ISSN: 1130-3743 - e-ISSN: 2386-5660
DOI: https://doi.org/10.14201/teri.32244
A philosophy of the Educational Relationship: Existential Mediation, Transmission and Testimony
Fernando BÁRCENA ORBE
Universidad Complutense de Madrid. España.
fernando@edu.ucm.es
https://orcid.org/0000-0002-8982-8028
Fecha de recepción: 14/10/2024
Fecha de aceptación: 04/12/2024
Fecha de publicación en línea: 02/06/2025
Cómo citar este artículo / How to cite this article: Bárcena Orbe, F. (2025). Una filosofía de la relación educativa: mediación existencial, transmisión y testimonio [A Philosophy of the Educational Relationship: Existential Mediation, Transmission and Testimony]. Teoría de la Educación. Revista Interuniversitaria, 37(2), 1-18. https://doi.org/10.14201/teri.32244
RESUMEN
Este artículo propone una reflexión filosófica sobre la educación entendida como el encuentro y la experiencia de una transmisión entre generaciones en la filiación del tiempo. Desde el punto de vista pedagógico, dicho encuentro supone tanto un acto de presencia entre adultos y jóvenes como de transmisión de algo de un lugar a otro de la escala generacional. La tesis de este trabajo es que presencia y transmisión están hoy en una crisis que afecta a la misma noción de la educación, a lo que significa educar y formarse. En un mundo como el nuestro, con una creciente sensibilidad hacia lo que se llama inclusión o inclusividad, la gran excluida, desde el punto de vista de cierta reflexión filosófica y teórica —algo que se propone hacer en estas páginas—, es precisamente esa relación de presencia entre adultos y jóvenes. Pues la tarea educativa consiste en transmitir la responsabilidad como un elemento central de la condición adulta, una que entraña asumir determinados límites. Esa transmisión es una interiorización del legado de las generaciones anteriores, y se hace posible cuando existe la posibilidad de un encuentro, una conversación y una especie de transacción moral entre las mismas. Los adultos transmiten a niños y adolescentes —tal es su responsabilidad— la experiencia acumulada en el tiempo y de la que ellos son, como adultos y educadores, depositarios y testigos, aunque no sus dueños, y en ese acto ponen en contacto a los recién llegados con sus predecesores muertos o desaparecidos. A esto lo llamaremos pacto testimonial.
Palabras clave: filosofía de la educación; relación educativa; relación padres-hijos; transmisión educativa; generaciones.
ABSTRACT
This paper proposes a philosophical reflection on education understood as the encounter and experience of a transmission between generations in the filiation of time. From a pedagogical point of view, such an encounter implies both an act of presence between adults and young people and the transmission of something from one place to another on a generational scale. The thesis of this paper is that presence and transmission are today in a crisis that affects the very notion of education, what it means to educate and to be educated. In a world like ours, with a growing sensitivity towards what is called inclusion or inclusiveness, the great excluded, from the point of view of a certain philosophical and theoretical reflection —something that is proposed in these pages—, is precisely that relationship of presence between adults and young people. For the educational task consists in transmitting responsibility as a central element of the adult condition, one that entails assuming certain limits. This transmission is an internalization of the legacy of previous generations and becomes possible when there is the possibility of an encounter, a conversation and a kind of moral transaction between them. Adults transmit to children and adolescents -such is their responsibility- the experience accumulated over time and of which they are, as adults and educators, depositaries and witnesses, although not its owners, and in this act, they put the newcomers in contact with their predecessors more than the previous generations. We will call this a testimonial covenant.
Keywords: philosophy of education; educational relationship; parent-child relationship; educational transmisión; generations.
«En la clase del señor Germain, sentían por primera vez que existían y que eran objeto de la más alta consideración: se los juzgaba dignos de descubrir el mundo».
(Camus, 2008b, p. 830)
La escuela, esa vieja palabra que proviene del mundo griego —y que significa ocio y separación temporal de los ritmos habituales del mundo (skholē)— nació con el propósito de que quienes a ella acceden se preparen para el estudio esmerado de lo que el mundo les ofrece por mediación de sus profesores y maestros, en el seno de una relación destinada a ser algo singular y único (Oakeshott, 2009; Simons y Masschelein, 2014). La esencia de esta relación tiene que ver con la transmisión de saberes, que garantiza la continuidad del mundo y de las generaciones. Pero para que se dé una verdadera transmisión es necesario la existencia real de un encuentro en la que algunos elementos de la alta cultura se puedan transportar de un lado a otro de la escala generacional, a través de sus textos fundamentales; y esto con el propósito de formar la capacidad de juicio y la comprensión del presente a su luz (Redeker, 2016, p. 27)1. La escuela pues no está (solamente) para erradicar lo que socialmente consideramos un mal, sino para estudiar lo que nos vuelve humanos y lo que nos destruye (Bárcena, 2016, 2020, 2023).
En un mundo como el nuestro, con una creciente sensibilidad hacia lo que se llama inclusión o inclusividad —y que hay que aplaudir en términos generales—, la gran excluida, desde el punto de vista de cierta reflexión filosófica (es esto lo que nos proponemos hacer en estas páginas) es, precisamente, esa relación de presencia entre adultos y jóvenes. La relación educativa es un tema clásico de una filosofía pedagógica, y siempre que la educación entra en crisis al mismo tiempo lo hace el significado que hemos venido atribuyendo a dicha relación. Entonces, hay que volver a preguntarse por ella y por su destino. Robert Redeker dice en el libro antes citado, con un tono de evidente enfado, que la escuela que se está edificando hoy ante nosotros ya no aprecia ese lazo que une al profesor con el estudio, y advierte que lo nuclear de la escuela no es tanto el alumno (que tiene que aprender) como ese enlace entre el maestro y el estudio. No hay maestros ni profesores, advierte, sino «enseñantes» que se limitan a mostrar lo que la sociedad ya tiene y siempre va cambiando, pero quizá no con un verdadero convite al estudio. Su afirmación puede resultar problemática, pero no es este el lugar para discutirla como merece. Pues el propósito de este artículo es volver a pensar, desde cierta mirada filosófica la mentada relación educativa, entendida como un encuentro entre generaciones en la filiación del tiempo, donde las nociones de presencia y transmisión resultan fundamentales.
