ISSN: 1130-3743 - e-ISSN: 2386-5660
DOI: https://doi.org/10.14201/teri.32257

EL TEATRO COMO METÁFORA DE LA RELACIÓN EDUCATIVA

Theatre as a Metaphor for Educational Relationship

Clara ROMERO PÉREZ y Luis NÚÑEZ CUBERO
Universidad de Sevilla. España.
clararomero@us.es; lnc@us.es
https://orcid.org/0000-0002-3159-2008; https://orcid.org/0000-0002-9069-3298

Fecha de recepción: 25/10/2024
Fecha de aceptación: 15/02/2025
Fecha de publicación en línea: 02/06/2025

Cómo citar este artículo / How to cite this article: Romero Pérez, C. y Núñez Cubero, L. (2025). El teatro como metáfora de la relación educativa [Theatre as a Metaphor for Educational Relationship]. Teoría de la Educación. Revista Interuniversitaria, 37(2), 37-56. https://doi.org/10.14201/teri.32257

RESUMEN

Este artículo analiza la relación educativa desde la metáfora teatral. Persigue como objetivo un nuevo modelo interpretativo de la relación interpersonal en la práctica educativa desde la mirada dramatúrgica.
De todos los paralelismos posibles entre teatro y educación, el elemento humano destaca sobre los demás, fuente de vida de toda relación educativa y de toda representación escénica. Se asume en el artículo que la relación educativa constituye el componente central de toda acción educativa. En ella, cristalizan roles y biografías, escenario y escena, actores y espectadores, teatralidad y ritualización, interacción y conflicto, solución de problemas, situaciones e interacciones.
El estudio de la relación educativa a partir de la metáfora teatral permite considerar dos niveles de análisis. De un lado, la teatralidad o producción de sentido en el escenario pedagógico; de otro, la puesta en escena o comunicación escénica. En el centro de este análisis, se aborda la dramaturgia o escenificación pedagógica. Asimismo, se incorpora el enfoque de la educación inclusiva en el análisis dramatúrgico de la relación educativa.
Para el logro del objetivo de este estudio, se ha empleado el análisis crítico y documental de fuentes procedentes de la filosofía, la teoría teatral y la microsociología.
En resumen, el artículo defiende reinterpretar y liderar la relación educativa desde la acción dramatúrgica, concibiéndola como un elemento con voz propia al servicio de todos los estudiantes, como caja de resonancia para estos, y sensible a lo infraverbal, como sucede en el juego teatral.

Palabras clave: ambiente educacional; metáfora; teatro; relación profesor-alumno; relación educativa.

ABSTRACT

This article analyses the educational relationship through the metaphor of theatre. It aims to offer a new interpretative model of the pedagogical relationship, from a dramaturgical perspective.
Of all the possible parallels between theatre and education, the human element stands out as the source of life in every educational relationship and every theatrical representation. The article assumes that the educational relationship is the central component of all educational action. In which, roles and biographies, stage and scene, actors and spectators, theatricality and ritualisation, interaction and conflict, resolution of problems, situations and interactions are crystallised.
The study of the educational relationship based on the theatrical metaphor allows for consideration of two levels of analysis. On the one hand, there is theatricality and the production of meaning in a pedagogical stage, and on the other, there is staging or scenic interactions. At the core of this analysis lies the dramaturgy or pedagogical staging. Likewise, the approach of inclusive education is incorporated into the dramaturgical analysis of the educational relationship.
To achieve the objective of this study, critical and documentary analysis of sources from philosophy, theatre theory and micro-sociology have been used.
Overall, the article attempts to reinterpret and lead the educational relationship from a dramaturgical action perspective, considering it as an element with its own voice at the service of all students, as a sounding board for them, being sensitive to the infraverbal, as is the case in theatrical play.

Keywords: educational environment; metaphor; theatre; teacher student relationship; educational relationship.

1. Introducción

De los posibles paralelismos existentes entre el teatro y la educación, hay uno que destaca sobre los demás: el elemento humano. Ya lo decía el dramaturgo y ensayista Peter Brook (2015) cuando señalaba que “para hacer teatro sólo se precisa de una cosa: el elemento humano. Esto no significa que el resto carezca de importancia, pero no es lo principal” (p. 23). Del mismo modo que no hay escena u obra teatral sin la presencia de un ser humano (Boal, 2004), no hay relación educativa sin el elemento humano, a pesar de todas las mediaciones tecnológicas que están presentes hoy en día en el escenario escolar. Este elemento humano, tanto en el teatro como en la enseñanza, cobra fuerza a través de la relación. Su carga de presencialidad, muy especialmente en las etapas educativas iniciales e intermedias, resulta fundamental para los aprendizajes escolares por la trama emocional que brinda. De ahí que autores como Betton (2022) categoricen la presencialidad física que comporta el elemento humano como un claro ejemplo de mediación pedagógica y considere que la presencialidad virtual suponga una pérdida de lo sensible, lo relacional y, con ello, de lo vivo, lo corporal y lo sensorial, en el escenario pedagógico.

Este es el punto de partida de este ensayo que nos lleva, a su vez, a seleccionar el teatro como metáfora para explorar, desde otros parámetros, la relación educativa concebida en este artículo como el sistema de redes o vínculos interpersonales que se tejen en el aula (espacio escénico), con una importante fuerza simbólica y repensar el papel del profesorado en aras a construir escenarios educativos inclusivos.

El elemento humano, que es uno de los ejes sobre los que giran estas reflexiones desde la metáfora teatral, nos vincula estrechamente a la relación educativa, el componente central de la acción educativa en el escenario pedagógico. En aquella, cristalizan, entre otras: roles y biografías, escenario y escena, actores y espectadores, teatralidad y ritualización, interacción y conflicto, solución de problemas, situaciones y relaciones.

