El presente artículo intenta actualizar una definición finalista de la universidad en virtud de su misión social. En su diagnóstico inicial, esta investigación se interrogará por las cualidades, funciones y objetivos que son específicos de la universidad y que, por este motivo, no pueden ser sustituidos por otras instituciones o prácticas alternativas en nuestra sociedad. Proponemos, por ello, brindar una definición funcional y de propósito para las instituciones universitarias, preferentemente aquellas que no tienen ánimo de lucro. Nuestra investigación atenderá, fundamentalmente, a los datos relativos al Sistema Universitario Español y se servirá de marcos preferentemente clásicos del pensamiento contemporáneo en el establecimiento del propósito institucional de las universidades.
Metodológicamente referiremos algunos datos cuantitativos y sus fuentes, aunque este trabajo aspira a proponerse como una reflexión crítica aunque con eminente vocación práctica. Se trata, por lo tanto, de una reflexión operada desde la filosofía (o, más genéricamente, desde las humanidades) y no desde las ciencias sociales en un sentido estricto. Los presupuestos teóricos de los que partiremos adquieren una deuda singular con Max Weber, Jacques Derrida y más específicamente Ortega y Gasset, aunque dialogarán también con referencias más contemporáneas como Anne Applebaum o Jonathan D. Haidt. Asimismo, a lo largo de este texto se incorporarán referencias de la filosofía clásica y medieval que consideramos pueden seguir reivindicando una vigencia objetiva. A partir de estas premisas teóricas intentaremos actualizar la misión de la universidad contemporánea, subrayando sus implicaciones sociales y culturales y su responsabilidad política específica en la promoción y custodia de ciertas jerarquías epistémicas en el marco de una sociedad plural y democrática.
This paper aims to update a finalist definition of the university taking into account its social mission. In the initial assessment, this research will consider the qualities, functions and objectives that are specific to the university and so cannot be replaced by other institutions or alternative practices in our society. Therefore, we suggest offering a functional definition for university institutions, preferably non-profit ones, that is based on their purpose. Our research will fundamentally consider data relating to the Spanish university system and will favour classical frameworks for contemporary thought to establish the institutional purpose of universities.
Methodologically, we will refer to quantitative data and their sources, although this research aspires to provide a critical reflection, albeit one with an eminently practical vocation. It is, therefore, a reflection articulated from philosophy (or, more generally, from humanities) and not from the social sciences in a strict sense. The theoretical suppositions from which we will start owe a particular debt to Max Weber, Jacques Derrida and, especially, José Ortega y Gasset, although they will also dialogue with more contemporary references such as Anne Applebaum and Jonathan D. Haidt. Likewise, throughout this text, references to classical and medieval philosophy will be incorporated, which we believe can continue to claim objective validity. From these theoretical premises we will try to bring the mission of the contemporary university up to date, underlining its social and cultural implications and claiming a specific political responsibility in the promotion and custody of certain epistemic hierarchies within the framework of a plural and democratic society.
L'université fait profession de la vérité. Elle déclare, elle promet un engagement sans limite envers la vérité.
Jacques Derrida,
Lo que experimento ahora al jubilarme de la docencia me ha dejado huérfano.
George Steiner,
La universidad es una institución singular. Son muchas las características especiales que la definen, pero uno de sus rasgos más marcados y diferenciales es su reflexión autoconsciente. Desde antiguo, y de un modo perfectamente acusado desde el desarrollo de las ciencias sociales en el siglo XIX, podríamos destacar que la universidad es una entidad que, como el dios de Aristóteles, cumple la singular función de pensarse a sí misma (
Desde la instauración de la reforma derivada de la Declaración de Bolonia en el año 1999, el desarrollo de indicadores, estadísticas y protocolos de evaluación de la calidad de la enseñanza universitaria se ha multiplicado. La creación del Espacio Europeo de Educación Superior incentivó una profesionalización del desarrollo del dato en el ámbito universitario lo que, sin duda, ha generado instrumentos de diagnóstico y mapeo de gran utilidad para la gobernanza y la legislación universitaria. El presente artículo, sin embargo, no aspira a ser una investigación
Son numerosas las fuentes a las que podemos recurrir para tener una constancia más o menos completa y compleja del SUE. El Instituto Nacional de Estadística, por ejemplo, desarrolla la Estadística de Universidades, Centros y Titulaciones
Creo, sin embargo, que la utilidad específica que puede rendir la filosofía -y en general, las disciplinas humanísticas- no atañe tanto a la interpretación de los datos como al establecimiento de unas claves críticas y hermenéuticas que nos permitan dilucidar, de forma diligente y responsable, el significado y alcance dichos indicadores. La filosofía sólo podría leer torpemente una colección de estadísticas o registros y, sólo de un modo muy inexacto, sería capaz de justificar si un porcentaje es o no determinante para el cumplimento del propósito de la universidad española. En tanto que disciplina esencialmente teórica, sin embargo, la filosofía sí puede y debe desentrañar cuál podría -o incluso debería- ser la misión de la universidad y qué rasgos debería fortalecer el cumplimiento de dicho propósito en el marco de la sociedad civil y del interés público. Por este motivo, en la investigación que sigue, las referencias a los datos cuantitativos serán meramente adjetivas y servirán para apuntalar una reflexión teórica y finalista de la universidad en tanto que institución. Por idéntica razón, en el presente artículo se intercalarán fuentes clásicas del canon filosófico con publicaciones contemporáneas que puedan servir para justificar nuestras conclusiones.
El marco teórico en el que se inscribirá nuestra investigación será marcadamente definicional y finalista, lo que es tanto como subrayar que este artículo aspirará a definir qué es y qué debería ser la universidad en el escenario social y político posterior a la pandemia. Esta definición vendrá determinada, a su vez, por el propósito y la finalidad que distingamos para la universidad. Del mismo modo, nos interrogaremos sobre cuáles son los obstáculos y las oportunidades que podrían limitar o favorecer dicha misión. El propósito no sólo no es nuevo sino que entronca con un marco metodológico estrictamente clásico. Así, por Aristóteles sabemos que la definición de cualquier objeto o institución podría determinarse por su
La institucionalización del saber ha sido, desde tiempos remotos, un objeto de reflexión prioritaria para los filósofos. No en balde, por todos es sabido que si todavía hoy seguimos hablando de la academia es en herencia del centro de estudio que Platón fundara a finales del siglo IV a. C. Fue en los jardines consagrados a
En el contexto contemporáneo la filosofía goza de un estatuto epistémico un tanto ambiguo. De una parte, quienes se dedican profesionalmente al pensamiento filosófico gozan de un cierto prestigio social
No cabe duda de que la investigación pedagógica, sociológica e incluso económica o estrictamente estadística tienen mucho que aportar a la hora de evaluar los retos y oportunidades de la universidad como institución educativa, cultural e investigadora. Pero creo, sin embargo, que el conjunto de interrogantes que se inscriben en estas disciplinas sigue requiriendo la aproximación radical y panorámica que propone la filosofía. Aunque puedan parecer contradictorios ambos rasgos, creo justificado mantener que son dos aproximaciones no sólo conciliables sino constitutivas de la disciplina filosófica. Apelo a un examen panorámico pues es la condición amplia o general -Aristóteles señalaría que sólo hay ciencia de lo general (
Dicho de un modo más simple pero, si cabe, todavía más rotundo. Creo que ningún interrogante político, pedagógico, económico o social relativo a la universidad podrá resolverse si no enfrentamos con toda la radicalidad que nos es dada una pregunta de inequívoco compromiso metafísico, por más que el término pueda resultar disuasorio. La pregunta por el futuro de la universidad no podrá ni siquiera abordarse sin antes intentar desentrañar qué es, qué debe ser, qué podría ser... la universidad. Todas estas cuestiones podrían responderse si fuéramos capaces, al menos de esbozar, algo tan lábil, inasible y frágil como el “ser” de la universidad. Lo superlativo o incluso lo irresoluble de la pregunta no debería impedirnos persistir en nuestro intento de respuesta. Y dadas las modestas capacidades de quien escribe no podré, en este punto, más que servirme de argumentos de autoridad que pudieron dar otros y que son, si no definitivas, sí perfectamente logradas.
