ISSN: 1130-3743 - e-ISSN: 2386-5660
DOI: https://doi.org/10.14201/teri.30261

CRÍTICAS CONSTRUCTIVAS A LA EDUCACIÓN EMOCIONAL

Constructive Criticism of Emotional Education

Raquel ZALDÍVAR SANSUÁN
Universidad Complutense de Madrid. España.
raquel.zaldivar.sansuan@gmail.com
https://orcid.org/0000-0001-9180-778X

Fecha de recepción: 11/09/2022
Fecha de aceptación: 22/03/2023
Fecha de publicación en línea: 01/01/2024

RESUMEN

Desde la última década del siglo XX hasta la actualidad, se ha producido un interés creciente por la educación emocional en la realidad académica y divulgativa. Las aportaciones de la inteligencia emocional, la neurociencia y la psicología positiva han sido muy relevantes para su fundamentación. La educación emocional ha conseguido justificar la necesidad de su existencia y la importancia de su introducción en la educación formal, reflejarse en la legislación educativa y llevar a la práctica el desarrollo de materiales, programas y propuestas. Una vez llegados a este punto, la investigación académica sobre educación emocional debe repensar algunos de sus aspectos fundamentales, los cuales no han sido suficientemente cuestionados debido a la necesidad de centrar sus esfuerzos en justificar su existencia y demostrar su utilidad. En este artículo se presenta el estado de la cuestión de la educación emocional y se realiza una discusión sobre cinco ideas: la consideración limitada de que la educación emocional tiene como objetivo alcanzar el bienestar personal y social; la diferenciación dicotómica entre emociones positivas y negativas; los vínculos difusos con la educación ética y moral; el riesgo de que los procesos educativos relacionados con la educación emocional se asemejen a una terapia psicológica; y la posible duda sobre la educabilidad de las emociones. La reflexión sobre estos aspectos parte de la necesidad de considerar de forma crítica y constructiva ideas que se dan por sentadas en la investigación y la práctica de la educación emocional. Las propuestas que se realizan pretenden contribuir a la mejora de la concepción de la educación emocional y a la puesta en valor de la realidad compleja y vital que suponen las emociones en el ser humano.

Palabras clave: investigación pedagógica; pertinencia de la educación; psicología del desarrollo; desarrollo afectivo; educación moral; educación emocional.

ABSTRACT

From the last decade of the twentieth century to the present, there has been a growing interest in emotional education in the academic and divulgation reality. The contributions of emotional intelligence, neuroscience and positive psychology have been very relevant for its foundation. Emotional education has managed to justify the need of its existence and the importance of its introduction in formal education, to be reflected in educational legislation and to put into practice the development of materials, programs and proposals. Once we have reached this point, academic research on emotional education must rethink some of its fundamental aspects, which have not been sufficiently questioned due to the need to focus its efforts on justifying its existence and demonstrating its usefulness. This article presents the state of the question of emotional education and discusses five ideas: the limited consideration that emotional education is aimed at achieving happiness and social well-being; the dichotomous differentiation between positive and negative emotions; the blurred links with ethical and moral education; the risk that educational processes related to emotional education may be likened to psychological therapy; and the possible doubt about the educability of emotions. The reflection on these aspects is based on the need to critically and constructively consider ideas that are taken for granted in the research and practice of emotional education. The proposals that are made are intended to contribute to the improvement of the conception of emotional education and to the valorization of the complex and vital reality that emotions represent in the human being.

Keywords: pedagogical research; educational relevance; developmental psychology; emotional development; moral education; emotional education.

1. LA EDUCACIÓN EMOCIONAL: ESTADO DE LA CUESTIÓN

En 1997 se funda en la Universidad de Barcelona el Grupo de Recerca en Orientación Psicopedagógica (GROP), que ha liderado la investigación sobre educación emocional en España. La educación emocional “es una innovación educativa que responde a necesidades sociales no atendidas en las materias académicas ordinarias. […]. La finalidad es el desarrollo de competencias emocionales que contribuyan a un mejor bienestar personal y social” (Bisquerra, 2003, pp. 7-8). Las competencias emocionales que se pretenden desarrollar se dividen en cinco grupos: la conciencia emocional consiste en conocer y nombrar nuestras emociones y las de los de los demás; la regulación emocional se basa en la expresión y el afrontamiento emocional en relación con lo cognitivo y lo comportamental; la autonomía emocional desarrolla la capacidad para influir en las emociones personales; las competencias sociales abordan la interacción armónica, respetuosa y comunicativa entre las personas; y por último, las competencias para la vida y el bienestar son capacidades personales que permiten decidir y determinar el curso de nuestra existencia (Bisquerra y Pérez Escoda, 2007). La educación emocional, por lo tanto, pretende valorar el papel de las emociones en la educación y producir el desarrollo de las competencias emocionales de los estudiantes. Los fundamentos de la educación emocional son la inteligencia emocional, la neurociencia y la psicología positiva (Bisquerra, 2013; Bisquerra y Hernández, 2017). Por ello, vamos a realizar una breve introducción de estos tres conceptos que conforman el núcleo teórico de la educación emocional.

La educación emocional desarrollada en las últimas décadas en España parte del concepto de inteligencia emocional, cuyo origen se sitúa en las inteligencias múltiples de Gardner (1983), en la propuesta científica del concepto de Salovey y Mayer (1990), y en la divulgación realizada por Goleman (1995), la cual traspasó el ámbito académico y tuvo un importante calado en la sociedad. La inteligencia emocional ha tenido una gran repercusión en el ámbito español, la investigación del concepto y la justificación de su importancia en el mundo educativo ha sido muy fructífera (Dueñas Buey, 2002; Cohen, 2003; Mestre Navas y Fernández Berrocal, 2007; Extremera y Fernández Berrocal, 2013; Acosta Vera, 2015; Bisquerra et al., 2015; Fernández Berrocal, 2018; García Morales, 2022; Sánchez Gómez et al., 2022).

