamente estos hechos son los que otorgan coherencia y homogeneidad al estudio que aquí presentamos, junto a conceptos como «territorialidad personal» y «construcción de la diócesis» que iremos desgranando.
Adelantamos ya aquí que ambos conflictos han sido observados por la historiografía a través de una óptica social, política y religiosa, pero no como sucesos determinadores de la configuración del espacio, tanto diocesano como civil. Creemos que con sus actos estaban configurando una manera de interactuar respecto al control del territorio ambigua, fluctuante y personal. Frente a estos conceptos dinámicos, la historiografía tradicional ha observado en los conflictos, que en seguida analizamos, unas transgresiones del orden jurídico-canónico contrarias a los límites jurisdiccionales de las antiguas civitates y dioecesis. Sin embargo, en las últimas dos décadas se ha producido una revisión historiográfica que cuestiona la inmutabilidad de estos territorios y aboga por una serie de cambios producidos en la longue durée. Como representante de esta renovación historiográfica destaca la escuela francesa, que focaliza su interés en los problemas que surgieron entre los obispados por cuestiones de jurisdicción y territorio y ponen su atención en las redes personales que desplegaron los obispos con respecto a las ecclesiae – principalmente iglesias rurales – y con el control de la población3. Ahora nosotros vamos a delimitar qué entendemos en este trabajo por «territorialidad» aplicado a estos siglos tardoantiguos. Nosotros concebimos que la «territorialidad» es una estrategia espacial y, como tal, no sigue un proceso lineal, ya que depende de los agentes humanos y su voluntad de activar o no su autoridad sobre el espacio4. Solamente podemos hablar de territorio si se ejerce una acción, autoridad o agencia5 sobre él, es decir, cuando un poder se apropia del espacio6. Por ello, en esta investigación entendemos la territorialidad de forma «personal», en el sentido de que únicamente se comprende cuando un actor social asume el dominio de un espacio. Cabe destacar que esta concepción difusa de la territorialidad continuará durante los siglos altomedievales7. Únicamente a partir del s. XI podríamos hablar para el territorio de nuestro análisis de una «concepción territorial de la diócesis»8.
Siguiendo esta estela historiográfica, otros autores han comenzado ya a mirar con recelo el tan manido conservadurismo de las corrientes tradicionales y aprecian las posibilidades interpretativas de una «territorialidad discontinua»9. En consecuencia, con el análisis de estos celebérrimos conflictos buscamos situar el foco de atención en el surgimiento de nuevas fórmulas para controlar y cristianizar el espacio, configurándose unas iglesias «periféricas», alejadas de la autoridad metropolitana. Para ello nos alejamos de la historiografía tradicional que mantiene la secuencia fija e inmutable del territorio entre la Antigüedad y la Edad Media (civitas>episcopatus>dioecesis) y nos cuestionamos, a través de una metodología comparativa, sobre aquellos procesos eclesiásticos que ponen el foco en una «territorialidad intermitente». Considerando los siglos V-VI como un período histórico propio y legítimo, y no como unos «siglos bisagra»10, podemos explorar las diferentes acciones que se efectuaron en el medio rural por parte de los obispos y otros poderes para expandir el cristianismo por el entorno rural y mantener el control de poblaciones e iglesias, no ya en el marco teórico de un territorio bien delimitado, sino a través de redes personales – y de dependencia – que permiten teorizar sobre una «jurisdicción discontinua». Contribuyendo en este dominio historiográfico, vamos a atender a los hechos transmitidos en la correspondencia epistolar de ambos conflictos y a detenernos en la complejidad que envuelve los dos procesos para así comprender cómo, en ciertos momentos, personajes carismáticos se arrogaron la autoridad y poder local, configurando facciones a nivel regional y maniobrando en estos casos para conseguir aumentar el poder de la Iglesia.
El primero de los casos que aquí presentamos es el conflicto provocado por las ordenaciones de Silvano de Calahorra en la segunda mitad del s. V. Conocemos la mayor parte del proceso a través de la correspondencia epistolar entre el metropolitano de Tarragona, Ascanio, y el papa Hilario11. En la primera de las cartas, fechada en torno al 463/465, Ascanio junto a otros coepíscopos reunidos en sínodo denunciaron que en el sector más occidental de la provincia – in ultima parte nostrae provinciae – se venían produciendo una serie de ordenaciones irregulares por el obispo Silvano de Calagurris12. Ascanio le tachó de falsus frater. La primera ordenación indebitas se había producido hace 7 u 8 años (454/457) del momento de redacción de la misiva, cuando el obispo calagurritano había ordenado un obispo por su propia decisión – nullis petentibus populis – y sin contar siquiera con la voluntad del propio ordenado13. No obstante, este primer conato de desobediencia se había resuelto con una fraternal et pacifica advertencia por parte del metropolitano tarraconense. Sin embargo, después de estos hechos, Silvano había vuelto a ordenar otro obispo por sí mismo, motivo de redacción de la carta y de la denuncia hacia el pontífice romano. Más grave era ahora la cuestión, puesto que denunciaron que el obispo de Calahorra había excedido sus límites – contra vetustatem canonum, contra synodi constituta – y ordenado obispo a un presbítero de otra diócesis – alterius fratris nostris prebyterum –. Este illicitum ordenamiento provocó que se le acusara de schismatico14. Una vez consumados los hechos, el metropolitano fue informado gracias a la diligentia et sollicitudo admodum del obispo de Zaragoza, quien además exhortó al resto de obispos vecinos para que no se adhirieran ni apoyaran al cismático. Debemos destacar que en la carta no se informa ni del nombre de los ordenados ni la sede destinaria – puesto que ambos ocuparon la misma silla episcopal15 –, aunque diversos autores conjeturan que pudo tratarse de la sede de Auca16. Otros, incluso, abogan por una sede de nueva creación17.
Aunque la misiva de Ascanio y el resto de obispos contenía duras y alarmantes palabras, el papa Hilario no respondió. Al menos, no contestó con prontitud, puesto que Ascanio se vio obligado a enviar otra carta posteriormente18. Así, el obispo de Tarragona, junto a sus obispos y a iniciativa del dux Vincentio, volvió a escribir al papa sobre estos mismos hechos y le pidió una respuesta19. No obstante, el recordatorio de las ordenaciones de Silvano ocupa una posición secundaria, ya que el objetivo principal de esta epístola era informar al papa sobre la disposición testamentaria de Nundiario, obispo de Barcelona, para que su sucesor en la silla episcopal fuera Ireneo, designado por él. Además, Ascanio expresaba que esta sucesión episcopal, a diferencia de la anterior, contaba con el beneplácito de los poderosos de la ciudad y con el apoyo del pueblo, por lo que pedía al pontífice romano que confirmara esta sucesión20.