¿Qué es, pues, la universidad? La pregunta se antoja tan inmediatamente sencilla que cualquiera podría sentirse como Agustín de Hipona ante la pregunta sobre la naturaleza del tiempo (
Una de las fortalezas de la propuesta de Ortega, antes de desentrañar su contenido en lo que pueda resultar de utilidad, es la identificación del ser mismo de la universidad con su misión. Incluso en el ámbito corporativo, hoy no es extraño escuchar hablar del capitalismo de propósito y son habituales las exposiciones públicas relativas a la misión de las instituciones, concretadas en muchas ocasiones en planes estratégicos cuyo cumplimiento acaba por hacerse objeto de cuantificación. Sin embargo, el conjunto de datos desde los que mapeamos nuestra realidad universitaria se haría del todo ininteligible si no supiéramos reconocer antes cuál es la misión o el propósito que debe tomar por propio nuestra institución.
Esta propuesta de definición teleológica, es decir, la caracterización de una entidad a partir de la finalidad que le es propia reproduce de modo puntual una estrategia explícitamente aristotélica que resulta todavía operativa. Las cosas (todas las cosas, también las prácticas o las acciones, según el de Estagira) pueden definirse por una finalidad (
Esta cuestión no es baladí y es uno de los elementos que mejor puede servirnos para actualizar la misión de la universidad. En un contexto de almacenamiento global de los datos y de virtualización de la experiencia humana, la universidad debe exigirse el cumplimento de una misión y de una función específica. Una de las primeras dificultades que encontramos a la hora de definir la universidad es que esa abstracción general y unívoca previsiblemente no existe. En España, en el curso 2019-2020 se impartieron 3008 grados y 3638 másteres, sumando un total de 1.309.762 estudiantes universitarios. En ese curso existían 83 universidades con actividad, 50 públicas y 33 privadas que hoy sabemos que han ascendido a 38. Se contabilizaron 1.061 centros universitarios entre escuelas y facultades, 537 institutos universitarios de investigación, 50 escuelas de doctorado, 54 hospitales universitarios y 76 fundaciones
Creo, pese a todo, que el intento es insoslayable por lo que recurriré, conforme había anunciado, a un argumento de autoridad como solución transitoria. Así advierte Jacques Derrida: “La universidad hace profesión de la verdad. Declara, promete un compromiso sin límite para con la verdad” (2002, p. 10). Esta definición podría parecer demasiado ambiciosa o, incluso, para muchos, podría interpretarse como la enésima expresión de los excesos del pensador francoargelino. En un tiempo en el que la verdad parece revocada y disputada y en el que el imperio de la posverdad parece campar a sus anchas, invocar una expresión tan arcaica como la profesión de la verdad, e incluso un eventual compromiso, se haría inasumible para muchos. La definición, sin embargo, tiene muy poco de insólito. Así, por ejemplo, en el escudo de la universidad más prestigiosa del mundo según todos los rankings, Harvard University, distinguimos una invocación a la verdad en su forma latina:
Este hecho no me parece en nada adjetivo y a él volveremos en las páginas que siguen. Es obvio que la verdad es uno los conceptos más complejos y disputados de toda la historia de la epistemología pero su centralidad y protagonismo en la labor universitaria, a falta de encontrar una definición que aspirara a decirse definitiva del concepto, ya determina algo: el compromiso último de la universidad como institución, y su condición como entidad soberana, debería pasar siempre por la búsqueda, promoción y custodia del conocimiento verdadero. Se haría poco menos que imposible definir qué sea tal verdad pero parece evidente que la universidad, en su condición más radical, debe adquirir conforme al
La radicalidad con la que se expresa Jacques Derrida no está exenta de una cierta hipérbole poética y más allá de la rotundidad del estilo, o del grado de acuerdo que pudiéramos evidenciar con respecto a este postulado, su enunciado parece subrayar algunos rasgos habituales y reconocibles en los campus universitarios. Así, por ejemplo, una de las singularidades más específicas de la universidad es el modo en que se establece una síncopa entre tradición e innovación a la luz de esa solemnidad que se atribuye al conocimiento verdadero. Gran parte de la labor universitaria está consagrada a la investigación y a la innovación, sobre todo en las universidades públicas. Sin embargo, este compromiso con la creación del conocimiento y el avance científico e innovador se armoniza en la práctica universitaria con un conjunto de rituales y de cargos de inspiración clasiquísima. De este modo todavía hoy distinguimos en el funcionamiento universitario órganos y actividades tales como claustros, consejos, seminarios, colegios... Términos todos ellos de inspiración explícitamente clasicista cuando no religiosa. La importancia de los procesos rituales, las ceremonias y los ritos de paso evidencian esa condición profesional, en el sentido subrayado por Derrida, de la labor universitaria.
El conjunto de dignidades que acabamos de describir y la solemnidad con la que, afortunadamente, todavía siguen protegiéndose los ritos universitarios evidencian la proyección casi sacral que todavía le conceden nuestras sociedades al conocimiento. De alguna manera, estos procesos exhiben la condición secularizada de nuestras universidades y en algo retoman el espíritu heredero de las sociedades científicas que fueron consecuencia de la primera Ilustración. Las universidades conservan, a un lado y otro del Atlántico, un remoto vestigio del culto a la Diosa Razón que inspiró en el siglo XVIII el furor revolucionario. En este sentido, y aún reconociéndose como instituciones estrictamente civiles en su mayoría, las universidades occidentales adquieren una función simbólica, vertebradora y ritual en el seno de nuestras sociedades.
