ISSN: 1130-3743 - e-ISSN: 2386-5660
DOI: https://doi.org/10.14201/teri.31915

ECOLOGÍA DE ENCUENTROS: LA LÓGICA DEL COMPOSTAJE COMO RESPUESTA EDUCATIVA AL COLAPSO AMBIENTAL

Ecology of Encounters: the Logic of Composting as an Educational Response to Environmental Collapse

Sharon TODD
Universidad de Maynooth. Irlanda.
Sharon.Todd@mu.ie
https://orcid.org/0000-0001-8134-9260

Fecha de recepción: 18/03/2024
Fecha de aceptación: 01/04/2024
Fecha de publicación en línea: 04/06/2024

Cómo citar este artículo / How to cite this article: Todd, S. (2024). Ecología de encuentros: la lógica del compostaje como respuesta educativa al colapso ambiental [Ecology of Encounters: the Logic of Composting as an Educational Response to Environmental Collapse]. Teoría de la Educación. Revista Interuniversitaria, 36(2), 43-58. https://doi.org/10.14201/teri.31915

RESUMEN

Este artículo analiza la interconexión de las relaciones humanas, no humanas y ambientales dentro del discurso poshumanista en mitad de la crisis ecológica. Rememora el despertar ambiental de los años setenta debido a la crisis energética, la contaminación química y el incipiente campo de los estudios ambientales, creando un telón de fondo para explorar cómo la educación actual puede abordar los retos ecológicos, ambientales y climáticos.

Se compromete de forma crítica con el pensamiento poshumanista al mismo tiempo que aboga por cambiar de una relacionalidad centrada en el ser humano a otra más inclusiva que abarque lo no humano y el medioambiente. Siguiendo la línea de la noción de Donna Haraway de “compostista” frente a “poshumanista”, el artículo aboga por una relacionalidad encarnada y enredada que responde a las exigencias de un mundo dañado, criticando las tradiciones humanistas por contribuir a las crisis ecológicas al dar prioridad a los humanos sobre otras formas de vida.

En esencia, el artículo propone una “ecología del encuentro” como marco educativo, y hace hincapié en el potencial generativo del encuentro que se extiende más allá de las interacciones humanas para incluir lo más que humano. Sugiere que la educación puede cultivar la interconexión y la transformación mutua, desafiando los supuestos de separación y superioridad humanas.

El texto analiza perspectivas teóricas como el nuevo materialismo, la teoría del actor-red y los estudios críticos sobre animales y, para ello, defiende prácticas educativas que van en sintonía con las complejas y dinámicas relaciones vitales. Al comparar la educación con el compostaje, plantea que la educación es capaz de transformar, de forma que las nuevas subjetividades y relacionalidades pueden navegar por la ruptura ambiental.

En resumen, el artículo aboga por reimaginar la educación como respuesta a la crisis ecológica. Al adoptar una relacionalidad del compost que reconoce la interconexión de todas las formas de vida, sostiene que la educación es fundamental para fomentar las relaciones y los entendimientos vitales y abordar así los retos de la era poscambio climático, lo que requiere una reevaluación radical de la división humano-naturaleza y un compromiso con las prácticas educativas transformadoras.

Palabras clave: poshumanismo; crisis ambiental; relacionalidad del compost; transformación educativa; interconexión humano-no humano; conciencia ecológica; simpoiesis.

ABSTRACT

The article examines the interconnectedness of human, non-human, and environmental relations within the posthumanist discourse amid the ecological crisis. It reminisces about an environmental awakening during the 1970s due to the energy crisis, chemical pollution, and the nascent field of environmental studies, setting a backdrop for the exploration of how current education can tackle ecological, environmental, and climate challenges.

It critically engages with posthumanist thought, advocating for a shift from human-centric to more inclusive relationality that encompasses the non-human and the environment. Drawing on Donna Haraway’s notion of “compostist” versus “posthumanist,” the article argues for an embodied, entangled relationality responsive to living in a damaged world, critiquing humanist traditions for contributing to ecological crises through prioritizing humans over other life forms.

At its core, the article proposes an “ecology of encounters” as an educational framework, emphasizing the generative potential of encounters extending beyond human interactions to include the more-than-human. It suggests education can cultivate interconnectedness and mutual transformation, challenging assumptions of human separateness and superiority.

The text explores theoretical perspectives like new materialism, actor-network theory, and critical animal studies, advocating for educational practices attuned to complex, dynamic life relations. By likening education to composting, it posits that education can transform, enabling new subjectivities and relationalities for navigating environmental breakdown.

In summary, the article calls for reimagining education in response to the ecological crisis. By adopting a compost relationality recognizing all life forms’ interconnectedness, it contends that education is pivotal in fostering relationships and understandings vital for addressing post-climate change era challenges, necessitating a radical reevaluation of the human-nature divide and a commitment to transformative educational practices.