La inteligencia emocional es una habilidad, rasgo o capacidad psicológica que ha sido clave para la profundización en el estudio de la emocionalidad del ser humano en la actualidad. Pertenece principalmente al ámbito de la psicología, en el cual se considera un constructo psicológico complejo del individuo que puede ser medido en su grado de posesión. Fernández-Berrocal y Ruiz Aranda (2008) consideran que la inteligencia emocional se basa en la utilización de las emociones para una correcta adaptación al medio y para la solución de problemas. De esta manera, en el terreno educativo la “enseñanza de estas habilidades depende de forma prioritaria de la práctica, […] no tanto de la instrucción verbal. Lo esencial es ejercitar y practicar las habilidades emocionales y convertirlas en una respuesta adaptativa más del repertorio natural de la persona” (p. 432). Podemos comprobar el carácter eminentemente práctico que se otorga a la inteligencia emocional en la educación, considerada como un conjunto de habilidades que se pueden mejorar a través de su ejercitación. Entre los beneficios que provoca este proceso los autores destacan su influencia en las relaciones interpersonales, el bienestar psicológico, el rendimiento académico y la reducción de conductas disruptivas.

Además de la inteligencia emocional, las aportaciones de la neurociencia a la educación también han conformado el núcleo teórico de la educación emocional. La neuroeducación “pretende destacar el papel crucial del estudio del cerebro en la educación” (Pallarés-Domínguez, 2016, p.943) y apuesta de forma clara por la importancia de las emociones en el funcionamiento del cerebro (LeDoux, 1999; Damasio, 2000; Ibarrola, 2013; Mora, 2013b; Bueno i Torrens, 2019). Como señala García Carrasco (2009, p. 92): “Ninguna descripción o explicación sobre los procesos educativos quedaría completa sin tomar en consideración los muchos episodios emocionales que intervienen en los procesos formativos cotidianos”. Según López Cassá y Pérez Escoda (2019), la neurociencia justifica la importancia de las emociones en la educación por su capacidad para mejorar aspectos básicos del aprendizaje como la atención, la memoria y la motivación. La neurociencia responde claramente a la cuestión sobre la importancia de las emociones en la educación, y lo hace considerando su papel vital en la mejora de la motivación y el aprendizaje.

El cognitivismo consideró como procesos fundamentales de la mente el aprendizaje, la memoria y la atención. Consideraba que en los temas que se proponían desde los estados emocionales había demasiada subjetividad. […]. La neurociencia contemporánea cada vez confirma más la importancia de las emociones en el correcto funcionamiento de la mente, al tiempo que adjudica mayor amplitud a los dominios de los circuitos implicados en las diversas emociones (García Carrasco, 2009, p. 99).

En resumen, la neuroeducación aporta a la educación emocional la fundamentación teórica que permite olvidar la división tradicional entre razón y emoción. Pese a que las emociones han sido desterradas durante mucho tiempo de la realidad educativa, actualmente se considera que su importancia en el aprendizaje es vital.

El error de Descartes es el error de la escuela: disociar la mente del cuerpo, lo racional de lo emocional, lo abstracto de lo perceptivo, la conciencia del inconsciente. Es lógico que los movimientos de renovación se basen en la potenciación de la motivación y en estrategias integradoras, creando sinergias entre cuerpo y mente, abstracción y percepción, razón y emoción (Ferrés y Masanet, 2017, p. 59).

El papel determinante que las emociones tienen en el aprendizaje también ha sido debidamente justificado. Como señala Mora (2017): “Nada se aprende a menos que aquello que ha de ser aprendido nos emocione y nos motive, es decir, algo que tenga un significado importante para nosotros, incluso en el plano de lo más sublime” (p. 151). La neuroeducación ha explorado la influencia de las emociones en el aprendizaje y ha conseguido ponerlo en valor en su introducción en la educación formal. Las emociones están implicadas en todas las dimensiones del ser humano y son parte importante de la identidad, de la memoria, del sistema ético personal, del aprendizaje, de las relaciones sociales y del deseo de trascendencia. Su papel fundamental en la configuración del ser humano nos muestra el amplio espectro en el que la educación emocional puede investigar y actuar.

[…] la emoción no solo es un mecanismo que nos ancla al medio ambiente, […] sino que además es un proceso creativo de la propia individualidad del ser vivo, en particular del ser humano. Nuestras memorias más indelebles van siempre unidas a procesos reactivos emocionales. Nuestros mejores y también nuestros más desagradables momentos van siempre unidos a sucesos emocionales. […]. Incluso el sentido último de nuestra existencia, esa hambre de infinito que nos transporta más allá de nuestra inmediatez existencial es un sentimiento que tiene su base en los circuitos emocionales de nuestro cerebro (Mora, 2013a, p. 6).

La psicología positiva, que también conforma el núcleo teórico de la educación emocional, se basa en el “estudio de la emoción positiva; el estudio de los rasgos positivos, sobre todo las fortalezas y virtudes, pero también las “habilidades” […]; y el estudio de las instituciones positivas […]” (Seligman, 2017, p.9). Bisquerra (2013) destaca sus aportaciones a la educación emocional y señala que la experimentación y expresión de emociones positivas, manifestar agradecimiento, la relajación, la meditación o el mindfulness, el juego, el sentido del humor, la diversión, el aprendizaje cooperativo y el fomento de un clima de seguridad en el aula, proyectar expectativas positivas o utilizar un lenguaje positivo son aspectos que fomentan la educación emocional en el aula. En el ámbito español, diferentes autores abogan por la aplicación de esta nueva corriente psicológica en la educación (Contreras, 2006; Hervás, 2009; Bisquerra y Hernández, 2017). En este sentido, surge la educación positiva que pretende aplicar al ámbito escolar los éxitos de la psicología positiva en otros contextos y “se propone fomentar ‘habilidades’ positivas como el optimismo, la resiliencia, el mindfulness, la inteligencia emocional, el growth mind-set o la gratitud entre el alumnado” (Cabanas y González-Llamas, 2021, p. 67).