En este artículo, se recurre a la metáfora como estrategia metodológica por la fuerza generativa que la analogía posee para la creación del conocimiento, que va más allá del significado literal (Davidson, 1978). Anticipado por Aristóteles (335 A.C/2017) quien argumentó a favor del uso de la metáfora como recurso intelectual para la comprensión de las similitudes, el filósofo Max Black (1977) se refirió a ella como un recurso que anima al oyente —en este caso, al lector o lectora— a participar del juego intelectual. En la misma línea, Ortega y Gasset (1983) subrayó la doble función de la metáfora como medio de expresión y como herramienta intelectual.

El recurso a la metáfora teatral no es novedoso como estrategia intelectual en el ámbito de las Humanidades y las Ciencias Sociales. En la primera mitad del siglo XX, en Sociología, los teóricos del rol aplicaron la metáfora teatral para analizar las similitudes del trabajo escénico con la vida social (léase, entre otros Ralph Linton, George Herbert Mead, Jacob Moreno o Erving Goffman). Más recientemente, Richard Sennet (2024) aborda las relaciones de la interpretación con el arte, la política y la experiencia cotidiana. En el ámbito de la Filosofía, el recurso a la metáfora escénica ha sido empleada especialmente por pensadores franceses contemporáneos, con especial atención al concepto teatral de escena (léase, Jacques Derrida, Françoise Proust, Alain Badiou y Jacques Rancière) (Alvarado Castillo, 2018). En el ámbito de la Lingüística aplicada a la educación, Kenneth Burke (1955) desarrolló una teoría que explicaba que la pragmática empleada —esto es, el modo en el que se utiliza el lenguaje— influía en el público al que iba dirigido. En Alemania, Hannah Arendt fundamentó el concepto de espacio público a partir de la metáfora teatral. En el caso de las Ciencias de la Educación, la metáfora teatral ha germinado en el desarrollo de estudios sobre el profesorado (concebido como actor), el aula (como espacio escénico), el drama como estrategia pedagógica para la mejora de los aprendizajes (Bryant et al., 2005; Laferrière y Motos Teruel, 2003; Motos Teruel y Navarro Amorós, 2011), la educación teatral y la formación del profesorado (Navarro Solano, 2005; Núñez-Cubero y Navarro-Solano, 2007; Núñez-Cubero, 2009, 2022, 2023-2024; Pettersson et al., 2004; Postic, 2000; Villeneuve, 2014; Vieites García, 2014), la ritualidad en la escuela (McLaren, 2003) y en el aula (Le Breton, 2023).

Pensar la relación educativa desde la metáfora teatral permite transformar nuestra mirada como educadores y también como investigadores y estudiosos de la relación educativa. De un lado, anima a considerar la teatralidad así como también su puesta en escena. Teatralidad entendida como producción de sentido en el escenario (Elam, 2002) y puesta en escena entendida como la materialización de la comunicación escénica. En el centro de este análisis, situamos al profesor o profesora, grupo de estudiantes a quienes se dirigen y el aula como escenario en el que se materializa la dramaturgia o escenificación pedagógica. Se opta, por ello, por un análisis micro de la relación educativa como escenario en el que se desarrolla la práctica cotidiana del profesorado. Se incorpora, al mismo tiempo, como horizonte de inteligibilidad para el análisis de relación educativa el enfoque de la educación inclusiva que implica considerar como público —en calidad de espect-actores, parafraseando a Boal (2008)— no solo a estudiantes con necesidades educativas especiales sino también de diferente género, etnia, condiciones sociales, de salud y trayectorias biográficas y de aprendizaje heterogéneas.

2. La teatralidad en la relación educativa: rituales de interacción en las aulas

En el ámbito de los estudios literarios y teatrales, así como en Antropología, el término teatralidad se emplea para referirse a una amplia variedad de significados que oscilan entre el “espesor de signos y sensaciones sobre los que se materializa la escena”, una suerte del lenguaje exterior del texto dramático, como señaló Roland Barthes (1977), como producción de significados en la escena (Elam, 2002), y también como un “modo de organizar la mirada del otro y dejarse organizar la mirada por la acción del otro, establecer un diálogo en ese juego de miradas (Dubatti, 2018, p. 13). Esto es, la teatralidad, como sistema de comunicación (enfoque semiótico), o como poiesis (enfoque filosófico). Desde la Antropología, la teatralidad se asemejaría a las cualidades de toda práctica social —por lo que carecen de texto dramático—, sujeta a códigos teatrales (gestos, palabras y silencios, indumentaria, disposición espacial, cadencia temporal). Códigos que se emplean con el objetivo de comunicar y ser vistos (Grajales, 2015). La teatralidad se concibe, desde una lectura antropológica, como una práctica cultural compuesta de códigos que operan de modo simbólico y cuyos significados adquieren sentido dentro del entorno sociocultural en el que se lleva a cabo. Esta forma de entender la teatralidad inspiró la investigación etnográfica de Peter McLaren (2003) en una escuela urbana católica canadiense y evidenció que el aula no es solo un lugar físico, sino también un espacio simbólico en el que afloran, entre otros, conflictos de clase, identitarios y generacionales.