Keywords: posthumanism; environmental crisis; compost relationality; educational transformation; Human-nonhuman interconnectedness; ecological awareness; sympoiesis.

todos somos compost, no poshumanos.
(Donna Haraway 2016, p. 101)

1. UNA REFLEXIÓN A MODO DE INTRODUCCIÓN

Mientras escribo esto, acaba de saltar la noticia de que hemos llegado a un punto de inflexión en el océano Atlántico que tendrá consecuencias devastadoras para la forma en que los humanos y los más que humanos viven en Europa al disiparse la influencia mediadora de la corriente del Golfo. Algunos científicos predicen que, dada la velocidad de cambio, la adaptación a estas nuevas condiciones no será totalmente posible ni para nosotros ni para otras especies. Como en muchos otros lugares del planeta donde la tierra ha desaparecido en el mar, donde el suelo se ha erosionado, donde la biodiversidad se ha perdido y donde la vida humana y más que humana ha perecido, esta cuestión de adaptación abre paso a un conjunto de preocupaciones que llegan al núcleo del problema que estamos afrontando en el actual flujo de colapso ambiental. Ya no estamos hablando desde la anticipación a lo que pueda depararnos el futuro, como si estuviéramos en un momento “anterior” a los efectos reales del cambio climático que están por venir, sino que ya estamos viviendo un nuevo régimen ambiental donde la vida en lo que Bruno Latour (2018) califica como la Zona Crítica es irremediablemente diferente de lo que era en mi infancia hace 50 años. Como algunos han confirmado, estamos viviendo la era poscambio climático (Vance, 2022). No cabe duda de que ahora somos habitantes de un planeta diferente, aunque algunos hagamos caso omiso.

En los años 70, durante mi infancia en Montreal, en mitad de la crisis energética, la devastación ecológica provocada por los productos químicos y los pesticidas y el aire y agua contaminados para muchos de nosotros en todo el planeta, los institutos empezaron a impartir asignaturas de estudios ambientales, lo cual fue revolucionario en su momento. Recuerdo haber leído Primavera Silenciosa de Rachel Carson con 14 años, haber participado en la limpieza de calles y patios del colegio, haberme dado cuenta de que las grandes empresas estaban envenenando el aire y el agua, y tomar conciencia de la práctica del reciclaje. En aquel momento, estas experiencias cambiaron los límites de cómo me entendía a mí misma en relación con mi entorno más cercano, pero fue una comprensión con muchos vaivenes a lo largo de mi vida; en ocasiones era un aspecto central, y otras veces era de mis últimas preocupaciones, por detrás de mi carrera profesional, familia y otros intereses.

Planteo esto aquí por dos razones opuestas. Por un lado, es evidente que hubo un momento de transformación que me llevó a pensar en mí misma de otra manera. Incluso cuando era una adolescente introvertida experimenté el poder que las ideas, las prácticas y los libros pueden tener sobre quién creía que podía ser y las inquietudes que desarrollaba. A día de hoy sigo comprometida con un enfoque de la educación que no consiste en “escolarizar” (Säfström, 2023), sino en ser capaz de llevar y vivir bien una vida con los demás. Por otra parte, y sobre todo a la luz de otras experiencias de mi vida, seguía atada a una visión de mí misma que estaba relacionada con el mundo natural, pero que definitivamente no era de él. Como parte de una educación de colonos blancos y clase trabajadora urbana en Canadá, la preposición “con” señala los límites de la comprensión, tanto de uno mismo como del mundo. En retrospectiva, esto me facilitó caer en formas convencionales y conocidas (además de dominantes) de ser y vivir que daban por sentados supuestos culturales sobre qué son las relaciones y cuáles se consideran importantes. Por lo tanto, si bien podemos decir que hubo una educación, también podríamos confirmar que hizo poco para desafiar los modelos dominantes de relación, que continuaron posicionando al “yo” (el sujeto) como un individuo conectado, pero a la vez separado de la llamada “naturaleza” y de las criaturas, plantas, tierra, aire y agua que se engloban en esa palabra1. Así pues, la pregunta que me planteo en este artículo es: ¿cómo podría una respuesta educativa a la actualidad de un profundo colapso ecológico, ambiental y climático recomponer esos límites entre sujeto y “naturaleza” para empezar a concebir, e imaginar, la propia relacionalidad de forma diferente?