Una vez estas cartas fueron recibidas en Roma, el papa Hilario prefirió esperar en su respuesta hasta la realización de un sínodo romano en noviembre del 465. Las cuestiones expuestas en las misivas de Ascanio no eran de fácil solución – nova et inaudita –, por lo que el papa prefirió discutirlas y obtener una respuesta colegiada21. En dicho sínodo romano, se produjo una relación de los hechos a través de la lectura de ambas epístolas – Hispanorum fratrum et coepiscoporum nostrorum scripta legantur –. Una vez leídas, los obispos presentes manifestaron el rechazo a las acciones allí descritas y expresaron que se cumplieran los preceptos y cánones.
Un mes después, el papa Hilario escribió dos cartas de manera simultánea: una dirigida al conjunto del episcopado tarraconense y al metropolitano, y otra que tenía como destinatario a Ascanio22. En la primera de ellas, el pontífice informaba de que, posteriormente a las misivas enviadas por Ascanio23, había recibido otra carta24. De este documento solo se conserva esta mención, donde Hilario afirmó que la habían escrito los honoratum et possessorum25 Turiassonensium, Cascantensium, Calaguritanorum, Varegensium, Tritiensium, Legionensium26 et Virovescensium civitatis, quienes apoyaban y respaldaban las ordenaciones efectuadas por el obispo Silvano27. Asimismo, Hilario expresaba la oscuridad y confusión – perversitate confusum – que envolvía todo el asunto. El papa determinó resolver que todas las actitudes y hechos allí contados eran execrables y dignos de condena – reprehensione justissima –, pero, contrariamente a lo que esperaba Ascanio, ratificaba las ordenaciones de Silvano y condenaba duramente la sucesión dispuesta por Nundiario. Para tal proceder, explica que, debido a la temporum necessitate, se mantuviesen las ordenaciones irregulares, si bien no debían volver a producirse. Respecto a la cuestión del asiento episcopal de Barcino, Hilario se mostró rotundamente decidido a rechazar la disposición sucesoria – non licet obtinere – y exhortó a Ascanio a que hiciese valer su primacía metropolitana y revertiera esa situación28. Asimismo, adjuntó el contenido del sínodo romano en el que se condenaban estas cuestiones29. En la segunda carta30, aquella enviada solamente a Ascanio, Hilario le conminaba a que hiciese valer su auctoritate en el asunto de Ireneo y, nuevamente, ratificaba que las ordenaciones realizadas por Silvano se mantuviesen debido a las circunstancias, aunque por su ilegitimidad debieran ser revocadas – submoveri –.
El segundo de los casos de estudio es el protagonizado por el obispo Montano de Toledo y el clero palentino. Estos hechos son conocidos a través de dos cartas del propio prelado toledano, que han sido transmitidas junto con las actas del II Concilio de Toledo (527/531). No obstante, la única relación que existe entre las actas de este concilio y las epístolas es que el promotor del concilio y el firmante de las cartas fueron el mismo, es decir, el obispo toledano. Las misivas no están fechadas y ni siquiera se conoce de manera segura cuándo se redactaron y el orden en su envío31. Sin embargo, sabemos que el episcopado de Montano duró 9 años y que coincidió con el reinado de Amalarico, pudiendo establecer así una horquilla para la redacción de las cartas entre el 523 y el 53132.
Centrando nuestra atención ya en el contenido de las dos cartas, observamos que la primera de las recogidas tiene como destinatario el clero de la diócesis palentina, mientras que la segunda se remite a un personaje llamado Toribio. Según se lee en la primera epístola, Montano se dirige a los presbíteros de Palencia, al encontrarse en ese momento vacante su cátedra episcopal– donec et consuetus uobis a Domino praeparatur antistes –. En ella denuncia las irregularidades canónicas que supuestamente se estaban produciendo en el seno del territorio palentino. Entre las más graves destacó que los propios presbíteros estaban consagrando el crisma33 – una potestad reservada desde antiguo a la figura del obispo34 –, que se estaba alabando el nombre de Prisciliano35 – el primer hereje condenado por el poder civil romano36 – y que habían invitado a obispos de otros lugares a consagrar iglesias37. Para solucionar estas irregularidades, Montano ordenó que los presbíteros en cuestión acudiesen a él para recibir el crisma38, que cesara la perfidiam del alabamiento de Prisciliano y que le solicitasen a él la consagración de iglesias, quedando bajo su potestad el decidir quién se encargaría de ello39.
Como hemos señalado, el destinatario de la segunda carta es Toribio, un personaje mal conocido y oscuro en las fuentes. Tal es el desconocimiento que tenemos de él, que se le han atribuido varias funciones: una autoridad civil40 o un abad de un monasterio cercano a Palencia41. Incluso se ha planteado que fuera el obispo de Astorga42. No vamos a detenernos aquí en quién era, sino en el hecho de que el obispo de Toledo tuvo que delegar su poder y, simultáneamente, pedir ayuda para solucionar lo que estaba ocurriendo en la sede palentina43. Montano introduce en esta carta un nuevo elemento respecto a la anterior, puesto que indica que un obispo errante tenía derecho a disfrutar de los municipia de Segobia, Brittablo et Cauca mientras viviera, para así no envilecer la dignidad episcopal – pro nominis dignitate –44. En caso de que no se realizara lo pretendido por el obispo de Toledo, éste amenazaba con acudir al rey y al iudex Ergani para resolver la situación.
Una vez hemos presentado el contenido de ambas correspondencias epistolares, debemos analizar desde un punto de vista geopolítico cuáles son las zonas donde transcurren los hechos. Tanto el conflicto de las ordenaciones de Silvano como el generado por el clero palentino se dieron en regiones donde no existían autoridades superiores establecidas sólidamente en la zona y, por tanto, se desarrollaron estos conflictos a nivel regional; permitiendo, en consecuencia, la emergencia de actores locales sobre el territorio. La zona del Alto y Medio Ebro y el área mesetaria al norte del Duero ofrecen una situación comparable en los momentos de los hechos. Así, entre el 454 y el 465, la zona de Calahorra se había venido distanciando, tanto políticamente como militarmente, del oriente de la Tarraconense, todavía bajo control romano45. Desde inicios del s. V, diversos pueblos «bárbaros» habían estado presentes en la península ibérica. En el 409, suevos, alanos y vándalos asdingos y silingos penetraron en Hispania y se repartieron por todo el territorio peninsular, a excepción de la Tarraconense, que permanecería bajo administración imperial46. Aunque la ciudad de Calagurris Iulia se encontraba en la provincia bajo autoridad romana, debemos destacar que el dominio imperial efectivo se extendería desde la costa mediterránea por el valle del Ebro hasta Caesaraugusta y no más allá, por lo que el entorno de Calahorra se vio envuelto en un trasiego de contingentes armados durante todo el s. V, marcando así su devenir histórico47, y generando el surgimiento de poderes locales con tendencias centrífugas48. Muy cercano temporalmente a los hechos que aquí presentamos, se produjeron las denominadas «revueltas bagaudas», que transcurrieron entre el 441 y el 454 en la zona del Alto y Medio Ebro49. De hecho, solamente unos cinco años antes de la primera ordenación de Silvano, en el 449 el obispo León de Tarazona fue asesinado por los bagaudas50. Al respecto de las diferentes concepciones que se han aplicado a este grupo51, todas comparten que se trataría de contingentes armados con capacidad militar suficiente para ser considerados como una amenaza para el Imperio52. Además, también se les observa como posibles aliados de los suevos53. En este punto compartimos que deberíamos considerar a estos grupos «bagáudicos» como conjuntos heterogéneos agrupados bajo la autoridad de diferentes líderes locales, presumiblemente aristócratas de la zona54. Así, bajo la etiqueta empleada por Hidacio, se ocultarían diferentes grupos de propietarios con la suficiente capacidad económica para armar a sus partidarios y dependientes y enfrentarse a poderes superiores. Estaríamos ante potentados ya autónomos con fuerte implantación en el territorio55, quienes eligieron el recurso de la violencia para mantener sus prerrogativas en una región que deambulaba entre la lejana autoridad romana con sede en Tarraco y el intermitente paso de contingentes suevos y visigodos que se desplegaban en la zona con motivo de las operaciones militares. Incluso se les ha considerado adalides de la «romanidad» frente a la barbarie56. Siguiendo esta línea de pensamiento, coincidimos con Mikel Pozo Flores en que el término «bagauda» puede ser entendido como las dos caras de una misma moneda. En nuestro caso57, podría aludir a los dirigentes aristócratas junto a su séquito y otros dependientes armados. Si recurren a la violencia se les califica como «bagaudas», pero, si no lo hacen, bien podrían identificarse con los honorati et possessores mencionados en la primera carta del papa Hilario.
