ISSN: 1130-3743 - e-ISSN: 2386-5660
DOI: https://doi.org/10.14201/teri.31888

ENTRE PANTALLAS Y PENSAMIENTOS: HACIA UNA EDUCACIÓN REFLEXIVA EN ENTORNOS DIGITALES

Between Screens and Thoughts: Towards a Reflective Education in Digital Environments

María-Dolores CONESA-LAREO
Universidad de Navarra. España.
mdconesa@unav.es
http://orcid.org/0000-0002-3349-5287

Fecha de recepción: 26/02/2024
Fecha de aceptación: 23/04/2024
Fecha de publicación en línea: 01/01/2025

Cómo citar este artículo / How to cite this article: Conesa-Lareo, Mª. D. (2025). Entre pantallas y pensamientos: hacia una educación reflexiva en entornos digitales [Between Screens and Thoughts: Towards a Reflective Education in Digital Environments]. Teoría de la Educación. Revista Interuniversitaria, 37(1), 111-128. https://doi.org/10.14201/teri.31888

RESUMEN

La pregunta de investigación que ha desencadenado este trabajo es la siguiente, ¿qué características del estilo de vida actual en las sociedades occidentales han propiciado el déficit de reflexión en el que estamos sumidos? Mi hipótesis de trabajo es que este declive de la reflexión procede del estado de alerta permanente al que nos conduce la sociedad contemporánea. Para mostrarlo, he indagado en los factores que lo producen que, al converger, se potencian entre ellos. Estos factores son la hiperactividad propia de la vida digital; la obligación que nos impone el Pensamiento Positivo para conseguir una vida feliz y exitosa; la presión por aumentar nuestro rendimiento y por la mejora continua; la pandemia de individualismo narcisista; las alteraciones de los circuitos neuronales debidas a la plasticidad cerebral y producidas por las interrupciones de la conexión digital continua, y los cambios que esto produce en la estructura de la atención.

En la interrelación de estos factores juega un papel primordial la dialéctica positividad-negatividad que se haya en el núcleo de la sustitución de la reflexión por la actividad inagotable. Todo ese panorama no es ajeno al mundo educativo, más bien lo ha permeado desde la escuela hasta la universidad. Por eso la conclusión es más bien una invitación a recuperar la reflexión en el ámbito educativo y, con ella, la transmisión cultural y el ideal de vida intelectual y contemplativa. Solo así podremos ayudar a nuestros jóvenes a superar el aislamiento del individualismo al incorporarlos a la comunidad propia de la vida intelectual.

Palabras clave: educación; hiperactividad; felicidad; individualismo; atención; razonamiento; humanidades; herencia cultural.

ABSTRACT

The research question that has prompted this work is: what are the characteristics of the current lifestyle in Western societies that have led to the deficit of reflection in which we are immersed? My working hypothesis is that this decline in reflection proceeds from the constant state of alertness that contemporary society imposes. To demonstrate this, I have explored the factors that contribute to it and which, by converging, reinforce one another. These factors include: the hyperactivity inherent in digital life; the obligation that positive thinking imposes on us to achieve a happy and successful life; the pressure to increase our performance and strive for continuous improvement; the pandemic of narcissistic individualism; and changes in neural circuits due to cerebral plasticity caused by digital interruptions and the resulting changes in the structure of attention.

The interplay of these factors is significantly influenced by the positivity–negativity dialectic, which is at the heart of the substitution of reflection with endless activity. None of this scenario is alien to the educational world, instead it permeates it from school to university. Therefore, the conclusion is a proposal to reclaim reflection in the educational realm and, along with it, cultural transmission and the ideal of an intellectual and contemplative life. Only in this way can we help our young people to overcome the isolation of individualism by integrating them into the community that is inherent in intellectual life.

Keywords: education; hyperactivity; happiness; individualism; attention; reasoning; humanities; cultural heritage.

1. INTRODUCCIÓN

Ya es un tópico la denuncia de la falta de reflexión de las nuevas generaciones como consecuencia del estilo de vida actual. Esa denuncia requiere una profundización en las causas que lo están provocando si no se quiere caer en el mismo error que se está señalando. Mi hipótesis es que una de las causas principales de este declive es el estado de alerta permanente en el que vivimos (Wolf, 2020, p. 136), provocado por la agitada vida digital y por la presión a que estamos sometidos para conseguir una vida positiva, exitosa y feliz (Han, 2021, pp. 19-28; Pérez et al., 2018, pp. 18 y 237). Esto tiene unas consecuencias mayores de lo que solo parece una falta de tiempo para pensar. Por un lado, la industria del optimismo y la felicidad están desterrando del imaginario social la noción de negatividad (Ehrenreich, 2011, p. 68), que es absolutamente imprescindible para la reflexión (Han, 2020, p. 55) y, por otro lado, la conectividad constante está transformando la funcionalidad neuronal necesaria para la reflexión (Desmurget, 2021, p. 297). Ambas cuestiones —la búsqueda de la felicidad y la conectividad constante— conectan entre sí y se potencian mutuamente sustituyendo el sosiego del pensamiento por la inquietud de la vigilancia, provocando el estado de alerta permanente de la modernidad tardía.

El objetivo de este trabajo es analizar las causas que han provocado la falta de reflexión, para entender mejor cómo se ha infiltrado en el ámbito educativo, qué consecuencias ha tenido y cómo se puede superar: invitando a reconsiderar la importancia de la transmisión cultural y a recuperar el ideal de vida intelectual y contemplativa.