2. UNA RESPUESTA POSHUMANA O DE COMPOST

Con esa pregunta en mente, me dirijo a algunos pensadores que, si bien pueden enmarcarse en el término poshumano, no siempre encajan en él con facilidad. De hecho, la categoría de lo “poshumano” abarca una amplia gama de compromisos (a veces incompatibles): desde un énfasis en la tecnología que cuestiona la frontera de lo humano (IA, cognición distributiva, cyborgs) (Dixon y Cassidy, 1998) hasta el campo de los estudios críticos animales que perturba la supremacía humana (MacCormack, 2014), desde la Teoría del Actor-Red (Latour, 2007) que cuestiona la idea de la agencia como meramente humana hasta el nuevo materialismo (Coole y Frost, 2010) y la ontología orientada a objetos (Harman, 2018) que se centra en el poder de las cosas. Al recurrir a pensadores que pretenden desplazar lo humano como centro del que surgen todas las formas de relacionalidad, mi postura sigue siendo prudente con respecto a lo que la etiqueta ofrece y lo que deja fuera. A veces rechazo esta etiqueta de lo poshumano a pesar de trabajar con ella, sobre todo porque el término ha sido criticado por eludir formas de relacionalidad y tradiciones de pensamiento negras (Jackson, 2015) e indígenas (Todd, 2016). Además, al hacerlo, potencialmente reafirma lo que Jackson (2015) denomina el “trascendentalismo eurocéntrico” (p. 215) que busca desbaratar, en particular cuando se niega a comprometerse críticamente con las formas desordenadas, violentas y demasiado humanas de la modernidad/colonialidad (Machado de Oliveira, 2021), como si las pudiese hacer desaparecer con algún truco de magia conceptual. Más bien, la sensibilidad en la que me baso aquí está más fundamentada por el carácter lúdico reflejado en el movimiento de Donna Haraway para hablar de sí misma como una “compostista” (2016, p. 4) en lugar de una poshumanista. En lugar de buscar ir “más allá” de lo humano, como sugiere el “post”, el compost permite otro tipo de direccionalidad: el concepto de “más allá” se sustituye por el movimiento “hacia” los aspectos sensibles y tangibles de ser una criatura aquí y ahora en la Tierra. Además, el compost indica una transformación de los elementos al entrar en contacto unos con otros, tanto de lo humano como de lo no humano. Al igual que el montón de residuos orgánicos se convierte en abono, el compost plantea la idea de que todos los seres vivos son co-creados con otras criaturas en actos de transformación mutua. El compostaje es un proceso fértil y rejuvenecedor, y resulta fructífero para reflexionar sobre el tipo de ideas que pueden ayudar a dar una respuesta educativa al actual colapso ambiental, como analizo más adelante. Por tanto, la postura que adopto aquí se centra más en cuestionar las ideas de excepcionalidad humana, antropocentrismo, colonialidad y sensibilidad extractiva, todas ellas basadas en supuestos de separación humana y en la negación de nuestra interconexión actual, y no tanto en movilizar ideas en torno a futuros tecnohumanos abstractos, o ideas que no cuestionan las distintas formas en que la degradación ambiental afecta a los seres humanos, especialmente a las comunidades indígenas y a las del Sur Global (como si esos y muchos otros seres humanos no importaran en una era “poshumana” imaginada). Así, este artículo se inspira tanto en las críticas a las limitaciones del pensamiento poshumano como en el descentramiento de la arrogancia antropocéntrica y humanista.

Mi tarea consiste en reflexionar sobre ideas que puedan conformar una agenda específicamente educativa que se preocupe por vivir en el presente y por los agudos desafíos que ello conlleva para nuestro sentido de la relacionalidad. En particular, al centrarme en los aspectos corporales concretos de la relacionalidad, mi objetivo es ofrecer una visión de la educación que la considere un proceso generativo de creación, más que como un vehículo de transmisión. Ampliando el trabajo previo sobre encuentros educativos (Todd, 2023), este artículo subraya la importancia de pensar en esta relacionalidad no como algo que ocurre entre dos entidades existentes, sino como algo que permite el surgimiento de esas entidades en sí mismas, existencias tanto vivas como no vivas, con las que cada uno de nosotros se encuentra y se enreda. Un proceso que Lynn Margulis (1998) y, posteriormente, Haraway (2017), llamaron “simpoiesis”. Para mí, este concepto habla de las dimensiones específicamente corporales de la formación del sujeto al mismo tiempo que también habla de los aspectos cosmológicos de ver la propia subjetividad (como humano, como animal, como consorcio de bacterias y microbios) como parte de una red de relacionalidad. Con el fin de explorar esta cuestión de forma más explícita, este artículo se centra en desarrollar la idea de “ecología del encuentro”, y plantea cómo puede considerarse que esta ecología es específicamente educativa.

3. ENCUENTROS EDUCATIVOS Y EL PROBLEMA DE LA RELACIONALIDAD

No faltan estudios sobre los aspectos relacionales de la educación. Algunos de esos estudios los consideran relaciones comunicativas básicas entre profesores y alumnos (Bingham y Sidorkin, 2004), otros interpersonales (Noddings, 2013), mientras que otros como Deleuze, Barad y los nuevos marcos materialistas (Semetsky y Masny, 2013) sitúan la agencia mutua y las dimensiones intractivas de la vida educativa en el primer plano de su trabajo. Lo que revela la gran variedad de estos trabajos es que no existe una armonía en cuanto a lo que es una “relación”, por no hablar de lo que es una relación educativa dentro del propio ámbito de la educación.

