ISSN: 1130-3743 - e-ISSN: 2386-5660
DOI: https://doi.org/10.14201/teri.31071

LA POLÍTICA DE LA EDUCACIÓN EN LA ENSEÑANZA UNIVERSITARIA: UNA REFLEXIÓN SOBRE SU RELEVANCIA Y UNA PROPUESTA SOBRE SU CONTENIDO

The Politics of Education in University Teaching: A Reflection on Its Relevance and A Proposal on Its Content

Patricia VILLAMOR MANERO
Universidad Complutense de Madrid. España.
pvillamo@ucm.es
https://orcid.org/0000-0002-8154-8451

Fecha de recepción: 29/11/2022
Fecha de aceptación: 13/01/2023
Fecha de publicación en línea: 01/07/2023

Cómo citar este artículo: Villamor Manero, P. (2023). La política de la educación en la enseñanza universitaria: una reflexión sobre su relevancia y una propuesta sobre su contenido. Teoría de la Educación. Revista Interuniversitaria, 35(2), 191-208. https://doi.org/10.14201/teri.31071

RESUMEN

En este artículo se defiende la necesidad de que la asignatura de Política de la Educación se incluya en todos los grados universitarios del ámbito de la educación. Se parte una breve presentación de la materia y de los problemas con los que se ha encontrado en los últimos años de su desarrollo, entre ellos la gran desafección de los jóvenes por la política y el desplazamiento de la responsabilidad de la toma de decisiones en favor de expertos técnicos, que instrumentalizan las finalidades educativas. Para afrontar dichos problemas se propone repensar la noción de lo político como contenido de dicha asignatura, en tres aspectos determinantes: como relación; la búsqueda de lo común; y la propuesta de una participación inteligente en los términos de una conversación sobre lo anterior. La política surge en el seno de una relación “entre” individuos que conversan sobre los asuntos que les son comunes, se dirige a la discusión de lo que precede a las decisiones y debe permitir la entrada de cualquiera en la conversación. En el caso de la Política de la Educación, este encuentro debe siempre considerar como plano de análisis prioritario el pedagógico. Finalmente, se incluyen algunas reflexiones sobre el valor específico que puede aportar el aula de Política de la Educación en la formación de los educadores y educadoras del futuro. Se apuntan algunas conclusiones sobre el espacio del aula como el espacio público reservado para tratar lo común y apropiarse de lo que como educadores nos es propio, esto es, el análisis pedagógico de la realidad que nos acontece.

Palabras clave: Política de la Educación; formación de formadores; participación; educación política; estudios universitarios.

ABSTRACT

This article defends the need for the subject of Education Policy to be included in all university degrees in the field of education. It is based on the analysis of the subject and the problems that it has encountered in recent years of its development, including the great disaffection of young people for politics and the displacement of decision-making responsibility towards technical experts, who instrumentalize the educational purposes. To face these problems, it is proposed to rethink the notion of the political as content of that subject, in three determining aspects: as a relationship; the search for the common; and the proposal of an intelligent participation in the terms of a conversation about the two above. Politics arises within a relationship “between” individuals who talk about issues that are common to them, it addresses the discussion of what precedes decisions and must allow anyone to enter the conversation. In the case of Education Policy, this meeting should always be considered as a priority level of pedagogical analysis. Finally, some reflections on the specific value that the Education Policy classroom can bring to the training of future educators are included. Some conclusions are pointed out about the classroom space as the public space reserved to deal with the common and appropriate what as educators is our own, that is, the pedagogical analysis of the reality that happens to us.

Keywords: Education Policy; training of trainers; participation; political education; university studies.

1. INTRODUCCIÓN

“Si yo quisiera explicar lo que era entonces para mí la política, no sabría. Yo creía en la cultura, en la educación, en la justicia. Amaba mi profesión y me entregaba a ella con afán. ¿Todo eso era política?”
(Aldecoa, 1996, p.107).

La Política de la Educación es una disciplina con cierta trayectoria en la formación inicial de los y las educadoras. En estos momentos en los que las diferentes crisis políticas y económicas no provocan sino un descontento generalizado traducido habitualmente en una desconfianza hacia la clase política y las decisiones que toman sobre el devenir de las diferentes sociedades, este es un buen lugar para reclamar, con más fuerza, la posición de esta asignatura y el valor que aporta en la formación de estudiantes universitarios que se están preparando para el campo profesional de la educación.

Sin embargo, es también el momento de volver a pensar hacia dónde queremos dirigir la mirada de la Política de la Educación y analizar cómo es y cómo podría ser su manera de abordar los problemas educativos. Este artículo nace de la reflexión de más de veinte años acompañando a estudiantes a caminar y avanzar desde la demanda de conocimientos técnicos sobre el sistema educativo para comprender su regulación normativa, hacia la inmersión en estos conocimientos posibilitando su participación y compromiso en una conversación sobre el análisis pedagógico de la realidad de lo que nos es común; pues estamos seguros de que la Pedagogía puede llegar a ser el motor de la reflexión política y la acción (Van Manen, 1998, p. 216). A pesar de que ya se ha explicado en otro lugar la necesidad de superar la invasión política de la Pedagogía (la politización de todo fenómeno educativo), reclamando una nueva manera de articular los vínculos entre lo político y lo educativo (Villamor Manero, 2009), ahora se hace prioritario superar la desafección de la juventud hacia la política que conduce de manera natural al aislamiento de la Política de la Educación. Para superar esta desvinculación y desinterés, la Política de la Educación ha de empezar a pertenecer a todo maestro, pedagogo y educador en lugar de formar parte de la agenda de unas pocas personas expertas en ella. En definitiva, este artículo nace de las muchas ocasiones es que distintas personas han solicitado cambiar el nombre a esta asignatura para que resulte más atractiva o se ha pretendido diluirla a través de la introducción de contenidos o competencias transversales fragmentadas en otras asignaturas. No hay mejor manera de hacer desaparecer la Política de la Educación que llamándola de otro modo, convirtiéndola en otra cosa. La Política de la Educación requiere un espacio propio en la formación de educadores y educadoras, veamos por qué.