Dos temporalidades se dan cita en el seno de esta relación: el tiempo joven de los recién llegados al mundo y el tiempo, más viejo, de los adultos. Esta diferencia de las edades es, desde la época de la Grecia clásica, de suma importancia en la escena educativa. Si las cosas materiales se obtienen con dinero, la educación, en cambio, se consigue con tiempo, dedicación y esfuerzo; para saber quiénes somos necesitamos toda una vida y el cuidado de otros (adultos responsables). Esta es una primera afirmación nuclear aquí. La segunda es que la tarea educativa se sostiene en la creencia de que el porvenir de una vida en formación nunca está cifrado de antemano. Somos herederos, y volver efectiva esa herencia requiere de nosotros una constante tarea de conquista personal y subjetiva, y no una mera adaptación a entornos siempre cambiantes (Recalcati, 2020, p. 73). Impredecible e imprevisible en sus efectos y en sus resultados, la educación se asienta en la responsabilidad, la confianza y la esperanza, que se confronta a determinismos oraculares (Biesta, 2011).
El encuentro entre generaciones supone, por tanto, la presencia viva de un adulto ante un joven, niño o adolescente. Como escribe Pennac (2007): «Una sola certeza la presencia de mis alumnos depende estrechamente de la mía» (p. 13). Además, esta relación está mediada por una serie de actos de transmisión que recuerdan nuestra condición de herederos, que es donde se asienta la filiación simbólica. Forma parte de la tesis de este escrito que presencia, transmisión y herencia están hoy en una crisis que afecta a la noción misma de lo que significa estar educado. Como escribió hace ya mucho Max van Manen en un libro que ha pasado de mano en mano y de generación en generación:
La noción de educación, concebida como un proceso vivo de compromiso personal entre un profesor o padre adulto y un niño pequeño o un estudiante, podría desaparecer en un medio cada vez más corporativo, directivo y tecnificado. ¿Cómo puede la educación de los niños seguir siendo una actividad humana y cultural rica? (Manen, 1998, p. 20).
Metodológicamente, el enfoque de este texto es filosófico, pues busca problematizar (y desplazar) algunas cosas que en pedagogía se dan por sentadas muy rápidamente; además, le debe mucho a algunas ideas de Hannah Arendt. Vale la pena recordar el final de su famoso ensayo (de finales de la década de los años cincuenta del siglo XX) «The Crisis in Education»:
No se puede educar sin enseñar al mismo tiempo; una educación sin aprendizaje es vacía y por tanto con gran facilidad degenera en una retórica moral-emotiva. Pero es muy fácil enseñar sin educar, y cualquiera puede aprender cosas hasta el fin de sus días sin que por eso se convierta en una persona educada. Sin embargo, todos estos detalles deben quedar en manos de los expertos y de los pedagogos. Lo que aquí nos interesa, y por consiguiente no debemos remitir a la ciencia especial de la pedagogía, es la relación entre las personas adultas y los niños en general o, para decirlo en términos generales y exactos, nuestra actitud hacia la natalidad, hacia el hecho de que todos hemos venido al mundo al nacer y de que este mundo se renueva sin cesar a través de los nacimientos. La educación es el punto en el que decidimos si amamos el mundo lo bastante como para asumir una responsabilidad por él y así salvarlo de la ruina que, de no ser por la renovación, de no ser por la llegada de los nuevos y los jóvenes, sería inevitable. También mediante la educación decidimos si amamos a nuestros hijos lo bastante como para no arrojarlos de nuestro mundo y librarlos a sus propios recursos, ni quitarles de las manos la oportunidad de emprender algo nuevo, algo que nosotros no imaginamos, lo bastante como para prepararlos con tiempo para la tarea de renovar un mundo común (Arendt, 2019, pp. 300–301).
Quiero destacar tres aspectos esenciales de este fragmento, que definirán la estructura argumental central de estas páginas.
En primer lugar, la afirmación de que el propósito de toda enseñanza y aprendizaje es convertir a alguien en una persona educada, en obtener algo parecido a lo que podemos llamar «formación», y no solamente la adquisición de destrezas o habilidades técnicas. Esta formación tiene que ver con la construcción de la condición adulta del sujeto en el mundo, como un progreso hacia sí mismo o como un buen uso de uno mismo. Lo segundo es que lo que de verdad interesa, y se escapa de algún modo a la ciencia especial de la pedagogía, es la relación entre los adultos y los niños y jóvenes, o sea, el encuentro entre las generaciones; «nuestra actitud» —dice Arendt— hacia el hecho de que el ser humano llega al mundo en virtud del nacimiento y que el mundo mismo se renueva por la llegada de los nuevos. Por último, que lo que da justificación a la tarea de educar es el amor a estos recién llegados y el amor al mundo (Amor Mundi) y que, por tanto, el propósito de la escuela no es meramente instruir en el arte de vivir sino la transmisión y el acompañamiento de los nuevos al mundo. Ahí reside la responsabilidad educadora: en el cuidado del recién llegado y en el cuidado del mundo. Al educar, transmitimos ese doble amor y ese doble cuidado, y, al hacerlo, influimos en el otro y establecemos una especie de pacto testimonial; pues el adulto que transmite da testimonio del mundo, es testigo de una era cultural que presenta al joven como un objeto de conversación. Porque influye, provoca algo en el interior del otro. Históricamente, algunas teorías pedagógicas consideraron que toda intervención en la libertad del otro es manipuladora, y por eso rechazable. Ahora bien, es propio de la libertad dejarse influir de ese modo, porque la libertad es siempre receptiva y consiente que otra cosa se introduzca en ella provocando algo en su interior (Hersch, 2017, p. 37). Esta afirmación también será importante en este texto.
En su libro Prendre soin de la jeunesse et des génerations, el filósofo Bernard Stiegler (2008) alude a una legislación penal francesa de la época, aprobada en el año 2007, que prescribía, para ciertos delitos cometidos por jóvenes en caso de recidiva, que no serían juzgados en función de su minoría de edad, sino que la ley les sería aplicada como a los adultos mayores de edad. Se adujo que la disposición jurídica que limitaba la edad de responsabilidad penal conllevaba un sentimiento de impunidad. Con esta disposición legal, al mismo tiempo que se cuestiona la minoría de los jóvenes, se ponía en causa la mayoridad de sus ascendientes adultos, liberándose con ello su responsabilidad como adultos. La medida tiene importantes consecuencias para la educación, en el sentido que es la encargada de conducir hacia la responsabilidad y al estado de mayoría de edad. Al considerar «mayor» al joven, y al mismo tiempo desresponsabilizar al adulto, se invierten los términos y se ocasiona un estado de no diferenciación entre las generaciones.