En mi opinión, lo que este desencuentro ha abierto es un espacio para cuestionar la naturaleza multidimensional de las relaciones, las cuales no son simplemente funciones de dos entidades que se encuentran, incluso aunque ese encuentro tenga como resultado un cambio para una o ambas entidades, como se podría observar en lo que aquí llamo vagamente visiones “intersubjetivas” de la educación que están ancladas a concepciones humanistas de la relacionalidad. Estoy hablando de las visiones relacionales de la ética del cuidado (Noddings, 2013), la idea de bildung (Horlacher, 2015) y las concepciones liberales de la educación (Alexander, 2015). Estos puntos de vista se basan en la idea de que el “yo” acude al encuentro con el otro como “sujeto”, incluso si ese encuentro conduce en última instancia a alguna forma de intercambio entre nosotros. Por ejemplo, un profesor se reúne con un alumno en un encuentro que reconoce mutuamente la subjetividad de cada uno, y el tipo de relaciones que se abren entre ellos se consideran comunicativas, interpersonales y/o interactivas. A primera vista, esta visión se basa en hacer de la educación una iniciativa más humana, conectada y social. Es importante destacar que esta visión ha sido clave para contrarrestar las formas demasiado extendidas del “instrumentalismo fuerte” (Todd, 2022) en la educación, que se limitan a ver el objetivo de la enseñanza como el cumplimiento de objetivos curriculares predefinidos que a menudo se describen de forma limitada en términos de habilidades y resultados cognitivos. Así pues, muchos de nosotros nos sentimos identificados con esta relacionalidad centrada en el ser humano en su intento de corregir una inhumanidad percibida a menudo en muchos sistemas educativos.

Aunque reconozco que esta perspectiva tiene cierto peso para los estudiantes que se sienten distanciados o alienados de la vida escolar dado que el cuidado, la amabilidad y la apertura contribuyen en gran medida a hacer de la vida un lugar más habitable y alegre, quiero plantear algunas críticas sobre esta perspectiva de la relacionalidad centrada en el ser humano como la única forma de pensar en la relacionalidad en sí misma, principalmente porque surge de una tradición humanista que conlleva compromisos de los que nosotros, en la educación, deberíamos ser prudentes en estos tiempos de crisis, en particular con respecto a qué tipo de relacionalidad y encuentros limita y hace posible.

En primer lugar, está la crítica de que los compromisos humanistas han surgido de una amplia tradición de pensamiento modernista que ha fomentado en gran medida un sujeto unitario, es decir, uno que es autosuficiente, cuyas fronteras de humanidad están firmemente establecidas no solo en y frente a otros seres humanos, sino en y frente a otras formas de vida (Braidotti, 2019). Desde esta perspectiva, un sujeto humano es aquel cuyo modo de relación se considera principalmente mediante la preposición “con”, ya que el sujeto se concibe como una entidad que es anterior al encuentro real que tiene con los demás. En este sentido, cada sujeto es una unidad distinta e independiente y, aunque cada uno puede entablar relaciones, se trata más de una transacción a través de las fronteras del propio cuerpo que de una inmersión en una experiencia cogenerada por la propia relación. Como señala Val Plumwood (1993), este sentido de unidad de un ego que simplemente se sitúa dentro de un contenedor corporal está firmemente establecido en el pensamiento occidental, creando modos de separar mente y cuerpo que se corresponden con las dicotomías cultura/naturaleza y humano/naturaleza. Como señala, esta forma de concebir al sujeto a través de su individualismo ha sido, en primer lugar, la raíz de la actual crisis ecológica.

En segundo lugar, el sujeto humanista es un sujeto basado en el excepcionalismo, en el que incluso en una visión intersubjetiva, los elementos clave de nuestro entorno relacional no se tienen en cuenta por carecer de importancia o, al menos, por no ser tan significativos para nuestra percepción de nosotros mismos como humanos. Así pues, una perspectiva intersubjetiva se limita precisamente a eso, a lo subjetivo, concediendo la “subjetividad” únicamente a (algunos) seres humanos (y no a árboles, plantas, rocas, animales y aves, como en los sistemas de conocimiento indígenas y animistas). Aquí, el valor de los encuentros reside únicamente en la esfera de lo humano. Por ejemplo, el amor, el cuidado, el respeto y la compasión se consideran dignos en la medida en que enmarcan las relaciones entre otros seres humanos, pero no forman parte de un contexto ambiental más amplio. Además, la naturaleza se distancia de lo humano en este estado de excepcionalismo. Esto no quiere decir que no haya aspectos de la especie humana que puedan distinguirse de otros, sino que lo que está en juego es el modo en que esta distinción contribuye a un mayor sentido del valor y la valía a expensas de otras formas de vida.

En tercer lugar está la forma en que el sujeto humanista ha promulgado formas de exclusión al considerar ciertas características como “naturales” de los humanos. Así, no solo se vincula a la postura excepcionalista antes mencionada con respecto a otros más que humanos, sino que también ha sido fundamental en la formación de prácticas de exclusión en nombre de la modernidad/colonialidad y las formas implícitas en que esta ha clasificado por género, racializado y colonizado a otros humanos basándose en las desviaciones percibidas de su ideal de “hombre” racional, eurocéntrico y civilizado. Como escribe Machado de Oliveira (2021):

Estos marcos coloniales se basan de forma irremediable en el excepcionalismo (percibir a ciertos grupos como excepcionales o extraordinarios para elevar su valor), la exaltación (buscar la validación de la grandeza de este grupo y sus contribuciones al progreso para justificar su mérito y autoridad) y la emancipación (la expansión de los derechos modernos/coloniales como forma de recompensa u objetivo de la lucha). (p. 164)