2. PENSAMIENTO POSITIVO Y FELICIDAD: ORÍGENES DE LA DIALÉCTICA POSITIVIDAD-NEGATIVIDAD

La felicidad está omnipresente en nuestros días, pero entendida de un modo distinto a la eudaimonia aristotélica. Como recuerdan Cabanas e Illouz (2019, pp. 12-13), ahora es un conjunto de estados psicológicos que gestiona la voluntad; es el resultado de controlar nuestra fuerza interior y nuestro auténtico yo; es el único objetivo que hace que la vida sea digna de ser vivida; es el baremo que nos dice el valor de nuestra biografía, nuestros éxitos y fracasos y la magnitud de nuestro desarrollo psíquico y emocional. La felicidad se considera un elemento central de lo que debe ser un buen ciudadano. Siguiendo a Moskowitz (2001, pp. 6, 7, 58, 280), Béjar llama a esto el evangelio psicoterapéutico, que gira en torno a un ideal de felicidad puramente psicológico y culturalmente obligatorio (2014, pp. 227-228).

Las raíces históricas de la transformación de la noción de felicidad podemos situarlas -explica Ehrenreich (2011, pp. 94-109)- en la década de 1860 en Estados Unidos, cuando surge el Pensamiento Positivo, promovido por Phineas Quimby y Mary Baker Eddy. Se trata de una rebelión frente al puritanismo calvinista que había logrado propagar por el país una pandemia de depresión con manifestaciones somáticas. Inspirado por el trascendentalismo de Emerson y amparado por la autoridad de William James, que confesó públicamente haber sido curado de una depresión por el Pensamiento Positivo —Béjar (2014, pp. 234-235) coincide con Ehrenreich en esta doble influencia—, este se extendió rápidamente insistiendo en el poder de la mente para controlar el mundo material y curar las dolencias, siempre que se aprenda a vigilar los pensamientos y programar las actitudes. Con la expansión de la medicina moderna a comienzos del s. XX, el Pensamiento positivo perdió su aplicación terapéutica, pero sobrevivió aplicado a los negocios para promover el éxito y la riqueza. Curiosamente, desde su aparición, mantuvo rasgos del puritanismo calvinista que pretendía combatir: en la forma despiadada de juzgar (si fracasas la culpa es tuya porque no te has esforzado lo suficiente) y en la constante labor de autoexamen. Las emociones siguen siendo tan sospechosas como en el calvinismo y hay que supervisarlas permanentemente.

Otro elemento histórico que favoreció el protagonismo problemático de las emociones fue la reinterpretación del pensamiento de Freud durante el s. XX en Estados Unidos, a raíz de unas conferencias que dictó allí en 1909. Esto dio lugar al estilo emocional terapéutico —según Illouz (2012, pp. 22, 24, 27)— que reconsideraba la relación del yo consigo mismo y con los otros, sintetizando dentro del yo lo normal y lo patológico. Lo normal fue ampliado al incluir lo patológico, y problematizado al resultar arduo de conseguir. Esto facilitó el auge de la literatura de consejo y autoayuda.

El siguiente hito, afirma Ehrenreich (2011, pp. 119-144), lo encontramos en la década de 1980 con la reestructuración de las grandes empresas que provocó despidos masivos y que inauguró la espiral financiera de los 90. En este contexto de inestabilidad, las empresas recurrieron al principal producto de la industria del Pensamiento Positivo: la motivación. A través de cursos regalaban motivación a los despedidos para afrontar ese drama como una oportunidad de mejora y atajar las quejas; a los que se quedaban trabajando en ese ambiente tan precario sirvió para controlarlos y que su rendimiento mejorara. Esto también se lo creyeron los directivos y la gestión empresarial comienza a ser conducida por líderes asistidos por los gurús motivacionales, en lugar de por gestores expertos junto con los clásicos asesores. El directivo —apunta Marzano (2011, pp. 18-19)— comienza a ser un líder que gusta del riesgo por interés personal y no por servicio al otro. Se pasó de pensar las decisiones despacio y profundamente, con reflexión, a tomarlas de manera instantánea por una intuición genial del líder, sin reflexión y muy arriesgadas. Esto condujo a la crisis financiera de 2008. Es la época de la irracionalidad (Ehrenreich, 2011, pp. 130 y 135; Marzano, 2011, p. 17).

Hoy el Pensamiento Positivo ha sido revitalizado por la Psicología Positiva promovida por Seligman, quien se propuso promover la práctica de la psicología entre la gente sana. Este programa inaugural fue lanzado por Seligman y Csikszentmihalyi en el Manifiesto de la Psicología Positiva. Allí se indica que, desde la Segunda Guerra Mundial, la psicología trata principalmente de curar y reparar daños dentro de un modelo de funcionamiento humano enfermo. Apenas ha dedicado su atención al individuo sano y a las comunidades prósperas. La Psicología Positiva vendría a catalizar un giro en este enfoque desde la preocupación casi exclusiva por reparar las peores cosas de la vida hasta construir también cualidades positivas (2000, p. 5).