Junto a estos aristócratas que buscaban mantener su influencia y poder, los godos también habrían transcurrido por el territorio calagurritano. Así lo señala Urbano Espinosa Ruiz, quien apunta que la cada vez mayor presencia goda en la región occidental de la Tarraconense coincidía temporalmente con las ordenaciones de Silvano. Por ello, argumenta que la ascensión en atrevimiento de Silvano se hubiera podido apoyar en un hipotético respaldo godo58. Teodorico II estaría extendiendo su red de influencia y habría buscado encumbrar la autoridad del obispo de la sede más importante del Alto Ebro. No obstante, cabe objetar que, si realmente la política goda hubiera influido en estos nombramientos, consideramos que Ascanio, quien estaba secundado por Vicente – máxima autoridad imperial en Hispania en ese momento –, habría aprovechado para denunciar la injerencia de los «bárbaros» en sus misivas. Esto habría sido aún más probable si Silvano hubiera contado con el apoyo de Teodorico II. Sin embargo, no se produjo tal denuncia59. De igual modo, a mediados del siglo V, la implantación goda en Hispania todavía no se habría producido60.
Silvano, personaje sin duda carismático, debió aprovecharse de esta situación de «inestabilidad» en la zona para erigirse como una de las principales autoridades de la región61. Supo atraer en torno a él y su sede episcopal los intereses autonomistas de los terratenientes para configurar un auténtico grupo de poder a nivel regional62. En otras palabras, conformó una auténtica facción política con un dirigente eclesiástico que reforzó, aún más, las sinergias y lazos entre clero y aristocracias63. Por tanto, la ausencia de entes superiores – que controlasen estos grupos –, se erige como la primera causa de que se produjeran las ordenaciones irregulares de Silvano. Este obispo estaría aprovechando la compleja situación para consolidar su autoridad en el área circundante y, como posteriormente veremos, para expandir la Iglesia, siempre bajo su férrea autoridad personal.
Esta complejidad fue aún más latente en el caso del clero palentino, pues si en los párrafos precedentes confrontaban un decreciente imperio, unos ricos terratenientes y unos intermitentes godos, en la tercera década del s. VI los contrincantes fueron un reino godo en expansión – con base ya peninsular64– y un reino suevo que todavía no estaba limitado a los confines noroccidentales de la Península65. La alarma y preocupación de Montano se debieron, en primer lugar, a la disciplina eclesiástica, pero el mismo rango de importancia tenía que el clero de Palencia estuviera invitando obispos alienae sortis para consagrar iglesias. ¿De dónde provenían estos obispos? Una de las respuestas acordes a la gravedad del asunto, ya que el obispo de Toledo amagaba con acudir al rey godo, sería que estos obispos provinieran de otro reino, es decir, de territorio suevo66. En consecuencia, valoramos ahora la importancia de la sede palentina: al encontrarse en una zona en disputa, quien tuviera acceso a ella podía controlar la mitad oriental de la meseta norte. Ahí radica el interés del obispo de Toledo de poner orden entre el clero de Palencia, ya que era una de las pocas sedes episcopales al norte del Duero de las que tenemos datos fidedignos de que estuviesen activas en este período67, sin depender del control del reino suevo68. No era sólo un interés religioso por parte de Toledo, sino también político-administrativo. La monarquía visigoda todavía estaba configurando sus estructuras de poder y buscaba apoyarse en las estructuras episcopales y en los obispos para consolidar su autoridad en el territorio. Aunque debemos admitir que las cartas de Montano especifican «obispos» en plural y sólo conocemos en este momento a la sede de Astorga entre las más cercanas a territorio palentino y bajo la autoridad del reino suevo, cabría precisar que nuestros conocimientos de la iglesia tardoantigua en el norte peninsular todavía son limitados. Es posible que hubieran existido sedes de mucho menor tamaño o con una corta existencia, de las que podrían provenir esos obispos69.
Nuevamente, el clero palentino se erigió en el principal instigador de los cambios dentro de esa situación de «frontera», pues considerarían que bajo la dependencia personal de obispos ligados al reino suevo estarían en una situación más favorable que si continuaran dependiendo del obispado toledano. Al igual que en el caso calagurritano, obispos de otras diócesis estaban interfiriendo en la diócesis palentina. Sin embargo, a diferencia del caso de Silvano, esto no sucedió por iniciativa de los obispos, sino porque los propios presbíteros de Palencia les habían llamado. Lógicamente, los obispos invitados no rechazarían la propuesta porque así aumentarían su poder y autoridad, como se analiza en el siguiente apartado. Silvano y el clero palentino se aprovecharon, o más bien surgieron, de la situación coyuntural de sus respectivas regiones para buscar, ya sea una expansión de la Iglesia, o bien una mayor protección para sus iglesias.