Desde este punto de vista, los encuentros entre sujetos se consideran más o menos “apropiados”, más o menos acordes a lo convencional, a lo dominante y a lo aceptado. Por lo tanto, las relaciones intersubjetivas están atrapadas en unos paisajes sociales y políticos que están culturalmente escritos y codificados pero que, no obstante, se consideran “incidentales” a la propia relación. En este sentido, a menudo existe una concepción apolítica de estas relaciones debido a la descontextualización de las cualidades de la subjetividad. Por ejemplo, hemos visto a través de los sistemas de internados para pueblos indígenas en países como Canadá, EE.UU., Australia (y otros menos conocidos en Suecia, Dinamarca y Noruega) las consecuencias extremas de esta forma de pensar. Así, la apelación a la “humanidad” o incluso a la “intersubjetividad” dentro de un marco humanista también está ligada a prácticas reales de exclusión violenta en su nombre.

Mi objetivo al debatir estas críticas es exponer cómo nuestro deseo aparentemente inocente de volvernos más “humanos” mediante la promoción de relaciones intersubjetivas en la educación conlleva una forma de pensar y de ser difícil de defender, sobre todo si la educación ha de ofrecer una respuesta significativa a la situación planetaria a la que nos enfrentamos. Es importante destacar que el llamamiento de Rosi Braidotti a que el poshumanismo no se ocupe de borrar lo humano, sino de encontrar nuevos modos de evolucionar que nos permitan relacionarnos de forma diferente, resuena especialmente bien aquí. Braidotti (2019) argumenta en su crítica al humanismo que no se trata de acabar con el sujeto por completo, sino de pensar en lo que podría suponer una remodelación del sujeto

en una ecofilosofía de pertenencias múltiples, como un sujeto relacional constituido en y por la multiplicidad, es decir, un sujeto que trabaja a través de las diferencias y que también está internamente diferenciado, pero que sigue siendo razonable y responsable. (p. 49)

Así pues, el sujeto es un compuesto de estas complejas relaciones que se resisten a la cooptación en marcos predefinidos y universalistas de lo humano. Para ella, el sujeto es “materialista y vitalista, encarnado e incrustado, firmemente ubicado en alguna parte” (51). Sin embargo, es una ubicación que puede reconocerse a sí misma como tal sin suponer que esto determine las posibilidades del devenir. Por ejemplo, a diferencia de Masschelein y Simons (2013) que defienden la idea de que los estudiantes “posponen” sus posicionamientos sociales, experiencias familiares y formas de pertenencia racial, de género y étnica para ser estudiantes, libres de toda forma social de determinismo, la visión de Braidotti sugeriría una educación que está firmemente arraigada al lugar y al momento, sin que ello se sobreponga a las capacidades, intereses, significados o decisiones de un estudiante. Una educación que no sea “del lugar” o que no tenga en cuenta el emplazamiento de los estudiantes (y profesores) tiene poco sentido desde este punto de vista2. Como sujetos “constituidos en y por la multiplicidad”, ni estudiantes ni profesores entran en encuentros entre sí o con otros elementos de su entorno ni emergen a través de ellos. Es decir, la relación en sí es un espacio cogenerativo en lugar de ser un vector transaccional entre dos. En este sentido, podríamos decir que los profesores y los alumnos solo se convierten en profesores y alumnos a través de los encuentros que se establecen en las escuelas y las aulas. Este surgimiento, como analizo a continuación, significa que los encuentros que importan para la educación en esta época de crisis son los que establecen las condiciones para que surjan nuevas formas, aquellos que puedan romper con los mismos aspectos del humanocentrismo y el excepcionalismo que nos han llevado a este punto en primer lugar.

4. ENCUENTROS EDUCATIVOS COMO SIMPOIESIS Y COMPOST

Llevar esta visión de la relacionalidad más allá de la educación significa explorar dos cuestiones interrelacionadas: Si nuestra subjetividad surge de la relación, ¿en qué consisten entonces los encuentros? ¿Y qué aspectos educativos tienen en particular?

A menudo se considera que los encuentros son lugares de reunión con lo diferente (Wilson, 2017): con otro ser humano, un objeto como un libro o una obra de arte. Pero si esos encuentros van a ser algo que permita el surgimiento de la subjetividad más allá de las formas humanistas del sujeto unitario, excepcionalista y excluyente, como se ha comentado anteriormente, tendrá que haber cierta permeabilidad, apertura y fluidez en ese encuentro. En otras palabras, los encuentros no son puntos de contacto estables, sino flujos de “intensidad” (Massumi, 2015) que van y vienen y que afectan al menos a dos cuerpos. Como sugiere Brian Massumi:

el sujeto… emerge de un campo de condiciones que todavía no son ese sujeto, que apenas está entrando en sí mismo… Antes del sujeto hay una mezcla, un terreno de relación en ciernes demasiado abarrotado y heterogéneo como para llamarlo intersubjetivo. (p. 52)

Hay una anticipación espacial y temporal del sujeto en su surgimiento a través de los encuentros, de la que hablan directamente las ideas de “simpoesis” y “compost” y que son ideas especialmente relevantes para la forma en que vivimos la vida con otros seres planetarios.