La investigación sobre educación emocional en el ámbito español ha insistido en la necesidad de su presencia en la educación formal, debido a las aportaciones que puede ofrecer al desarrollo integral del ser humano. De esta manera, numerosos autores justifican la importancia de su inclusión en la educación formal (Pérez-González y Pena, 2011; Escolano, 2018; Barrios-Tao y Peña Rodríguez, 2019; López Cassá y Pérez Escoda, 2019; Romero-Pérez y Mateos Blanco, 2019; Isidro y Muriel, 2020; Machado, 2022) y se ha facilitado su introducción en las aulas a través del diseño y la implantación de materiales y programas (Álvarez González, 2001; Renom, 2008; Bisquerra y Hernández, 2017; Darder, 2017; Sánchez Calleja et al., 2018; Vallés Arándiga et al., 2018; López Cassá, 2019; Claeys, 2020).

Los organismos oficiales se han hecho eco de los avances teóricos y los han materializado en la legislación educativa. La Ley Orgánica 3/2020, de 29 de diciembre, por la que se modifica la Ley Orgánica 2/2006, de 3 de mayo, de Educación (2020), introduce de forma explícita la educación emocional en las aulas, ya que se incluye en el preámbulo, en los principios pedagógicos y en los saberes transversales. En el currículo de los diferentes niveles educativos podemos observar una presencia de la educación emocional mayor a la que existía anteriormente y numerosas referencias a este ámbito: el adjetivo emocional aparece en 18 ocasiones en Infantil (Real Decreto 951/2022); la educación emocional se nombra 3 veces en Primaria (Real Decreto 157/2022); la palabra emociones se observa en 72 ocasiones en la ESO (Real Decreto 217/2022); y la palabra sentimientos se menciona 54 veces en Bachillerato (Real Decreto 243/2022). Pese a que la competencia emocional no se considere una de las ocho competencias clave, la realidad emocional aparece en todas las etapas de la educación formal y surca los objetivos y los principios pedagógicos, así como las competencias específicas, los saberes básicos y los criterios de evaluación de las asignaturas. Por lo tanto, podemos considerar que la investigación académica y divulgativa sobre educación emocional de las últimas décadas ha conseguido tener su reflejo en la legislación educativa.

Según Romero-Pérez y Mateos Blanco (2019), los retos a los que se enfrenta en la actualidad la educación emocional son: propiciar un enfoque multidimensional y realizar programas adaptados a las necesidades de los centros y a la realidad curricular; vincular la salud y el bienestar emocional con la educación; participar en el desarrollo ético, moral y social de las personas; fomentar la innovación educativa en educación emocional realizada y evaluada por los equipos docentes y basada en evidencias científicas; y desarrollar la formación emocional del profesorado. Nos gustaría añadir un desafío más a la lista de retos propuestos por los autores: la necesidad de replantear aspectos fundamentales de la educación emocional que se han asumido de forma acelerada y acrítica en el ámbito español. Tras realizar en este apartado una aproximación teórica y descriptiva del concepto, los fundamentos y la situación actual de la educación emocional, el objetivo de este artículo es reflexionar, cuestionar y realizar una crítica constructiva de la educación emocional.

2. CRÍTICAS CONSTRUTIVAS A LA EDUCACIÓN EMOCIONAL

La necesidad de incluir la realidad emocional en los procesos educativos ha sido ampliamente justificada y en las últimas décadas se ha incrementado su calado en el mundo educativo. Una vez llegados a este punto, la investigación académica sobre educación emocional debe replantear algunos de sus aspectos fundamentales. Consideramos que, en su afán por justificar su existencia e importancia, no se ha cuestionado lo suficiente algunos de sus principios constitutivos. En las últimas décadas se han planteado variadas posturas críticas hacia la psicología positiva, la inteligencia emocional, la neuroeducación y la educación positiva que influyen directamente en la revisión crítica de la educación emocional que vamos a realizar. El acercamiento teórico a la educación emocional que hemos realizado nos ha llevado a categorizar cinco ideas fundamentales que ponemos en cuestión. A continuación, procedemos a argumentar cinco críticas constructivas a la educación emocional.

2.1. La consideración limitada de que la educación emocional tiene como objetivo alcanzar el bienestar personal y social

Bisquerra, el principal investigador del GROP, afirma que la meta de la educación emocional es fomentar el bienestar del individuo y de la sociedad (Bisquerra, 2003, 2013; Bisquerra y Pérez Escoda, 2007; Bisquerra y García Navarro, 2018). Las metas de la educación emocional recaen en generar en el individuo cierto conocimiento acerca de sus emociones para una mejor predisposición a la comprensión de su propia vida y a la proyección social de la misma. Podemos considerar que se establece una relación entre el progreso de las competencias emocionales y la capacidad de proyectar y fraguar una existencia más satisfactoria.

La educación emocional se propone el desarrollo de la personalidad integral del individuo […] Esto incluye el desarrollo de las competencias emocionales […] promover actitudes positivas ante la vida, habilidades sociales y empatía, de cara a posibilitar unas mejores relaciones con los demás, etc. La finalidad última es contribuir al bienestar personal y social (Álvarez González, 2001, p. 11).