2. ENSEÍAR (O ESTUDIAR) POLÍTICA DE LA EDUCACIÓN

La Política de la Educación, como disciplina académica en las Facultades españolas nació en el año 1974 (Fernández Soria, 2016, p. 372), reconociendo de ese modo la dimensión política de la educación (Jover, 1999). Su presencia en los distintos planes de estudio es irregular, aunque siempre ha ocupado un lugar desde entonces. Se puede encontrar como asignatura (aunque lamentablemente en algunos casos solamente como materia optativa) en la mayoría de los Grados de Pedagogía en todo el territorio nacional, pero se manifiesta su ausencia en los Grados de Maestro (datos de un estudio de la Unidad de Investigación en Política de la Educación de la Universitat de Valencia, citados en Fernández Soria, 2016). A la vista de estos hechos, cabe interrogarse sobre si la Política de la Educación puede ofrecer algo significativamente necesario en la formación de docentes y no sólo en la de pedagogos.

Sin profundizar de manera detallada en el modo de conocimiento de dicha disciplina, por no ser este el objetivo de estas páginas es necesario reconocer el carácter simultáneamente descriptivo, explicativo, normativo y valorativo que presenta. Es decir, su ámbito propio de conocimiento debe situarse en el plano de las condiciones empíricas y jurídicas y el de las aspiraciones éticas siempre condicionadas por el contexto histórico y social (Jover, 1999, p. 109), y todo ello bajo el prisma de una mirada pedagógica, tanto para analizar la norma como los propios ideales que guían a las sociedades civiles y políticas. De este modo, aunque la Política de la Educación ha sido definida a menudo como el estudio científico de las políticas educativas, es muy importante recordar que el ordenamiento jurídico por sí solo no cambia la realidad educativa (Jiménez, Jiménez, y Palmero, 2006, p. 254). En este ámbito de conocimiento deben confluir, en cambio, como ya proponía Jover (1999), diferentes planos normativos (jurídico, crítico y pedagógico) que abran distintas posibilidades de desarrollo y de análisis. Sin necesidad de articular jerárquicamente estos tres planos, lo que se defiende es la necesidad de que los educadores logren conocerlos y reconocerlos en los acontecimientos político-educativos de nuestro entorno, no sólo en la normativa reguladora del sistema de enseñanza, sino también en los discursos, en las influencias de los organismos internacionales y en la construcción misma del ideal pedagógico al que aspiran cada una de las sociedades. Así pues, la Política de la Educación, en tanto que disciplina, constituye un corpus de conocimiento científico capaz de diagnosticar problemas de educación y de establecer un conocimiento pedagógico sobre el modo de alcanzar los fines perseguidos por el conjunto de la sociedad (Jiménez, Jiménez, y Palmero, 2006). Más aún, la Política de la Educación nos proporciona conocimiento para poder discutir y establecer tales fines; tal es quizá el objetivo más importante de la enseñanza de esta materia en la formación de los educadores (grupo profesional entendido en sentido amplio tal y como se detallará a lo largo del texto).

En los últimos años, a pesar de su gran valor, esta asignatura se enfrenta a algunos problemas y a unas nuevas formas de desarrollo que impiden su expansión y sobre todo su reconocimiento entre los estudiantes de las Facultades de Educación.

En primer lugar, la Política de la Educación, no ha resultado muy atractiva para el estudiantado de los diferentes grados. Por un lado, hay que señalar el desprestigio alcanzado por la política general y la política educativa española en particular, frecuentemente acusada de no promover la estabilidad y avance del sistema educativo (Llorent Bedmar, y Cobano-Delgado, 2018; Puelles, 2007) -al aprobar durante la democracia once leyes orgánicas generales, seis de ellas en 30 años (entre 1990 y 2020) lo que supone al menos una por legislatura- ha provocado una gran desconfianza entre la población más joven. En realidad, este desprestigio se arrastra desde hace tiempo y en varias ocasiones ha sido señalada la falta de confianza en la política por las recientes generaciones (Jover 1999, p. 108) así como la apatía política (Fernández Soria, 2013).

Esta desafección provoca que los estudiantes sientan que los asuntos políticos les son ajenos y lo que es más grave aún, que deben permanecer así. El efecto de esta creencia es una clara separación entre la política y la educación y una desatención a la dimensión política del fenómeno educativo, que, sin embargo, se materializa (y condiciona quizá nuestras vidas) a diario en asuntos tales como el tipo de respuesta de un centro ante el acoso escolar, la orientación hacia la que se dirigen los proyectos de innovación educativa, los modelos de elección y financiación de centros adoptados por las distintas administraciones educativas o los modelos de formación e inserción profesional del profesorado; o dicho de otra manera, en el día a día de la vida escolar, seamos conscientes o no, la dimensión política de la educación se hace presente en todas las decisiones pedagógicas que se pueden adoptar.