Stiegler se refiere también a la campaña que, por aquellas mismas fechas, promovió el canal televisivo, dedicado al mundo infantil y juvenil, Canal J, cuyo eslogan de base, sobre el fondo, entre otras, de una fotografía en la que frente a un niño, con evidente cara de aburrimiento, aparecía su abuelo incapaz ya de hacerle reír y entretenerle, era el siguiente: Les enfants méritent mieux que ça. Ils méritent Canal J (Los niños merecen algo mejor que esto. Merecen Canal J.) Los niños merecen algo mejor que esto, donde «esto», en una de las fotografías, es ese abuelo que muestra a su joven nieto su dentadura postiza. «Esto» es esa generación adulta incapaz ya de hacerse cargo educativamente de sus hijos o nietos. Es una ruptura entre las generaciones y la dramática expresión de una abdicación pedagógica, la expresión, sin más, de una época con la paternidad agotada o simplemente declinada (Recalcati, 2014; Zoja, 2018).
La educación es el nombre que damos a la transmisión de la aptitud humana que conduce a la condición adulta, la cual entraña aceptar determinados límites. Esa transmisión es una interiorización del legado de las generaciones precedentes. Los adultos transmiten a niños y adolescentes la experiencia acumulada en el tiempo, de la que son, como adultos y educadores, depositarios y testigos (pero no sus dueños, sino sus transmisores), y en ese acto ponen en contacto a los recién llegados con sus predecesores desaparecidos. Ayudan a dar forma a su memoria. Les dicen que lo que ellos, niños y jóvenes, sienten, padecen o sufren, también fue sentido antes, llorado y padecido, como leemos en la novela de Klaus Mann El volcán:
Ni nuestras penas ni nuestras ideas son tan modernas y tan nuevas como solemos creer en nuestro entusiasmo primero. Otros ya las han sufrido y pensado antes, y han tenido que enfrentarse a los mismos problemas que nosotros. Sin embargo, sus ideas y su dolor se han transformado en belleza. A nosotros nos han dejado el gran legado de sabiduría y su dolor convertido en arte (Mann, 2003, 219).
Este proceso de transmisión, en vez de cerrar, abre mundos, y es el modo que da cuenta de la diversidad de modos de saber vivir, saber hacer y saber morir. La educación, por eso mismo, es un proceso humanizador de universalización, en vez de una tentativa, más bien localista, de reducir al individuo a una única comunidad.
Construir la condición adulta del sujeto de la educación no es posible si no aceptamos que eso que llamamos «mundo» no es una creación nuestra ni tiene por qué responder a nuestros deseos. Al decir esto, tengo en mente las palabras de Albert Camus pronunciadas en el discurso de recepción del Premio Nobel de literatura el 10 de diciembre de 1957: «Indudablemente, cada generación se cree destinada a rehacer el mundo. La mía sabe, sin embargo, que no podrá hacerlo. Pero su tarea es quizás mayor. Consiste en impedir que el mundo se deshaga» (Camus, 2008a, p. 241). Probablemente, la tarea que tienen ante sí las generaciones que se encuentran sea precisamente esta: impedir que el mundo se deshaga, una tarea que atraviesa a la escuela y al mismo tiempo la sobrepasa o la trasciende, pues «las relaciones con el mundo de una persona están moldeadas de manera esencial en y por la escuela» (Larrosa, 2020; Rosa, 2020, p. 309).
Ser adulto es abrir un espacio más interior dentro para que el mundo forme parte de lo que somos y nos afecte interiormente (Biesta, 2022, p. 2). Pero hoy se está produciendo una inversión de la jerarquía de las generaciones que organiza su completa confusión. Los medios específicos de control de la atención de los jóvenes, a través de los dispositivos específicos de la sociedad de las telecomunicaciones y las redes sociales (donde el mundo y sus cosas no se colocan nunca a cierta distancia reflexiva), promueve un estancamiento de su crecimiento. Francesco Stoppa (2011) considera que la «relación intergeneracional» es una de las claves para entender la época actual: la incapacidad para aceptar la propia desaparición señala, es el mayor problema de la generación adulta (p. 47). Como sostiene en otro momento: «A la nueva generación se le ha pedido que no crezca demasiado; cada niño ha de seguir siendo el niño, una especie de muñeco irrompible» (p. 241).
De varias maneras se puede frustrar esa experiencia de transmisión. El filósofo José Luis Pardo habla de una corrupción de niños y adolescentes que adopta dos modalidades. La primera consiste en impedir la entrada de los recién llegados en la escuela. Por supuesto, niños y adolescentes van a la escuela a diario, pero eso no significa que hayan accedido todavía a la experiencia del aprendizaje mediante el estudio. Impedir que lo hagan los convierte en seres para los que «todo es verdad», porque no han aprendido a cuestionarse nada ni a dudar. La segunda manera es ofrecerles la entrada en el aula pero cerrar la puerta tras ellos, impidiendo que salgan al mundo, porque quizá se considere que el mundo es peligroso y que hay que protegerlos de él, como ocurre en la película Kynódontas (Canino), de Yorgos Lanthimos (D´hoest, 2020). Para estos otros «niños terribles», «todo es falso»: «Unos y otros destilan un agrio rencor contra la ciudad, la Ilustración (que es otro nombre del “aprender”), la democracia y la vida adulta, porque acaban con sus privilegios» (Pardo, 2004, p. 313).
Ser adulto es iniciarse en el arte de hacerse cargo de uno mismo; progresar hacia uno mismo: es entrar en el territorio de la civilidad, del juicio y del discernimiento. Progresamos hacia nosotros mismos, y actualizamos nuestra potencia, sabiendo al mismo tiempo que la misma potencia (como pensaba Aristóteles) es el poder de hacer y de no hacer: la potencia «está a medio camino entre el ser y el no ser, como los jóvenes están a medio camino entre la infancia y la condición de adulto, en ese peligroso terreno que se disputan filósofos y sofistas» (Pardo, 2004, p. 329).
La relación de transmisión entre generaciones, cuyo propósito es la formación de la condición adulta de un ser en el mundo, se da en un tiempo que es un intervalo. Quiero referirme ahora a dos interpretaciones posibles del mismo.