Haraway (2017) propone que “seguir con el problema” es una forma de afrontar nuestras interrelaciones con otras especies y formas de vida en el presente. Es decir, no se trata de huir de la naturaleza inextricable de nuestra conexión con otras especies y necesidades terrenales como el agua y el aire, sobre todo en esta época de crisis, sino de habitar en medio de la complejidad de esas relaciones. Para Haraway, “generar parentescos” con otros seres vivos es una forma de relación corporal que nos permite conmovernos, cambiar y enredarnos de un modo que no consiste en alcanzar un “ideal” (de amor, cuidado o compasión) hacia los demás, sino en bajar al montón del compost, que puede ser sucio y apestoso a la vez que transformador. Según Haraway,

seguir con el problema requiere generar parentescos raros; es decir, nos necesitamos recíprocamente en colaboraciones y combinaciones inesperadas, en pilas de compost caliente. Devenimos-con de manera recíproca o no devenimos en absoluto. Ese tipo de semiótica material siempre está situada, en algún lugar y no en ningún lugar, enredada y mundana. (Haraway 2016, p. 4)

Esta visión de compost de las relaciones sugiere que existe una materialidad básica en nuestra existencia de devenir-con, una puesta en práctica de la transformación arraigada en los cuerpos y el lugar. Y, sin embargo, como señala Zalloua (2021), esta insistencia radical en la inmanencia como contraposición al sujeto trascendente del humanismo corre el riesgo de reivindicar una ontología poshumana que comparta con el humanismo una insistencia en la certeza de la propia subjetividad (poshumana). En cambio, señala, “aunque el ser es, en efecto, todo lo que hay… el ser mismo nunca es simplemente uno; su futuro es indeterminado” (p. 19).

Esto coincide, en mi opinión, con la persistencia de Haraway con la figura de una pila de compost, ya que lo que ocurre en ella no solo es inmanente, sino que al mismo tiempo trasciende a sus componentes para crear nuevas formas de vida. Según mi interpretación de Haraway, el objetivo no es postular un sujeto poshumano (de hecho, esto sería antitético a su proyecto), sino imaginar los términos en los que se puede dar un nuevo devenir para los sujetos. Así pues, las relaciones compost no conducen al cumplimiento de un ideal de lo que los seres humanos deberían llegar a ser, como solemos encontrar en los llamamientos humanistas a la educación, sino a manifestaciones impredecibles y plurales del devenir con otros humanos y más que humanos.

De hecho, el andamio de su comprensión del compostaje se basa directamente en su compromiso con el trabajo de Lynn Margulis (1998) sobre la simbiogénesis, que revolucionó la forma en que se ha concebido la evolución, desde la adaptabilidad dirigida a las especies a la colaboración entre distintos seres vivos que se unen para formar nuevas entidades. Haraway (2017) escribe:

todos los seres vivos han surgido y perseverado (o no) bañados y arropados en bacterias y arqueas. Verdaderamente, nada es estéril; y esa realidad es un peligro tremendo, un hecho básico de la vida y una oportunidad generadora de criaturas (loc 3512).

Este proceso de simpoiesis, como su nombre indica, es una forma generativa de pensar en nuestro enredo con otras especies en “diversas relaciones intractivas” (loc 3439). Lo que esto quiere decir en términos de Haraway es significativo para el pensamiento sobre la subjetividad, ya que lo que somos en este sentido biológico no es unitario ni individual, sino que consiste en un conjunto de criaturas vivas que se unen para formar el “yo”, un “yo” que está en constante transformación a medida que se encuentra con otros en la vida. Los cuerpos humanos no son indivisibles, sino que están compuestos/compostados por una infinidad de organismos que crean entidades que pueden denominarse propiamente “holobiontes” (o “seres enteros”). Esa fusión implica ver el mundo y a los seres humanos que habitan en él no como entidades estables; en su lugar, “simpoiesis es una palabra propia de sistemas complejos, dinámicos, sensibles, situados e históricos” (loc 3432). En este sentido, un cuerpo humano singular es, de hecho, un consorcio dinámico, en contraposición a un individuo, en su acepción de sentido común3. No se trata simplemente de una relación en el sentido intersubjetivo, sino de una relación íntima, constitutiva y creativa, siempre arraigada en tiempos y lugares específicos.