Para finalizar este apartado, introducimos aquí una reflexión sobre la posibilidad de que, analizando estos sucesos, nos estemos refiriendo a una agencia. Con este término salvamos la equivalencia entre «poderes locales» de ambos casos de estudio, puesto que las fuentes no nos permiten conocer a qué nos estamos refiriendo con poderosos locales y podríamos caer en igualar situaciones muy dispares. Sin embargo, si los observamos desde la óptica de una acción comunitaria, podemos teorizar sobre ambas acciones de manera conjunta. En primer lugar, estaríamos ante un grupo de individuos que compartirían un interés colectivo70. En nuestro caso aumentar su dominio sobre el espacio, ya sea en el Alto Ebro o en la zona palentina. En segundo lugar, existirían leaders dentro del grupo para dirigir el grueso de la acción comunitaria. Así podemos observar la carta de los honorati et possessores, apoyando a Silvano, o al clero de Palencia invitando a otros obispos. En tercer lugar, constatamos que la agencia de estos grupos únicamente sale a luz cuando se ve amenazada por una fuerza externa, es decir, cuando se les impide culminar su acción colectiva71. Para nuestros objetos de análisis, los actores externos que denuncian estos hechos son el obispo de Zaragoza y el de Tarragona – para el suceso calagurritano – y Montano de Toledo – para el segundo caso –. Por todo ello, sí podemos afirmar que en los dos episodios analizados existieron grupos – más o menos jerarquizados – con una estrategia y objetivos claros a la hora de desplegar su autoridad sobre el espacio. Asimismo, debemos destacar que ambos se valieron de la estructura eclesiástica como marco instrumental para configurar un territorio. En definitiva, lo importante no es diferenciar entre territorialidad antigua y medieval, sino la territorialidad en sí misma.
Tras haber examinado la situación de la que surgieron los protagonistas de ambos conflictos, en una misma zona de estudio, debemos centrar nuestra atención en un hecho compartido que no ha sido analizado en profundidad por la historiografía precedente. Los dos acusados de las misivas, Silvano y el clero palentino, recibieron la misma acusación de «cismáticos». Pretendemos demostrar ahora que, pese a la separación temporal de ochenta años, el empleo del mismo vocablo para definir las acciones realizadas no fue fruto de la casualidad, sino que describe una misma situación desde el punto de vista del alto clero hispano72. El metropolitano de Tarragona en la segunda mitad del s. V y el obispo – con claros deseos de expandir su autoridad73 – de Toledo en la primera mitad del s. VI clamaron contra aquello que socavaba su primacía y autoridad en lo respectivo a su jurisdicción sobre el territorio. Como veremos más adelante, esto era la transgresión de los «límites» tradicionales por parte de Silvano y del clero palentino para nombrar obispo a un presbítero que no pertenecía a su diócesis o para consagrar el crisma e invitar a obispos de otras sedes a consagrar iglesias, respectivamente. Si consideramos que la concepción de territorialidad no se hubiera alterado desde la reforma de Diocleciano hasta la época plenomedieval, estos hechos habrían sido duramente castigados y condenados, tanto por el papa Hilario como por el mismo Montano de Toledo. Sin embargo, el primero aceptó las ordenaciones y el segundo se vio obligado a solicitar ayuda a Toribio e incluso valorar la intervención de Ergano y, si fuera necesaria, la del propio rey Amalarico.
La calificación de «cismático» y la formación de posibles facciones en el territorio estarían en consonancia con la búsqueda de la expansión de la diócesis, aún a costa de la ruptura del marco teórico de los límites diocesanos. En primer lugar, debemos manifestar qué significa «diócesis» en la Iglesia para la época en la que nos estamos moviendo. Quienes observan en la diócesis eclesiástica la trasposición del territorium de la civitas romana en sentido estricto, podrían expresarse tal y como hace el agrimensor Siculus Flaccus en el s. II d.C. quien en su De condicionibus agrorum manifiesta que Regiones autem dicimus, intra quarum fines singularum coloniarum aut municipiorurn magistratibus ius dicendi cohercendique est libera potestas74.
Esta concepción tradicional del territorio de una ciudad supondría que la «diócesis» era el espacio donde el obispo tiene capacidad para ejercer su autoridad. Sin embargo, a mediados del s. V y ya entrado el s. VI, debemos dudar del uso y reivindicación de los límites jurisdiccionales establecidos. Aunque se conservaron, su función hacía mucho que había dejado de estar vigente. En consecuencia, más que unos límites fijos e inmutables durante siglos, preferimos observar al territorio como un concepto completamente cambiante y dependiente de la interacción que otros poderes efectúan en él, es decir, cuando uno o varios poderes despliegan su autoridad por el espacio circundante están generando territorialidad. En el momento en que estos poderes dejan de tener influencia en el terreno, como la administración curial o provincial en la época aquí analizada, no debemos seguir considerando el espacio circundante a las ciudades como el antaño territorium de las civitates. El territorio, como concepto político-jurídico, no constituye un ente independiente, sino que existe en estricta correlación con otros poderes, en nuestro caso, con la autoridad eclesial.
En este sentido, es muy elocuente la correspondencia epistolar de otro personaje de finales del s. V, el papa Gelasio (492-496). En un fragmento conservado de ella se expresa que «no es conveniente que una diócesis sea definida por límites o según lugares determinados»75. Incluso otro fragmento de otra carta de Gelasio afirma rotundamente que «el territorio no hace la diócesis sino el conjunto de fieles unido en torno al bautismo y a la confirmación»76. A través de estos dos ejemplos constatamos los hechos que estamos analizando. Primero, una «confirmación» de las ordenaciones de Silvano, puesto que, al no haber límites fijos en las diócesis, se podrían ordenar presbíteros de otros lugares, siempre en beneficio de la grandeza de la Iglesia. Segundo, un precedente directo de los hechos acontecidos en las epístolas de Montano, ya que teniendo en consideración estas sentencias se entiende, de manera más comprensible, el interés de obispos de otros territorios en consagrar iglesias. Para ellos, esta acción suponía una forma de expandir su poder en detrimento de los obispados vecinos77. Así, se estaría ejerciendo una «territorialidad discontinua» o polinuclear, con distintos focos interconectados por la autoridad personal que se ejerce sobre ellos.
Tras nuestra exposición, queda patente cómo las «transgresiones» analizadas se enmarcan en unos territorios episcopales mucho más difusos e intermitentes, que fijos e inmutables, como ciertos sectores de la historiografía han considerado. La «territorialidad» en la ciudad o sede episcopal estaría sólidamente establecida, pero cuando se penetra en el medio rural circundante, se volvería cada vez más difusa e intermitente78. Este territorio rural se basaría, sobre todo, no en los derechos de las antiguas circunscripciones romanas, sino en las redes personales establecidas por el obispo – no necesariamente de la sede más próxima – a través de diversos medios tales como la visita pastoral, la fundación de iglesias y monasterios y la consagración de iglesias, como las que hemos visto en las epístolas de Montano aquí presentadas79. Podemos hablar, por tanto, de una «territorialidad personal», puesto que se efectúa una relación entre obispo-clero y la población dependiente80. Esto es debido a que no solo es importante el edificio cultual que se consagra, sino también la población circundante, que se entiende ligada a este templo y, por ende, al obispo que la consagra81. En consecuencia, no se trataría de una territorialidad continua en el espacio, sino que deberíamos hablar más bien de una malla de focos dispersos y conectados por las relaciones de dependencia respecto al obispo. Aunque el obispo Montano defendía su autoridad apelando al respeto por las tradiciones y costumbres, ya hemos visto cómo, unos ochenta años antes y en una zona geográficamente muy cercana, se había producido el conflicto de Silvano de Calahorra, quien también había transgredido los teóricos limites jurisdiccionales de su diócesis. Así, comprendemos por qué reciben Silvano y el clero palentino el mismo calificativo de «cismático», entendiendo su significado como divisores del territorio – hechos innegables y constatados –, más que como escisiones de la unidad de la Iglesia.