Es posible suponer que en la actualidad universitaria asistimos pues a una representación de la Política de la Educación muy asentada en dicha desafección de la política, porque, entre otras razones, los estudiantes entienden que lo político está solo orientado por consideraciones partidistas. Ser conscientes de esto es importante si lo que queremos es, precisamente, repensar la noción de lo político para poder recuperar la enseñanza de la Política de la Educación con el sentido y el valor que debe tener.

Porque no se trata sólo de una materia de un currículo, sino que responde a una visión del mundo en tanto que mundo común. En cierto sentido, la educación, una palabra que diariamente aparece en la prensa y en otros medios de información, sigue siendo la gran ignorada. A menudo aparece en informes oficiales y en otro tipo de documentos como la varita mágica portadora de todas o casi todas las soluciones a nuestros problemas sociales. Cuando algo va mal en la sociedad, suele decirse que es un «problema de educación» o un problema que reclama, suelen afirmar los políticos, hacer más «pedagogía», como si lo socialmente justificado estuviese ya, por eso mismo, pedagógicamente justificado (Villamor Manero, 2009, p. 296). Esta proyección de lo social en lo pedagógico tiene como consecuencia la subrogación de lo propiamente educativo a lo social y más aún, coloca a la escuela en un lugar de fracaso continuo ya que no puede resolver todas esas cuestiones de manera unilateral. Cada vez que se alude a una crisis de la educación se abordan cuestiones puntuales, que sin duda son importantes y merecen toda nuestra atención.

Parece haberse instalado en la sociedad la idea de que la educación está en crisis permanente, por decirlo ahora con Hannah Arendt, a la que volveremos después, atribuyendo la causa a que sus fines son fijados ideológicamente desde la parcialidad que inevitablemente marcan las distintas opciones políticas. Es difícil establecer tales fines desde un marco objetivo; en realidad, no parece posible. No hay experto que pueda orientar las finalidades, pero como indican Jiménez, Jiménez y Palmero (2006, p. 253), el diseño de la política educativa debería buscarse en la convergencia de criterios que permitan un consenso sobre los modelos pertinentes en cada momento.

Otro de los problemas a los que se enfrenta la supervivencia de la Política de la Educación como contenido en la formación de los educadores, ha emergido en las últimas dos décadas con la aparición de una nueva política basada en evidencias, y por tanto, pretendidamente desprovista de carga ideológica1 (incluyendo la ideología pedagógica) y apoyada en una supuesta objetividad de las decisiones tomadas. Esta nueva forma de abordar la Política de la Educación y también, la política educativa internacional, viene avalada por organismos supranacionales que han impulsado múltiples instrumentos de evaluación (el Programa PISA, Programme for International Student Assessment, puesto en marcha por la OCDE, Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos, es sin duda el más claro ejemplo de esta nueva manera de analizar las realidades educativas), que pretenden mostrar datos (donde antes se mostraban normas jurídicas como referente único de la política) que justifiquen decisiones consideradas unívocas. Desaparecen de este modo los planos de análisis combinados que se presentaban al comienzo de este texto como forma de entender la esencia discursiva de la política.

Las justificaciones de las reformas son ahora imperativos científicos y no ideológicos. La educación se desubica ideológicamente, apartándola así de la confrontación política, la argumentación se centra en una racionalidad instrumental, eclipsando la conversación sobre los propósitos de la educación (Jover, Prats, y Villamor, 2017, p. 67). En parte, esta tendencia podría considerarse heredera del positivismo, que en su origen generó una separación radical entre la teoría y la práctica, provocando una tecnocracia y la supremacía del experto (Jiménez, Jiménez, y Palmero, 2006, p. 258). La teoría viene entonces avalada por el conocimiento científico, pero la práctica se somete a la incertidumbre de la acción libre, por lo que para poder atribuir a las ciencias sociales la objetividad necesaria se requiere del principio de neutralidad valorativa.

La citada tecnificación de la política arrastra tras de sí una despolitización de la Política de la Educación. El valor de la objetividad hace que la política no tenga cabida en la formación, en el debate y sobre todo, en la definición del bien común. Asistimos a una educación individualista, en la que las familias sólo están legitimadas para tomar decisiones sobre la educación privada (individual) y los docentes son condicionados para promover una educación basada en los resultados señalados fuera de la propia institución. Aun aceptando como dicen Simons y Masschelein (2014, p. 33) la necesidad de que el espacio escolar sea un espacio de suspensión de las reglas que rigen la familia o el resto de los grupos sociales, también es cierto que la participación de las familias en las decisiones escolares es imprescindible para dar ese paso hacia la discusión comunitaria sobre el bien común que se propone en este texto.

Es difícil en esta sociedad global, gobernada por el modelo neoliberal económico, definir, o mejor dicho, redefinir, el contenido de la disciplina de la Política de la Educación como disciplina académica. Lo político no debe reducirse a la solución de problemas sociales como la segregación, la discriminación o las desigualdades, pero tampoco limitarse a las altas gestiones de los asuntos del Estado, lugar en el que estamos ahora, donde sólo los expertos (en la política o en la educación) pueden tomar decisiones sobre el qué y sobre el cómo; quizá también sobre el cuándo.

3. REPENSAR LO POLÍTICO

Llegado este momento, es importante, tal y como pretendió hacerlo Hannah Arendt, tratar de redefinir lo político para, desde ahí, pensar después cómo debe ser el aula de Política de la Educación y cuál es su valor o importancia para los educadores en formación. Es cierto que siempre que definimos dejamos algo fuera de lo definido, pues definir es delimitar, y al delimitar separamos, discernimos. En este caso, se trata de delimitar lo mejor posible la noción de lo político, aunque corramos algunos riesgos con ello, pues nos tendremos que adentrar, al menos parcialmente, en aspectos más o menos filosóficos sobre la política.