Pero, ¿es tan fácil pasar de esta visión biológica de los encuentros y la relacionalidad a la subjetividad y la educación? Creo que aquí hay que ser prudentes para no caer en otro determinismo más en el que el sujeto no es más que un “producto” de su biología, algo que las feministas han entendido a la perfección. Sin embargo, creo que lo que Haraway (y otros) ofrecen no es tanto una visión determinista sino una heurística como forma de aflojar el fuerte control del sujeto racional y autodeterminado que se ha enfrentado a la “naturaleza” y por el que nuestros sistemas educativos tienen mucho que responder. Introduce la vida (o Zoe en el sentido de Braidotti [2019] de la fuerza de la vida que va más allá de Bios) como una fuerza generativa en curso que impulsa la forja continua de nuevas entidades. Así, Haraway no solo se ocupa del sujeto biológico, sino de las formas de devenir-con que pueden volver a fusionar nuestros vínculos con las “criaturas” que constituyen nuestra propia vida “humana”. Tal y como yo lo veo, aquí hay algo político en juego, tanto en el sentido de que nuestras relaciones se producen en lugares y tiempos que son históricos y específicos, como en el sentido de que podemos movilizar la figura del compost para crear nuevas entidades que no se consideren meramente en relación con el medioambiente, sino que sean profundamente de él.

Creo que hay una política específica de compostaje para tener en cuenta, ya que nuestros encuentros con los demás siempre están encarnados y situados, “enredados y mundanos”, para usar las palabras de Haraway y, como tales, están incrustados no solo en contextos conducentes al florecimiento, sino en contextos de modernidad/colonialidad, donde también están presentes las huellas del sujeto humano excepcionalista, excluyente y unitario. La pila de compost nunca se construye en su totalidad sobre residuos nuevos, sino sobre lo que ya está ahí, mezclado con la tierra, los microbios, los insectos que vienen a hacer tierra fértil, del mismo modo que los legados del racismo, el sexismo y el colonialismo forman parte de nuestras relaciones actuales en el presente.

El compostaje, como argumenta Machado de Oliveira (2021), es una parte necesaria de un gesto educativo que se toma en serio la política de la relacionalidad necesaria para “hospedar la modernidad”. Escribe:

el desencanto generativo y la desilusión con los modos de relación de la modernidad son aspectos indispensables para acoger a la modernidad, procesar sus enseñanzas y compostar sus residuos. Esto crea un terreno nuevo y fértil para que surjan otras posibilidades de existencia (p. 37).

Para Machado de Oliveira, “despojarse” de creencias y valores que sirven a un amo que nunca ha sido viable (por ejemplo, los deseos de consumo, supremacía y eficiencia proyectados sobre el mundo natural, así como sobre otros colonizados) implica vernos a nosotros mismos como parte de la pérdida de la modernidad, existencialmente hablando. El “mundo tal como lo conocemos” (y no el mundo en sí) está llegando a su fin. Vivir bien en estos tiempos significa adoptar prácticas que nos permitan hacer frente a la “antigua violencia” de la separación del mundo natural y, al mismo tiempo, dejarnos espacio para imaginar y devenir de un modo que apunte a un futuro más responsable. Pero esto solo puede ocurrir en el presente si nos dedicamos a lo que ella denomina “educación en profundidad”, una educación que trata de descubrir las formas en que cada uno de nosotros, como sujetos, está formado por las historias, los afectos, los valores y las lógicas de la modernidad y puede a su vez transformarlos. La educación en profundidad, escribe,

es una orientación hacia la activación de capacidades y disposiciones que pueden permitirnos mantener un espacio para las cosas difíciles y dolorosas, y para sentir, relacionarnos e imaginar de otro modo mientras nos enfrentamos al fin de la modernidad o del mundo tal y como lo conocemos. (p. 43)

De ahí que Machado de Oliveira considere que los procesos sensoriales e imaginarios (más allá de la cognición y el trabajo intelectual) son necesarios para crear una respuesta educativa a la altura de la tarea de hacer frente a la ruptura ambiental y a todas las realidades sociales, políticas, éticas y existenciales que esta pone de manifiesto. Educación en profundidad

conlleva una práctica política de compostaje y desecho que puede ayudarnos a desinvertir del daño, interrumpir las adicciones modernas y salir de la violencia y la insostenibilidad de una modernidad moribunda…. Tenemos que partir de la base de que nadie tiene la respuesta a nuestra difícil situación actual, de que no podemos no estar juntos y de que cada uno de nosotros es insuficiente e indispensable para lo que hay que hacer. (p. 185)

En este trabajo, lo existencial y lo planetario se interconectan a través del sujeto encarnado, uno que tiene la capacidad de soportar su propia implicación y la colectiva en el daño, y entender que una parte de cómo hemos aprendido a ver lo humano y lo más que humano necesita convertirse en parte del compost del que algo nuevo puede surgir, sin saber lo que surgirá en algún punto final.

El énfasis de Haraway y Machado de Oliveira en el compost como una forma relacional de enmarcar la subjetividad pone de manifiesto el poder creativo de la vida y el desaprendizaje (o descomposición del compost) que debe producirse para que surjan nuevas formas de subjetividad. La urgencia con la que ambos escriben, así como los ingeniosos giros y neologismos que salpican sus obras, hacen realidad lo que se proponen: crear lenguaje e imágenes, metáforas y figuras con las que devenir-con un modo que sustente la vida de todos los habitantes del planeta.