Una primera versión sería identificarlo con un pasaje hacia una meta que finaliza y concluye en algo, en algún otro lugar. Dicho de este modo, el «entre», como en la expresión «entre infancia y educación», es algo así como lo que se hace en un tiempo provisional, entre un antes y un después, y como tal se trataría de la «tierra de nadie» en la que el recién llegado es colocado, una tierra que todavía no tiene propietario, un poco ingobernable, pero que excita nuestros deseos de colonización y apropiación. En ese lugar intermedio se hacen cosas, se toman decisiones para conducir al niño (al que educamos) haciéndole viajar por la representación que de él mismo nos hacemos como sujeto de la educación. Llevarlo hasta allí, hasta su educación cumplida, es algo parecido a hacerlo entrar en el interior de una ciudad civilizada, porque lo que hay fuera, allí donde nos encontramos al niño, es un lugar no civilizado, quizá un lugar salvaje o bárbaro.
Esta imagen la podemos encontrar, por ejemplo, en el texto «Education as Initiation», que fue la conferencia que Richard S. Peters dictó a comienzos de los años sesenta del siglo XX cuando tomó posesión de su cátedra de filosofía de la educación en el Instituto de Educación de Londres. Según Peters, los educadores tienen la obligación de iniciar a los alumnos en el patrimonio cultural más valioso de la sociedad en la que van a vivir. Peters sostenía que somos herederos de un legado cultural acumulado durante siglos y, en ese aspecto, los niños siempre comienzan fuera de las murallas; la cuestión está en introducirlos dentro de la «ciudadela de la civilización», para que lleguen a comprender y estimar lo que vean cuando estén allí dentro (Peters, 1980). Años después, el filósofo Michael Oakeshott dedicaría un ensayo a pensar este proceso de educación en los términos de una «transacción específica llevada a cabo entre generaciones del género humano, en el que las nuevas generaciones son iniciadas en el mundo que van a vivir» (Oakeshott, 2009, p. 97).
Me gustaría proponer ahora otra interpretación de ese lugar entre la infancia y educación. Querría conservar de lo anterior la idea de que ese «entre» es un lugar intermedio, un pasaje y, por tanto, que se trata de un camino o de un viaje. Pero vamos a entender por ello ahora la realización de una experiencia. Se trata, desde luego, de un lugar de tránsito en el que pasan cosas, pero aunque sea un lugar de tránsito quisiera decir que es algo que vale por sí mismo y que se inscribe es un espacio de indeterminación, de incertidumbre, de cierta ambigüedad, donde ningún resultado puede anticiparse con total certeza. En esa experiencia no habría propiamente dicho un método prefijado, pero sí un trayecto, y su modo de recorrerlo no se determina en función de unos objetivos previos, sino mediante el interés y la atención que el propio caminar va suscitando en el sujeto. Viajar de este modo es un medio sin fin ni destino predeterminado. Es un modo estudioso. Es posible que este modo metafórico de entender la educación, como un viaje o como un paseo, sea el más modesto de todos pero, como escribió Miguel Morey en un texto ya antiguo:
Sin embargo, es uno de los que más decididamente implica las potencias de la atención y la memoria, así como las ensoñaciones de la imaginación y ello hasta el punto de que podríamos decir que no puede cumplirse auténticamente como tal sin que ellas acudan a la cita. Pasado, presente y futuro entremezclan siempre sus presencias en la experiencia del presente que acompaña al Paseante y le constituye en cuanto tal (Morey, 2007, 341).
Desde este segundo punto de vista, el espacio que media «entre los niños (y adolescentes) y los adultos» es el lugar donde el sujeto que se forma no es un mero objeto (del saber pedagógico), ni tampoco un libre juego existencial (Esteve, 2012, p. 109). Es otra cosa: es lo que nos recuerda que llegamos a ser lo que somos a través de una mediación (o diversas mediaciones), y que poco a poco aprendemos que no hay una línea recta entre el yo y los objetos de deseo, sino que lo que elegimos frecuentemente está influido por algunos modelos, que adoptan el papel de nuestros maestros. Los educadores son mediadores de nuestra existencia (Girard, 2023), o como dijo Georges Gusdorf:
El discípulo sólo existe, pues, para el maestro, que es mediador de existencias. Pero el mismo maestro no existe más que para el discípulo. Hay una vocación del maestro al magisterio del que únicamente el testimonio del discípulo puede aportarle la revelación. Es normal que el maestro esté inquieto y que dude de su certeza. Ningún hombre es completamente digno de soportar la aplastante carga de la verdad, ningún hombre, en conciencia, puede hacer profesión de magisterio. Es necesario, para que salga de su reserva, que el discípulo le dirija su requerimiento (Gusdorf, 2019, p. 41).
Entre el 11 de septiembre y el 28 de octubre de 1928, Ortega y Gasset dictó una serie de cinco conferencias con el título Introducción al presente en la ciudad de Buenos Aires. En esas conferencias hay un momento en que Ortega vuelve sobre el concepto de «generación», y escribe:
El descubrimiento de que estamos fatalmente adscritos a cierto grupo de edad y a un estilo de vida es una de las experiencias melancólicas que antes o después todo hombre sensible llega a hacer. Una generación es una moda integral de existencia que se fija indeleble sobre el individuo (Ortega y Gasset, 2008, por VIII, p. 58).
En su meditación sobre el presente, Ortega y Gasset puso el acento en su dramatismo constitutivo, pues en todo presente conviven tres modalidades de tiempo diferentes, algo así como tres «presencias del presente»: el hoy de los jóvenes, el hoy de los hombres y mujeres maduros y el hoy de los viejos. Tres dimensiones vitales conviven en conflicto, diferencia y hostilidad inevitable en cada presente, de modo que todo presente es siempre discontinuo, y significa cosas distintas para los jóvenes de veinte años, para el hombre o la mujer de cuarenta y para los de ochenta años. Así que nos hacemos presentes en el presente en función de la generación de la cual cada uno forma parte. Al nacer, pues, el ser humano llega a una realidad ya construida. Es, al mismo tiempo, un recién llegado y el último en llegar. Los que ya estaban en el mundo antes de llegar ofrecen la herencia de una cultura —lengua, ideas, creencias, valores— como orientación en la selva del mundo. ¿Cuál es la naturaleza de esta transmisión? (Bodei, 2016).
Transmitir plantea, en primer lugar, la cuestión del límite entre el yo y el otro. Como le dice la diosa a Parménides en su poema: «Yo hablaré, y de ti depende llevarte mis palabras una vez que las hayas oído» (Kingsley, 2021, p. 56). Con estas palabras Parménides se convierte, como todo adulto educador, en un mediador. La transmisión, por otro lado, no tiene que ver con la voluntad de dominio, con un acto despótico o con el deseo de ser admirado en virtud del saber que se crea poseer. No se trata de la mera tentativa de volver accesible a alguien un cuerpo de información indiferenciado y uniforme a través de dispositivos tecnológicos. Es más que un acto meramente didáctico y, como señala Catherine Chalier (2008), se dice de muchos modos: contar, explicar, demostrar, doctrinar, informar, escuchar, desear, testimoniar.