La noción de la política no pasa tanto por una cuestión meramente epistemológica cuanto ontológica, es decir, no es un asunto referido a los modos de justificación y fundamentación del saber que funda lo político, sino algo que compromete un cierto modo de vivir, de ser y estar en comunidad. Política o político son términos susceptibles de una fuerte confrontación interpretativa; esto es inevitable. Pero lo político, o la política, no tienen que ver con una esencia inmutable. Lo que aquí nos interesa, conviene insistir en ello, es preguntarnos qué significa lo político en el campo de la Política de la Educación considerando, como decíamos en las páginas previas, que este contenido está sujeto a los diferentes contextos históricos y sociales concretos.

Fina Birulés ha dicho, en su exploración del pensamiento de Hannah Arendt, que

sus reflexiones sobre lo político nada tienen que ver con la pregunta acerca de cuál es la mejor forma de gobierno, ni con una radical retirada del mundo, sino que poseen el carácter de ejercicios, de tentativas hechas por alguien que trata de responder al desafío de los acontecimientos del presente (2007, p. 65).

Birulés señala que Arendt trata de repensar la política intentando rescatar su dignidad y autonomía propias, sobre todo de acuerdo con la época que a esta pensadora le tocó vivir, en una Europa arrasada por los totalitarismos. Ni siquiera la filosofía, comenta Birulés, puede estar al margen de los asuntos humanos, como lo son los de la política. Lo político no es ni lo social ni los asuntos del Estado y su administración. Tampoco se reduce al juego de los partidos políticos y sus luchas.

Como se va a tratar de mostrar ahora, lo político o la política supone, y esto dota de gran contenido sustantivo a una Política de la Educación, una relación, una referencia a lo común, y una conversación. Se presentarán los tres aspectos de manera independiente, aunque es evidente que están íntimamente relacionados.

1. Relación. En ¿Qué es la política?, Arendt dice que "la política se basa en el hecho de la pluralidad de los hombres", es decir, en la evidencia de que lo que gobierna la Tierra es la pluralidad2, en un mundo donde todos somos iguales y diferentes al mismo tiempo. Además, "la política trata del estar juntos", o lo que es igual, que “la política surge en el entre y se establece como relación» (Arendt, 1997, pp. 45-46; cursiva en el original). La política, como la libertad que se le supone, emerge de ese entre, de ese estar juntos los seres humanos, que unen sus fuerzas, inteligencias y acciones para lograr un propósito común. La política, entonces, como la educación misma, se orienta al mundo y lo que hace, según la interpretación que Bárcena (2006) ofrece de las ideas de esta autora, es mundanizar el mismo mundo, o sea, contribuye a tornarlo humano.

La política es, claro, una expresión de lo político en tanto tiene que ver con lo procedimental de éste, y lo político, como lo define Díaz (2003, p. 50), se refiere a lo que emerge y se construye en un tipo de relación humana. El argumento es, como puede apreciarse, netamente arendtiano. Lo político trata entonces de todos, no de unos pocos, por lo que no es competencia exclusiva de especialistas. Díaz cree, además, que el no ejercicio de lo político finalmente nos deshumaniza. Recordemos, sin embargo, lo que acabamos de decir: que la política no es algo esencial al hombre en tanto que tal, sino que nace en el entre de los seres humanos que se unen de cara a obtener algún propósito común. Como la educación misma, la política es una relación.

Así pues, lo político no refiere una mera resolución más o menos técnica de problemas, ni tampoco cabe reducirla a la gestión de los asuntos del Estado, que cada vez más parece estar en manos de «expertos», sino que es un espacio intermedio entre lo social y el Estado mismo, como hemos apuntado. Como algunos autores han afirmado, la gestión de lo político, entendido este término como lo que se refiere a los asuntos comunes, involucra una única competencia: la competencia de cualquiera interesado en tales asuntos. Así lo dice explícitamente Jacques Rancière: "La política se vincula a esa universalización de la capacidad de cualquiera. […]: cualquiera es capaz de acción política" (Rancière, 2011, p. 239). Si esta afirmación es correcta, lo que hay que extender y multiplicar, entonces, es esa capacidad -habilitarla, formarla, educarla-, lo que es indispensable en un mundo, como el propio Rancière señala en otro momento del texto citado, que es demasiado "sólido", demasiado marcado por las "pertenencias".

Es así necesario abrir un lugar (los lugares se habitan, a diferencia de los espacios, que se recorren o de los que se apropian algunos) para que la comunidad pueda de nuevo participar en los asuntos comunes; lugares que, cada vez más, han sido ocupados por expertos con sus evaluaciones objetivas y sus ansias de datos (Biesta, 2011). Naturalmente, una capacidad semejante supone formar las destrezas intelectuales y éticas necesarias para participar de una conversación humana sobre la política, cuyo tema es el mundo común, tal y como se presenta en la vida democrática de una comunidad. Tal es, en parte, el contenido de la enseñanza de la Política de la Educación, como luego veremos.

Este asunto, que no es menor, reclama una reflexión más detenida sobre las relaciones entre la educación y la política, que es sin duda una cuestión sumamente compleja. Sabemos -es una declaración quizá obvia, pero hay que recordarla aquí- que al formar parte de un sistema social más amplio, innegablemente el diseño de un sistema educativo responde a las demandas que emanan de la sociedad en la que se inscribe, y precisamente por eso es posible afirmar, como a menudo se ha señalado, que "toda educación es política", y lo es “en el sentido de que actúa no únicamente sobre una dimensión propia de la persona individual, sino, al mismo tiempo, sobre el contexto social, su comunidad” (Vázquez, 2015, p. 12).