Este hecho podría parecer una herencia más o menos remota o un rasgo escasamente revelador de la historia de las instituciones. Sin embargo, esta colección de características privativas son ingredientes imprescindibles para comprender cómo todavía hoy se sigue concibiendo la carrera docente e investigadora, para lo bueno y para lo malo. A nadie se le escapa que una de las debilidades más explícitas del sistema universitario español contemporáneo es aquella que atañe a la precariedad e inestabilidad de la consolidación de la carrera profesional. Hasta la última convocatoria (diciembre 2021) de becas y contratos
Estos datos no son una realidad más dentro del sistema universitario sino que suponen las condiciones materiales desde las cuales se ejerce la labor universitaria. La carrera académica, lejos de haberse profesionalizado como una opción laboral atractiva para quienes a través de su esfuerzo, mérito y capacidad deciden consagrar sus esfuerzos a la tarea de la docencia y la investigación, mantiene todavía una cierta reminiscencia casi religiosa que la sitúa a mitad de camino entre la vocación y el martirio. La referencia al martirio, por más que pueda resultar exagerada, creo que resulta perfectamente aplicable a nuestro desempeño, pues en no pocas circunstancias la decisión de emprender una carrera investigadora entraña la renuncia, casi total, de elementos imprescindibles para alcanzar una vida razonablemente feliz o lograda.
Con respecto a la vocación, término cargado también de implicaciones religiosas, resultan del todo reveladoras las reflexiones que hacia el año 1917 realizara Max Weber en “La ciencia como vocación”. La caracterización de la ciencia como una vocación es una muestra más del modo en que la labor docente e investigadora asume presupuestos de inspiración casi religiosa. La llamada destinal desde la que la
Creo, pese a todo, que la universidad española ha mejorado enormemente en las últimas décadas en cuestiones relativas a la transparencia, la gobernanza o la rendición de cuentas. La implantación de los procesos ciegos y objetivos de acreditación así como la publicitación de los criterios establecidos para el reconocimiento de sexenios y otros méritos docentes e investigadores han aminorado el horizonte de incertidumbre e imprevisibilidad en la promoción y estabilización. Sin embargo, esos criterios suponen una garantía de última instancia que muy escasamente solventan la incertidumbre individual a la que se enfrenta el personal investigador. A este respecto, considero que podemos reconocer sin duda que la carrera académica puede inscribirse en el conjunto de profesiones en las que el peso de la vocación acaba menoscabando la justa retribución del trabajo, tal y como Remedios Zafra supo diagnosticar en el caso de las profesiones creativas.
En
El contraste entre el aparente prestigio social de la institución universitaria y la precariedad desde la que ejercen su profesión nuestros investigadores y docentes no es un dato que adquiera un interés puramente gremial o laboral. La imprevisibilidad del
Aunque las precarias condiciones que hemos apenas dibujado resulten determinantes, la universidad ni puede ni debe definirse por las circunstancias laborales en las que nuestro personal docente e investigador. Precisamente, al no tratarse de un mero oficio, y al describirse la vocación profesoral como una profesión en sentido estricto, esto es, como la profesión pública de una vocación, la universidad debe actualizar su misión institucional para hacer explícitos sus retos y desafíos futuros. A este respecto, y retomando una fuente clásica conforme a lo advertido, pocas reflexiones resultan vigentes como la que realizara Ortega en el año 1930. Al igual que en el caso de Weber, las palabras que se pronunciaron en forma de conferencia pasaron a editarse posteriormente para conservar el diagnóstico del pensador madrileño.
La reflexión orteguiana mantiene todavía una cierta inercia heredera del célebre debate iniciado en 1876 relativo a la Ciencia española. Sin embargo, el valor del nuevo análisis pasaba por actualizar la misión de la institución universitaria a partir de la planificación de su reforma. Así, la ambición orteguiana aspiraba a procurar una reforma universitaria que superara el afán de revertir los abusos para lograr configurar un nuevo marco institucional. Esta vocación adquiere en nuestros días una singular pertinencia ya que después de la implantación del Plan Bolonia, y como consecuencia de la pandemia de la COVID19, el debate sobre la transición y transformación universitaria vuelve a ocupar el centro del debate político en España.
Retomando el marco teleológico, Ortega señalará que “la raíz de la reforma universitaria está en acertar plenamente con su misión”, un planteamiento que habría de urgirnos a la hora de definir, antes de adentrarnos en cualquier transformación (digital o de cualquier otra índole), la finalidad de la institución universitaria. Hoy sabemos que la universidad es una institución enormemente compleja, plural e incluso cambiante, pero los dos grandes ejes sobre los que se orienta su actividad siguen siendo exactamente los mismos que en tiempos de Weber: docencia e investigación (con el nuevo añadido de la transferencia científica como una misión complementaria). Estas actividades no pueden, sin embargo, describirse como fines puros, pues su definición será, a su vez, deudora del fin social que aspiran a satisfacer. Si bien Aristóteles inauguró el primer libro de
En muy pocas ocasiones el conocimiento pude definirse como un fin en sí mismo ya que la autorreferencialidad de la ciencia nos impediría tomar decisiones acerca de qué merece la pena conocer o qué merece la pena ser enseñado. Ortega intuyó una cláusula económica en la gestión y administración del conocimiento que merece la pena rescatar: la atención y los recursos humanos, y desde luego los recursos económicos desde los que se promociona el desarrollo de la ciencia, son en nuestro tiempo necesariamente finitos. La administración de estos bienes escasos son los que imprimen una lógica económica (que no economicista) en la deliberación científica y universitaria. No podemos, como nos invitaba a hacer la
Ortega plantea una misión democráticamente urgente pero científicamente problemática cuando subraya que el destinatario último del quehacer universitario debe ser el hombre medio. Las instituciones públicas, alcanza a decir, toman al hombre medio como medida. Es enormemente significativo que quien construyera parte de su fama diagnosticando una rebelión de las masas destacara, al mismo tiempo, el compromiso de la universidad con la condición media. La tensión existente entre excelencia y medianía, o entre vanguardia y mayoría, es algo que todavía afecta al modo en que se concibe la universidad. De una parte, y resulta obvio tener que señalarlo, la red de universidades públicas españolas adquiere un compromiso específico con los procesos formativos y de desarrollo cultural de nuestra ciudadanía en su conjunto. Esta misión se aviene, por cierto, de forma literal con lo consignado por nuestra Constitución (
Ortega aspiró a resolver esta dificultad dividiendo la misión de la universidad en tres propósitos. Así, el filósofo subrayó que una de las finalidades de la institución universitaria sería la enseñanza de profesiones intelectuales, otra la investigación y una tercera centrada en la transmisión cultural. Con respecto a la primera, la misión profesionalizante resulta, ciertamente, ineludible, aunque su peso, o incluso el protagonismo que Ortega reconoce de forma preferencial, requeriría una profunda redefinición en nuestro tiempo. No es objeto de esta investigación cifrar las transformaciones que deberían operarse en el seno de la universidad para adaptarse a esta nueva realidad laboral cambiante pero parece forzoso conceder que la universidad ni puede, ni debe, convertirse en un mero instrumento de formación profesional. La proliferación de certificaciones externas y las nuevas plataformas de formación continua competen e incluso acabarán por complementar gran parte de la enseñanza universitaria. La universidad no puede concebirse meramente como una institución expendedora de acreditaciones profesionales pero, al mismo tiempo, no podría comprenderse su utilidad social sin el ejercicio parcial de algo muy parecido esa función.