La actual crisis de la transmisión tiene sus protagonistas en la historia del pensamiento. Chalier recuerda el gesto de Descartes, que siente el deseo de abandonar sus antiguas lecturas y a sus maestros y conocer por sí mismo, y ya no sobre la base de las antiguas palabras heredadas; así comienza su viaje. A partir de este gesto, en las sociedades modernas la figura del maestro queda vinculada a un tutelaje que es preciso rechazar. El orden simbólico que liga a las generaciones, y las previas distinciones y prescripciones, como ayuda para el arte de vivir en el mundo, son susceptibles de repulsa, por suponer un acto de violencia (Redeker, 2020, p. 114).
Con el apoyo de las instituciones encargadas de la formación, los adultos acompañan a los recién llegados al mundo y procuran transmitir la competencia, social y moral, de la responsabilidad como seres en crecimiento. Colocan cosas sobre la mesa, por así decir, y los invitan a mirarlas, que es el primer paso para poder estudiarlas. No están ahí para ser comidas o simplemente usadas (Alba Rico, 2011, p. 37). La cultura, como algo susceptible de ser legado, (ni comido ni únicamente usado) es determinante. Mas, ¿cómo entender la palabra «cultura» aquí?
La cultura, que etimológicamente tiene que ver con una relación de cuidado con algo (uno puede poseer una tierra, que si no la cultiva adecuadamente no ofrece ningún fruto), no alude solamente al flujo de energía moral, que mantiene intacta a una sociedad (Scrutton, 2021). Más bien es algo que, por no crecer espontáneamente, se adquiere mediante el cultivo y el estudio. Scrutton habla de la «alta cultura», en el sentido de algo que requiere unos estudios superiores, y es eso lo que se transmite de generación en generación; cuando no se hace, se deja a los recién llegados sin legado, sin herencia y, finalmente, sin mundo. Mattew Arnold decía en Cultura y anarquismo que, entendida de esta manera, la cultura «es la búsqueda de nuestra perfección completa y su medio es tratar de saber, en todas las cuestiones que más nos conciernen, lo mejor que se ha pensado y dicho en el mundo» (Arnold, 2010, p. 48). Esta cultura es una operación interior.
La cultura transmitida, que exige actos de lectura, pensamiento y conversación entre las generaciones, abre mundos, y emplaza al mundo mismo a cierta distancia meditativa. Nos dice, como dijimos antes, que el mundo no es una creación nuestra, aplaca nuestros egos y narcisismos, y nos advierte que los sentimientos aparecen cuando encuentran una forma objetiva en palabras, planes, proyectos, es decir, en cosas por hacer y compartir. Así, leer buenas novelas no significa rodearse de teorías o abstracciones, sino aventurarse a explorar estados anímicos, descripciones sentibles del mundo, valores y virtudes morales. Leer la Biblia o a Homero, a Virgilio, Austen o las hermanas Brontë; a Proust, Tolkien, Tolstoi o Dostoievski; a Paul Auster, Virginia Woolf o Iris Murdoch, nos rearma y fortalece, como hacen los rituales y los sacramentos de una cultura religiosa compartida. De una manera creativa e intensa, la cultura transmitida ofrece «la visión ética que antes la religión hacía asequible» (Scrutton, 2021, p. 39). Amplía, en definitiva, el repertorio y alcance de nuestras emociones. El estudio de la cultura, de lo más grande que se ha dicho y pensado, permite el crecimiento y nos saca del solipsismo de un yo autorreferenciado.
Pensar la educación de este modo se torna difícil en un contexto de creciente infantilización en el que la presión de las redes sociales convierte a los sujetos de la educación en seres meramente consumistas que cada vez quieren y desean más, pero que, al mismo tiempo, parecen más insatisfechos y aislados entre sí, aunque formen parte de la misma generación. Algunos estudios, como el Mediamétrie publicado el 24 de noviembre de 2021, señalan que —y cito los datos que aporta Frédéric Lenoir (2022, p. 59)— los jóvenes franceses entre 15 y 24 años pasan una media de 3 horas y 41 minutos navegando por Internet en sus smartphones, frente a la hora y treinta y siete minutos en la población general. Según este autor, lo que está en juego en las redes sociales (como Facebook, Instagram, TikTok, Snapchat y otras) «es nuestra necesidad primaria de reconocimiento social, algo que le encanta a nuestro cerebro primario» (Lenoir, 2022, p. 60). Ser reconocidos y admirados es el objetivo del joven usuario de las redes sociales, y el chute de dopamina que produce nuestro cerebro con cada nuevo like o comentario positivo, la anhelada recompensa.
Para Sébastien Bohler (2019), la actual alianza entre tecnología y liberalismo económico (resultado de nuestro córtex cerebral) nos remite a los incesantes incentivos de la parte más primitiva de nuestro cerebro. Desde este punto de vista, una educación orientada casi exclusivamente a procurarse placer y satisfacción inmediata, y a evitar el displacer que supone el esfuerzo de una atención sostenida en el tiempo; una educación que coloca como incentivos inmediatos el prestigio social, la distracción informativa, el inmediato reconocimiento de lo que mostramos en las redes —y que refuerza el narcisismo personal y el «siempre más»—, renuncia al mismo tiempo a otra educación que se sostiene en una idea de la cultura que se define, al menos, por estos componentes centrales: limitación de los impulsos autodestructivos, que tienen como horizonte lo que Freud denominó «impulso de muerte» (Freud, 2006); filtro del buen gusto; y cuidado de la lengua entendida como el ser nuclear del ser humano que excede una visión instrumental de la misma que la coloca al servicio de la ideología de la comunicación. Quizá deberíamos volver a pensar, en relación con esto, lo que decía Alain en sus Propos sur l´éducation: que los verdaderos problemas siempre tienen al principio un sabor más bien amargo, y que «el placer está reservado sólo a aquellos que habrán sabido vencer la amargura». La meta sería pues, no el placer, sino «la dificultad vencida» (Alain, 2001, p. 18).