2. Lo común. En su obra La condición humana, Arendt decía que en el mundo, en tanto que común, "nos adentramos al nacer y dejamos al morir". Y dice que "trasciende a nuestro tiempo vital tanto hacia el pasado como hacia el futuro; estaba allí antes de que llegáramos y sobrevivirá a nuestra breve estancia". El mundo es común no sólo con nuestros contemporáneos, "sino también con quienes estuvieron antes y con los que vendrán después de nosotros. Pero tal mundo común sólo puede sobrevivir al paso de las generaciones en la medida en que aparezca en público" (Arendt, 2009, p. 64). El mundo es común no porque lo habiten seres humanos, sino porque se conversa en público sobre él, porque se analiza, se atiende o se estudia. Y se mantiene como tal cada vez que se transmiten cosas del mundo a las nuevas generaciones. El pasaje con el que la propia Arendt concluye su ensayo La crisis en la educación lo dice de este modo:

La educación es el punto en el que decidimos si amamos el mundo lo bastante como para asumir una responsabilidad por él y así salvarlo de la ruina que, de no ser por la renovación, de no ser por la llegada de los nuevos y los jóvenes, sería inevitable. También mediante la educación decidimos si amamos a nuestros hijos lo bastante como para no arrojarlos de nuestro mundo y librarlos a sus propios recursos, ni quitarles de las manos la oportunidad de emprender algo nuevo, algo que nosotros no imaginamos lo bastante como para prepararlos con tiempo para la tarea de renovar un mundo común (2019, p. 301).

Como recuerda Jorge Larrosa en su texto "Impedir que el mundo se deshaga" -y aquí sigue a Hannah Arendt-, la educación, la escuela, tienen que ver con la renovación del mundo común: "La escuela está para el mundo, para que los niños y los jóvenes se interesen por el mundo, para que les presten atención, para que lo cuiden y lo renueven, para impedir que el mundo se deshaga" (Larrosa, 2020, p. 78). Esta advertencia contrasta con el hecho evidente de que en nuestra realidad política actual, los partidos políticos se han apropiado técnicamente de lo político. Es como si únicamente existiera lo común en la medida en que es compartido con un partido o con una ideología determinada; o, por el contrario, lo que a menudo acontece también, que si alguien, por decisión personal, queda fuera de cualquier partido o grupo político, entonces no hay ya nada común que pensar o que pueda comprometerle. En este sentido se comparte plenamente la idea de Marina Garcés según la cual "el despertar del pensamiento pasa por una transformación íntima del sujeto, por su desplazamiento de lo propio y privado al territorio de lo común, de una razón común" (Garcés, 2013, p. 14).

En este texto, Larrosa cita una interesante distinción que Santiago Alba Rico hace sobre tres tipos de relación con las cosas; las cosas de comer, las cosas de usar y las cosas de mirar.

Las cosas de comer sirven para mantener la vida; las cosas de usar sirven para mantener la sociedad; las cosas de mirar sirven para mantener el mundo. El juego mismo de la cultura humana ha consistido básicamente en esta división y en la posibilidad, por tanto, de considerar las cosas desde al menos tres puntos de vista diferentes (como comida, como herramienta, como monumento) (Alba Rico, 2011, pp. 112-113).

El ser humano es un ser fabricador de utensilios que intensamente se sustituyen por otros nuevos, impidiendo que alcancen cierta memoria. Y están las cosas que, por valer solamente por sí mismas, sin otra utilidad a la vista, permiten producir mundo. En palabras de Larrosa:

La sociedad capitalista convierte todo en útil y en instrumento, mide todas las cosas por su función y por su eficacia. Además, la lógica de la renovación permanente y de la obsolescencia programada impide que los útiles ganen presencia y tengan alguna forma de permanencia, no les da tiempo para que puedan tener pasado, pasar de generación en generación, adquirir un alma. Nuestra sociedad destruye todo lo que se ha convertido en inútil, en anticuado, en pasado de moda, en viejo, y lo convierte en deshecho, en residuo, en desperdicio. Nuestra sociedad funciona como una gigantesca producción de objetos de consumo y de objetos de producción, de cosas de comer y de cosas de usar, pero funciona también como una gigantesca producción de basura en la que también los seres humanos son reducidos a utilizables o desechables. Las teorías del capital humano o de los recursos humanos mostrarían esta lógica en la que los hombres se convierten, ellos también, en cosas de comer o en cosas de usar (Larrosa, 2020, p. 81).

Lo que aquí nos interesa es percibir hasta qué punto esa lógica dominante de la que habla el autor citado no solamente impide la creación de lo común, sino que además contribuye a que eso común, en términos de un mundo posible, se deshaga.