La Psicología Positiva se distanció de los oradores motivacionales por considerarlos poco científicos, aunque ha recogido de ellos algunas de sus prácticas: libros de autoayuda (Prieto-Ursúa, 2006, p. 330), el negocio de los coach, las webs de pago, etc.; incluso desde la motivación ha empezado a trabajar para las empresas. En esta trayectoria de continuidad se incluye el fondo calvinista que pervive en la relación entre trabajo y éxito. La afirmación básica de la Psicología Positiva es que la felicidad, el optimismo, las emociones positivas y lo positivo en general es deseable porque lleva a tener mejor salud, alcanzar los objetivos y lograr el éxito (Ehrenreich, 2011, pp. 178, 190-191). Para conseguirlo hay que trabajar duro sobre los propios pensamientos y emociones, reprimiendo todo lo que suene a negativo. Y si no se consigue, hay que saber que “la fuente del fracaso y la carencia es personal” (Vassallo, 2020, p. 27) y no atribuible a otro o a las circunstancias.

Precisamente porque se dirige a personas sanas, su influjo se ha extendido a todos los ámbitos sociales. La Psicología Positiva está presente en empresas, escuelas, universidades, contexto sanitario, mundo del deporte, política, y ciudadanía; contribuyendo así a una psicologización de lo social sin precedentes. Si ya en el 2002 Held hablaba de la tiranía de la felicidad, hoy todos nos sentimos interpelados por lo que Cabanas (2019, p. 61) denomina la perversa lógica que nos dice que sufrir o ser feliz es una elección personal. Si alguien sufre, es porque quiere o porque ha sido negligente en practicar la Psicología Positiva. Al culpabilizar a la persona que sufre, se sobreentiende que se lo merece. Sufrir es vergonzoso y nos sentimos en la obligación moral de esforzarnos por ser felices, o al menos de parecerlo. “Ello conduce al imperativo cultural de ser feliz y a la condena de la infelicidad, redefinida como pensamiento negativo” (Béjar, 2014, p. 228). Todo lo negativo, lo adverso o lo que nos disgusta debe ser eliminado. Esto incluye deshacernos de las personas negativas, lo cual además de un consejo para nuestro bienestar es una advertencia del ostracismo que padeceremos si osamos desobedecer el imperativo de ser felices (Ehrenreich, 2011, p. 69).

El Pensamiento Positivo ha conseguido introducir en el imaginario social que la negatividad debe ser eliminada o reprimida, por inmoral e incívica, practicando una vigilancia y control constante sobre uno mismo. Esto tiene un precio para nuestra capacidad reflexiva, por dos razones. En primer lugar, la negatividad es necesaria para la reflexión porque es imprescindible para entrar en contacto con la realidad; de hecho, una de las críticas que ha recibido la Psicología Positiva es que fomenta las ilusiones positivas o el autoengaño creativo aplicando un sesgo a la vida diaria (Held, 2002, p. 976). Pero hay otra razón de más peso porque la negatividad permite un tipo de interrupción necesaria para pensar, ya que no todas las interrupciones son iguales. Como sostiene Byung-Chul Han (2020, p. 51), vivimos en un tiempo muy pobre en interrupciones y entretiempos reflexivos y plagado de interrupciones informativas o de datos.

La interrupción que provoca la reflexión es la potencia negativa de decir “no”, de detenerse. “La meditación es una capacidad que no actúa. Supone la pausa como interrupción, como inactividad” (Han, 2023, p. 47). De este modo se puede interrumpir la potencia positiva de actuar, para no caer en una hiperactividad mortal. Aplicado al pensamiento, solo con la potencia positiva de pensar algo es imposible la reflexión porque esa potencia exclusivamente permite seguir pensando. Por el contrario, la negatividad del “no” es lo propio de la contemplación, no es pasividad, es imprescindible para reflexionar sobre eso que se ha pensado. Decir “no”, interrumpir la actividad, es un ejercicio de soberanía y libertad. La pasividad estaría en el hecho de tener solo potencia positiva porque, al no poder detenerse, el pensamiento estaría permanentemente expuesto al objeto; y la percepción también, no se dejaría de percibir. La hiperactividad es paradójicamente una forma pasiva de actividad que no permite ninguna acción libre; es un continuo que no se puede detener; es una absolutización unilateral de la potencia positiva (Han, 2020, pp. 49-50, 54-55). Por su parte, la inactividad no es una debilidad, sino un tipo de intensidad: es una forma de esplendor de la existencia humana (Han, 2023, p. 11) porque es la puerta de entrada a la contemplación y la reflexión.

3. LA SOCIEDAD DEL RENDIMIENTO

Esta hipertrofia de la positividad está provocando profundas transformaciones sociales. Como tenemos que ser felices y para ello es clave alcanzar el éxito, nos vemos abocados a rendir cada día más. Por exceso de positividad estamos inmersos en una sociedad del rendimiento como resultado de un cambio de paradigma de dimensiones globales, que está entretejido alrededor del concepto de positividad y su opuesto -la negatividad- y que se despliega desde el análisis del rendimiento y la violencia (Han, 2020, pp. 14-15, 21, 23-24). A este fenómeno apuntan Sugarman y Thrift (2020, p. 818) cuando dicen que, en el contexto neoliberal de un continuo indefinido de aceleración, estamos sumergidos en una cultura de la urgencia que exige producir más, y más rápido, para satisfacer cualquier deseo de manera instantánea.