Una de las aportaciones más genuinas del diagnóstico de Ortega, y que marcaría una diferencia natural con algunos usos contemporáneos en sede universitaria, es su rotunda distinción entre la función investigadora y la labor docente. Frente a la caracterización habitual en la carrera investigadora en España, que integra docencia e investigación, el aserto del pensador es rotundo a este respecto: “La ciencia en su sentido propio, esto es, la investigación científica, no pertenece de una manera inmediata y constitutiva a las funciones primarias de la Universidad ni tiene que ver sin más ni más con ellas” (2017, p. 551). De un modo muy resumido podríamos afirmar que para Ortega existiría un hiato perfectamente discreto entre la creación y la transmisión del conocimiento. Como el propio Weber señalara, y como todos hemos podido constatar alguna vez, un buen docente puede ser un pésimo investigador y viceversa. Esta tesis resultaría problemática en no pocos campus europeos y, sin embargo, sería algo más asimilable en un contexto académico como el estadounidense. Así, en EE.UU. es habitual distinguir entre universidades con vocación investigadora y
La propuesta de Ortega intentaba resolver una de las tensiones inherentes a cualquier caracterización de la universidad en términos de utilidad pública y social. Alinear el propósito de universidades generalistas que puedan dirigirse al ciudadano medio con la vocación investigadora y la creación de una ciencia excelente es, ciertamente, una tarea compleja con visos de ser incluso contradictoria. Cualquier institución universitaria debe saber si se dirige al 0´1 % con mayor rendimiento académico o si aspira a integrar a más del 10 % de la población. Dependiendo de su público objetivo y del grado de detalle de esa misión podría orientar su actividad en una dirección u otra. Del mismo modo, el porcentaje que cada universidad destina a partidas vinculadas con la investigación es discrecional y corresponde a cada institución pautar, de forma autónoma, su política científica. Parece obvio, en cualquier caso, que el rigor creciente y la condición competitiva de la investigación encajaría de manera poco coherente con una universalización creciente de la formación universitaria.
La investigación en España depende en gran medida de las universidades aunque nuestro sistema de investigación pública encuentra en otras instituciones como el CSIC, centros nacionales como el CNIO o los distintos institutos regionales (Ikerbasque en País Vasco, Icrea en Cataluña, los IMDEAS en la Comunidad de Madrid...) alternativas a la actividad investigadora de las universidades. A todo ello aún deberíamos sumarle las iniciativas privadas o empresariales. De nuevo, queda muy lejos de la capacidad de quien escribe determinar en qué grado debe subordinarse la política científica de España con la política exclusivamente universitaria. Ambos horizontes, el puramente universitario y la investigación global del país, son necesariamente solidarios y el modo en que se establezca el diseño de esta cooperación puede admitir variables complejas. Es más, a este desafío deberíamos sumarle una nueva posibilidad cooperativa entre Estados e instituciones como son las redes o las alianzas interuniversitarias tales como CIVIS o la Alianza 4U. La sucesión de programas de investigación en el marco de la Comisión Europea son otro dato relevante a la hora de integrar estrategias que trascienden la jurisdicción y la estrategia nacional. Este tipo de iniciativas inauguran nuevos marcos administrativos, ejecutivos e institucionales para desarrollar de un modo novedoso tanto la docencia como la actividad universitaria pero para poder cifrar en términos de éxito o fracaso las reformas pendientes deberíamos generar una prospectiva clara de cuáles son los objetivos que se intentan alcanzar.
En cualquier caso, y es de justicia reconocerlo, la descripción que Ortega realiza de la tarea investigadora como propósito independiente podría hacerse perfectamente coherente con el modo en que hoy se desarrolla la actividad universitaria. Así, a pesar de subrayar una diferencia esencial entre la función docente y la investigación, el filósofo acabará por concluir que la universidad requiere convivir en íntima comunidad con los “campamentos” (2017, p. 566) que las ciencias deberían establecer en la proximidad de la universidad. Nada impide reconocer que esa metáfora más o menos lograda podría acabar compadeciéndose con el modo en que hoy se sincopan docencia e investigación en la academia. Más allá de los detalles específicos o del acierto de Ortega en su diagnóstico no cabe duda de que la porosa linde que distingue ambas labores fundamentales y la administración de esa frontera entre enseñanza y creación del conocimiento seguirá siendo durante décadas uno de los ámbitos más delicados de planificación y de gobierno de nuestras universidades.
Vivimos un narcisismo de época. Prácticamente todos los desafíos políticos y sociales a los que nos enfrentamos les concedemos una naturaleza adánica e inaugural. La modernidad tardía insiste en pensarse como un tiempo excepcional y el pulso de nuestro tiempo parece exigirnos que cada minuto sea trascendente y crucial. No es distinto en sede universitaria ni en casi ningún contexto institucional. Creo, sin embargo, que existen buenas razones para creer que ese afán presentista tiene algo de vanidad y no tanto arraigo en la realidad. La revisión de fuentes tan clásicas como los textos de Weber o de Ortega nos demuestran que casi todos los tiempos se parecen y que no pocos de los problemas y desafíos que creemos estrictamente contemporáneos ya fueron formulados hace un siglo. Al menos.
Los problemas son casi siempre los mismos aunque las soluciones exigen acentos y matices novedosos en cada circunstancia y en cada tiempo. A este respecto, creo que la tercera y última misión que Ortega reconoce para la universidad debería destacarse como prioritaria en las próximas décadas. Además de la formación de profesionales y la investigación, el filósofo madrileño destacó la importancia cultural que tiene la universidad. Nuestro pensador advierte que la “Cultura es el sistema de ideas vivas que cada tiempo posee. (...) el sistema de ideas desde las cuales el tiempo vive” (2017, p. 555). Aun cuando la propia definición de cultura pudiera enmendarse no cabe duda de que entre las muchas funciones que podemos reconocer a la academia existe una misión esencialmente cultural en ella. La universidad es una institución científica, educativa, normativa pero, también, esencialmente cultural, pues sólo en ella se custodian saberes y disciplinas que no sobrevivirían en un régimen de libre mercado. Tal vez este sea el motivo por el que la práctica totalidad de las universidades de élite son o bien públicas o bien instituciones
La universidad, en su condición de garante de ciertas autoridades epistémicas, ejerce funciones de crítica y conservación cultural distinguiendo una relación de juicio y comparación entre las ideas. Esta caracterización de la autoridad epistémica creo que resultará esencial en los próximos años. En un contexto de proliferación de datos y de almacenamiento masivo de la información parece evidente que, en gran medida, la labor de conservación del conocimiento dejará de ser una misión exclusiva o preferente de la universidad. Sin embargo, la información es algo muy distinto del conocimiento y es en esa distinción donde la autoridad universitaria podrá encontrar un propósito de renovada utilidad social. La sobreabundancia de datos exige distinguir entre qué información puede o no ser relevante, qué dirección y sentido ha de proponerse la investigación o qué fuentes pueden describirse como legítimas o ilegítimas a la hora de informarnos. Riesgos como contemporáneos como la infoxicación, de la que hablara Alfons Cornellá (
Harold Bloom publicó en 1994 su célebre texto
No es objeto de esta investigación desentrañar cuál puede ser la genealogía académica de la cultura de la cancelación. Existen suficientes estudios al respecto que exploran, con todo detalle, hipótesis complejas y verosímiles que enlazan esta expresión de intolerancia con la desinformación planificada (
En demasiadas ocasiones hay quien insiste en justificar la utilidad de la filosofía en su capacidad para formular preguntas. Honestamente creo que ese es un lujo narcisista que en sede académica debería desterrarse. Por este motivo, y a la luz de lo expuesto, creo que podemos concluir la presente investigación asumiendo esta capitulación sumaria de misiones que podrían ser de utilidad para planificar el modo en que deberían afrontarse algunos de los desafíos inminentes a los que se enfrentarán nuestras universidades en las próximas décadas.