Ahondando de nuevo en la cuestión de Silvano, Mª. Victoria Escribano Paño defendió que existía la posibilidad de que las sedes destinatarias de las ordenaciones del obispo de Calahorra fueran «iglesias privadas»82. El aumento de las iglesias edificadas por ricos propietarios camina en la misma dirección de expansión de la cristiandad, si bien a través de una «descentralización de la diócesis»83. En estas iglesias rurales tendría interés Silvano en ordenar presbíteros y obispos para así garantizarse el apoyo decidido de las aristocracias fundiarias84 – hecho que sucedió, ya que cerraron filas en torno a él –. El obispo, apoyado y aupado por los poderosos locales, se convertiría no sólo en un líder espiritual que tendría bajo su autoridad a toda una serie de iglesias y oratorios privados, sino que además se constituiría como el representante efectivo de las comunidades «más allá de sus funciones pastorales»85. De igual modo, debemos traer a colación que otra acepción de dioecesis para el período que nos ocupa es «un groupe d´églises baptismales que réunissait une certaine proximité topographique»86. Sin embargo, para considerar esta posibilidad deberíamos partir de un mundo rural mayormente cristianizado en la zona del Alto y Medio Ebro, algo tampoco descabellado puesto que en el s. V se produce la expansión de la Iglesia hacia la sociedad rústica, principalmente a través de las aristocracias terratenientes87.
Como hemos podido analizar en este período clave para comprender el mundo medieval posterior, observamos cómo las redes personales estaban aumentando su importancia en la configuración de la territorialidad. Con esto no queremos afirmar que, tras la desintegración del Imperio romano occidental, se produjera inmediatamente el auge de las relaciones de dependencia, pues éstas ya se desarrollaban en el mundo romano entre patronus y seruus88. Lo que sí queremos precisar es que, desde al menos el siglo V, se estaban produciendo transformaciones en cuanto a las formas de poder, en las que la autoridad del territorio en sí mismo, de las instituciones y de la administración se estaban viendo contrastada por relaciones personales de dependencia. Un ejemplo claro lo hemos observado en las epístolas de Montano cuando insiste en que deben acudir a él para recibir el crisma consagrado y que él (o quien él designe) debe consagrar las iglesias. Este manifiesto interés no es sino otra forma de establecer una relación entre obispo y presbíteros que se ejemplifica a través de estos actos y que sirve para configurar la familia ecclesiae. En este sentido, todos los presbíteros de una diócesis son parte de la familia de un obispo: estos lazos concretos se originan con la ordenación del sacerdote y permanecen durante toda su vida, salvo casos excepcionales89. Así, una de las formas de representar esta relación de dependencia y subordinación a uno u otro obispo era la consagración de iglesias90. El desplazamiento del obispo a estos lugares del medio rural se entiende gracias a la reproducción del poder episcopal, que busca dejar de manera visual en la memoria del clero y de la población rural que es él y no otro quien consagra la iglesia a la que deben acudir y, por tanto, que están unidos a ese obispo y no a otro91. Este desplazamiento del obispo por el territorio de su «diócesis», entendido como la comunidad cristiana establecida en un espacio confiado a la responsabilidad de un obispo, se conoce en las fuentes conciliares galas como circuitus92. Un paso más allá sería la ordenación de obispos, sobre todo si se tratase de una nueva sede, pues estaría aumentando exponencialmente la red de influencia del ordenante a través de la conjunción de los poderes locales y grupos de población, que ahora estarían ligados al nuevo prelado, quien a su vez estaría vinculado con la sede que lo ordenó. En este ámbito es interesante traer a colación la segunda ordenación de Silvano ya que, como hemos expuesto, Ascanio indica que se producía para la misma sede de la anterior ordenación. Creemos que este episodio se podría deber a que el primer ordenado entró en comunión con el metropolitano con el paso de los años – qui nostro jam coetui fuerat aggreagtus – y, por tanto, buscó desligarse de la autoridad de Silvano. Esto motivaría que el obispo de Calahorra actuara rápidamente, destituyéndolo y colocando a otro presbítero más afín a él en la misma silla episcopal para, así, continuar manteniendo la autoridad y dependencia de esa sede y territorio.
El conjunto del pueblo, es decir, los fieles y no el territorio, es a lo que se referían los escritos del papa Gelasio. La importancia de estos obispados e iglesias en un medio rural no sólo eran las rentas debidas al obispo, sino el número de almas ligadas a ellas. La «diócesis» estaría formada por tanto por la unión de varias plebes bajo la autoridad de un presbítero, ordenado y nombrado por un obispo, que oficiaría en una iglesia rural consagrada por el obispo. Aquí radica el interés del obispo en consagrar una iglesia o en ordenar un obispo en un territorio carente de silla episcopal, puesto que de esta forma acumula bajo su autoridad a todo un conjunto de personas y territorios, incrementado así su poder93. Es en estas zonas rurales donde las iglesias se erigían en indicadores de la jerarquización social del territorio94. Y, dicho territorio, siguiendo una definición weberiana, sólo puede interpretarse no como unos límites bien definidos en el medio físico, sino como el lugar donde se establecen relaciones sociales en un espacio y tiempo determinado. Precisamente en estos momentos de cambio y transformación, la autoridad del obispo en el medio rural dependía de la «capacidad de cada obispo por mantener controlado el conjunto de clérigos bajo su directa dependencia»95.
La desintegración del Imperio romano en su mitad occidental produjo toda una serie de desequilibrios, sobre todo, en lo concerniente al territorio. Gracias a estas epístolas y otras fuentes eclesiásticas, hemos comprobado cómo las teorías del mantenimiento de una misma acepción de «territorialidad» durante siglos no debe aceptarse sin objeción, puesto que se observa toda una serie de transformaciones en distintos puntos de la península. Justamente en unos territorios que estaban configurando sus dinámicas de poder, en torno al año 500, fue hacia donde se dirigieron el interés y la preocupación del obispo Ascanio y posteriormente del obispo Montano, lo que deja patente que su sola autoridad episcopal no bastaba para restablecer el orden en unas sedes teóricamente subordinadas. Mediante un análisis comparativo y conjunto de ambos procesos, atendiendo a unos límites geográficos compartidos y observándolos temporalmente como un mismo proceso, hemos podido observar cómo se estaban articulando sus territorios.