En esta sociedad, las personas son emprendedoras de sí mismas, se mueven por sus proyectos, iniciativas y motivación, convencidas de que tienen un poder de actuar -entendido como capacidad- sin límites (Han, 2020 pp. 25-27). La Psicología Positiva ha convencido al ciudadano del s. XXI del poder de la mente sobre la realidad y de que el éxito depende de su esfuerzo, convirtiéndolo así en un animal laborans, en quién la libertad y la coacción coinciden. Él se impone a sí mismo la libre obligación de maximizar el rendimiento, y cuando este imperativo se agudiza en exceso se convierte en autoexplotación. Bastante productiva porque va acompañada del sentimiento de libertad que, debido a la estructura de obligación inmanente, se convierte en violencia. Las enfermedades psíquicas propias de la sociedad del rendimiento son manifestaciones patológicas de esa libertad paradójica. Por la positivización general del mundo, el humano y la sociedad se transforman en una máquina de rendimiento autista. El esfuerzo exagerado por maximizar el rendimiento implica eliminar la negatividad porque ella ralentiza la aceleración (Han, 2020, pp. 30-31, 54). Es un proceso de producción desenfrenado que tiende al incremento continuo (Sugarman y Thrift, 2020, p. 812).

El exceso de aceleración trae consigo otro exceso, el de los estímulos, impulsos e informaciones, que ha propiciado un cambio profundo en la atención del sujeto contemporáneo. La atención es un sistema de órganos que actúa como conductor del cerebro. Sus diversas redes son clave para el pensamiento, la moralidad y la felicidad. Pero ahora nos encontramos en una epidemia de erosión de la atención. Como cultivamos vidas distraídas, estamos perdiendo nuestra capacidad para crear y preservar la sabiduría (Jackson, 2008, pp. 14, 26).

Hay un aumento de carga de trabajo proporcional a la exigencia de aumento de rendimiento. Esto requiere cambiar la administración del tiempo y de la atención y se recurre a la técnica multitasking. Pero los grandes logros culturales de la humanidad han requerido una atención profunda y contemplativa. Sin embargo, en la sociedad del rendimiento la atención profunda es reemplazada por la dispersión de la hiperatención, que realiza un acelerado cambio de foco entre diferentes tareas y fuentes de información; es una pura agitación que no genera nada nuevo y reproduce y acelera lo ya existente (Han, 2020, pp. 34-35).

4. LA DISPERSIÓN DE LA ATENCIÓN EN LA SOCIEDAD DIGITAL

La nuestra es una sociedad digital, lo que potencia la fragmentación de la atención y los cambios cerebrales que esto produce, porque el cerebro humano posee una plasticidad dependiente de la experiencia (Blakemore, 2018, pp. 112, 118-119; Carr, 2011, pp. 40-41, 46). El acelerado cambio de foco de atención se multiplica en la vida on-line, y provoca que el cerebro adquiera o pierda habilidades, al reorganizar sus circuitos neuronales como resultado de la repetición de esa actividad. El ejercicio constante de la conexión digital hace prevalecer los nuevos circuitos cerebrales que son más usados, y va anulando los que han dejado de emplearse.

En esto influye el tipo de herramientas que utilizamos para apoyar nuestra capacidad mental. Según Bell (2000, p. 57), el cambio tecnológico entre los siglos XIX y XX ha sido el paso de la tecnología eléctrica a la tecnología intelectual (programación, lingüística y algoritmos); un cambio que surge de la codificación del conocimiento teórico. Ahora estamos en un momento de profunda transformación de la tecnología intelectual que, como todo instrumento, también tiene una ética consistente en una serie de supuestos sobre cómo debería funcionar la mente humana (Carr, 2011, pp. 62-63). Al pasar del mundo de la página impresa al mundo de la pantalla, aparece esta nueva ética intelectual y con ella los circuitos neuronales vuelven a reestructurarse.

La era de la página impresa permitió a nuestros antepasados seguir una línea argumentativa desarrollando la lectura lineal profunda. Esto configuró sus cerebros de un modo disciplinado a través de la lectura calmada, silenciosa y continuada, lo que les hizo más contemplativos, reflexivos e imaginativos (Carr, 2011, p. 98). La lectura y la escritura fueron propiciando habilidades intelectuales cada vez más sofisticadas que se incorporaron a nuestro acervo intelectual. La organización del cerebro lector incluye tiempo para pensar, y eso dio un impulso sin precedentes a nuestras capacidades intelectuales (Wolf, 2008, pp. 251 y 255). El problema actual es si podemos perder buena parte de ellas al dedicarnos a la lectura de breves fragmentos de hipertexto en lugar de leer largos textos impresos (Wolf, 2020, pp. 14, 98-99, 104).

Si una interrupción, según Desmurget (2021, p. 288), no necesita ser persistente para provocar un efecto perjudicial en el curso del pensamiento, cómo será su influjo cuando vivimos en una situación de interrupción constante. Como señala Doctorow (2009), nos encontramos en un ecosistema de tecnologías de la interrupción. Pero esta no es la interrupción de la negatividad que propicia la reflexión, sino la interrupción de la distracción que acelera el rendimiento. Hasta el s. XXI no había existido un medio como la red, diseñado para dispersar nuestra atención de una manera tan constante y persuasiva: interactividad, hipervínculos, búsquedas, multimedia, etc.