3. Conversación y participación. Lo político, estamos diciendo, es lo común, pero lo común no en cuanto nos vemos cada uno de nosotros como ciudadanos, reflejados en nuestros intereses privados, sino que es común antes de mí como individuo, o con otras palabras: es común mientras sea el objeto de comunicación y encuentro entre generaciones. Es común sólo por el hecho de permitir una conversación. El filósofo político Michael Oakeshott, en una obra ya clásica, dijo algo interesante para lo que nos ocupa, ya que aprender a intervenir en esa conversación que vamos a referir es sin duda parte del objetivo de la Política de la Educación:

Como seres humanos civilizados, somos los herederos no de una investigación acerca de nosotros mismos y el mundo, ni de un cuerpo de información acumulada, sino de una conversación, iniciada en los bosques primitivos y extendida y vuelta más articulada en el curso de los siglos. Es una conversación que se desenvuelve en público y dentro de cada uno de nosotros […] Es la capacidad para participar en esta conversación, y no la capacidad para razonar convincentemente, para hacer descubrimientos acerca del mundo, o para inventar un mundo mejor, lo que distingue al ser humano del animal y al hombre civilizado del bárbaro. Propiamente hablando, la educación es una iniciación en la habilidad y la participación en esta conversación en la que aprendemos a reconocer las voces, a distinguir las ocasiones apropiadas para la expresión, y donde adquirimos los hábitos intelectuales y morales apropiados para la conversación. Y es esta conversación la que, en última instancia, da un lugar y un carácter a toda actividad y expresión humanas (Oakeshott, 1991, pp. 490-491).

Fijémonos en que este autor subraya que la conversación no pretende "inventar un mundo mejor". Se trata de adquirir "los hábitos intelectuales y morales apropiados para la conversación". Es un asunto de educación pues como dice Carbonell "la educación es una conversación continua y la pregunta es la gran puerta de acceso al conocimiento […] es el mejor entrenamiento que pude tener un ser humano para ser un ser humano” (Carbonell, 2019, pp. 70-71). En oposición a la actividad económica, cuyo territorio es principalmente la esfera privada, la política se ejerce preferiblemente en los espacios públicos (Fernández Soria, 2013, p. 67). La Política de la Educación pretende pues devolver al espacio público (empezando por el espacio público que es la Universidad, e incluso la propia aula) todo lo que se ha pensado sobre cómo se gobierna nuestra sociedad, cómo se gestionan los asuntos que nos son comunes, utilizando distintos planos de análisis para que la conversación sea más enriquecedora y no quede dogmatizada. La apropiación o colonización privada de los espacios públicos pasa por la superación del apoyo incuestionable en la tecnificación, ya sea la tecnificación del lenguaje o la expertización en los procesos, ya que de ese modo se contribuye a la descomunización e individualización. Como ha escrito Wendy Brown, refiriéndose a la educación superior:

Por primera vez en la historia de la humanidad, las políticas y la práctica de la educación superior se orientaban hacia la multitud, con lo que la destinaban de modo tácito a la participación inteligente en el mundo, más que a la servidumbre económica o a la mera supervivencia. A este respecto, una educación humanista generalizada en toda la sociedad hacía mucho más que propiciar la movilidad de clase y la igualdad de oportunidades. Por el contrario, el ideal de la democracia se llevaba a cabo en una nueva manera en la medida en que el demos se preparaba a través de la educación para una vida de libertad, entendida a la vez como soberanía individual (elección y búsqueda de los fines propios) y participación en el autogobierno colectivo (Brown, 2015, p. 251).

El neoliberalismo en el que estamos inmersos supone una radical ruptura con el planteamiento anterior y con la idea misma de la comunidad, con una visión pública o común del mundo, vaciando la esfera pública y dirigiendo todos los asuntos a lo privado (Bauman, 2014). Este neoliberalismo está proporcionando un mayor conformismo en la sociedad, en la medida en que lo realmente importante se decide fuera del espacio público y, por tanto, se decide al margen de una posible conversación inteligente de la ciudadanía, esto es, en la esfera económica y en los mercados. Lo común y lo solidario son sustituidos por lo individual y lo privado (Fernández Soria, 2016, p. 362). Como han dicho Posca y Bárcena,

la imagen económica del mundo que despliega el neoliberalismo, promueve una visión de la vida enteramente ligada al mundo del trabajo, de la productividad, de la competencia. El ser humano es representado como homo oeconomicus, como un sujeto que se ha empresarializado en cada intersticio, y que se configura, exclusivamente, como «capital humano (Posca y Bárcena, 2022, p. 45).

Asistimos por tanto a una nueva dirección de la Política de la Educación. Por un lado se reduce a las normas, a las leyes, que son las que identifican una representación del mundo de un único grupo, representación no dialogada que, por tanto, condiciona la expulsión de la comunidad educativa a los márgenes del debate; no únicamente de las políticas concretas que expresan una toma de decisiones final, sino también del debate que se debería realizar sobre el modelo de sociedad que queremos y las finalidades del sistema educativo que, de un modo u otro, va a ayudar a formar esa sociedad. Las leyes no deben ser tratadas solamente como instrumentos que pretenden regular la educación, sino que en realidad están al servicio de modelos de sociedad existentes o deseables. Y ese servicio puede afectar tanto a cuestiones materiales más o menos objetivables, al mantenimiento o generación de creencias, como, en fin, a la proliferación de medias verdades o mentiras absolutas y no necesariamente sólo por parte de los legisladores (Cabrera, 2016).

Como se ha pretendido describir un poco más arriba, el alejamiento y desconfianza hacia los políticos ha traído consigo una escasa participación en los asuntos comunes en los jóvenes dentro de las aulas universitarias, pero también de las comunidades educativas en los órganos de representación o en las asociaciones de familia de los centros educativos o de los vecinos en las asociaciones de barrio.

No es tanto la educación política, y mucho menos si la misma se entiende desde una noción meramente social de lo que significa ser un ciudadano, lo que se defiende aquí, sino la participación (insistamos, inteligente, culta, formada) desde y en lo común, desde esa sensibilidad que piensa que lo que pasa siempre es, también, lo que nos pasa a todos. Porque si no logramos esta implicación y participación, nunca rescataremos de manos de los expertos las competencias de gestión de lo común.