5. ECOLOGÍA DEL ENCUENTRO COMO EDUCACIÓN

En conclusión, quiero destacar cómo la relacionalidad del compost nos permite concebir más plenamente la complejidad de las relaciones, más allá de las interhumanas/intersubjetivas que tanto dominan la educación. Quiero volver a la historia con la que empecé este artículo: los cambios en el clima europeo se están produciendo tan rápidamente que la vida animal y vegetal tendrá dificultades para adaptarse. Sin embargo, no se trata realmente de una historia de “adaptación” en el sentido evolutivo, sino más bien de nuestra capacidad para afrontar dinámicamente la situación tal y como es: una llamada a encontrar nuevas formas de existencia que eviten los daños extremos causados por la separación de los seres humanos de su entorno “natural”. Creo que queda claro que las respuestas educativas a esta situación (y responder es lo que puede hacer, ya que no puede resolverla) necesitan promulgar prácticas que ofrezcan algo bastante diferente a las humanistas habituales en términos de relacionalidad. El erudito indígena Carl Mika (2017) ofrece, a mi parecer, una visión importante al ver lo educativo en el propio movimiento de co-creación, de compostaje: que las cosas del mundo constituyen otras cosas es una forma de educación que merece ser pensada por derecho propio” (p. 6). La educación es aquí el encuentro transformador de la co-constitución, del devenir-con.

Considerar el proceso de compostaje como una figura no solo de la relacionalidad, sino también de la educación, nos permite imaginar nuestras escuelas, aulas y otros entornos educativos de manera que se tomen en serio los tipos de encuentros que los profesores organizan para los alumnos. Abiertos y flexibles, los encuentros educativos se comprometen, desde este punto de vista, a ofrecer alternativas al desarrollo y las competencias meramente racionales y cognitivas que prevalecen en la actualidad. La relacionalidad del compost brinda a alumnos y profesores la oportunidad de reconocer y trabajar con su propia complicidad e implicación en sistemas que han sido destructivos para ellos mismos y para otras formas de vida en este planeta, al mismo tiempo que crea las condiciones necesarias para pensar, imaginar y vivir algo nuevo.

Es importante destacar que una ecología de los encuentros reconoce que nadie es “producto” de un encuentro concreto y que un determinado tipo de relación no determinará un resultado específico. Así pues, incluso en los llamamientos a rehumanizar la educación, un tipo de relación (por ejemplo, el cuidado, el amor, la compasión) nunca será suficiente para alterar lo que fundamentalmente aleja a los seres humanos (adultos, jóvenes y niños) del entorno más amplio del que forman parte. La multiplicidad de pertenencias y la red de relaciones a través de las cuales se constituyen los seres (humanos) significa que cada uno de nosotros se ve afectado por la modernidad/colonialidad de formas (aunque diferentes) que han racializado, sexualizado y colonizado a las personas, la tierra y a lo más que humano. Así pues, la visión de los encuentros en educación debe ser expansiva, entendiendo que la complejidad no es el enemigo de la educación, sino su propia condición. Es decir, ver que el propósito de la educación es hacer posibles nuevas formas de llegar a ser un sujeto, significa ver cómo ese devenir está enredado con una multiplicidad de elementos que nunca pueden abordarse mediante una apelación singular al afecto o al intelecto. Por el contrario, la red de relaciones a través de la cual se producen nuestros encuentros con una multitud de otros es algo que debe entenderse como un movimiento proliferante de posibilidades, donde el cambio en una relación puede producir el cambio en otra. Como observa Tyson Yunkaporta (2019), las criaturas no viven en un “sistema cerrado” en el que a cada elemento se le asigna un valor fijo dentro de una jerarquía, sino en un “sistema abierto” que en sí mismo está vivo, cambia, se mueve y se adapta, donde se pueden dar distintos patrones de relacionalidad entre varios elementos, y donde el cambio en un elemento provoca el cambio en otros.

Así, una ecología del encuentro, basada en las ideas de simbiosis y relaciones de compostaje, abre la puerta a lo que puede ser la educación en esta época de vida posterior al cambio climático. La cuestión es si, y en qué medida, esto se puede llevar a un cambio de sistema a gran escala, y la respuesta a esta cuestión solo la tiene el tiempo. Pero, si alguna vez ha habido un momento para actuar, para compostar, es ahora. Termino con una breve ofrenda de Machado de Oliveira (2021):

Dice el refrán que, en caso de inundación, solo cuando el agua nos llega a las caderas podemos nadar. Antes, con el agua a la altura de los tobillos o las rodillas, solo podemos caminar o vadear. En otras palabras, es posible que aprendamos a nadar, es decir, a existir de otra manera, únicamente cuando no tengamos otra opción. (p. 38)

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1 Bruno Latour (2017) afirma que el propio término “naturaleza” (sobre todo en relación con lo que es humano o cultural) indica en efecto lo profundamente separados que estamos los seres humanos de ella.

2 Véase mi suspensión crítica ampliada en Todd (2023, pp. 34-42).

3 El artículo de Gilbert et al. (2012) sobre la importancia biológica de la simbiosis lleva por subtítulo “Nunca hemos sido individuos”.