La transmisión cultural entre las generaciones es una invitación a participar de una conversación que se inició antes de nuestro nacimiento y entrada en este mundo. Es un dique contra la idea del niño prolongado, y contra todos los dispositivos de infantilización de los sujetos. No hay conversación verdaderamente humana sin una pluralidad de voces, sin una diversidad de registros, matices y tonalidades. Tampoco hay conversación sin una pluralidad de gestos del cuerpo, formas de mirar, de escuchar y de movernos. Y no hay conversación sin una variedad de formas de pensar y de relacionarnos, por el pensamiento, con el mundo:
Como seres humanos civilizados, no somos los herederos de una investigación acerca de nosotros mismos y el mundo, ni de un cuerpo de información acumulada, sino de una conversación, iniciada en los bosques primitivos y extendida y vuelta más articulada en el curso de los siglos. Es una conversación que se desenvuelve en público y dentro de cada uno de nosotros [...] Propiamente hablando, la educación es una iniciación en la habilidad y la participación en esta conversación en la que aprendemos a reconocer las voces, a distinguir las ocasiones apropiadas para la expresión, y donde adquirimos los hábitos intelectuales y morales apropiados para la conversación. Y es esta conversación la que, en última instancia, da un lugar y un carácter a toda actividad y expresión humanas (Oakeshott, 1991, pp. 490-491).
Como decíamos al comienzo, con la educación decidimos un doble amor —a los recién llegados y al mundo—, y tenemos la ocasión de asumir nuestra responsabilidad, tanto con los nuevos como con el mundo. De este modo, toda experiencia educativa establece una suerte de pacto generacional. Un pacto es un contrato que vincula a dos partes, las cuales se «comprometen» acerca de algo. La palabra compromiso, decía Chesterton (2020), «contiene, entre otras cosas, la rígida y sonora palabra promesa» (p. 23). El pacto supone confianza mutua, responsabilidad y esperanza en lograr lo que se promete obtener. El pacto generacional del que hablamos compromete cierto porvenir sin pretender determinarlo del todo.
Este pacto entraña una promesa pedagógica que aspira a la permanencia y a la durabilidad del mundo que se va a habitar. Que la educación sea introducir una relación con el mundo permite que se constituya, sobre todo, como un hacer de nuevo lo que ya ha sido: acto vivo de transmisión del pasado y de invención del futuro (Collin, 1999, p. 223). Así, como educador, todo profesor o maestro transmite un legado pedagógico, una herencia que nunca podrá dar tal y como él o ella misma la recibió. Esta es, creo, su condición: la de un mediador del tiempo. Representa el mundo al que son iniciados los alumnos, pero no es el mundo. Es un mediador, pero no un substituto, ni del mundo ni de la conciencia o de la existencia del alumno. Por eso, si quiere el educador hacer grande la herencia que transmite, tiene que diluirse, tiene que borrarse.
Por tanto, la relación educativa entre las generaciones se asienta en un pacto que también es de carácter testimonial, como quiero denominarlo ahora. Los adultos instruyen, enseñan, cuentan, narran, explican o demuestran, y todo ello al servicio de la construcción de una condición adulta del sujeto de la educación. Instituyen el alma del joven, le ayudan a crecer y elevarse. Su trabajo es cotidiano, diario, insistente. Al hacer todo esto, dan testimonio del mundo en el que han estado, y de la cultura estudiada y asimilada. Y al transmitir es como si dijeran: «yo estuve allí, y te digo lo que vi, lo que escuché lo que leí, lo que pensé». Uno puede seguir enseñando y transmitiendo, o intentando educar, en el seno de una tradición interrumpida o en parte rota, pero no en ausencia de pasado. No se puede estar en educación y no ofrecer un testimonio. De algún modo, ante el niño o adolescente, el adulto es un representante del pasado, y ofrece su testimonio a través de los objetos de la transmisión.
En lengua latina hay dos palabras para referirse al testigo: testis —de la que deriva «testigo», y que significa aquél que se sitúa como «tercero» (ter-stis) en un litigio entre dos contendientes—, y superstes, que se refiere al que ha vivido una determinada realidad o acontecimiento y está en condiciones de dar un testimonio de él. De aquí deriva la dimensión jurídica del testimonio (Pierron, 2006, p. 29). Pero el acto testimonial supone una relación, y en este sentido está de parte del estatuto de las mediaciones. Tal y como parece indicar la palabra superstes, el testimonio apunta a la idea de cómo una subjetividad ha vivido hasta un punto determinado un acontecimiento y lo ha experimentado hasta el punto de poder testimoniar acerca de él.
El testimonio tiene pues una primera vertiente, la de la emisión, y una segunda, la de la recepción. Un testimonio es dado, y al mismo tiempo recibido, interpretado, discutido, considerado o estudiado. Por eso siempre es frágil, pues su credibilidad depende de la benevolencia de sus receptores. En el seno de la relación educativa, ese acto testimonial requiere de esa confianza a la que nos hemos referido ya, y que es donde reside la verdadera confianza pedagógica. Lo visto y experimentado, y luego transmitido y recibido, es una autoridad, y por tanto se ofrece sin imponerse, pues la autoridad no tiene que ver con el poder sino con la experiencia del tiempo. Como dice Pierron, «únicamente porque la educación pone en juego una transmisión de valores, se impone la cuestión de la autoridad del testimonio» (Pierron, 2006, p. 282). El profesor no es meramente un mercader de conocimientos o competencias, ni el alumno un mero cliente. El profesor transmite, y no simplemente comunica, conversa y no simplemente interactúa. No es un mero enseñante que muestra lo que en la sociedad ya existe: ofrece cosas para que sean estudiadas, miradas con atención. Como gesto educativo, la transmisión se torna testimonial en el sentido de que el profesor testifica ante sus alumnos la vivificante y grandiosidad de la cultura que les hace partícipes. Su autoridad tiene que ver con su responsabilidad y obligación ante y por el mundo, y esa autoridad hace crecer al otro, lo aumenta, lo anima a esculpir su propia existencia.
Por su carácter temporal, la autoridad es una dimensión insoslayable de todo lazo social, pues asegura la continuidad de las generaciones, la transmisión y la filiación (Revault d’Allonnes, 2008, p. 15). Por eso, una crisis de la autoridad en el mundo de la educación supone una profunda transformación de la experiencia de la temporalidad. Esta crisis no se encuentra solamente del lado del pasado y de la tradición (lo que está fundado en un tiempo inmemorial y se transmite), sino del lado del futuro como porvenir. Pues todo proyecto de futuro, educativo o de otra índole, es lo que nos autoriza a actuar, y la autoridad se ejerce cuando inscribe su acción en un devenir. De modo que esta crisis de la temporalidad, ligada a una crisis de las autorizaciones, hace surgir un tiempo, como el nuestro, famélico de promesas.