La renovación está en manos de los educadores, se alimenta de la gran conversación sobre la educación como algo que tiene que ver con el mundo, sobre lo que la comunidad desea compartir. En esa conversación no se busca perpetuar lo que siempre ha sido, sino que se aspira a asentar el cambio sobre la continuidad, rescatando del pasado lo mejor. La Política de la Educación como disciplina académica en la formación de educadores, aporta lo necesario para dicha renovación. Porque esta disciplina muestra el mundo tal y como está regulado, conduce a la comprensión de su funcionamiento, aplica análisis multidimensional sobre las normas y leyes que configuran la educación, mostrando el camino de las aspiraciones comunes al servicio de una configuración compartida del mundo y que, en tanto que tal, puede renovarse. Y son los recién llegados al mundo, por usar los mismos términos que emplea Arendt, quienes deben conocerlo para poder renovarlo, en vez de destruirlo o deshacerlo.

4. EL AULA DE POLÍTICA DE LA EDUCACIÓN

Lo que se postula aquí finalmente, es el valor de la asignatura de Política de la Educación en la formación de educadores. Tras el análisis de la asignatura y de lo que debe ser considerado en la dimensión política de la educación, es el momento de valorar su contribución en la formación de los estudiantes. Es interesante centrar el análisis en lo que aportará en cuanto a su formación profesional como educadores, entendiendo esta profesión en su sentido más amplio, incluyendo a pedagogos/as, educadores/as sociales y por supuesto, maestros/as y profesores/as de secundaria.

Para empezar, quizá sería conveniente recordar que la palabra aula (nosotros solemos decir "clase") significa "un espacio y un tiempo". Es un espacio que hay que cuidar pues, como dice Larrosa en una conversación con Karen Rechia, "es el lugar fundamental de oficio, como si dijéramos, el taller del profesor, el lugar esencial de su hacer" (Larrosa y Rechia, 2018, p. 59). Da lo mismo lo que en ella se enseñe, el aula es un lugar único, un espacio destinado a habitarse y un tiempo separado de todo lo que es externo, donde sin embargo el mundo entra de algún modo estudiando algo (López, 2019).

En primer lugar, y quizá como aportación más relevante, el aula de Política de la Educación proporciona un lugar, con espacio y tiempo propio, que se configura como un espacio público que permite la exploración de una interesante conversación en los términos en los que ha sido definida en el apartado anterior. Es sin duda el lugar al que pertenece la adquisición de los hábitos intelectuales y morales apropiados para la conversación (Oakeshott, 1991, pp. 490-491). Es el lugar en palabras de Simons y Masschelein (2014) que lleva a los estudiantes hasta el presente, sin un objetivo de preparación para el futuro, un espacio del medio:

La escuela, como una cuestión de suspensión, no sólo implica la interrupción temporal del tiempo (pasado y futuro), sino también la eliminación de cualquier tipo de expectativas, exigencias, papeles y deberes conectados a un espacio determinado fuera de la escuela. En este sentido, el espacio escolar es abierto y no fijado. El espacio escolar no se refiere a un espacio de paso o de transición (del pasado al presente), ni a un espacio de iniciación o de socialización (del hogar a la sociedad). Más bien debemos concebir la escuela como una especie de medio puro. La escuela es un medio sin un fin y un vehículo sin un destino determinado. Imaginemos un nadador que intenta cruzar un ancho río. Parece que nada simplemente de un margen al otro (es decir, de la tierra de la ignorancia a la tierra del conocimiento). Pero esto significaría que el propio río no tiene ningún sentido, que sería una especie de medio sin densidad, un lugar vacío, como volar por el aire. Eventualmente, es claro que el nadador llegará a la orilla opuesta, pero lo más importante es el espacio entre los márgenes (el medio, un lugar que incluye todas las direcciones). Este tipo de “espacio del medio” no tiene orientación o destino pero hace que sean posibles todos los destinos y todas las orientaciones. Quizá la escuela sea otra palabra para este espacio del medio donde los profesores llevan a los jóvenes hacia el presente (Simons y Masschelein, 2014, pp. 37-38).

Para Fernández Soria (2013, p. 68), el aprendizaje experiencial que simboliza la relación entre educación y sociedad es necesario para que los estudiantes entiendan el funcionamiento de la política; y a la inversa, la adecuada enseñanza de la política mejora las experiencias didácticas basadas en la experiencia. Para el propósito que nos ocupa, es más interesante la segunda parte de la afirmación que la primera. En cualquier caso, no se trata de reproducir debates, ficcionar elecciones o crear nuevos partidos, sino que se trata de pensar, participar reflexionando y colaborando en la definición de eso común que antecede a las decisiones tomadas en las políticas educativas. Se trata quizá de explorar en el aula lo común, la relación de la que surge y habitar y experimentar la conversación, lo que Wendy Brown llama "participación inteligente", y todo ello a partir de la lectura de textos, la propuesta de temas para el aula, la revisión de creencias establecidas, etc. No es únicamente cuestión de competencias discursivas, sino que se trata de un tiempo y un espacio reservado para tratar lo común y apropiarse de lo que como educadores nos es propio, esto es, el análisis pedagógico de la realidad que nos acontece. El objetivo no es conocer la historia de la política educativa de un país o la normativa reguladora ni incluso saber interpretarla. El estudio de esta materia nos ayuda a conocer lo que hace que el mundo educativo sea lo que es, y también a saber lo que queremos que sea. No es una participación basada en la acción ni en un único modo de ser en el aula, basta con pararse a pensar en lo que hacemos (como si eso fuese poco), caer en la cuenta, prestar atención (Bárcena, 2012, p. 35) mientras habitamos este “espacio del medio”.