El ethos o cultura escolar se construye y materializa, en un nivel micro, en los vínculos—formales e informales— entre el profesorado y sus estudiantes. Vínculos que, a nivel macro, incluiría una amplia gama de relaciones como las que se dan en el interior del cuerpo docente, las relaciones del profesorado con el cuerpo directivo (y viceversa), centro escolar y familias, centro escolar-administración y entorno comunitario. La teoría de los rituales de interacción de Randall Collins (2009) sostiene que las interacciones sociales conforman nuestra vida en común. Representan, en palabras del sociólogo, el “hábitat de la intencionalidad y la conciencia y el territorio de los aspectos emocionales e inconscientes de la interacción humana” (Collins, 2009, p. 17). De acuerdo con esta teoría, los intercambios sociales exitosos son aquellos que brindan energía emocional entre los participantes; los fallidos, por el contrario, la minan. Al igual que ocurre con la creación de vínculos, se puede afirmar que existen vínculos de crecimiento y vínculos de sometimiento. El constructo “ritual”, ampliamente teorizado por la Antropología, se concibe, de acuerdo con el enfoque microsociológico, como “flujo, situacionalmente generado, de normas y sentidos” (Collins, 2009, p. 22) y no como formalidad o ceremonia (lenguaje popular) o como reflejo de la estructura social.

La teoría propuesta por este autor refrenda la arquitectura emocional que subyace en toda relación educativa exitosa: el deseo de educar y de enseñar —en el caso del profesorado—, y el deseo de aprender o de dejarse educar y enseñar —en el caso de los estudiantes—. A nadie escapa que el mecanismo de la aversión difícilmente puede sustentar relación educativa alguna (Romero-Pérez, 2024). Las interacciones exitosas concitan ventajas emocionales para los participantes, mientras que las infructuosas o fallidas, o bien no aportan experiencia afectiva alguna o, lo que es peor, generan experiencias traumáticas o sentimientos de malestar. Los roles adoptados por el profesorado (profesor-actor) y los estudiantes (espectadores) mediatizan el flujo de los rituales de interacción pedagógica. Hay profesores que orientan el ritual en torno a las normas buscando legitimar su autoridad docente (rituales disciplinarios); a otros les obsesiona el programa, la gestión del tiempo y la realización de tareas (rituales de organización), mientras que a otros les interesa, en primer lugar, construir una relación confiable con el grupo de estudiantes para gestionar el día a día en el aula (rituales de intercambio). Como advierte Escolano (2020, p. 93): “gran parte de las conductas que alumnos y profesores ponen en práctica en las escuelas están sujetas a este formalismo ceremonial (…) como dispositivos orientados a la normalización de la vida escolar”.

Los rituales de interacción pueblan el paisaje teatral en las escuelas y las aulas. Un paisaje ritualizado que rezuma gestos que actúan como señales, símbolos o convenciones que operan como significados compartidos. Concebidos como dramatización, los rituales escenifican un significado por medio de una secuencia de acciones. Representan prácticas habituales que conforman la cotidianeidad en el aula y revisten un alto valor simbólico tanto para el profesorado como para los estudiantes. A través de ellos, se regulan los procesos de socialización y de orquestación de la relación educativa. Permiten, por así decirlo, orientar a los participantes de la interacción (profesorado como actor y estudiantes como espectadores) para saber “a qué atenerse” en el juego interactivo. Las prácticas cotidianas de las que se sirve el profesorado para encuadrar la escena poseen un carácter secuenciado y repetitivo, lo que no quiere decir rutinario o mecanizado. La repetición es una estrategia para configurar orden y cadencia en lo que se hace. Permite construir un ambiente de aula previsible y con límites. Generan sensación de continuidad y coherencia al trabajo diario que se realiza en el ella. Asimismo, implica la cristalización de la legitimidad de la institución y de su orden. No en vano, la ritualización de la relación sostenida entre profesorado y estudiantes en sus aulas, confieren un carácter predictivo de lo que sucede en ellas, aunque en algunos casos, pueda caer en una mera mecanización o automatización de la acción, restándole frescura y autenticidad.

Los rituales de interacción entre profesorado y estudiantes están sujetos a roles diferenciados y su carga simbólica revela diferencias de estatus entre ellos. La elocuencia del profesor o profesora frente a la palabra de los estudiantes reviste una posición asimétrica, al igual que la propia relación educativa: “Lo ha dicho la profesora” “lo ha dicho el profesor”. La elocuencia1, como expresión de la autorictas docente posee, en general, un estatus diferente a la palabra de estudiante. Hay rituales de interacción pedagógica que solo pivotan sobre la elocuencia del docente y acusan, silencian o excluyen la palabra de los estudiantes, en especial, la de aquellos más vulnerables. Daniel Pennac (2008) dedica un capítulo en su libro Mal de escuela a la imputación directa del alumno o a la exasperación del docente ante una enésima explicación: “lo haces adrede” cuando el estudiante transgrede el ritual de la interacción. “Al tú adrede” del adulto responde el “yo no” del estudiante (Pennac, 2008, p. 164). Ser escuchados suele ser una de las demandas de los estudiantes, así como una de las recomendaciones que figuran en las guías sobre inclusión educativa para sortear las barreras que limitan incorporar la diversidad en las aulas y centros educativos (Azorín Abellán y González Botía, 2021). En línea con las autoras, considerar la palabra de los estudiantes es relevante, por lo que habría que adaptar los escenarios escolares a rituales de interacción basados en el diálogo (y no en el monólogo), la escucha (y no en la acusación, la complacencia o en la indiferencia) y el logro de acuerdos con ellos para que se sientan representados como grupo.