Es común la otorgación de grandes beneficios a la práctica de la educación emocional y la justificación de su capacidad para incidir positivamente en la vida de las personas. Por ejemplo, López Cassá y Perez Escoda (2019, p. 561) indican que la educación emocional “Es una prevención primaria inespecífica que fomenta las tendencias constructivas y minimiza las destructivas (estrés, depresión, ansiedad, violencia, bullying, etc.) a la vez que contribuye a generar un clima favorable”. En la misma línea, Bisquerra (2003) resalta su influencia positiva en diferentes aspectos: “comunicación efectiva y afectiva, resolución de conflictos, toma de decisiones, prevención inespecífica (consumo de drogas, sida, violencia, anorexia, intentos de suicidio, etc.), […] desarrollar la capacidad de fluir y la capacidad para adoptar una actitud positiva ante la vida.” (p. 31). Esta proyección de la educación emocional en la mayoría de los ámbitos vitales y su utilidad para desarrollar capacidades en el individuo se supedita a la meta de alcanzar el bienestar personal y social (Gallardo et al., 2021). En esta subordinación a un bien mayor encontramos el problema de este planteamiento, ya que estas consideraciones de la educación emocional la proveen de grandes poderes para intervenir en el bienestar social. El proceso empezaría en los educadores, que promueven una mejora del desarrollo emocional en los estudiantes y en el entorno educativo, lo cual repercute en una sociedad mejor: “Tan solo así podremos provocar un proceso de transformación en el contexto educativo creando entornos escolares más positivos y saludables. Todo ello permitirá caminar hacia una sociedad más compasiva, alegre, satisfecha, comprensiva y empática” (Bisquerra et al., 2015, p. 259).

Si bien es cierto que la premeditación del desarrollo emocional en la educación formal puede ser beneficiosa para los individuos y su entorno social, también es cierto que debemos ser realistas en cuanto al alcance de las acciones educativas, y centrarnos en su desarrollo y no tanto en sus posibles consecuencias generales, las cuales además de multidireccionales, son imposibles de conocer de forma fiable. La repercusión que la práctica de la educación emocional en la educación formal tenga en la sociedad difícilmente podrá ser valorada científicamente. El bienestar social es un objetivo que excede las posibilidades de la acción educativa concreta. Por ello, consideramos que la insistencia en esta finalidad resulta rimbombante y utópica. Entendemos que, en el estudio de un ámbito en desarrollo, como es el de la educación emocional, es necesario aportar argumentos potentes para justificar su existencia, y en ello consideramos que se basa la obsesión de los autores en recalcar, como si de un mantra se tratara, que la meta de la educación emocional es conseguir el bienestar social.

La conclusión es que los programas de educación emocional tienen un gran potencial para producir efectos positivos en el desarrollo humano. Como consecuencia de las evidencias aportadas por las investigaciones, la falta de acción en educación emocional, o su rechazo, equivale a privar a la sociedad de oportunidades cruciales, científicamente contrastadas para el bienestar personal y social (Bisquerra, 2013, p. 19).

Respecto a la pretensión de alcanzar el bienestar personal y la felicidad, es necesario recordar que la consecución de la felicidad como objetivo de la vida es una cuestión polémica que diversos autores han criticado (Held, 2002; Bueno, 2005; Lipovetski, 2007; Cabanas e Illouz, 2019). La psicología y la educación positiva también consideran que sus metas son la felicidad y el bienestar, aspecto que ha sido ampliamente criticado (Prieto-Ursúa, 2006; Miller, 2008; Pérez-Álvarez, 2012; Cabanas y González-Llamas, 2021). En general, se cuestiona y rechaza la idea de que la felicidad y el bienestar personal sean las metas principales de la educación por varios motivos: se simplifica la experiencia emocional humana; se crean falsas necesidades; se sobredimensiona la importancia de la autopercepción de bienestar; se obvia gran parte de la realidad; se imponen objetivos que pueden causar sentimientos de culpabilidad y frustración al no conseguirse; se asume que el camino hacia la felicidad puede ser prescrito y que puede dictarse, transmitirse y aprenderse.

Contrariamente a un lugar común repetido sin cesar desde Aristóteles (…) no es cierto que todos busquemos la felicidad, valor occidental e históricamente caduco. Hay otros valores, como la libertad, la justicia, el amor y la amistad, que pueden primar sobre aquél. […]No se trata de estar en contra de la felicidad, sino en contra de la transformación de este sentimiento frágil en un auténtico estupefaciente colectivo al que todos debemos entregarnos, ya venga en forma química, espiritual, psicológica, informática o religiosa. (…) ¡Me gusta demasiado la vida como para querer ser solamente feliz! (Bruckner, 2001, p. 19).

Consideramos que la meta de la educación emocional no es alcanzar el bienestar personal, porque ello supondría creer que el ser humano carece de un bienestar personal y que solo a través de una educación guiada puede alcanzar la felicidad. Las posibilidades de las emociones son infinitas y constituyen una de las fuentes vitales más potentes del ser humano. Por ello, afirmamos que lo que desea el ser humano no es la felicidad, sino la vida.

2.2. La diferenciación dicotómica entre emociones positivas y negativas

Bisquerra (2013) realiza una diferenciación dicotómica entre las emociones positivas y negativas para concretar cómo se alcanza el bienestar personal y social que establece como objetivo de la educación: “¿De qué tipo de bienestar estamos hablando? Del bienestar emocional, que consiste en experimentar emociones positivas. Lo cual es lo más próximo a la felicidad. Pero para ello es necesario aprender a regular de forma apropiada las emociones negativas” (p. 15). El autor considera que la educación emocional debe fomentar la vivencia de emociones positivas y enseñar a manejar las emociones negativas. De esta manera se fomentaría el bienestar emocional, es decir, se educaría para la felicidad. Nos parece un error considerar que si el ser humano no se esfuerza en potenciar sus emociones positivas y controlar sus emociones negativas no conseguirá un bienestar vital y una estabilidad emocional. Este planteamiento reduciría la dimensión emocional del ser humano a la gestión utilitaria y al autocontrol, en lugar de a la vivencia y a la experimentación. Como señala Prieto (2018, p. 313): “La ambivalencia emocional, el conflicto, la inquietud e incluso el desasosiego son experiencias que no podemos eliminar de nuestra condición humana sin que esta quede afectada”. La educación no puede simplificar la complejidad emocional del ser humano, ya que, si lo hace, los estudiantes entreverán cierta falsedad en el planteamiento.