Hemos hablado en las páginas anteriores de la relación educativa como un encuentro entre las generaciones en la filiación del tiempo y hemos destacado tres ideas principales: que la educación es la ayuda en la construcción de la condición adulta de otro ser humano en formación; que en el encuentro educativo la mediación existencial de los adultos resulta central; y que la relación educativa se asienta en un pacto de carácter testimonial entre las generaciones. También se ha aludido a cierto sentimiento de crisis, que tiene que ver con el desvanecimiento de la relación de presencia y transmisión entre adultos y jóvenes, y con el ocaso de la idea de la paternidad/progenitor, tal como lo plantea Massimo Recalcati (2014), que afirma que «el fantasma de la libertad tiende a borrar la diferencia simbólica entre las generaciones» (p. 152). Quiero terminar con una mención a este asunto.
Recalcati no desea plantear un regreso al padre, adulto o educador bajo la figura del «amo», pero sí dice que la tarea educativa es tanto una carga (moral) como una responsabilidad que no podemos, sin más, dejar de lado; y señala que si los adultos desaparecen de la escena, porque han dejado de mostrarse como tales, o se han transformado en otra cosa (en colegas o algo así), entonces la pregunta urgente es cómo puede haber herencia o filiación simbólica. Es el adulto, como educador, el que debería ofrecer al joven un testimonio sobre la alianza entre la ley de la palabra y el deseo, el que está destinado a ayudarlo para que se plantee en serio la cuestión de los límites, el que colabora, en definitiva, para que abra mundos, en vez de quedar prisionero en uno más estrecho que coincide con su ego. No se trata, entonces, ni de una identificación completa con una herencia o un legado (con el otro o con lo otro) ni tampoco su rechazo absoluto. La transmisión educativa se produce mediante un testimonio encarnado acerca de cómo vivir una vida tratando de discernir entre unos y otros deseos, y entre deseos y necesidades fundamentales, cuya satisfacción supone muchas veces esfuerzo, obligaciones y renuncias.
Como padres, no tenemos a nuestros hijos, no somos su causa ni sus propietarios, como pensaba Levinas (1993): «A mi hijo no lo tengo sino que en cierto modo, lo soy» (p. 135). El hijo, como para el maestro el discípulo, es la diferencia absoluta, y en relación con ellos (hijos o discípulos), el adulto (padre o maestro) ha de aprender a colocarse detrás con modestia y paciencia, por si se rompen en pedazos, pero no delante, como erigiéndose en un modelo impecable de lo que deben ser. El hijo, como el discípulo, encarna esa diferencia absoluta de la que nos habla Recalcati en El secreto del hijo, su fuerza ilimitada; pues lleva su propio enigma indescifrable, su secreto. Es sobre el telón de fondo de esa soledad, como señala este autor, donde emerge la relación con el otro como una verdadera relación educativa, y donde el amor es la inaudita experiencia del Dos. Aquí, el amor pedagógico es amor no solo por lo que el joven ya es, sino por lo que puede llegar a ser, por una historia que tendrá que escribir haciéndose cargo de sí mismo. Es aquí donde el adulto procura, en todo momento, dar forma (educativamente sana y viable) a su capacidad de influencia.
En algún momento de estas páginas se sugirió, con José Luis Pardo, que tanto los niños sin escolarizar —para quienes todo es verdad, y que están dispuestos a creérselo todo—, como los jóvenes perpetuamente escolarizados —para quienes todo es falso, porque no están dispuestos a creerse nada y confunden la ficción con la falsedad—, son como «niños terribles» que parecen destilar una especie de rencor a la ciudad y a todo lo que suene a ilustración, ciudadanía o buen juicio. Este «niño terrible» tiene una larga historia en la narrativa del pensamiento occidental. Aparece en el siglo XVII en el De Cive Thomas Hobbes bajo el nombre de puer robustus y, siguiendo su estela, Alexis de Tocqueville, en el capítulo sexto de la primera parte de volumen primero de su Democracia en América, hablará del homo puer robustus. Para Hobbes, se trata de un «hombre malvado», que es «casi lo mismo que un chico que ha crecido fuerte y robusto, o que un hombre con inclinaciones pueriles» (Hobbes, 2016, p. 54). Para Tocqueville es el niño que aún ignora el precio de la vida, que arrebata la propiedad ajena antes de saber que la suya también puede ser hurtada. Tocqueville dice que «nunca se repetirá bastante que nada hay más fecundo en maravillas que el arte de ser libre, pero nada asimismo tan duro como el aprendizaje de la libertad» (Tocqueville, 2010, p. 439). Este punto es clave. Según Dieter Thomä (2018), el puer robustus es un merodeador de los umbrales, y con frecuencia fue acusado de perturbador de la paz, otras de líder o héroe, según los casos, pero siempre como un ser marginado; revolucionario, rebelde (con o sin causa). Para Rousseau es el «buen salvaje», según Friedrich Schiller el «hijo arisco», muchas veces se presentó como anarquista o aventurero.
Ahora bien, ni el buen hijo es el que sigue a pies juntillas lo que el padre dice, ni el buen discípulo, pupilo o aprendiz el que no se despega del índice analítico de las obras completas de su maestro, sino el que lo reta. La relación educativa que he tratado de pensar aquí tendría como un capítulo, no sé si final o tal vez penúltimo, una meditación sobre este homo puer indoctus. Pero lo que ahora toca es terminar recordando algo que, como educadores, no deberíamos olvidar, y que Daniel Pennac (2007) dijo muy atinadamente, a saber: «La idea de que es posible enseñar sin dificultades se debe a una representación etérea del alumno» (p. 228).
Lo que dice Pennac es muy importante, y tiene que ver con una manera de plantear la relación (educativa) entre las generaciones que, no sé si lo he logrado, me gustaría haber contribuido a iluminar en ciertos aspectos cruciales en las páginas anteriores. Como ya se dijo, afortunadamente ha crecido nuestra sensibilidad por la inclusividad y lo que se denomina atención a la diversidad. Pero si las mismas se convierten en una especie de slogan publicitario que cancela la posibilidad de un estudio atento de las cosas del mundo, y de aquello que hablamos cuando pronunciamos las palabras «inclusión», «diversidad» o «diferencia», que muchas veces nombramos sin problematizarlas —tal es la tarea de una filosofía de la educación—, entonces estaremos renunciando a la más digna misión de la educación, esa que consiste en ayudar a otro ser humano a crecer abriéndose a la inmensidad de un pasado del que, aunque no lo sepa, es heredero. La cuestión consiste en no dejar sin herencia al que se educa. Esa es nuestra responsabilidad como adultos y nuestra obligación con el mundo. Es una tarea de enorme importancia moral.