En la sociedad positiva digital, el pensamiento profundo y reflexivo es imposible por sobrecarga cognitiva, y nos convertimos en descerebrados consumidores de datos (Carr, 2011, p. 155; Teba, 2021, pp. 75, 79-80). La automatización informatizada, al relevarnos del ejercicio intelectual repetitivo, también nos releva del conocimiento profundo (Carr, 2014, p.104).

Hay estudios que avalan los beneficios de la lectura lineal impresa, como son una comprensión más honda y una retención y aprendizaje mayor que el logrado por la lectura de breves textos digitales plagados de enlaces (Van der Weel y Mangen, 2022; Schüller-Zwierlein et al., 2022; Kovač y Van der Weel, 2018). También existen estudios que no encuentran evidencias para afirmar que las interrupciones de los hipervínculos dificulten la comprensión y la retención (Madrid et al., 2009; Conradty y Bogner, 2016) o incluso han comprobado qué herramientas informáticas mejoran el aprendizaje (Rose y Gravel, 2012).

En esta discusión tiene especial interés el libro de Desmurget, La fábrica de cretinos digitales (2021), que recoge numerosos trabajos neurocientíficos sobre el impacto de las pantallas en el cerebro de los jóvenes. Desmurget expone la disparidad de resultados analizando artículos que confirman el beneficio de las pantallas para mejorar la atención, y otros -más numerosos- que confirman lo contrario. Este autor aporta una clave interpretativa para comprender este contraste, cuando recuerda la distinción entre la atención difusa, exógena o visual y la atención centrada, profunda y mantenida. Cita estudios que han ratificado que el empleo de los videojuegos tiene un efecto positivo en el fortalecimiento de la atención; eso sí, exclusivamente de la atención difusa o exógena provocada por continuos estímulos externos. Junto a ello, enumera multitud de estudios que corroboran que el uso constante de las pantallas dificulta la adquisición de una atención centrada y profunda: la que se emplea en ejercicios intelectuales como la lectura de un libro impreso o la reflexión. En definitiva, concluye que el papel apoya la comprensión más que las pantallas (pp. 281-283).

Es indudable que la conexión digital permanente promueve el multitasking, la atención parcial, la interrupción de la concentración y la fragmentación del conocimiento. Hasta el punto de producir cambios en la conectividad funcional cerebral especialmente asociados a la atención selectiva (Hu et al., 2022, p. 2272), para mantenernos en un estado de alerta constante, lo que no es un adelanto, sino una regresión. Es lo propio del animal salvaje, imprescindible para sobrevivir en la selva: vigilar constantemente el entorno a la vez que se realiza una actividad (Ehrenreich, 2011, p. 241). No puede pararse a contemplar lo que tiene enfrente olvidándose del trasfondo, porque eso es una muerte segura. Algo parecido le ocurre al sujeto del rendimiento que no puede detenerse atentamente en algo porque el ritmo acelerado del sistema se lo impide. En cierto modo, “los recientes desarrollos sociales y el cambio de estructura de la atención provocan que la sociedad humana se acerque cada vez más al salvajismo” (Han, 2020, p. 34). El ego-hiperactivo no tiene acceso a una profunda y contemplativa atención. La vida contemplativa con toda su riqueza le queda muy ajena. Pierde la capacidad de salir de sí mismo que esta vida aporta al permitir acceder al ser de las cosas.

5. EPIDEMIA DE INDIVIDUALISMO

Aunque suene paradójico, la vida contemplativa favorece la superación del individualismo, porque facilita el contacto con la realidad y con los otros. No es extraño que en la vertiginosa sociedad del s. XXI, donde se hace imposible el sosiego de la contemplación y de la reflexión, se haya extendido una epidemia de individualismo, alimentado por la insistencia del Pensamiento Positivo de no cejar en la vigilancia sobre el propio yo, y amplificado por la potente proyección digital.

Por sus raíces calvinistas, la ética de la felicidad conserva la necesidad de estar constantemente alerta, pero cambia el foco de esa vigilancia que se vuelve hacia el individuo, y no hacia la realidad y las circunstancias. La búsqueda de la felicidad se ejecuta desde el plano del hiperindividualismo (Ruiz Sánchez, 2019, p. 35). Cada uno debe examinarse constantemente preocupado por las propias expectativas y pensamientos negativos para reorientarlos de inmediato (Ehrenreich, 2011, pp. 110, 114). La depresión del hombre actual la provoca una relación excesivamente tensa, sobreexcitada y narcisista consigo mismo que acaba asumiendo rasgos destructivos (Han, 2020, p. 87). Según Lipovetsky, el narcisismo es la forma que reviste el aggiornamento del individualismo, es el símbolo del paso del individualismo limitado al total. Es el símbolo de la segunda revolución individualista propia de la postmodernidad, que fomenta una individualidad dotada de una sensibilidad psicológica, desestabilizada y tolerante, centrada en la realización emocional de uno mismo (1987, p. 12). Para conseguir esta realización, las emociones se han convertido en un producto básico que ocupa sectores importantes de la economía contemporánea. Illouz emplea el neologismo emodities, derivado del término inglés commodities que significa materia prima, para señalar el protagonismo económico de las emociones y cómo esa producción es capital para entender el subjetivismo emocional contemporáneo (2019, p. 23).