El reto para fundamentar y desarrollar la educación emocional es no descuidar la complejidad de los referentes teóricos que denotan la dimensión integral del proceso emocional. Prácticas educativas y experiencias emocionales no se podrían sustraer a valorar emociones positivas y negativas, sino que han de fortalecer su desarrollo en los ambientes educativos, con todas sus dimensiones (Barrios-Tao y Peña, 2019, p. 493).

En la diferenciación dicotómica de las emociones ha influido notablemente la psicología positiva, la cual “se interesa por todo aquello que se adjetive como “positivo”, ya sea que este forme parte de la experiencia subjetiva individual, del mundo cognoscitivo y hasta del institucional/social” (Piña, 2014, p. 146). La psicología positiva centra su estudio en las emociones positivas, ya que considera que, hasta el momento de su aparición, la psicología estaba centrada las emociones negativas (Prieto-Ursúa, 2006). Según Piqueras et al. (2009), las principales emociones negativas son el miedo, la tristeza, la ira y el asco, ya que “El miedo-ansiedad, la ira, la tristeza-depresión y el asco son reacciones emocionales básicas que se caracterizan por una experiencia afectiva desagradable o negativa y una alta activación fisiológica” (p. 86). La psicología positiva defiende que el fortalecimiento de las emociones positivas puede contrarrestar los efectos negativos en la salud mental y psíquica de las emociones negativas (Seligman y Csikszentmihalyi, 2000; Contreras, 2006; Vecina, 2006; Hervás, 2009). Sin embargo, diversos autores consideran que la división de las emociones en positivas y negativas sería un error (Held, 2002; Lazarus, 2003; Pérez-Álvarez, 2012; Ciarrochi et al., 2016). En general, esta división supone un retroceso en el conocimiento del comportamiento humano, ya que se obvia

[…] la diferente importancia adaptativa de cada emoción, al sacarla de su contexto y denominarlas a priori ‘positivas’, considerando que son por sí mismas buenas, […]: prescindimos de ponerlas en relación con antecedentes y consecuentes, con las situaciones en las que se incluyen (Prieto-Ursúa, 2006, p. 329).

La división de las emociones en positivas y negativas simplifica la complejidad de la dimensión emocional del ser humano.

[…] las emociones y los rasgos psicológicos no son ‘positivos’ o ‘negativos’ y su impacto perjudicial o beneficioso depende del contexto específico y de la motivación implicada, […]. Así, emociones ‘negativas’ como el enfado y la ira pueden ser positivas—adaptativas y motivadoras—para rectificar errores personales y sociales, así como la infelicidad y el descontento pueden mover a uno a identificar y cambiar situaciones mejorables (Pérez-Álvarez, 2012, p. 192).

El planteamiento dicotómico de Bisquerra (2013) considera que es necesario aprender a regular las emociones negativas, pero más importante todavía es construir y disfrutar las emociones positivas, ya que ser positivo incrementa el bienestar e influye en la resolución eficaz de problemas. Considera que las emociones negativas son inevitables, pero hay que tener en cuenta que las emociones positivas hay que buscarlas y potenciarlas para ser feliz. Las emociones positivas redundan en un beneficio social, cognitivo, bioquímico y sanitario, además de ampliar las posibilidades del pensamiento y la acción, y favorecer las soluciones creativas. Como señala Vecina (2006, p. 9): “[…]el cultivo de estas emociones se está convirtiendo en un valioso recurso terapéutico y también en un poderoso recurso para transformar la vida ordinaria de muchas personas en algo plenamente satisfactorio y con sentido”. Todo este planteamiento, de la educación emocional y de la psicología positiva, resulta quimérico si consideramos que la división dicotómica entre emociones positivas y negativas es reduccionista y teórica, ya que todas las emociones forman parte de la dimensión emocional del ser humano en la práctica. Ni las llamadas emociones negativas deben manejarse con el objetivo de hacerlas desaparecer, ni las llamadas emociones positivas deben ser construidas desde la nada. La realidad humana es más confusa y la proyección educativa debe aclimatarse a dicha complejidad, ya que la dimensión emocional no puede simplificarse con fines educativos, porque entonces, deja de ser verdadera y posiblemente, deja de ser efectiva. Una vida en la que solo existiesen las emociones positivas no podría ser una vida plena.

La propia etimología de la palabra emoción nos orienta sobre su sentido y complejidad. Según el Diccionario Etimológico Castellano En Línea (2022), la palabra emoción proviene del latín emotio, nombre que procede del verbo emovere, el cual significa “hacer mover”. Por lo que emoción es, en esencia etimológica, movimiento.

Originariamente, sin embargo, el término designaba la acción de moverse de un lugar a otro, y a las grandes conmociones de la naturaleza se las denominaban también emociones; un terremoto era una emoción de la tierra, y el trueno una emoción del aire. Por extensión, la palabra acabó designando las agitaciones del ánimo y conmociones del cuerpo que recoge la definición tradicional de emoción (Pinillos, 2006, p. 551).