En lo que más importa, hay que admitirlo por humildad pedagógica, no sabemos nada de nuestros hijos ni de los jóvenes a los que intentamos ayudar a madurar y hacer crecer. Como padre, sé que no necesito comprender enteramente a mi hijo para amarlo. Custodia su propio enigma, y su destino es abierto y no fijado de antemano, como por el contrario le ocurre a Edipo a la vista del Oráculo. Somos próximos, en una diferencia absoluta, de nuestros hijos. Y en esa diferencia aprendemos a amarlos. Yo sé que amo al mío, que nunca poseeré, y que, sin embargo, en parte, también lo soy. Así que espero su regreso en la puerta de casa, y si llega, dejaré que hable si desea hacerlo, pero no le haré preguntas, salvo que él quiera que se las formule. Tengo la impresión de que estas páginas le están dedicadas.
Alain (2001). Propos sur l’éducation. PUF.
Alba Rico, S. (2011). Capitalismo y nihilismo. Dialéctica del hambre y la mirada. Akal.
Arendt, H. (2019). Entre el pasado y el futuro. PenĂnsula.
Arnold, M. (2010). Cultura y anarquismo. Cátedra - Letras Universales.
Bárcena, F. (2016). En busca de una educación perdida. Homo Sapiens Ediciones.
Bárcena, F. (2020). Maestros y discípulos. Anatomía de una influencia. Ápeiron ediciones.
Bárcena, F. (2023). Meditación sobre el estudio. Un ensayo filosófico. La Huerta Grande.
Biesta, G. (2011). Learning Democracy in School and Society. Brill.
Biesta, G. (2022). Redescubrir la enseñanza. Morata.
Bodei, R. (2016). Generaciones. Edad de la vida, edad de las cosas. Herder.
Bohler, S. (2019). Le Bug humain. Robert Laffont.
Camus, A. (2008a). Discours de Suède. En Oeuvres complètes (pp.239-243), Vol. IV: 1957-1959. Bibliothèque de la Pléiade.
Camus, A. (2008b). Le premier homme. En Oeuvres complètes (pp.741-915), Vol. IV: 1957-1959. Bibliothèque de la Pléiade.
Chalier, Ch. (2008). Transmetre, de génération en génération. Buchet.
Chesterton, G. K. (2020). Lo que está mal en el mundo. Acantilado.
Collin, F. (1999). L’homme est-il devenu superflu. Hannah Arendt. Editions Odile Jacob.
D’hoest, F. (2020). Pensar filosóficamente la educación a través del cine de ficción la escuela en (o de) «Canino». Making of: cuadernos de cine y educación, 156-157, 41-48. https://www.centrocp.com/making-of-no-156-157-especial-filosofia-cine-y-educacion/
Esteve, J. M. (2012). La relación educativa. En Educar: un compromiso con la memoria (pp.107-131). Octaedro.
Freud, S. (2006). El malestar de la cultura. Alianza editorial.
Girard, R. (2023). Mentira romántica y verdad novelesca. Anagrama.
Gusdorf, G. (2019). ¿Para qué profesores? Por una Pedagogía de la Pedagogía. Miño & Dávila.
Hersch, J. (2017). Tiempo y música. Acantilado.
Hobbes, Th. (2016). De Cive. Alianza.
Kingsley, P. (2021). Realidad. Atalanta.
Larrosa, J. (2020). Impedir que el mundo se deshaga. En Larrosa, J., Rechia, K. C. y Cubas, C. J. (eds.) Elogio del profesor (pp.77-120). Miño & Dávila.
Lenoir, F. (2022). Le désir, une philosophie. Flammarion.
Levinas, E. (1993). El tiempo y el otro. Paidós.
Manen, M. van (1998). El tacto en la enseñanza. El significado de la sensibilidad pedagógica. Paidós.
Mann, K. (2003). El volcán. Edhasa.
Morey, M. (2007). Kantspromenade. Invitación a la lectura de Walter Benjamin. En Pequeñas doctrinas de la soledad, en Pequeñas doctrinas de la soledad (pp. 342-354) Sexto Piso.
Oakeshott, M. (1991). The voice of poetry in the conversation of mankind. En Rationalism in politics and others essays (pp. 488-541). Liberty Press.
Oakeshott, M. (2009). La educación: el compromiso y su frustración. En La voz del aprendizaje liberal (pp. 93-132). Katz Editores.
Ortega y Gasset, J. (2008). Meditación de nuestro tiempo. Introducción al presente. En Obras Completas (pp. 31-116), tomo VIII. Taurus.
Pardo, J. L. (2004). La regla del juego. Sobre la dificultad de aprender filosofía.
Pennac, D. (2007). Chagrin d'école. Gallimard.
Peters, R.S. (1980). Education as initiation. En Authority, responsibility and education (pp. 81-107). Wiley-Blackwell.
Pierron, J-Ph. (2006). La passage de témoin. Une philosophie du témoignage. La nuit surveillée.
Recalcati, M. (2014). El complejo de Telémaco. Padres e hijos tras el ocaso del progenitor. Anagrama.
Recalcati, M. (2020). El secreto del hijo. De Edipo al hijo recobrado. Anagrama.
Redeker, R. (2016). L’École fantôme. Desclée de Brouwer.
Redeker, R. (2020). Los centinelas de la humanidad. Filosofía del heroísmo y de la santidad. Homo Legens.
Revault d’Allonnes, M. (2008). El poder de los comienzos. Ensayo sobre la autoridad. Amorrortu Editores.
Rosa, H. (2020). Resonancia, Una sociología de la relación con el mundo. Katz editores.
Scrutton, R. (2021). La cultura moderna. El Buey Mudo.
Simons, M. y Masschelein, J. (2014). Defensa de la escuela. Una cuestión pública. Miño & Dávila, pp. 27-51.
Stiegler, B. (2008). Prendre soin. De jeunesse et des générations. Flammarion.
Stoppa, F. (2011). La restituzione. Perché si è rotto il patto tra le generazioni. Feltrinelli.
Thomä, D. (2018). Puer Robustus. Una filosofía del perturbador. Herder.
Tocqueville, A. (2010). La democracia en América. Trotta.
Zoja, L. (2018). El gesto de Héctor. Prehistoria, historia y actualidad de la figura del padre. Taurus.
_______________________________
1 Mi agradecimiento a David Reyero por haberme llamado la atención sobre este libro de Robert Redeker.