El primero de ellos, y por eso lo referimos de manera aislada, atañe a la precarización de la carrera universitaria. La desaparición de las clases medias entre el personal investigador y docente se asienta sobre una polarización entre trabajadores precarios y científicos excelentes resentirá, sin duda, la calidad de nuestras enseñanzas e incluso la convivencia ordinaria. Estas precondiciones materiales son, además, una evidencia incuestionable del valor que nuestra sociedad le concede a la universidad donde el reconocimiento y el prestigio social ha quedado no sólo reducido sino incluso disputado. Asimismo, hemos considerado que la universidad y el conocimiento no pueden describirse en términos autotélicos o autorreferenciales. Es decir, la universidad debe fijar su misión y su propósito como institución al tiempo que debería determinar de forma explícita los fines específicos hacia los cuales deben orientarse la ciencia y el conocimiento. Dada la imposibilidad de conocerlo y enseñarlo todo, debemos priorizar en términos finales cuál es el propósito (social, político y cultural) hacia el que deben proyectarse los distintos saberes.
Creemos, finalmente, que el diagnóstico orteguiano sigue siendo perfectamente vigente y por este motivo la universidad debe guardar un compromiso específico con la formación de profesionales, con la investigación y con la cultura de cada tiempo. De estas tres misiones es la tercera, probablemente, la que deba operar una actualización más ambiciosa en tiempo presente. En un contexto en el que la información y los datos se multiplican, la orientación que puede brindar la universidad como autoridad epistémica habrá de resultar imprescindible en términos sociales. Asimismo, en un contexto de polarización creciente como el que vivimos, la defensa y la promoción del pluralismo ideológico y cultural debería pasar a convertirse en un ámbito de acción prioritaria para todas las universidades.
Acción financiada por la Comunidad de Madrid a través del Convenio Plurianual con la Universidad Autónoma de Madrid en su línea de estímulo a la investigación de Jóvenes Doctores, en el marco del V PRICIT (V Plan Regional de Investigación Científica e Innovación Tecnológica): “
Esta Estadística integra de forma anual el Registro de Universidades, Centros y Titulaciones (RUCT) y la recogida a través del Sistema Integrado de Información Universitaria (SIIU).
A este respecto, desde la revista
El cambio de percepción social sobre la filosofía se ha hecho tan evidente que incluso la prensa generalista atiende ya a este hecho. Sirva como muestra el reciente artículo de
Así, por ejemplo, queda refrendada la mención explícita a las humanidades en las prioridades relativas a los retos sociales. Véase COM/2011/0808
El 9 de octubre de 1930 Ortega pronunció, a instancias de la agrupación estudiantil Federación Universitaria Escolar, una conferencia que llevó por título “Sobre la reforma universitaria”. Las insuficientes condiciones acústicas en las que se desarrolló aquella ponencia hicieron que posteriormente se publicara en
El suceso dio pie a la publicación posterior del libro
This paper aims to update a finalist definition of the university taking into account its social mission. In the initial assessment, this research will consider the qualities, functions and objectives that are specific to the university and so cannot be replaced by other institutions or alternative practices in our society. Therefore, we suggest offering a functional definition for university institutions, preferably non-profit ones, that is based on their purpose. Our research will fundamentally consider data relating to the Spanish university system and will favour classical frameworks for contemporary thought to establish the institutional purpose of universities.
Methodologically, we will refer to quantitative data and their sources, although this research aspires to provide a critical reflection, albeit one with an eminently practical vocation. It is, therefore, a reflection articulated from philosophy (or, more generally, from humanities) and not from the social sciences in a strict sense. The theoretical suppositions from which we will start owe a particular debt to Max Weber, Jacques Derrida and, especially, José Ortega y Gasset, although they will also dialogue with more contemporary references such as Anne Applebaum and Jonathan D. Haidt. Likewise, throughout this text, references to classical and medieval philosophy will be incorporated, which we believe can continue to claim objective validity. From these theoretical premises we will try to bring the mission of the contemporary university up to date, underlining its social and cultural implications and claiming a specific political responsibility in the promotion and custody of certain epistemic hierarchies within the framework of a plural and democratic society.
El presente artículo intenta actualizar una definición finalista de la universidad en virtud de su misión social. En su diagnóstico inicial, esta investigación se interrogará por las cualidades, funciones y objetivos que son específicos de la universidad y que, por este motivo, no pueden ser sustituidos por otras instituciones o prácticas alternativas en nuestra sociedad. Proponemos, por ello, brindar una definición funcional y de propósito para las instituciones universitarias, preferentemente aquellas que no tienen ánimo de lucro. Nuestra investigación atenderá, fundamentalmente, a los datos relativos al Sistema Universitario Español y se servirá de marcos preferentemente clásicos del pensamiento contemporáneo en el establecimiento del propósito institucional de las universidades.
Metodológicamente referiremos algunos datos cuantitativos y sus fuentes, aunque este trabajo aspira a proponerse como una reflexión crítica aunque con eminente vocación práctica. Se trata, por lo tanto, de una reflexión operada desde la filosofía (o, más genéricamente, desde las humanidades) y no desde las ciencias sociales en un sentido estricto. Los presupuestos teóricos de los que partiremos adquieren una deuda singular con Max Weber, Jacques Derrida y más específicamente Ortega y Gasset, aunque dialogarán también con referencias más contemporáneas como Anne Applebaum o Jonathan D. Haidt. Asimismo, a lo largo de este texto se incorporarán referencias de la filosofía clásica y medieval que consideramos pueden seguir reivindicando una vigencia objetiva. A partir de estas premisas teóricas intentaremos actualizar la misión de la universidad contemporánea, subrayando sus implicaciones sociales y culturales y su responsabilidad política específica en la promoción y custodia de ciertas jerarquías epistémicas en el marco de una sociedad plural y democrática.
L’université fait profession de la vérité. Elle déclare, elle promet un engagement sans limite envers la vérité.
Jacques Derrida,
What I now experience of retirement from teaching Has left me orphaned.
George Steiner,
The university is an exceptional institution. It has many special characteristics, but one of its most marked and distinguishing features is its self-conscious reflection. It could be argued that, since ancient times, and particularly since the emergence of the social sciences in the 19th century, the university has been an entity that, like Aristotle’s god, fulfils the singular function of thinking itself (
Since the implementation of the reforms resulting from the Bologna Declaration in 1999, indicators, statistics and protocols for evaluating the quality of university teaching have multiplied. The creation of the European Higher Education Area has driven increased professionalisation in the preparation of data in the university sphere, undoubtedly creating diagnostic and mapping tools that are of great use for university governance and legislation. This paper however, does not aspire to be data-driven research in the strict sense, as is not the place of philosophy to submit to the discipline of quantitative evidence. Nonetheless, this does not mean that it should not take it into consideration.