En la exaltación del individualismo ha sido primordial la tendencia del Pensamiento Positivo a privatizar el dolor. Se trata de algo que compete exclusivamente al individuo y es responsabilidad suya superarlo. El sufrimiento deja de tener un significado social porque es culpa del individuo. Esta imputación ha contribuido a la multiplicación de enfermedades mentales de los últimos decenios. Sin olvidar otra consecuencia dramática que es la represión de la verdad, porque eliminar el dolor impide el conocimiento, la reflexión y la crítica; ya que el dolor también se transmite socialmente y puede ser una expresión de protesta por algún desajuste social. Pero al privatizarlo se convierte en algo que todo individuo tiene la obligación de combatir, es preciso superar el fracaso y lograr el éxito, aun a costa de la salud psíquica. En esta sociedad analgésica se sustituye la revolución por la depresión, y para paliar y disimular este profundo dolor se recurre a los fármacos y a la conectividad constante en las redes como potentes anestésicos (Han, 2021, pp. 25-26).

Así se evidencia que la ciencia de la felicidad entraña una concepción individualista del bienestar humano ciega a los requerimientos del bien común. Lo que Mogollón llama la individualización de la responsabilidad social (2019, p. 159). En el campo educativo, siguiendo a Martin y McLellan (2013, p. 157), después de décadas de programas centrados en el desarrollo psicológico del yo -promoviendo su bienestar, autocontrol y autoestima-, a comienzos del s. XXI se notaron cada vez más los excesos del apego narcisista a uno mismo, a sus intereses y proyectos, sin una consideración explícita del bien común y de los intereses ajenos.

La fórmula de la felicidad de Seligman es un ejemplo gráfico de esto. La propone en La auténtica felicidad (2003, pp. 71y ss.), y en ella se afirma que la felicidad humana se debe en un 85 % o 92 % a factores individuales y psicológicos, pero las circunstancias (poder adquisitivo, estudios, raza, religión, salud, relaciones sociales, etc.) tienen un papel insignificante. Por tanto, la búsqueda de la felicidad no incluye la aspiración a lograr mejoras sociales o la ampliación del bien común.

Abundantes investigaciones han mostrado el patente individualismo que subyace en el estudio aparentemente científico de la felicidad humana (Richardson y Guignon, 2008, pp. 606-609; Becker y Marecek, 2008, pp. 1768-1769), hasta el punto de convertir la felicidad en el problema de la gente que no tiene problemas (Binkley, 2017, p. 38). Algunos estudios subrayan la aspiración a la neutralidad moral y el desinterés hacia los valores morales (Robbins y Friedman, 2017, pp. 15ss), la justicia social y el contexto, -Fernández-Ríos y Comes (2009, p. 10) hablan de un individualismo acontextual-; o, si los tiene en cuenta, no es capaz de mostrar su íntima relación (Di Martino et al., 2017, pp. 99-100, 106). Sin partir explícitamente del Pensamiento Positivo, Vassallo (2020) analiza bastantes de sus supuestos y consecuencias en una obra dedicada a mostrar cómo se cultiva un individualismo radical en contextos escolares, con la promoción de la mejora continua, lograda por el esfuerzo personal.

Así, el estudio científico de la felicidad parece provocar el mismo malestar que quiere remediar. Si la felicidad está en correlación estrecha con el individualismo, perseguir la felicidad y anular el dolor traerán aparejadas las consecuencias del individualismo: soledad, egoísmo, ansiedad, desencanto (Cabanas e Illouz, 2019, pp. 63, 67, 78).

Pero el individualismo dificulta enormemente la posibilidad de la vida contemplativa o reflexiva porque ésta genera comunidad. Por el contrario, en la segunda revolución individualista que estamos viviendo, la res pública no tiene una base sólida, y se trivializan las cuestiones cruciales que conciernen a la vida colectiva. Al reducir el peso del espacio público, aumentan las prioridades de la esfera privada. Ya no estamos conectados por intereses comunes: hay una desagregación individualista del cuerpo social y un nuevo significado de la relación interhumana basado en la indiferencia (Lipovetsky, 1987, pp. 5, 13, 194).

6. INSTITUCIONES EDUCATIVAS, VIDA INTELECTUAL Y COMUNIDAD

Este panorama social de actividad vertiginosa, atención fragmentada, psicologización de la vida e individualismo radical también se ha introducido en el ámbito educativo. Desde 2008 -recuerdan Helliwell et al., (2019)- el Pensamiento Positivo ha ido impregnando la educación, comenzando en la escuela y llegando hasta la universidad; priorizando las emociones en toda experiencia de aprendizaje (Solé, 2020, p. 111); recuperando y reforzando la vieja preocupación por el control de lo emocional enunciada por la pedagogía positivista de principios del s. XX (Abramowski y Sorondo, 2023, p. 174). Todo ello a través de programas muy bien recibidos -como señalan Martin y McLellan (2013, pp. 45, 49, 54-55, 157)- por una sociedad interesada en una educación para el desarrollo personal; reflejado, no solo en la educación del intelecto, sino sobre todo en una preocupación pedagógica por mejorar la autoestima, el autoconcepto, la autorregulación y la autoeficacia de los estudiantes. Pretendiendo hacer de los jóvenes personas emprendedoras, con gran confianza en sí mismas y centradas en alcanzar los objetivos de sus propios intereses. Hasta el punto de que, como indica Azrak (2020, p. 167), el discurso educativo abandona progresivamente la discusión pedagógica para centrarse en las dificultades de aprendizaje transformadas en enfermedades y trastornos del comportamiento. Es un movimiento de medicalización sin precedentes, que coloca el diagnóstico y el modelo patológico-individual en el centro de las preocupaciones didácticas, y como únicos instrumentos para entender lo que ocurre en el aula y fuera de ella.