Así, los sucesos ocurridos en el entorno de Calahorra hacia el 455-465 y en el área palentina en torno al 530 pueden ser calificados como irregulares desde el punto de vista canónico, pero no tan extraños desde una óptica práctica, sobre todo si consideramos la implantación de la autoridad y poder episcopal como una territorialidad muy difusa y personal. Desde un enfoque pragmático, las iglesias rurales se convirtieron en el eje central de la intervención episcopal, al funcionar como núcleos organizadores del espacio que ayudan a encuadrar a la población. La historia de la Iglesia y cómo ésta se convirtió no sólo en la continuación de la «romanidad», sino también en cómo se transformó en el principal organizador de la población a través de unas iglesias rurales que vertebraban el espacio, permite observar cómo la diócesis se fue construyendo, no en torno a las murallas ciudadanas, sino hacia la integración de las poblaciones campesinas. El poder ejercido por obispos, propietarios, clero bajo y líderes locales fue el generador de una territorialidad real y palpable sobre el territorio, ya que, a través de su influencia social, se configuraban las interrelaciones e interconexiones de unos con otros en el territorio. Todo esto ocurre, en este caso, bajo el paraguas y empresa de la Iglesia, quien, por medio de estos canales, estaría interviniendo en el medio rural y consolidando aquellos lugares donde se ejerce el poder como focos de irradiación cristiana.
La cristianización del mundo rural entre los siglos V-VI, aquí enfocado al norte de la península ibérica, no se realizó de manera constante y progresiva, sino a través de procesos más o menos intermitentes y complementarios. Conflictos, facciones enfrentadas, ordenaciones irregulares fueron las que permitieron avanzar el cristianismo en el terreno más agreste. Ni la disposición episcopal de expandir el mensaje cristiano por el territorio circundante, ni la aristocracia constructora de iglesias representaron la totalidad del proceso cristianizador. Es necesario también observar con atención aquellos procesos de menor escala, como la predicación y conversión efectuadas por eremitas, monjes y laicos. Tal como revela la correspondencia epistolar aquí analizada, éstas fueron sociedades fluctuantes y, sobre todo, mucho más móviles de lo imaginable. No conviene olvidar que el origen de ambos conflictos se produjo por el movimiento de obispos y presbíteros por el territorio sin respetar ni límites ni circunscripciones.
Este trabajo ha sido desarrollado en el marco del programa de Formación del Profesorado Universitario del Ministerio de Ciencia, Innovación y Universidades del Gobierno de España (FPU23/01351).
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1. Vigil-Escalera Guirado, “Apuntes sobre la genealogía política”; Quirós Castillo, Social complexity; Tejerizo García, «“The end of the world as we know it”».
2. Castellanos García y Martín Viso, De Roma a los bárbaros.
3. Lauwers, “Territorium non facere diocesim”; Schneider, “Aux marges méditerranéennes”; Mazel, L´évêque et le territoire.
4. Hacemos nuestra la definición de «territoriality» de la clásica obra de Sack, Human Territoriality.
5. Con este término castellanizado nos referimos al término sociológico de «agency».
6. En este sentido Monnet, “Le territoire comme télépouvoir”, 27.
7. Véase Bührer-Thierry y Patzold, “Introduction” con abundante bibliografía. De igual modo, para un marco teórico plenamente medieval, véase Agúndez San Miguel y García Izquierdo, “Introducción. La configuración del espacio diocesano” y Guijarro González y Agúndez San Miguel, “Introducción. Construir una diócesis”.
8. Pérez, “Infra limites legionensis episcopatus”. De igual modo, ya Sack apuntó a que la «impersonal» territorialidad (basada en límites y no en relaciones personales) desapareció con el fin de las estructuras imperiales y no se reactivó hasta los siglos XI-XII (Sack, Human Territoriality, 112-113.
9. Martín Viso, Asentamientos y paisajes rurales; Poveda Arias, “La diócesis episcopal en la Hispania visigoda”.
10. Respecto a nuevas formulaciones sobre la periodización de la Historia y la superación de la distinción entre Edad Antigua y Edad Media, véase Fernández, Aristocrats and Statehood; Tejerizo García, “Contra la Antigüedad Tardía”.
11. En este artículo utilizamos la edición de Thiel, Epistolae romanorum y la más reciente traducción y comentarios recogida en Martín Iglesias, Díaz Martínez y Vallejo Girvés, La Hispania tardoantigua y visigoda en las fuentes epistolares.
12. Asc., Ep. Hil. 13.
13. La fecha de datación de este primer ordenamiento no es compartida por todos los especialistas. Aquí optamos por el margen de tres años en el que se mueven la mayoría de los autores. Partidarios de la fecha más temprana son Larrañaga Elorza, “En torno al caso”, 172; Vilella Masana, “Els concilis eclesiàstics”, 1050; Espinosa Ruiz, Calagurris Iulia, 273, 296. Otros autores prefieren la fecha de 457 para este nombramiento: Mañaricua Nuere, “Al margen del himno I”, 507-8; Rodríguez R. de Lama, “¿Es de origen apostólico? “, 333-34. Sobre la disparidad de fechas, véase Olcoz Yanguas y Medrano Marqués, “El cisma del obispo calagurritano”, 292, n. 1.
14. La tradición conciliar hispana ya había dictaminado que un presbítero no cambiase de obispo (Conc. Tolet. I, 12) e incluso que los excomulgados no fueran a recibir la comunión de otro prelado distinto del que les había privado de la eucaristía (Conc. Elib, 53; Conc. Caes. I, 12).
15. Consideramos que no se debería a causa del fallecimiento del primero como expresa Urbano Espinosa Ruiz (Calagurris Iulia, 273), sino más bien debido a una destitución del primer ordenado en beneficio del segundo. En este sentido: Olcoz Yanguas y Medrano Marqués, “El cisma del obispo calagurritano”, 297-98.
16. Serrano, El obispado de Burgos, 21-24; Mañaricua Nuere, “Al margen del himno I”, 507-8; Sáinz Ripa, Sedes episcopales de La Rioja, 86. Esta línea tradicional continúa repercutiendo en los estudios más recientes como: Peterson y García Izquierdo, “A multis temporibus desolata”, 50. Frente a esta teoría sin otro fundamento que la proximidad geográfica, Larrañaga Elorza, “En torno al caso”, 176, n. 20 argumentó con precisión que la localización de la antigua Auca no se correspondía a los esquemas paleocristianos de erección de nuevas sedes episcopales, fundamentada en entornos urbanos y proximidad a importantes vías de comunicación.
17. Mansilla Reoyo, Geografía eclesiástica de España, 159.
18. Quizás solamente unos meses después.
19. Asc., Ep. Hil 14.
20. Sobre la cuestión de la sucesión en la sede barcelonesa, véanse: García Moreno, “Vincentius dux provinciae”; Espinosa Ruiz, Calagurris Iulia; Vilella Masana, “La correspondencia entre los obispos hispanos y el papado”; Vilella Masana, “Els concilis eclesiàstics”; Barenas Alonso, “Calahorra y el cisma”.