There are many sources we can turn to for a more or less comprehensive and complex account of the Spanish university system. Spain’s Instituto Nacional de Estadística [National Statistics Institute], for example, publishes the Estadística de Universidades, Centros y Titulaciones [Statistics on Universities, Centres and Qualifications]
I believe however, that the specific utility that philosophy – and the humanities in general – can offer does not so much relate to the interpretation of data as the establishment of critical and hermeneutic keys that allow us to elucidate, diligently and responsibly, the meaning and scope of these indicators. Philosophy can only interpret a set of statistics or records clumsily and it would only very inexactly be able to explain whether a percentage is decisive for the fulfilment of the purpose of Spanish universities. Insofar as philosophy is an essentially theoretical discipline, however, it can and must unlock what the mission of the university could – or even should – be and what traits should strengthen the fulfilment of this goal within the framework of civil society and in the public interest. For this reason, in the research that follows, references to quantitative data will be merely secondary and serve to support a theoretical and finalistic reflection on the university as an institution. For the same reason, in this paper, classical sources from the philosophical canon will be interspersed with contemporary publications that can help support our conclusions.
The theoretical framework of this research will be decidedly definitional and finalistic, underlining how this paper will set out to define what the university is and what it should be in the post-pandemic social and political setting. This definition will, in turn, be shaped by the purpose and goal we identify for the university. In the same way, we will ask ourselves about what obstacles and opportunities might hinder or favour this mission. The purpose is not only not new but it combines with a strictly classical methodological framework. So, thanks to Aristotle, we know that the definition of any object or institution can be determined by its
The institutionalisation of knowledge has long been an object of prime reflection for philosophers. It is widely known today that when we speak about academy, it is a term that comes from the centre of learning that Plato founded in the late 4th century BC. He established the original school from which so many institutions would later take their name in the gardens dedicated to Akademos (
In the current climate, philosophy has a somewhat ambiguous epistemic status. On the one hand, people who dedicate themselves professionally to philosophical thought enjoy a certain social prestige
There is no doubt that pedagogical, sociological, and even economic and strictly statistical research have much to offer when evaluating the challenges and opportunities of the university as an educational, cultural and research institution. However, I believe that the set of questions inscribed in these disciplines still requires the radical and panoramic approach that philosophy provides. Although these two traits might seem contradictory, I believe it is justified to maintain that these two approaches are not just compatible but are constitutive of the discipline of philosophy. I invoke a panoramic overview as it is the broad or general condition – Aristotle noted that there is only science of the general (
To put it in a simpler but possibly even more categorical way: I do not believe that any political, pedagogical, economic or social question relating to the university can be resolved if we do not confront, with all of the radicalism available to us, an unequivocally metaphysical question, however off-putting this term might be. The question of the future of the university could not even be approached without first trying to unravel what the university is, what it should be, what it could be. All of these questions could be answered if we were capable, at least of outlining, something as labile, elusive and fragile as the “being” of the university. The superlative or even irresolvable aspects of this question should not stop us persisting in our attempt to answer it. And given the modest capacities of the writer, here I can do no more than use authoritative arguments that others have provided and that, if not definitive, are perfectly achieved.
So what is the university? This question seems so immediately straightforward that we might feel like Saint Augustine of Hippo with the question of the nature of time (
One of the strengths of Ortega’s proposal, before unpacking what in its content might be of use, is the identification of the very being of the university with its mission. Even in the corporate world, it is not unusual nowadays to hear talk of capitalism with a purpose and public presentations relating to the mission of the institutions are common, often taking shape in strategic plans, compliance with which is the object of quantification. Nonetheless, the set of data that form the basis of how we map the reality of our universities would be wholly unintelligible if we did not first know how to recognise the mission or purpose that our institution should take as its own.
This proposal for a teleological definition, in other words, one that characterises an entity on the basis of its purpose, on occasion reproduces an explicitly Aristotelian strategy that still functions. Things (all things, as well as practices or actions, according to Aristotle) can be defined by their purpose (
This question is not trivial and it is one of the elements that can best help us to update the mission of the university. In a context of global data storage and virtualisation of human experience, the university must fulfil a mission and a specific function. One of the first difficulties we encounter when defining the university is that this general and unanimous abstraction predictably does not exist. In the 2019–2020 academic year, 3008 bachelor’s degrees and 3638 master’s programmes were taught in Spain, to a total of 1,309,762 students. That year, there were 83 active universities: 50 public and 33 private, a number that has now increased to 38. A total of 1,061 university centres across schools and faculties, 537 university research institutions, 50 doctoral schools, 54 university hospitals and 76 foundations have been identified
I think, despite everything, that the attempt is unavoidable and so, as stated above, I will appeal to authority as a transitory solution. As Jacques Derrida notes: “The university professes the truth, and that is its profession. It declares and promises an unlimited commitment to the truth” (2002, p. 10). This definition could seem too ambitious or for many could even be seen as another expression of the excesses of the Franco-Algerian thinker. At a time when truth appears to be rejected and disputed and when post-truth seems to roam unhindered, invoking an expression as archaic as professing the truth, and even possible commitment, would become unacceptable for many. There is, however, very little that is unusual about the definition. For example, on the coat of arms of Harvard, which is the world’s most prestigious university according to the rankings, we can see an invocation of the truth in its Latin form:
This fact does not seem at all secondary to me and it will be discussed below. It is obvious that truth is one of the most complex and disputed concepts in all of the history of epistemology, but its centrality and protagonism in the work of universities already determines something in the absence of a definition of the concept that could be classed as definitive: the university’s ultimate commitment as an institution, and its condition as a sovereign body, should always involve the search for, promotion of and custody of real truth. It would be all but impossible to define what such a truth is, but it seems clear that, in its most radical condition, the university must, in accordance with the Derridean
The radicalism of Derrida’s words is not without a certain poetic hyperbole and beyond the emphatic style, or the degree of agreement that we could demonstrate with regards to this postulate, his statement seems to underline some common and recognisable features of university campuses. For example, one of the most specific distinguishing features of the university is the way in which a connection is established between tradition and innovation in the light of the solemnity attributed to true knowledge. Much of the work of universities is dedicated to research and innovation, particularly in public universities. Nonetheless, this commitment to the creation of knowledge and scientific innovation and advancement is harmonised in university practice with a set of rituals and positions with a very strong classical inspiration. Even today we can still observe bodies and activities such as senates, councils, seminars, colleges and so on in the functioning of universities. These terms are all explicitly classicist if not religious in origin. The importance of ritual processes, ceremonies and rites of passage underline this professional condition, in the sense Derrida underlined, of university work.
The array of dignities we have just described and the solemnity with which the rites of the university are fortunately still protected illustrate the almost sacred position that our societies still accord to knowledge. In some way, these processes reflect the secular status of Spain’s universities and they somehow return to the spirit that is the heir to the scientific societies that developed from the first Enlightenment. Universities on both sides of the Atlantic conserve a remote trace of worship of the goddess of reason who in the 18th century inspired the revolutionary zeal. In this way, while still being recognised as strictly civil institutions in most cases, Western universities play a symbolic, unifying and ritual role at the heart of our societies.