Pero estos programas de educación positiva, con sus elevadas expectativas de mejora, no han dado los resultados esperados, como la erradicación de la violencia, la drogadicción, el acoso escolar, etc.; provocando a veces efectos adversos y contraproducentes. Desde las Ciencias de la Educación se han levantado voces críticas sobre la implementación de estos programas y sus consecuencias; incluyendo también un número creciente de educadores positivos que señalan deficiencias similares (Cabanas y González-Lamas, 2021, pp. 67-68).

Ecclestone y Hayes (2008) denominan a este fenómeno el giro terapéutico de la educación. Para estos autores, el énfasis en la educación emocional y en la felicidad infantiliza a los alumnos y les hace creer que las dificultades emocionales de alguno de ellos son cosas normales que tenemos todos (p. 44); además se insiste en que estén constantemente pendientes de sí mismos y de sus sentimientos y alimenten expectativas nada realistas, por ejemplo, busca al héroe que hay dentro de ti (p.72). Esto trae frustración y sentimientos de vulnerabilidad, y les crea la necesidad de entrar en programas de soporte emocional, haciéndolos dependientes de todo el aparato psicoterapéutico (p. 74). Además, les hace suponer que los adultos deberían escuchar constantemente las inquietudes y ansiedades de los jóvenes, lo que ha convertido la educación humanista en educación humanitaria, y ha supeditado lo intelectual a lo emocional (p. 64), lo que consideran un grave error (p. 164). Esta tendencia del ámbito escolar, también se ha introducido en el mundo universitario. Según Hayes (2021, p. 8), hoy en día la cultura dominante en las universidades es terapéutica. Idea que comparte Furedi en un trabajo donde recopila numerosos estudios que demuestran el éxito de la cultura terapéutica:

Las universidades emplean a un gran grupo de profesionales para que gestionen los riesgos a los que se enfrentan los estudiantes, les aconsejen en materia de los aspectos prácticos de la reducción de daños y les brinden un apoyo que garantice su bienestar. Todas las universidades tienen una página web de bienestar que ofrece a los estudiantes distintos servicios terapéuticos (2018, pp. 54-55).

Este giro transforma la misión de la universidad priorizando el mandato ético de asegurar que sus habitantes se sientan a salvo; haciendo más hincapié en lograr un clima de seguridad que en promover una auténtica educación liberal (Sugarman, 2020, p. 359). El ethos terapéutico —explica Solé (2020, p. 112)— asume que el valor de cada uno depende de su constante optimización mediante la adquisición de habilidades de gestión emocional y cognitiva. Este utilitarismo emocional promueve una educación integral abocada al culto narcisista. Así se hace presente en la educación el hiperindividualismo contemporáneo. Pero este ethos terapéutico no se corresponde, ni con el carácter ético ni con el sentido humanista de la educación integral. Ésta es una acción ética —explica Prieto Egido (2018)— porque se educa a la persona completa, incluyendo su dimensión social, es decir, su necesaria relación con los otros y con el mundo. Si se reduce a la persona —amputando su dimensión social— también se reduce la noción de educación que pierde su carácter ético, al dejar de ser integral. El protagonismo de la Psicología en el campo educativo ha hecho posible este reduccionismo al asumir una tarea que no le corresponde. Desplazando a la Teoría de la Educación, la Psicología Educativa pretende señalar los fines de la educación en términos de modelos de vida saludable y de bienestar, manejando una idea de persona cerrada sobre sí misma (pp. 309-315).

Aquí subyace una instrumentalización emotiva que aporta técnicas de aprendizaje, pero la educación no se debería reducir a dar respuestas técnicas. La educación tiene un carácter ético porque se dirige hacia un ser inacabado —al que ayuda a crecer—, y también libre —por tanto, responsable de sus actos—, es decir, es un ser moral. Que la persona sea un ser social implica que es libre y tiene que convivir con sus semejantes. El carácter ético de la educación consiste en enseñar a usar bien la libertad. Esto supera las posibilidades de la psicología del bienestar con su división de emociones positivas y negativas, que solo permiten al sujeto guiarse por lo que siente en la medida en que le produce satisfacción. Pero desde Aristóteles (2018, 1105b25-1106a6), sabemos que la emoción en sí misma es moralmente ambigua y necesita ser guiada por la razón para adecuarse al objeto que la provoca. Por eso en educación lo más importante no es constatar que hay emociones positivas —las que nos hacen sentir bien y es preciso fomentar—. Por el contrario, lo más importante será enseñar a distinguir cuándo una emoción es buena —que no es lo mismo que positiva— porque es una reacción adecuada al objeto o circunstancia que la provoca, aunque me haga sentir mal. Por ejemplo, experimentar ira ante ataques al bien común es la emoción éticamente correcta, aunque no produzca ningún bienestar. Para determinar esto, la psicología carece de recursos. Solo puede hacerlo la educación integral de la persona, al enseñar a la libertad a desear lo que es bueno moralmente, aunque sea costoso. Aportando razones, la educación apela a la voluntad del educando para que incorpore libremente sus emociones a aquello que la razón le señala como bueno.