En la actualidad, no podemos obviar la vinculación de las emociones con el movimiento, la agitación del ánimo y la conmoción del cuerpo. Sería ingenuo considerar que este concepto pueda reducirse al fomento o la anulación de unas u otras emociones. Las emociones deben ser concebidas en toda su complejidad. Las llamadas emociones negativas forman parte de nosotros y, en ocasiones, nos gusta sentirlas: disfrutamos recreándonos en nuestra tristeza cuando escuchamos una canción de desamor; nos adentramos en la profundidad de nuestro dolor cuando transitamos el duelo por la pérdida de un ser querido; la rabia que ocasionan las injusticias nos conduce a realizar acciones importantes; sentimos placer cuando huimos de nuestros miedos o nos enfrentamos a ellos; nos recreamos en la nostalgia al recordar épocas de nuestra vida; o entendemos lo que realmente nos importa cuando la ira nos invade. La educación emocional no debe pretender enseñar a manejarlas y regularlas de forma apropiada, como si fueran aspectos denostables de nuestra condición humana. Estas emociones se presentan a diario en la vida humana, son necesarias y relevantes. Por todo ello, la educación emocional debería dejar de calificar como negativas a parte de nuestras emociones y promover la capacidad de sentirlas y experimentarlas.

2.3. Los vínculos difusos con la educación ética y moral

Las relaciones entre la educación emocional y la educación ética y moral resultan difusas, ya que sus objetivos pueden llegar a confundirse y a mimetizarse. Marina (2005) indica: “En resumen, creo que debemos trabajar para incluir los avances en la educación emocional dentro de un marco educativamente más amplio y poderoso que es la educación ética, en el que mantendrá su indispensable carácter instrumental” (p. 40). El autor considera que la educación emocional es un saber instrumental, el cual debería encuadrarse en el marco de la ética para que esta guíe su finalidad y su sentido. Se recalca que la educación emocional debe derivar inevitablemente en una educación ética. En la misma tónica se encuentra Camps (2011), la cual considera que la finalidad de la ética es gobernar las emociones.

Este libro parte de la hipótesis de que no hay razón práctica sin sentimientos. Nadie que no sea ajeno a la psicología o a las neurociencias discute ya esta tesis. Todas las ciencias sociales parten hoy del supuesto, exagerándolo a veces, de que somos seres emotivos y no solo racionales. […] Todas las emociones pueden ser útiles y contribuir al bienestar de la persona que las experimenta, para lo cual hay que conocerlas y aprender a gobernarlas. […] El gobierno de las emociones es el cometido de la ética (pp. 13-14).

Los investigadores en educación emocional tienen en cuenta las cuestiones morales y éticas en el planteamiento de sus propuestas. De esta manera, se considera que el desarrollo emocional influye en la materialización de la ética personal y que la educación emocional debe influir en él y promover en sus propuestas la educación moral y ética.

La dimensión ética y moral debe estar presente en el desarrollo de competencias emocionales. De hecho, un sano desarrollo de la inteligencia moral pasa por una mínima madurez emocional, dado que para respetar y aplicar unas reglas morales será preciso en multitud de ocasiones contar con una clara conciencia emocional de los propios sentimientos e impulsos emocionales, con una alta empatía y, sobre todo, con una bien desarrollada capacidad de autorregulación emocional que permita controlar impulsos en pro de objetivos moralmente deseables (Bisquerra et al., 2015, p. 176).

En esta cita el sentido de la educación emocional y de la educación ética y moral se ha mimetizado y confundido. Nos parece peligroso que la educación emocional pretenda “controlar impulsos” y hable de “objetivos moralmente deseables”, ya que promueve una visión restrictiva de la dimensión emocional del ser humano. Consideramos que el enfoque pedagógico de las emociones y de la ética debería tener grandes diferencias. La educación ética y moral sí pretende diferenciar el bien y el mal, y orientar los actos individuales a través de la reflexión. Sin embargo, si planteamos que la educación emocional deriva en una educación ética o enfocamos una educación emocional prescriptiva que indique a los estudiantes lo que está bien y lo que está mal, estaríamos pretendiendo limitar y controlar los impulsos y la potencia de la naturaleza humana. Desde la educación emocional no podemos caer en el error de considerar que lo no controlado o estructurado es destructivo para el individuo, ya que estaríamos negando el carácter apasionado y exaltado de las emociones.

El estudio de los vínculos de la educación emocional con la educación moral y ética ha proliferado en las últimas décadas (Prinz, 2007; Nussbaum, 2008; Rojano, 2009; Modzelewski, 2012; Pinedo et al., 2017; Robles, 2018; Bisquerra et al., 2021; Etxebarria, 2021) y se ha llegado a hablar de una revolución emocional en el estudio de la moral (Etxebarria, 2020). Pese a ello, consideramos necesario evitar los planteamientos que hacen confundir sus objetivos, como el que expone Bisquerra (2013):

[…]la educación emocional no solamente se debe acompañar de principios éticos y educación moral, sino que ambas están tan relacionadas que pueden considerarse como distintos aspectos de un mismo proyecto. Emociones como empatía, compasión, amor, etc., son la base del comportamiento moral y prosocial. Comportarse bien o mal tiene efectos sobre el bienestar. Solamente a partir de un comportamiento moralmente aceptable es posible el bienestar emocional (p. 25).

Esta visión olvida que la naturaleza de las emociones no es la misma que la naturaleza de los valores. La proyección pedagógica de la educación emocional no debe intentar enseñar lo que se debe desear y no debería pretender limitar las realidades morales a la dicotomía entre bueno y malo. Consideramos que una educación emocional fructífera debe desligarse de un compromiso ético, para evitar un planteamiento restrictivo, prescriptivo y condicionado. La educación emocional debe atreverse a mostrar y a experimentar las variadas e infinitas posibilidades de pensamiento y comportamiento que el ser humano manifiesta a lo largo del tiempo y el espacio.