21. Hilar. Pontif., Ep. 15: Hilarus episcopus dixit: Acceptis quae recitata sunt, de omnibus nunc fratres speciales sententias Deo uobis spirante depromite.
22. Ambas tendrían al subdiácono Trajano como mensajero, quien a su vez actuaría como delegado papal. Vilella Masana, “Els concilis eclesiàstics”, 1057.
23. Vilella Masana, “Els concilis eclesiàstics”, 1054-55.
24. Hilar. Pontif., Ep. 16.
25. Aunque esta es la lectura efectuada por todos los filólogos e historiadores, debemos mencionar que Rodríguez R. de Lama (“¿Es de origen apostólico?”, 343-44), sin utilizar notas ni bibliografía, declara que en algún códice aparece episcoporum en vez de possessorum.
26. Esta forma estaría corrompida en la tradición manuscrita utilizada por Thiel y debería leerse en su lugar Liuiensium, tal y como manifiestan Ruiz de Loizaga, Díaz Bodegas, y Sáinz Ripa, Documentación vaticana sobre la Diócesis de Calahorra, 37, n. 1 y siguen recogiendo Martín Iglesias, Díaz Martínez y Vallejo Girvés, La Hispania tardoantigua y visigoda en las fuentes epistolares, 271, n. 889.
27. Estas se corresponderían con Tarazona, Cascante, Calahorra, Varea-Logroño, Tricio, Herramélluri y Briviesca, según Olcoz Yanguas y Medrano Marqués, “El cisma del obispo calagurritano”, 296.
28. Respecto a la formación de la autoridad metropolitano en el caso hispano véanse: Panzram, “La formación del orden metropolitano”; Ubric Rabaneda, “La organización de la Iglesia hispana en los siglos IV-V”.
29. Espinosa Ruiz, Calagurris Iulia, 232-83.
30. Hilar. Pontif. Ep. 17.
31. Nosotros vamos a seguir la edición crítica contenida en: Martínez Díez y Rodriguez, La colección canónica hispana, IV, 356-66. De igual modo, utilizamos la última revisión y traducción propuesta en: Martín Iglesias, Díaz Martínez y Vallejo Girvés, La Hispania tardoantigua y visigoda en las fuentes epistolares, 341-48.
32. Vilella Masana, “Los obispos toledanos anteriores”, 106.
33. Conc. Tolet. II: presbyter ignarus disciplinae conficere sibi chrisma praesumeret.
34. En el caso hispano tenemos el precedente conciliar en: Conc. Tolet. I, 20.
35. Conc. Tolet. II: Praeterea perditissimam Priscillianistarum sectam non tam actis quam nomine a uobis praecipue nouimus honorari.
36. Sobre Prisciliano véase el más reciente estado de la cuestión en Escribano Paño, “El priscilianismo hoy”.
37. Conc. Tolet. II: ad consecrationem basilicarum alienae sortis a uobis episcopi inuitentur.
38. Conc. Tolet. II: si uobis ad petendum impossibile est, datis litteris uestris indicare debebitis et nos sacri huius liquoris ultro poterimus transmittere gratiam.
39. Conc. Tolet. II: et aut per nos aut per eum qui nobis ex fratribus et coepiscopis nostris uisus fuerit, et consecratio ecclesiarum Deo auspice poterit celebrari.
40. Vilella Masana, “Los obispos toledanos anteriores”.
41. Martin, “Montanus et les schismatiques”, 11.
42. Isla Frez, “Desde el reino visigodo y la ortodoxia toledana”, 46.
43. El mismo Montano de Toledo, junto a otros obispos, legislará en el Conc. Tolet. II, c. 2 que ningún clérigo pueda cambiar de obispo, posiblemente en clara alusión al problema palentino.
44. Para la cuestión del obispo errante véase Barbero de Aguilera, “Las divisiones eclesiásticas y las relaciones entre la Iglesia y el Estado”, 174-76; Martin, “Montanus et les schismatiques”, 12; Martin, “Las cartas de Montano”, 420-21; Isla Frez, “Desde el reino visigodo y la ortodoxia toledana”, 49-50.
45. Larrea Conde y Pozo Flores, “La Tarraconense occidental“, donde se analizan con detenimiento esta región hispana a través de la longue durée.
46. Sobre el asentamiento de estos grupos en la península existen principalmente dos teorías consolidadas: la irrupción y sorteo de las provincias sin dependencia con ninguna autoridad romana (Thompson, Romans and Barbarians) y una entrada acordada y un reparto planificado con dirigentes romanos (Arce Martínez, El último siglo; Arce Martínez, Bárbaros y romanos).
47. Castellanos García, Calagurris tardoantigua, 16.
48. Castellanos García, “Calagurris cristiana”, 58.
49. Hydat. 117 [125]; 150 [158]. Primera y última mención a estos grupos efectuadas por Hidacio.
51. Respecto a su concepción como desposeídos que se enfrentarían al orden imperante véanse: Thompson, “Peasant Revolts”; Bravo Castañeda, “¿Revolución en la antigüedad tardía?”. Misma percepción desde otra ascendencia hermenéutica en Blázquez Martínez, “Los vascones en las fuentes literarias”. Una definición basada en su heterogeneidad y disparidad de componentes en Sánchez León, Los bagaudas: rebeldes, demonios, mártires.
52. Roma tiene que enviar al dux utriusque militae Asturio (Hydat. 117 [125]), al general Merobaudes (Hydat. 120 [128]) y a Frederico, hermano del rey Teodorico (Hydat. 150 [158]) para sofocar estos levantamientos.
53. El rey suevo Rechiario se alió con ellos en el 449 para efectuar una campaña de pillaje y saqueo en el territorio comprendido entre Zaragoza y Lérida (Hydat. 134 [142]).
54. Montecchio, «“Bacaudae” nella penisola iberica», 100-101.
55. Sanz Huesma, “Hidacio y los bagaudas”, 452-54.
56. Olcoz Yanguas y Medrano Marqués, “Basilio y los bagaudas”, 207.
57. Pozo Flores, Vasconia tardoantigua, quien los considera grupos armados dirigidos por potentados locales, pero exclusivamente vascones. Una connotación que no excluye a nuestro razonamiento, ya que todo el entorno de Calahorra ha sido tradicionalmente considerado como área vascona.
58. Espinosa Ruiz, Calagurris Iulia, 296.
59. Una conclusión distinta en: Ubric Rabaneda, “Obispos y bárbaros”, 790.
60. Arce Martínez, Bárbaros y romanos; Kulikowski, Late Roman Spain, 261-62.; Larrañaga Elorza, “En torno al caso”, 189-90.
61. Castellanos García, “Calagurris cristiana”, 64.
62. Esta composición de facciones fue formulada por Lambert, “Ascanius”. Sobre el enfrentamiento entre un bloque occidental y otro oriental de la Tarraconense véanse: Espinosa Ruiz, Calagurris Iulia, 289; Barenas Alonso, “Calahorra y el cisma”, 165.