Los rituales que articulan la relación educativa adoptan diferentes formas. De Vain (2018) sintetiza algunos de ellos en el estudio antropológico que llevó a cabo en tres escuelas situadas en el nordeste argentino: rituales de espacio y tiempo; rituales de domesticación de cuerpos; rituales de distinciones; rituales de sanciones; rituales de escritura y rituales de celebración (efemérides y actos escolares). La ritualización (dramatización) en la relación educativa permite a los docentes diferenciar los roles entre profesorado y estudiantes. Así, la ritualización del espacio delimita el foco de la escena, actores y espectadores dentro del escenario del aula. Por ejemplo, los gestos (“señales”) que emplea el docente señalando la pizarra o la pantalla, convierten el espacio aula en un escenario en el que se representan acciones instructivas. El recreo, espacio común, constituye un escenario diferente para los estudiantes: un espacio para relacionarse, jugar, distraerse, aunque también, en algunos casos, como escenario de hostigamiento, intimidación, acoso o exclusión, especialmente, en colectivos con riesgo de exclusión social o grupos vulnerables (Artiles Rodríguez et al., 2016; Benavides-Delgado, 2022). Cuando se transgrede el ritual del espacio en el aula (también, en el recreo u otros espacios escolares) de modo reiterado o violento, el estudiante es expulsado del mismo. Análogamente ocurre con la ritualización del tiempo relacionados con los horarios, los tiempos para la ejecución de actividades, el tiempo de descanso o los plazos de entrega y de finalización de las tareas).

En la medida en que toda ritualización contiene significados y que pueden existir “barreras excluyentes que transmiten a los participantes la distinción entre quienes toman parte y quienes no” (Collins, 2009, p.72), los sentimientos de confianza, entusiasmo, iniciativa para la acción, respeto y pertenencia al grupo decrecen en la dinámica grupal a causa de estas. Se explica, de este modo, que una de las recomendaciones pedagógicas para el profesorado que ha de adaptar la enseñanza a escolares diagnosticados o que presentan sintomatología de Trastorno por Déficit de Atención e Hiperactividad (TDAH) es la flexibilización del tiempo. Por lo general, los estudiantes que exhiben este síndrome poseen dificultades para el control del movimiento, atender a las explicaciones, focalizar la atención en la tarea y organizar las tareas académicas. Los rituales de domesticación del cuerpo suelen ser fuente de conflictos en las aulas. Este tipo de ritualización cristaliza en un tipo de relación educativa organizada sobre la base de cuerpos constreñidos e inmóviles (Gaussel, 2018) en la que, de nuevo, suelen quedar excluidos los escolares TDAH. Los resultados del metaanálisis llevado a cabo por MacLean et al. (2023) demuestran que, aunque el profesorado se esfuerza en crear vínculos cordiales y cálidos con los estudiantes que presentan sintomatología TDAH, son, a su vez, más propensos a participar en interacciones negativas con ellos.

En suma, los rituales confieren a la relación educativa significado, variedad y dinamismo. Cuando son adecuadamente incorporados en las aulas ofrecen la oportunidad de una mayor implicación y compromiso de los estudiantes y hacen emerger sentimientos de personalización y pertenencia dentro del grupo (Valenti Nigrini y Briseño Fabián, 2020). Como acierta a destacar Taylor (2008), el profesorado debe ser consciente de cómo ritualiza la relación con sus estudiantes: su rol como catalizador de la energía emocional en el aula y, también, de modo inconsciente, como transmisores de cultura y, por ende, de la narrativa hegemónica en torno al poder. Thompson (2017) apuesta por ritualizar la relación educativa a través de los rituales de inclusión desde el enfoque de la justicia social como un antídoto y una forma de fomentar una comunicación profunda y auténtica entre profesorado y estudiantes. Ritualizar de este modo la relación exige un cambio de actitud del profesorado que les permita cuestionar sus propias suposiciones culturales en torno a las narrativas dominantes sobre etnicidad, discapacidad, sexualidad, género que permean de modo sutil en toda relación educativa. Ello permitiría a los estudiantes construir relaciones de confianza y autenticidad entre sus iguales y con los docentes, así como también aprender que no están solos.

3. El elemento humano en la relación educativa

La calidad de la relación educativa se construye y se “entrena” por sí misma cuando se le presta atención y el docente se hace “invisible”. El dramaturgo británico Declan Donnellan (2015) advertía que la diferencia de calidad entre distintas representaciones teatrales no residía en la técnica, sino “en la fuente de vida que hace que la técnica parezca invisible” (p. 18). Esta “fuente de vida” no cabe encontrarla en las condiciones externas, sino en el elemento humano, que confiere la naturaleza viva a la representación. El actor y director teatral nipón Yoshi Oida (2015) relata el motivo que le llevó a querer ser actor: el deseo de ser invisible y hacer descubrir al espectador ese “algo más” que el público no encuentra en la vida cotidiana. Un buen actor, una buena actriz, logran desaparecer frente al público. Del mismo modo que un buen o buena docente logran, haciéndose invisibles, que sus estudiantes descubran ese “algo más” que por sí solos no lograrían apreciar2.

En este artículo, se parte de dos premisas. La primera es que la calidad de la relación educativa depende de la calidad y vívida variedad de cadenas de interacciones ritualizadas (teatralidad) entre profesorado y estudiantes. Estas implican una reunión colectiva (copresencia corporal profesor o profesora y grupo de estudiantes) con un foco de atención común y de emociones compartidas (Collins, 2009). La segunda premisa es que la calidad de la relación educativa requiere, al igual que toda experiencia teatral, una adecuada fusión entre la impresión que la dinámica de aula ofrece a los estudiantes (espectadores) y la expresión del docente en el escenario de aula (actor). Análogamente a lo que ocurre en toda representación teatral, entre el docente y sus estudiantes deben confluir, mínimamente, intereses comunes. De lo contrario, no podrá generarse la necesaria comunión entre ambos actores de la relación. Desde la teoría teatral se habla del proceso de identificación del espectador con el personaje y las ideas que se representan en escena. Este, y no otro, es quizás el elemento más sobresaliente en toda relación educativa, como también lo es en el hecho teatral.