This fact could seem like a more or less remote inheritance or a barely revealing feature of the history of institutions. However, this collection of exclusive characteristics comprises vital ingredients for understanding how careers in teaching and research are still conceived today, for good and ill. It will escape nobody’s attention that one of the most explicit weaknesses of the contemporary Spanish university system is the precarity and instability of the professional career. Until the most recent convocation for post-doctoral grants and contracts (December 2021), it was quite normal in Spain for brilliant researchers to have to string together temporary contracts for ten years after completing their doctoral theses. This meant that the best imaginable researcher after completing a doctorate, might not find a stable contract until after the age of 35 in Spain’s university system. There is no need to be a professional psychologist to foresee what the consequences of precarity like this might be in a person’s life. This scenario would also change little if our imaginary researcher was fortunate enough to be able to compete for an entry-level position as an assistant professor, since in most cases after a doctorate, accreditation and competitive exams, this person will have a contract earning around 1,400 euros a month for five years.
These figures are not just another feature of the university system. Instead they represent the material conditions under which academic work is done. The academic career, far from having been professionalised and turned into an attractive career option for people who, through their effort, merit and capacity, decide to dedicate their efforts to the task of teaching and research, still maintains a certain almost religious air that puts it half way between a vocation and martyrdom. The reference to martyrdom might seem exaggerated but I believe it is perfectly applicable to our work, since in many circumstances the decision to undertake a research career involves almost completely renouncing elements vital to achieving a reasonably happy or well-lived life.
With regard to vocation, a term that is also charged with religious implications, the reflections Max Weber made in around 1917 in “Science as a Vocation” are very telling. Describing science as a vocation is another example of how the work of teaching and research involves suppositions that are almost religious in inspiration. The call to destiny with which the
In my opinion, in spite of everything, Spanish universities have improved greatly in recent decades in transparency, governance and accountability. The implementation of blind and objective accreditation processes as well as the publication of the criteria for recognition of six-year research cycles and other teaching and research accomplishments have reduced the outlook of uncertainty and unpredictability in promotion and stabilisation. Nonetheless, these criteria are minimum guarantees and they barely scratch the individual uncertainty that research staff face. In this regard, I believe we can undoubtedly recognise that the academic career can join the group of professions in which the weight of the vocation undermines fair pay for the work, as Remedios Zafra diagnosed in the case of the creative professions.
In
The contrast between the apparent social prestige of the university as an institution and the precarious conditions in which teachers and researchers exercise their profession is not solely of occupational interest or of interest to members of the profession. The unpredictability of the academic
Although the precarious conditions we have barely started to describe are fundamental, the university cannot and should not define itself by the employment circumstances of teaching and research staff. Because the academic vocation is not merely a trade and when it is described as a profession in the strict sense, in other words publicly professing a vocation, the university should bring its mission up to date to make its future challenges explicit. In this regard, and returning to a classical source, as we noted above, few reflections are as valid as the one Ortega made in 1930. As in the case of Weber, the words spoken as a lecture were later published to conserve the diagnosis of the thinker from Madrid.
Ortega’s reflection still displays a degree of inertia inherited from the famous debate initiated in 1876 relating to science in Spain. However, the value of the new analysis was that it brought up to date the mission of the university as an institution based on the planning of its reforms. So, Ortega’s ambition was to achieve a university reform that went beyond the desire to undo abuses to manage to shape a new institutional framework. This vocation has, in our days, acquired a singular pertinence as following the implementation of the Bologna Plan and as a consequence of the Covid-19 pandemic, the debate about the transition and transformation of universities again occupies centre stage in political debate in Spain.
Returning to the teleological framework, Ortega noted that “the root of university reform is in completely fulfilling its mission” [own translation], a standpoint that should move us when defining the aim of the university as an institution, before entering into in any transformation (digital or of any other type). Nowadays we know that the university is an enormously complex, plural and even changing institution, but the two major pillars around which its activity revolves remain exactly the same as in the time of Weber: teaching and research (with the new addition of scientific transfer as a complementary mission). These activities cannot, however, be described as pure aims, since their definition will owe a debt to the social aim they aspire to satisfy. While Aristotle started the first book of the
Knowledge can very rarely be defined as an end in itself, as the self-referentiality of science would prevent us from making decisions about what is worth knowing or what it is worth the effort to teach. Ortega sensed an economic provision in the management and administration of knowledge that is worth retrieving: the attention, human resources and of course economic resources with which the development of science is promoted, are in our time finite by necessity. The administration of these scarce goods are what imprint an economic (but not economistic) logic on scientific and university discussion on the scientific and university deliberation. We cannot, as the
Ortega proposes a mission that is urgent in democratic terms but is scientifically problematic when he underlines how the ultimate beneficiary of the university’s work should be the average person. Public institutions, he observes, take the average person as their measure. It is very significant that someone who built part of his fame by predicting a rebellion of the masses would simultaneously underline the university’s commitment to the average condition. The tension between excellence and the average, or between the cutting edge and the majority, is something that still affects how the university is conceived. On the one hand, and it seems rather obvious, Spain’s network of public universities has a specific commitment to the process of training and cultural development of its population. Indeed this mission is in line with Spain’s constitution (
Ortega set out to resolve this difficulty by dividing the mission of the university into three aims. Accordingly, he underlined that one of the purposes of the university as an institution would be teaching intellectual professions, a second would be research and a third would be cultural transfer. With regard to the first, there is no doubt that the professionalising mission is unavoidable, even though its weight, or even the prominence that Ortega claims it should have, would require a profound redefinition in our time. It is not the aim of this research to quantify the transformations that should take place in the university to adapt to this new and changing employment situation, but it does seem necessary to concede that the university neither can nor should simply be a tool for professional training. The proliferation of external certifications and new continuous training platforms compete with and will even come to complement much of university teaching. The university cannot merely be regarded as an institution that issues professional accreditations but, at the same time its social utility cannot be understood without the partial exercise of something very similar to this function.
One of the most meaningful contributions of Ortega’s diagnosis, which would mark a natural difference with some contemporary habits in universities, is his categorical distinction between research and teaching. In opposition to the habitual profile of the research career in Spain, which combines teaching and research, Ortega’s claim is categorical in this regard: “Science in its strict sense, that is scientific research, does not immediately and necessarily belong to the primary functions of the university nor is it simply connected to them” (2017, p. 551, [own translation]). To put it very briefly, we could state that for Ortega there would be a perfectly discrete division between the creation and transfer of knowledge. As Weber himself noted, and as we have all sometimes been able to confirm, a good teacher can be a bad researcher and vice versa. This statement might be controversial on many European campuses, but it would be somewhat more acceptable in an academic context like that of the USA. Indeed, in the USA it is common to distinguish between universities with a research mission and colleges whose essential mission lies in teaching. In any case, and this is an important piece of information that a vision of the university along the lines of Ortega’s would have to debate, it is true that almost all of the universities that occupy the top places in the classifications in the USA are institutions classified as R1 (Research One) in the
Ortega’s proposal set out to resolve one of the tensions inherent to any description of the university in terms of public and social utility. Aligning the purpose of generalist universities on the one hand that can be directed at the normal citizen and on the other a research mission and the creation of academic excellence is certainly a complex undertaking with traces even of being contradictory. Any university institution must know if it is aimed at the 0.1% with the best academic performance or whether it aspires to include more than 10% of the population. Depending on its target public and the degree of detail of this mission, it could direct its activity in one direction or another. Similarly, the budget each university allocates to areas linked to research is discretionary and each institution sets its own scientific policy independently. It seems obvious, in any case, that the growing rigour and competitive condition of research would not fit coherently with a growing universalisation of university education.