63. Castellanos García, Calagurris tardoantigua, 29.
64. Entre los partidarios de una expansión temprana de la autoridad visigoda, véase Collins, Visigothic Spain 409-711, 31-33; Thompson, Romans and Barbarians, 189. Una posibilidad que ha sido retomada recientemente con matices por Koch, “Gotthi intra Hispanias sedes acceperunt”. Otra corriente historiográfica aboga por una instalación más tardía en la península. Por ejemplo, Kulikowski, Late Roman Spain, 203; Poveda Arias, “Diálogos y relaciones de poder”, 17-18.
65. Debido a la ausencia de fuentes directas para este período resulta problemático conocer la extensión de la dominación sueva en estos momentos. No obstante, se ha teorizado que: «Entre los años 469 y 510 los suevos consolidaron una frontera al norte del Tajo, quizá entre este río y el Mondego, mientras que hacia Oriente parecen haber estabilizado su territorio aproximadamente en la línea que marcaba la antigua vía romana que unía Mérida y Astorga, siguiendo al norte del Duero quizá la línea del río Esla hasta la Cordillera Cantábrica.» (Díaz Martínez, El reino suevo, 102).
66. Isla Frez, “Desde el reino visigodo y la ortodoxia toledana”, 41; Vilella Masana, “Los obispos toledanos anteriores”, 108; Martin, “Montanus et les schismatiques”. Contrariamente a esta teoría se ha expresado anteriormente esta última autora: Martin, “Las cartas de Montano”, 422, quien alude a que pudieran ser obispos del valle del Ebro. En la misma línea, Díaz Martínez, “La cristianización de Cantabria”, 54-55, donde se plantea la posibilidad de que se tratase de una sede de la Tarraconense, concretamente la sede calagurritana, hipótesis que permitiría enlazar los dos territorios analizados en este artículo y convertiría a Calahorra en una activa sede en la larga duración, principal sede cristianizadora en el norte peninsular.
67. Martín Viso, “Organización episcopal y poder”; Díaz Martínez, “Sedes episcopales y organización administrativa”.
68. Escalona Monge, “Organización eclesiástica y territorialidad en Castilla”, 170.
69. Así lo apunta Martin, “Montanus et les schismatiques”, 15: «Il faut sans doute admettre qu’il existait, en Galice, plus d’évêques que de cités épiscopales, et que, le manque de sources aidant, ils échappent à notre regard.» Este desconocimiento se acrecentaría, sobre todo, en zonas rurales, las cuales presentan ejemplos de sedes de corta duración como Calagurris Fiblaria o Aquae Flaviae.
70. Bührer-Thierry y Le Jan, “Agir en commun”.
71. Grabowsky y Patzold, “Communautés menacées”.
72. Debemos señalar que el papa Hilario no utiliza en ningún momento «cismático» para referirse a Silvano, a diferencia del metropolitano de Tarragona.
73. Como tema susceptible de futuras investigaciones, debemos mencionar la «creación» de la provincia Carpetania et Celtiberia, con la que Montano estaría buscando aumentar su autoridad y jurisdicción sobre un territorio aplicando precisamente aquello que en esta ocasión criticaba: una apropiación indebida por agentes eclesiásticos externos. Una presentación de la discusión sobre la Carpetania, en Velázquez Soriano y Ripoll, “Toletum, la construcción de una urbs regia”, 536, n.44.
74. Sic. Flacc. 1 [Th. 98]
75. Gelas., Ep. 17: Non enim terminis aut locis aliquibus convenit definiri, sed illud facere dioecesim, quod superius continetur, ut constet commanentes, a quo fuerint lavacri regeneratione purgati.
76. Gelas., Ep. 19: […] ex qua [diocesim constitutam] semper ad regenerationem atque consignationem plebs devota convenit. Territorium etiam non facere diocesim olim noscitur ordinatum.
77. Véase ahora el análisis del episodio de Montano, cuyas ideas principales compartimos, efectuado por Poveda Arias, “La diócesis episcopal en la Hispania visigoda”, 17-18.
78. Martín Viso, La construcción de la territorialidad en la Alta Edad Media.
79. Cabe destacar que, en una década anterior al conflicto provocado en el seno palentino, el Conc. Tarrac. c. 8 dictamina que el obispo debe visitar sus dioeceses al menos una vez al año.
80. Nuestro término de «territorialidad personal» es una construcción aumentada del «carácter personal de la jurisdicción episcopal sobre su clero y, por tanto, la debilidad del fundamento territorial de su autoridad» de Poveda Arias, “La diócesis episcopal en la Hispania visigoda”, 12.
81. Una profundización de esta idea respecto al rol de los presbíteros en la conformación del territorio rural en Poveda Arias, “Iglesias rurales y presbíteros”, 145-46.
82. Escribano Paño, “La iglesia calagurritana”.
83. Bidagor, La «Iglesia propia» en España, 61.
84. Castellanos García, Calagurris tardoantigua, 42.
85. Díaz Martínez, “Concilios y obispos”, 1097-98. Sobre la conformación de la figura obispal en época tardorromana, véase Castellanos García, “El obispo como líder ciudadano”.
86. Mazel, L´évêque et le territoire, 95-96.
87. González Blanco, “Los orígenes cristianos de la ciudad de Calahorra”, quien aduce una cristianización generalizada en esta región. De forma complementaria, en Marco Simón, “¿Taurobolios vascónicos?” se expone la pervivencia de ritos paganos hasta entrado el s. V. Ambos puntos de vista no son excluyentes, puesto que la percepción del simbolismo y creencias de la religión vivida por los hispanos del s. V escapa en gran parte al historiador. Aunque la figura del obispo, o de las aristocracias, como emblema de una «cristianización fisípara» es la más aceptada, las últimas tendencias historiográficas abogan por una cristianización del espacio rural a través de una multiplicidad de focos y causas. Véase: Martínez Maza, “Lived Ancient Religion”. Una revisión crítica sobre la cristianización de la península Ibérica en: Panzram, “Entre mito y realidad histórica”.
88. Anderson, Transiciones de la antigüedad; Wickham, “The Other Transition”.
89. Feller, “Les limites des diocèses dans l’Italie du haut Moyen Âge”, 103.
90. Godoy Fernández, Arqueología y liturgia, 75-80.
91. Misma temática, desde otra perspectiva en Poveda Arias, “Making locra sacra”.
92. Lauwers, “Territorium non facere diocesim”, 33.
93. Sobre la importancia de la configuración del mundo rural en el entramado sociopolítico del reino visigodo, véase: Poveda Arias, “Iglesias rurales y presbíteros”.
94. Sánchez Ramos, “Perspectivas para el estudio del territorio episcopal”, 150-51.
95. Poveda Arias, “La diócesis episcopal en la Hispania visigoda”, 12-13.