Estudiantes y profesorado poseen objetivos y expectativas diferentes sobre el sentido de la experiencia escolar. Cada uno de ellos demanda y experimenta dicha experiencia desde ángulos visuales y emocionales diferenciados. A pesar de la heterogeneidad y diversidad del público escolar (estudiantes), los escolares acuden a los centros escolares —más allá de la obligatoriedad que exige la normativa escolar— guiados por motivaciones extrínsecas (“ser alguien”, “tener una profesión”, “ser importante”, etc.) o intrínsecas (“valorarme”, “aprender valores”, “madurar”, “tener amigos”) (Neut Aguayo, 2024). Para el profesorado, el sentido de la experiencia escolar viene impulsada por el “deseo de enseñar” y de “compartir un mundo con las nuevas generaciones” (Fernández et al., 2020). En ocasiones, los horizontes de sentido de estudiantes y docentes apenas se rozan y es cuando la vida académica de los estudiantes y la profesional del profesorado comienza a resquebrajarse.

El ángulo visual de los estudiantes (espectadores) se realiza, parafraseando a Bujvald (2011), en una dirección: de la butaca al escenario. Por el contrario, el ángulo visual de los docentes adopta la dirección contraria: del escenario al patio de butacas. Para los primeros, venir a clase, estudiar y aprender es un asunto que va a requerir de un ambiente sensorial-perceptivo (principio de impresión) que reúna ciertas cualidades sensorio-afectivas (clases dinámicas y divertidas). Los estudiantes, por lo general, esperan de sus clases y de sus vivencias escolares esferas de resonancia (Betton, 2022; Rosa, 2023; Rosa y Endres, 2022); es decir, espacios amplificadores de experiencias afectivas que les “afecten”, los hagan “vibrar”; para los segundos —aunque no siempre ocurre así para una minoría de docentes— enseñar es un asunto relacional y comunicativo (principio de expresión).

El éxito de la relación educativa, desde la perspectiva del estudiante (espectador) depende en gran medida de la sensibilidad y habilidades relacionales del profesorado para saber lo que los estudiantes desean y necesitan. Si adopta una mirada con una mínima sensibilidad dramatúrgica, el docente sabrá cómo dirigir la mirada de los estudiantes (espectadores) hacia el escenario (foco de atención común). No consiste tanto en una cuestión de métodos pedagógicos como de gestos y rituales de interacción. Un reciente estudio llevado a cabo con noventa escolares de primaria y secundaria de un centro educativo en España, en un contexto con bajo índice socioeconómico y educativo, con el objetivo de identificar los factores facilitadores que favorecen la conexión entre estudiantes y profesorado (García-Rubio et al., 2024) concluyó que “los aspectos personales del docente, así como su actitud ante la profesión y la relación con el alumnado, son mucho más trascendentales en el enganche de los estudiantes que los aspectos relacionados con la pedagogía utilizada en el aula” (p. 361). La implicación e interés del profesorado por todo lo que les sucede a sus estudiantes, la actitud empática y respetuosa hacia ellos, junto con el trato alegre e, incluso divertido hacia el grupo clase, junto con sus habilidades docentes (explicaciones claras, resolución de dudas, uso de metodologías diversas con todo tipo de recursos, clases participativas y dinámicas empleando en ocasiones el juego) caracterizan las claves del profesorado que “engancha”.

A pesar de las lógicas diferencias desde el punto de vista relacional entre el hecho teatral y el educativo hay, no obstante, un denominador común: la paradoja en la relación (sea del artista con el público, en el caso del teatro; o del docente y el grupo de estudiantes, en el caso de la educación). Como advierte la dramaturga Anne Bogart (2013) refiriéndose a la relación del artista con su público “para poder hablar a mucha gente, debes hablar solo a una persona” (p. 122). Y es que, con frecuencia, en la enseñanza, el público (estudiantes) es el elemento menos considerado, aunque el más importante del proceso (léase, teatral o pedagógico). Ya lo decía Brook (2015, p. 78): “lo esencial en el arte del teatro consiste en crear una relación con el público”.

Se resalta, así, la importancia del elemento humano —y con ello, del Tú—en la relación educativa. Importancia que nos retrotrae al pensamiento de Martin Buber (1923/2013) y la distinción entre los dos tipos diferentes de relaciones que se dan entre las personas. De un lado, las relaciones «Yo-Eso» que es la propia para vincularse con el mundo de los objetos. De otra, las relaciones «Yo-Tú» que caracterizan genuinamente a las relaciones humanas. Las primeras son transaccionales, superficiales e instrumentales. En este tipo de relación —aplicado a la relación educativa—el docente se sirve de los estudiantes para un fin académico determinado o interactúa con ellos de forma limitada y superficial. Relación que contrasta con las de tipo «Yo-Tú», que se apoyan en la confianza, la reciprocidad, la escucha, el diálogo y el afecto. Este tipo de relaciones «Yo-Tú», advierte Buber, requieren más energía y son intrínsecamente más significativas para ambas partes.

Construir relaciones educativas inclusivas requiere repensar el «Tú»—elemento humano— desde la diversidad. Se trata, en definitiva, de hablar solo a una persona para hablar a los demás, parafraseando a la dramaturga Anne Bogart (2013).