La única precaución es resistir ante la tendencia general de pensar que lo común es lo que compartimos por la identificación con un partido político, por el ideario defendido o por el acuerdo o desacuerdo con una medida política.

Es la pedagogía, a través del estudio de la Política de la Educación, la que puede como indican Vázquez (2015, p. 85) y Villamor Manero (2009) rescatar la dimensión política de la educación y resistir de ese modo, a la asunción totalitaria de la educación por parte de la política. Se trata de recuperar con orgullo la posición de los educadores en la discusión sobre el modelo de sociedad y las aspiraciones del sistema educativo y la educación no formal, desbancando de ese modo a los expertos que pretenden marcar la agenda educativa a través de documentos y evaluaciones objetivas. Los estudiantes, en tanto que estudiosos de la educación, no deben dejar las decisiones a otros, pero no las decisiones individuales, sino las colectivas. Es parte del contenido de la asignatura hacer presente algo interesante que merece nuestra atención compartida en el espacio público y ante todos y permitir la participación comprometida de cada uno de los estudiantes, futuros educadores (Larrosa y Venceslao, 2021).

De hecho, esa condición de futuros educadores es la que justifica en otro sentido diferente la necesidad de la inclusión de esta asignatura en todos los grados de su formación de origen. Todos los espacios educativos, ya sean escolares o pertenecientes a la educación no formal, representan espacios políticos, donde también es importante recuperar la voz por parte de la comunidad educativa y los agentes implicados en estos procesos: familias, vecinos, los propios estudiantes de enseñanzas no universitarias… Todos estos colectivos también han sido desplazados de una conversación sobre lo común que les incumbe. Desde hace años las familias, por ejemplo, han sido excluidas de las escuelas, incluso de las decisiones más relevantes de los órganos de representación colegiada, decisiones a las que solamente se accede por poseer conocimientos y sabiduría experta. En determinadas ocasiones, ciertos estudiantes (futuros docentes) que son interpelados sobre el papel de las familias en las escuelas, afirman que estas suelen entorpecer las funciones docentes o de los educadores en general3. Y esto lo dicen sin experiencia de participación en comunidades educativas y sin experiencia docente relevante, es decir, se posicionan reproduciendo jerarquías de conocimientos que asumen sin reflexión, porque no sienten que es su responsabilidad hacer política educativa en el centro escolar ni ser el motor de impulso hacia la participación de las familias; más bien quieren ser quienes frenen dicha participación. Esta creencia se basa en asumir el centro como un espacio no público y no político y en pensar la presencia de las familias como una expresión de deseos individuales y no comunes y no comprometerse en reorientarlas, en crear ese nuevo lugar. Pero del mismo modo que el aula universitaria de Política de la Educación debe ser el lugar donde conversar sobre lo común desde la pedagogía, las escuelas deben representar proyectos comunes y no mera expresión de visiones individuales, deben poder convertirse en un lugar público de encuentro para la comunidad educativa, donde todos estén invitados a participar. La Política de la Educación debería contribuir a la formación de las y los estudiantes para que colaboren en la apertura de los espacios de conversación pedagógica.

Pero finalmente, no puedo evitar el deseo de trascender el aula, de poner la Política de la Educación al servicio de la democracia. Lo común, lo público, la conversación, deben llegar a otros lugares, a otros centros, a otras aulas. No deseo que se llenen de expertos en políticas educativas. Deseo que se llenen de educadores que inviten a los demás a participar e implicarse en la conversación sobre lo que nos es común.

Si un educador no se forma en Política de la Educación, si no la siente como un ámbito propio, no podrá hacer del espacio público y político un espacio de pertenencia y por tanto tampoco de los jóvenes a los que enseña el mundo. Seguirá creyendo que la política está inevitablemente politizada y que el único deseo posible para un educador es actuar y pensar en una educación objetiva, sin juicio pedagógico alguno.

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1. Al referirme a estos conceptos tengo en cuenta lo que José Ortega y Gasset escribió en Ideas y creencias al señalar que "no hay vida humana que no esté desde luego constituida por ciertas creencias básicas […] vivir es tener que habérselas con algo: con el mundo y consigo mismo". (Ortega y Gasset, 1964, p. 18). Si es cierto que "en la creencia se está" y que "las ideas se tienen" el debate y la discusión en Política de la Educación no puede evitar ambas, pero en la enseñanza de esta materia, debemos esforzarnos pedagógicamente en superar la dimensión puramente de las creencias.

2. Conviene matizar que la pluralidad de la que habla Hanna Arendt aquí no se identifica con el pluralismo, es decir, las distintas opciones que los individuos tienen en relación con los asuntos comunes que ella identifica con lo político (Birulés, 2007).

3. Esta percepción sobre el papel de las familias se basa fundamentalmente en la propia experiencia docente de la autora, pero en cierto sentido se pudo constatar en los trabajos relacionados con el proyecto de investigación “PROFICIENCYIN+EDU: Formación colaborativa en competencias docentes para la inclusión y la excelencia” (Referencia: RTI2018-096761-B-I00 MINECO/FEDER) donde una de las competencias trabajadas con las y los docentes en ejercicio era la de “Vínculos con la comunidad” que implicaba la relación con las familias.