La tendencia dominante del estudio de las relaciones entre la educación emocional y moral en el marco de la filosofía de la educación indica la necesidad de su combinación para la mejora del ejercicio de ambas (Steinfath, 2014; Tienda Palop, 2015; Jover et al., 2017; Mujica et al., 2019; Pinedo y Yáñez-Canal, 2020). De esta manera, se considera que la educación de las emociones no debe ser solamente una cuestión psicológica, sino fundamentalmente moral (Jover et al., 2017). El planteamiento de finalidades morales para la educación emocional también es defendido desde la perspectiva psicológica, que destaca en ello una suerte de humanización de la educación emocional, en un intento de alejarla de concepciones exclusivamente instrumentales y prácticas (Gil Blasco, 2015; Solé y Moyano, 2017; Ibarra, 2019; Solé, 2020; Etxebarria, 2021; Bisquerra et al., 2021). En estos planteamientos, observamos que las limitaciones de la educación emocional parecen solucionarse automáticamente al vincularse con la educación moral. Sin embargo, la educación emocional debería ser capaz de superar sus limitaciones por sí sola. Si no es así, corre el riesgo de mimetizarse con la educación ética y moral, hasta el punto de que se confundan sus objetivos y su sentido y ambas puedan englobarse bajo el mismo nombre. Si la educación emocional defiende un espacio autónomo y particular en el cual desarrollarse, debe precisar las diferencias entre el enfoque pedagógico que deben tener las emociones y la moral.

2.4. El riesgo de que los procesos educativos relacionados con la educación emocional se asemejen a una terapia psicológica

La psicologización de la educación y su problemática es un tema polémico que ha sido desarrollado por diversos autores (Solé y Moyano, 2017; Prieto, 2018; Ibarra, 2019; Mujica et al., 2019; Solé, 2020; Cabanas y González-Lamas, 2021). En la práctica educativa es necesario tener en cuenta los avances aportados por la psicología, pero hay que tener en cuenta que nos encontramos en escenarios educativos y, por lo tanto, las intencionalidades y finalidades son diferentes. La psicología positiva ha influido en el desarrollo educativo y sus propuestas

[…] están copando los discursos y las prácticas educativas, dictando […] los medios a seguir, […]identificando cuáles deben ser los fines educativos. […] más que centrarse en el aprendizaje de los alumnos, se ocupan de estilos de vida que consideran positivos o saludables, […]. (Cabanas y González-Lamas, 2021, p. 80)

Concretamente, la psicología positiva ha influido determinantemente en la educación emocional y en su materialización educativa, ya que las propuestas de educación emocional “que se están llevando a cabo hoy en día en los diferentes niveles del sistema educativo solo están sirviendo para difundir el lenguaje y las prácticas de la psicoterapia entre el alumnado, consolidando, así, el desarrollo de una cultura terapéutica” (Solé y Moyano, 2017, p. 112).Prieto (2018) realiza en su artículo una profunda crítica a la psicologización de la educación, concretamente a las implicaciones que la inteligencia emocional y la psicología positiva suponen en el proceso educativo. La autora sigue la corriente crítica británica desarrollada por autores como Carr, Graham, Rietti, Furedi o Rawdin para advertir de los riesgos que conlleva considerar ciertas propuestas psicológicas como teorías educativas. La autora critica la pretensión de fomentar el autocontrol en los individuos que manifiesta la educación emocional y considera que este proceso puede derivar en que la relación educativa entre profesores y alumnos se convierta en una relación terapéutica.

La educación emocional ha reflexionado y teorizado sobre la formación emocional del profesorado y ha realizado multitud de propuestas para el fomento y la práctica de la educación emocional entre los docentes (Rueda y Filella, 2016; Talavera y Baena, 2016; García Navarro, 2017; Bisquerra y García, 2018; Sánchez Gómez et al., 2022; Valdés-Villalobos, 2022). Moreno (2002) propone que los docentes deben reconocer, aceptar y expresar lo que sienten y proyectarlo en los alumnos para sentirse mejor en su trabajo. Considera que los docentes deben reconocer sus sentimientos y los de los alumnos. Prieto (2018) considera que si no existe una fundamentación pedagógica que dirija el sentido del desarrollo emocional en las aulas, existe el riesgo de encontrar en la educación emocional una suerte de planteamiento terapéutico. La autora considera que la educación emocional debe proyectarse desde la pedagogía, aunque utilice el conocimiento aportado por la psicología. Recalca que reducir la experiencia emocional a la expresión de esta, con el objetivo de utilizar las emociones de forma eficiente, puede ser un error.

La consideración de la experiencia afectiva que subyace a la Inteligencia Emocional, centrada en la identificación y el nombramiento de las experiencias emocionales que sentimos, así como su gestión y control, oculta una simplificación y tecnificación de la experiencia afectiva. Simplificación porque la mera identificación o verbalización de las emociones se consideran suficientes para la eliminación de los sentimientos dolorosos. Y tecnificación porque en este ejercicio, las emociones disruptivas se perciben como si en realidad no formasen parte del individuo […]. La Inteligencia Emocional, al mismo tiempo que reduce al sujeto a su vivencia emotiva, separa dicha vivencia del propio sujeto mediante su conversión en discurso (Prieto, 2018, p. 313).

La inteligencia emocional es un concepto psicológico y su desarrollo en los contextos educativos pone de manifiesto las relaciones conflictivas entre los intereses de la psicología y de la educación. Diversos autores han criticado aspectos relacionados con la inteligencia emocional: la ausencia de consenso en su definición, su alcance, su carácter científico o su papel en el mundo educativo (Jover et al., 2017; Ibarra, 2019; O´Connor et al., 2019; Mujica et al., 2019; Solé, 2020; Cabanas y González-Lamas, 2021). La educación emocional prefiere hablar de competencias emocionales, las cuales se definen como “el conjunto de conocimientos, capacidades, habilidades y actitudes necesarias para comprender, expresar y regular de forma apropiada los fenómenos emocionales” (Bisquerra y Pérez Escoda, 2007, p. 69). Sin embargo, podemos atisbar similitudes entre el desarrollo de las competencias emocionales y el de la inteligencia emocional. El papel que desempeña el profesor, los objetivos y la forma práctica en la que ambas se desarrollan son semejantes.