4. La relación educativa y su puesta en escena

La puesta en escena teatral atañe a la “organización de los elementos en el espacio y tiempo, moldeada por las relaciones de los personajes en un escenario” (Eisenstein, 2018, p. 7). Consiste en “la tentativa de organizar el caos que anima la vida” (Assai et al., 2009, p. 14) a través del planteamiento de un marco global desde el que se pretende dar cuerpo, y por tanto vida, a una obra (texto dramático) cara a cara con el público. Encontramos en la metáfora teatral de la puesta en escena algunas herramientas para inferir ciertas orientaciones generales para construir relaciones educativas inclusivas y de calidad.

El marco global representa la unidad de sentido con el que se armonizan los distintos elementos que participan de la puesta en escena. Desde el punto de vista educativo, los docentes han de coordinar los elementos propiamente instruccionales (enseñanza) con los relacionales —gestionar la heterogeneidad del grupo abrazando la diversidad— en torno a un objetivo instructivo común. De ahí que, como en el teatro, la labor del docente resulte crucial en el juego escénico pedagógico. La dirección escénica implica armonizar y dotar de coherencia a “todos los elementos que participan de la puesta en escena, desde el texto (primero) a la iluminación (el último)” (Alonso de Santos, 2018, p. 18). Coordina los signos procurando unidad en los mensajes. En el caso del profesor o profesora, en tanto que directores escénicos, han de armonizar tanto las cualidades del texto (materia de enseñanza) como las cualidades de sus espect-actores (grupo de estudiantes) y las cualidades de la interacción con ellos a través de la creación de una atmósfera o ambiente de aula propicio para el aprendizaje del texto (objetivo instructivo) a lo largo del juego escénico (relacional). Forjar dicho ambiente resulta crucial tanto en la dirección escénica como en la docencia. Los estudios sobre dramaturgia señalan que hay tres principios importantes que no se deben dejar a la improvisación en la puesta escena de una obra teatral. Estos son los de resonancia, repercusión y proximidad que abordaremos seguidamente.

4.1. Principio de resonancia: en la “misma onda”

El concepto de resonancia en las Ciencias Físicas hace alusión a “la máxima transformación de energía al sistema (mecánico o eléctrico)” (Bustamente y Robles, 2023, p. 41). Constructo relevante en sismología, análisis estructural y electromagnetismo, se refiere a la situación en la que el sistema es sensible a “ciertas frecuencias de perturbaciones” que experimenta (Bustamente y Robles, 2023, p. 42). En la teoría teatral este concepto se relaciona con el de sensación y también con el de afectividad. Kent Trejo (2024) lo define, relacionado con la experiencia teatral, como “un territorio de encuentro con las cargas energéticas de las imágenes portadoras de las emociones fundamentales humanas” (p. 115). Se refiere a la sensación y flujo en movimiento de los afectos; es decir, lo que “vibra” en los cuerpos: “la forma en que sentimos y nos relacionamos con el mundo que sentimos” (p. 115).

Así pues, este principio en el ámbito pedagógico se vincula a fenómenos relacionales que apelan a la naturaleza sensible y potencia energética que permea toda experiencia educativa. En un sentido similar, el principio de resonancia aplicado por Rosa (2020) como antídoto a la aceleración en la sociedad del rendimiento, se refiere a “un modo de ser en el mundo, es decir, un modo específico de entrar en relación entre sujeto y mundo” (p. 217). O lo que es lo mismo, como “acontecer relacional” (p. 218) y no como un estado emocional.

La resonancia, como cualidad de la esfera relacional, invita a pensar la relación educativa como una esfera de resonancia en el que profesorado y grupo de estudiantes sienten “estar en la misma onda”. Para ello, y puesto que se habla de un nivel sensitivo-afectivo, es importante que los estudiantes se sientan cómplices en la puesta en escena. El rol del profesorado —director escénico— resulta crucial, como también lo es el rol protagonista de los estudiantes.

En la esfera teatral se habla de comunión entre actores y espectadores, materializado en procesos de identificación (con los personajes y sus ideas) activadores de pensamientos y sentimientos. Reconocer e identificar el estado emocional e intereses de los estudiantes y darles protagonismo es un primer paso para activar el principio dramatúrgico de resonancia. En la práctica, el verdadero reto para construir relaciones positivas entre profesorado y grupo de estudiantes es desvelar significados profundos en estos, como en el teatro. Conscientes de que en el interior de un grupo de estudiantes habrá mayores o menores resistencias para dejarse enseñar o educar —especialmente en la etapa secundaria— el principio de resonancia invita al profesorado a crear una esfera de perturbaciones educativas o, lo que es lo mismo, construir cajas de resonancia que propicien el interés, la motivación y la agencialidad de cada estudiante.

4.2. Principio de repercusión: “sentirse parte de”

Si el principio de resonancia se sitúa en la esfera sensorial, el principio de repercusión lo hace en la esfera emocional. De acuerdo con Kent Trejo (2024), ambos principios se organizan de forma dialéctica retroalimentándose mutuamente. La Real Academia de la Lengua Española (RAE) define el término repercusión en dos niveles semánticos. Como sinónimo de efecto, incidencia, consecuencia o influencia de algo sobre algo o alguien y como eco, resonancia, reverberación.