Este horizonte ético queda muy lejos del giro terapéutico que realiza un reduccionismo subjetivista del bien, incapacitando al sujeto para percibir lo que es bueno en sí, más allá de su satisfacción o bienestar. Quizás, la consecuencia más preocupante de este protagonismo de la Psicología es que ha desposeído a la educación de su verdadero carácter ético sustituyéndolo por el ethos terapéutico.

De este modo la atmósfera universitaria se ha transformado profundamente. Ahora parece ser un lugar donde se asume que el personal y los estudiantes pueden necesitar asesoramiento para afrontar todos los aspectos de la vida universitaria. Un número cada vez mayor se presentan abiertamente con problemas emocionales y sociales. Las mentes más brillantes descubren ahora que buscar la verdad y la sabiduría es una rutina emocional. ¿Qué ha sucedido con la vida de la mente para convertirla en un asunto emocional más que crítico? (Ecclestone y Hayes, 2008, p. 86).

7. A MODO DE CONCLUSIÓN

Indudablemente este cambio lo han operado muchos factores. Mi propuesta ha sido analizar algunos de ellos: la psicologización de la vida a través de la dialéctica positividad-negatividad; el individualismo que conlleva; la transformación de la atención; el aumento de rendimiento y mejora continuo; y la intensa vida digital de conectividad constante que acompaña y potencia al máximo cada uno de los fenómenos anteriores. Entre todos ellos se ha obrado, por utilizar la expresión de Haidt y Lukianoff (2019), la transformación de la mente moderna. Una mente incapaz de reflexión porque se caracteriza por unos rasgos contrarios a la vida contemplativa: centrada en sus vivencias o experiencias, en alerta y vigilancia permanente sobre sí, sin concederse el descanso de parar, siempre activa, con una capacidad de atención superficial y fragmentada. Precisamente la reflexión, que abre la puerta de acceso a la vida contemplativa, es todo lo contrario, consiste en una actitud de apertura hacia la realidad que baja el nivel de alerta, que interrumpe cualquier otra actividad y que presta una atención profunda, intensa y única.

Por su capacidad de apertura, la reflexión permite acceder al patrimonio cultural, que no consiste en una erudita acumulación de datos, sino entrar a formar parte de una comunidad viva que comparte con nosotros su herencia. La vida intelectual hace comunidad, por eso la cultura tiene que ver con vínculos interpersonales y la incultura tiene que ver con el individualismo. Esta es la clave para explicar el milagro de la transmisión cultural.

Como dice Hitz, aprender nos permite disponer de un espacio de conexión que va más allá de lo meramente social, como la obtención de aprobación o el establecimiento de autoridad o el prestigio; más bien nos olvidamos de nuestras diferencias al preocuparnos por una meta compartida. Pero la vida intelectual ofrece algo más. Los libros, las ideas, las reflexiones ordinarias sobre la vida son formas de pensar sobre lo que tenemos en común con otros seres humanos: por ejemplo, sobre nuestras fortalezas y debilidades, sobre la familia, el amor, el conocimiento o el sentido de la vida. Cuando la mente ociosa se torna hacia una búsqueda común de autocomprensión a través de novelas, películas, historia o filosofía, la humanidad que compartimos se abre en todos los aspectos fundamentales de la vida. El aprendizaje humanista y la vida intelectual tienen el poder de formar tipos inusuales y extraordinarios de vínculos, que no se basan en la instrumentalización de la persona sino en el respeto mutuo; esto implica una conexión real con otros seres humanos alimentando formas genuinas de comunidad y comunicación. El mundo de la literatura, por ejemplo, entraña una universalidad; al leer escapamos de nuestras circunstancias particulares para conectar con aquellas realidades humanas que pueden darse sin que importe el periodo histórico ni el lugar. Al permitirnos conectar con los seres humanos de otros tiempos y lugares, la vida intelectual preserva al individuo al identificarlo como miembro de una comunidad humana más amplia, revelando así una dignidad que se comparte con los demás (2022, pp. 124-129).

La condición de posibilidad para crear esa comunidad es que se comunique el patrimonio cultural que nos hace entendernos como personas, por tanto, como seres sociales. Esto es lo que hoy en día resulta muy problemático, como señala Solé (2020, p. 113), porque al subordinar la tarea educativa al desarrollo de las emociones, convertidas en objetos que pueden ser transformados por acciones estratégicas al margen de cualquier contenido cultural, se pone de manifiesto el vacío que esconde la aspiración individualista a la felicidad. Así, la propuesta cultural de la educación se reduce a la transmisión de ese vacío. Bornhauser y Garay (2023, p. 112) subrayan que, cuando la OMS describe las emociones como habilidades para la vida, hace palpable ese vacío, porque no es capaz de responder para qué tipo de vida capacitan esas habilidades. Lo que vuelve a hacer patente la pérdida del carácter ético de la educación supeditada al desarrollo de las emociones.

Por eso, para revertir la situación actual hasta lograr una cultura educativa escolar y universitaria más reflexiva, que se aproxime al ideal de vida intelectual y contemplativa que acabamos de describir, no es suficiente proponerse lo que Ehrenreich llama el pensamiento postpositivo, que consiste en un sano realismo vigilante (2011, pp. 236, 238, 216). Es necesario también empeñarnos en hacer llegar a las siguientes generaciones nuestro patrimonio cultural, el cual se transmite vitalmente a través de una auténtica convivencia humana.

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