Research in Spain largely depends on universities, although the public research system does include alternatives to university-based research activity in other institutions such as the CSIC [the Higher Council for Scientific Research], national centres like the CNIO [Spanish National Cancer Research Centre], or various regional institutes (Ikerbasque in the Basque Country, Icrea in Catalonia, the IMDEAs [Madrid Institutes for Advanced Studies] in the Madrid Region, and so on). In addition, there are private or business initiatives. Again, it is beyond the capacity of this work to decide how much Spain’s scientific policy should be subordinated to the exclusively university policy. Both outlooks, the purely university and the country’s general research, necessarily work together and the way in which the design of this cooperation is established can allow complex variables. Moreover, a new possibility for cooperation between states and institutions should be added to this challenge, such as inter-university networks or alliances such as CIVIS or the Alianza 4U. The multitude of research programmes in the framework of the European Commission provide another relevant piece of data when integrating strategies that transcend jurisdiction and national strategy. This type of initiative inaugurates new administrative, executive and institutional frameworks for innovative development of teaching and university activity, but to be able to quantify in terms of success or failure the pending reforms, we should generate a clear outlook on the objectives being attempted.
In any case, and it is only fair to acknowledge it, Ortega’s description of research as an independent purpose could be perfectly coherent with how university activity is carried out today. So, despite underlining an essential difference between teaching and research roles, Ortega concludes that the university requires coexistence in intimate community with the “encampments” (2017, p. 566, [own translation]) that the sciences should establish in proximity with the university. Nothing prevents us from recognising that this metaphor, that has more or less been achieved, could be compared with how teaching and research are related in academia nowadays. Beyond the specific details or merits of Ortega’s diagnosis there is no doubt that the porous boundary between both of these fundamental undertakings and how this frontier between teaching and knowledge creation is administered will for decades remain one of the most delicate areas of planning and governance in universities.
We live in a narcissistic age. We attribute an Adamic and foundational nature to virtually all of the political and social challenges we face. Late modernity insists on thinking about itself as an exceptional time and the pulse of our time seems to demand that every minute is transcendent and crucial. This is no different in universities or in almost any other institutional setting. I believe, however, that there are good reasons for believing that this belief in the uniqueness of the present has something of vanity and is not well rooted in reality. Reviewing classic sources such as the texts by Weber and Ortega shows us that almost all times resemble each other and that many of the problems and challenges that we believe are strictly contemporary had already been formulated a century ago. At least.
The problems are almost always the same although the solutions require novel approaches and nuances in each circumstance and each time. In this regard, I think that the third and final mission that Ortega identifies for the university should stand out as a priority over coming decades. As well as training professionals and research, Ortega emphasised the cultural importance of the university. He warns that “Culture is the system of living ideas each age possesses. … The system of ideas from which the age lives” (2017, p. 555, [own translation]). Even when the very definition of culture could be modified there is no doubt that among the many functions that we can recognise in academia there is an essentially cultural mission. The university is a scientific, educational and regulatory institution but it is also essentially cultural, as only in it are knowledge and disciplines taken care of that would not survive in a free market. Perhaps this is why virtually all elite universities are either public or non-profit institutions.
The university, in its position as the guarantor of certain epistemic authorities, exercises roles of cultural and critical conservation, discerning a relationship of judgement and comparison between ideas. This characterisation of epistemic authority will, I believe, be essential in coming years. In a context of proliferation of data and massive information storage, it seems clear that the task of knowledge conservation will, to a great extent, cease to be exclusively or preferentially the mission of the university. Nonetheless, information is something very different from knowledge and it is in this distinction that university authority will be able to find a purpose of renewed social utility. The overabundance of data requires us to distinguish between relevant and irrelevant information, and distinguish the direction and sense research must propose for itself, and what sources can be regarded as legitimate or illegitimate when informing ourselves. These risks are as contemporary as the “infoxication” that Alfons Cornellá (
In 1994 Harold Bloom published his celebrated text
It is not the aim of this research to untangle the academic genealogy of cancel culture. There are enough studies on this matter that provide detailed examinations of complex and plausible hypotheses, linking this expression of intolerance with planned misinformation (
Too often people insist on justifying the utility of philosophy by its capacity to formulate questions. I honestly believe that this is a narcissistic luxury that should be banished from universities. For this reason, and in light of what is set out in this paper, I believe we can conclude by accepting this brief list of missions that could be of use for planning how some of the imminent challenges that Spain’s universities will face in the coming decades should be confronted.
The first of them, and for this reason it is mentioned in isolation, concerns the increased precarity of academic careers. The disappearance of the middle classes from teaching and research staff is based on a polarisation between precarious workers and excellent scientists and will, undoubtedly, reduce the quality of our teaching and also ordinary coexistence in society. These material conditions are also unquestionable proof of the value that our society gives to the university where social recognition and prestige are not only reduced but also disputed. In addition, we consider that the university and knowledge cannot be described in autotelic or self-referential terms. That is to say, the university must establish its mission and its aim as an institution at the same time as explicitly determining the specific aims towards which science and knowledge should be directed. As teaching and knowing everything is impossible, in terms of aims, it is important to prioritise the purpose (social, political and cultural) towards which different areas of knowledge should be directed.
Finally, we believe that Ortega’s diagnosis remains perfectly valid; the university should maintain a specific commitment to training professionals, to research and to the culture of each time. The third of these missions is, perhaps, the one that should be updated most ambitiously at the present time. In a situation where information and data are multiplying, the guidance that the university can offer as an epistemic authority should be vital in social terms. Similarly, in an increasingly polarised context, like the one we live in, defending and promoting ideological and cultural pluralism should be an area for urgent action for all universities.
Action funded by the Community of Madrid through the Multiyear Agreement with the Universidad Autónoma de Madrid in its line of stimulus for early-career research, in framework of the V PRICIT (V Regional Scientific Research and Technological Innovation Plan): “
These annual statistics make up the Registro de Universidades, Centros y Titulaciones [Register of Universities, Centres and Qualifications, RUCT] and are collected through the Sistema Integrado de Información Universitaria [Integrated University Information System, SIIU].
In this regard, at the journal
The change in social perception of philosophy has become so clear that even the general media has noted this fact. One example is the recent article by
So, for example, the explicit mention of the humanities in the priorities relating to social challenges is affirmed. See COM/2011/0808 Horizon 2020. Spanish version available at
On 9 October 1930, by invitation of the Federación Universitaria Escolar student group, Ortega gave a lecture with the title of “Sobre la reforma universitaria” [On university reform]. The poor acoustic conditions in which this lecture was given meant that a more complete version of it was published in
Figures from Spain’s Ministry of Universities (2021).
This incident led to the subsequent publication of the book by