La calidad de una relación educativa se evalúa atendiendo al impacto emocional positivo que ejerce en los estudiantes con relación a su experiencia escolar. En 2022, el Programa para la Evaluación Internacional de los Estudiantes (PISA) (Ministerio de Educación, Formación Profesional y Deportes, 2023) analizó la calidad de las relaciones entre alumnado y profesorado a partir de varias dimensiones que están relacionadas con la ética profesional y las cualidades positivas del profesorado: respeto, hospitalidad, confianza, interés y amabilidad3. Los resultados obtenidos en el caso de España fueron alentadores ya que la puntuación lograda obtuvo un valor 0.15 por encima del promedio de la OCDE (0.00) y muy por encima del total de los países de la Unión Europa (-0,10). Asimismo, fueron positivos los resultados constatados en la dimensión sentido de pertenencia al centro, con un valor de 0.27 puntos, significativamente por encima del total de los países de la Unión Europa (0.04), y el promedio de la OCDE (-0.02).

A través del ambiente afectivo de aula, el profesorado contribuye a promover la cohesión e inclusión de sus estudiantes en la vida escolar. Se trata de uno de los elementos que los docentes, en tanto directores escénicos, han de saber armonizar en el aula. Los estudiantes que se sienten solos, aislados o excluidos por sus pares o por el profesorado tienen más probabilidades de desengancharse y abandonar la vida escolar. Por el contrario, en un entorno de aula en el que el profesorado genera un ambiente de tolerancia, comprensión y aceptación de la diversidad, es más probable que se susciten entre los estudiantes sentimientos de seguridad y pertenencia. Un ambiente de aula inclusivo precisa respetar y prestar atención a las identidades y singularidades de los estudiantes, combatir la segregación de grupos y suscitar sentimientos de pertenencia entre pares y con el centro por los escolares.

4.3. Principio de proximidad: “sensibilidad o tacto pedagógico”

Una nueva similitud entre el mundo escénico y el pedagógico se halla en el tipo de vínculos que construyen actores, actrices y directores o directoras escénicas —también el profesorado y sus grupos de estudiantes— con el público al que se dirigen. En el caso de la educación y, más concretamente, en las escenas en las que quedan involucradas los procesos de enseñanza y aprendizaje, tejer vínculos con los estudiantes proporciona a la relación educativa una estructura de seguridad y afectividad proclive para dinamizar los procesos de aprendizaje de los estudiantes y promover su bienestar emocional. Es lo que permite generar una “relación comunicativa mutuamente aceptada” (Asensio, 2006, p. 55) entre profesorado y estudiantes.

El dramaturgo Peter Brook (2004), durante sus ensayos, priorizaba la creación de un clima propicio para que los actores se sintieran libres para generar todo aquello que pudieran aportar a la obra, sin perder de vista el objetivo: interpretar adecuadamente el texto teatral. Para el dramaturgo crear este clima emocional es una condición previa al hecho de explicar de qué trata la obra, cómo va a encararse el trabajo escénico y la función que habría de desarrollar el director o directora teatral. De ahí que Brook (2004) advierta que la palabra “dirigir” haya que romperla en dos mitades:

La mitad de dirigir es, por supuesto, ser un director, lo que significa hacerse cargo, tomar decisiones, decir «sí» o «no», tener la última palabra. La otra mitad de dirigir es mantener la dirección correcta. Aquí el director se convierte en un guía, lleva el timón, tiene que haber estudiado las cartas de navegación y tiene que saber si lleva rumbo norte o rumbo sur (p. 9).

Esto nos lleva a reflexionar sobre el liderazgo docente en la gestión del ambiente de aprendizaje y las cualidades que acompañan dicho liderazgo. El sentido de la dirección en un aula inclusiva se orienta a no dejar a ningún estudiante atrás. El estatus es idéntico para cada uno de ellos: co-partícipes y protagonistas. No hay lugar para la indiferencia, la exclusión o la marginación. Y sí hay lugar para la proximidad, la cercanía y la complicidad. Como asevera Asensio (2010): “educar sólo puede pretenderse si las personas implicadas se sienten próximas y confiadas” (p. 41).

La proximidad, en el ámbito escénico, se concreta en rituales gestuales de los actores con los espectadores (gestos, silencios, palabras, movimientos, ritmos) como medios para aproximarse al público. En el ámbito pedagógico, significa ser sensible a la subjetividad y singularidad de cada estudiante auxiliándose de lo infraverbal, como en el juego teatral.

Van Manen (2010) teorizó sobre la sensibilidad pedagógica y el papel del tacto en la enseñanza. Mostró que los procesos de enseñanza precisaban de tacto; esto es: inteligencia interpretativa, intuición moral práctica, sensibilidad hacia la singularidad de cada estudiante y capacidad de improvisación en el trato cotidiano con el grupo clase. Esta sensibilidad o tacto pedagógico se materializa en el habla, el silencio, la mirada, los gestos y el manejo del espacio y el tiempo en el aula.

Las relaciones educativas solícitas y próximas a los estudiantes precisan de dedicación y cuidado y, en muchas ocasiones, de pequeñas “pérdidas de tiempo” que ayudan a fortalecer la comunicación dentro del aula. En una línea similar, Le Breton (2023) reflexiona sobre el papel de las emociones en la relación educativa a través de la presencia física, la palabra y el silencio. La calidad afectiva en el aula, a través de la palabra, su ritmo, entonación, y el silencio que la acompaña son una demostración de la toma en consideración del otro y ofrecerles un espacio propio. En definitiva, el principio de proximidad permite, mediante el tacto pedagógico, preservar y respetar la singularidad de cada estudiante, estar atentos a sus vulnerabilidades e infundirles seguridad y confianza.

5. Conclusiones

Los estudios empíricos sobre la relación educativa han abordado los procesos interactivos —diádicos o grupales— entre profesorado y grupo clase desde una lectura instrumental, asignándole el valor de variable moduladora en los procesos de enseñanza y aprendizaje, también como promotora de la convivencia escolar y, más recientemente, como factor protector del bienestar emocional de los estudiantes.

Los estudios teóricos se han referido a ella como espacio de encuentro que tiene en el reconocimiento de la alteridad, la empatía y el diálogo sus principios éticos vertebradores (Martín-Alonso et al., 2019; Mínguez et al, 2016; Moreno Aponte y Vila Merino, 2022; Vila Merino, 2019). Otras aportaciones teóricas se han referido a ella como un modo de relación interpersonal, de naturaleza dialéctica, tejida de amor, amistad y soledad (Jover Olmeda, 1991) y como una forma específica de filiación (Bárcena Orbe, 2018).

El objetivo de este artículo ha sido el dar a conocer algunos puntos en común que comparten el teatro y la educación a partir de un elemento básico que está presente en ambas realidades: el elemento humano en relación que nos permite descubrir nuevas dimensiones para el análisis de la relación educativa. Considerar la relación educativa desde coordenadas teatrales invita a analizarla desde la teatralidad y la comunicación escénica. La relación educativa se erige como un elemento con voz propia al servicio del estudiante (espect-actor); una suerte de caja de resonancia con vida propia que se nutre de acciones ritualizadas (teatralidad), circulación de afectos (también, desafectos) entre profesorado y grupo de estudiantes en torno a objetivos instruccionales precisos y de la sensibilidad pedagógica del profesor o profesora (en tanto que director o directora escénica).

Asistimos en la actualidad a una etapa crítica en la profesión docente que, inevitablemente, afecta a la creación de relaciones educativas inclusivas. Un reciente estudio de la Fundación SM (2023) en colaboración con el Instituto de Investigación y Asesoramiento Educativo (IDEA) detectó entre el profesorado —especialmente aquellos con menor antigüedad docente—: falta de motivación (pérdida de entusiasmo y prevalencia de indiferencia) y malestar docente (apatía, agotamiento, ansiedad y depresión). Por otra parte, el profesorado declara que los mayores escollos del quehacer docente son la dificultad para atraer el interés de los estudiantes y completar el programa académico previsto.

A tenor de estas necesidades y obstáculos que experimenta el profesorado, se propone en este artículo la apuesta por forjar una visión escénica o dramatúrgica y en formar en estrategias y técnicas escénicas al profesorado —novel y experto— pues facilitaría un valioso instrumento para reforzar la agencialidad, seguridad y confianza en la práctica docente, lo que redundaría en el bienestar relacional entre profesorado y estudiantes. Asimismo, las aportaciones educativas de los principios y estrategias escénicas van más allá de la mejora de los procesos motivacionales y comunicativos en la enseñanza. En este sentido, y tomando como referencia la inclusión como meta educativa, el profesorado se beneficiaría de la puesta en práctica de los principios y estrategias dramáticas para reinterpretar la enseñanza, analizar las filosofías educativas personales que sostienen las prácticas docentes, así como también encontrar soluciones creativas y adecuadas ante situaciones educativas y pedagógicas problemáticas lo que les permitirá mantener mejor su propio bienestar docente, así como también promover el bienestar de los estudiantes. Se invita en estas páginas a analizar experiencias pedagógicas basadas en evidencias que integran los principios dramatúrgicos en la formación del profesorado y de educadores: Bayne et al. (2021), Hammer y Lenz (2022), Hos et al. (2023), Lu (2025), Sappa y Barabasch (2019), Tracena y Bailey (2022) y Xiajing (2024). Y explorar también el potencial de las artes y el teatro aplicado en el contexto universitario en una universidad española (Massó-Guijarro et al., 2021).

En definitiva, pensar la relación educativa desde la metáfora teatral invita a repensar el saber ser y hacer docente, desde el enfoque de la educación inclusiva, en la configuración y puesta en escena de una arquitectura dramatúrgica basada en la invisibilidad del docente, la resonancia, la repercusión, la proximidad con los estudiantes.

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1 Se emplea el término elocuencia en el sentido expresado por la dramaturga Anne Bogart (2007, p. 37): “expresión, comunicación, habla, emisión de señales, verbalización, clarificación y enunciación”.

2 Las analogías entre actuación escénica y docencia cobran vida con este sugerente ejemplo narrado por Yoshi Oida (2015): “En el teatro Kabuki, hay un gesto que indica «mirar la luna», mediante el que el actor señala el cielo con su dedo índice. Un actor, uno de gran talento, realizó este gesto con gracia y elegancia. El público pensó: «¡Oh, qué movimiento tan bello! Gozaron de la belleza de su actuación y de su destreza técnica. Otro actor hizo el mismo gesto: señaló a la luna. El público no percibió si lo hacía con elegancia o sin elegancia, simplemente vio la luna. Yo prefiero este tipo de actor, el que muestra la luna al público. Es decir, el actor que se hace invisible” (pp. 24-25).

3 Los estudiantes encuestados respondieron a una escala Likert de cuatro puntos (“totalmente en desacuerdo”, “en desacuerdo”, “de acuerdo”, “totalmente de acuerdo”) a seis declaraciones positivas y dos negativas:

i. los profesores de mi centro son respetuosos conmigo; ii. si llegara a clase deprimido, mis profesores se preocuparían por mí; iii. si volviera a visitar mi centro dentro de tres años, mis profesores estarían encantados de verme; iv. cuando mis profesores me preguntan cómo estoy, les interesa de verdad mi respuesta; v. los profesores de mi centro son amables conmigo; vi. los profesores de mi centro se interesan por el bienestar de los alumnos; vii. me siento intimidado por los profesores del centro; viii. los profesores de mi centro son crueles conmigo.