[…] al entender el bienestar y la felicidad de los educandos como un objetivo educativo legítimo, el éxito pasa de sustentarse únicamente en los conocimientos y en los actos para poner el foco en las competencias emocionales y sociales. De esta manera, la labor docente corre el riesgo de quedar relegada a la de un mero terapeuta que tiene que enseñar técnicas y habilidades que, enseñadas además al margen de discusiones éticas o sociales, quedan vacías de contenido (Cabanas y González-Lamas, 2021, pp. 80-81).

La reducción de la educación emocional a un “intercambio comunicativo que tiene como objetivo ofrecer técnicas lingüísticas y emocionales para gestionar el propio yo y controlarlo” (Prieto, 2018, p.313) convierte al educador en terapeuta.

[…] la extrapolación de los escenarios de aula en los que se desarrolla el acto educativo y la falacia del desarrollo de habilidades concluidas, en detrimento de una concepción de la educación como permanente formación del ser humano […] plantean críticas a una educación emocional que arriesga reducirse a prácticas terapéuticas y a la promoción de factores de competitividad que no contribuyen con un desarrollo integral y permanente del ser humano […] (Barrios-Tao y Peña, 2019, p. 490).

En definitiva, asistimos a un conflicto sobre el que será necesario reflexionar más profundamente, la aproximación del profesor al ejercicio del psicólogo en la práctica de la educación emocional.

2.5. La posible duda sobre la educabilidad de las emociones

Una cuestión fundamental para la educación emocional es preguntarse si es posible educar las emociones. La educabilidad de las emociones es un tema complejo que no posee una respuesta sencilla (Modzelewski, 2012). Los planteamientos de la neurociencia dejan entrever cierto escepticismo en la posibilidad de educar las emociones, ya que se considera que la experiencia emocional se produce de forma similar en todos los seres humanos, y parte de ella se ocasiona de forma automática.

No hay duda de que es posible modular de forma voluntaria la expresión de las emociones. Sin embargo, el grado de ese control modulador a todas luces no puede ir más allá de las manifestaciones externas. Dado que las emociones incluyen muchas otras respuestas, varias de ellas internas, que a simple vista pasan desapercibidas a los demás, el grueso del programa emocional sigue siendo ejecutado, por mucha fuerza de voluntad que apliquemos para inhibirlo. Y lo que es mucho más importante, los sentimientos de las emociones que resultan de la percepción del concierto de los cambios emocionales se siguen desarrollando, aunque se inhiban en parte las expresiones emocionales externas (Damasio, 2012, p. 197).

El autor destaca que, pese a que la expresión emocional se module o se aprenda a manejar de una forma consciente la manifestación exterior de nuestras emociones, será difícil poder modificar la realidad emocional interior que nos impone nuestra condición humana. Por lo tanto, se considera que se pueden modificar ciertas reacciones externas pero que las más impulsivas e íntimas son casi imposibles de modificar.

El hecho de que las emociones no sean aprendidas, sino automáticas y establecidas por el genoma, siempre plantea el fantasma del determinismo genético. ¿En las propias emociones no hay nada […] educable? La respuesta es que hay montones de cosas. El mecanismo esencial de las emociones, en un cerebro normal, es de hecho bastante similar entre los individuos, […] Pero […] hay una considerable personalización de las respuestas emocionales y está en relación con el estímulo que las causa. […]Influidos por la cultura en la que hemos crecido, o como resultado de la educación individual que hemos recibido, tenemos la posibilidad de controlar en parte de la expresión de nuestras emociones (Damasio, 2012, p. 196).

El autor considera que el recorrido individual de cada persona y el contexto cultural, familiar y social en el que crece son factores fundamentales para la modulación personal del mecanismo emocional propio del ser humano y común a todos ellos. De esta manera, la neurociencia trabaja sobre la tesis de que “[…]la biología puede ser manipulada por un cerebro educado. Así, la educación del cerebro es posible mediante la aplicación de algunas técnicas psi que ayuden a «gestionar las emociones», una mezcla de Psicología Positiva y herramientas básicas de autoayuda […]” (Ocampo, 2019, p. 110). La neuroeducación considera que la base del aprendizaje es el funcionamiento cerebral y por ello, utiliza las aportaciones de la neurociencia, la cual constituye el ámbito científico encargado del estudio del cerebro. Para la puesta en práctica del paradigma de la neuroeducación se “sostiene la necesidad de investigar las bases neuronales de los procesos de aprendizaje y otras funciones del cerebro (cómo procesa la información, cómo controla las emociones, los sentimientos y los estados conductuales, cómo responde a determinados estímulos, etc.)” (Solé y Moyano, 2017, p. 107).

Pese a ser un paradigma que ha entrado con fuerza en el mundo educativo, la neuroeducación no ha estado exenta de crítica y numerosos autores cuestionan: el indispensable papel de la psicología en la relación entre neurociencias y educación; la asunción acrítica de los presupuestos de la neuroeducación como verdades científicas en el qué hacer educativo; la importancia que se otorga al cerebro como punto central de lo educativo en detrimento de otros factores y aspectos; la consideración de que la pedagogía basada en la evidencia y en los estudios controlados de laboratorio garantiza el éxito educativo y la minusvaloración de otras teorías; la reducción de la tarea educativa a aplicar las aportaciones de la neurociencia a la práctica de la educación sin plantearse las relaciones de ambas disciplinas (Castorina, 2016; De Vos, 2016; Pallarés-Domínguez, 2016; Solé y Moyano, 2017; Ocampo, 2019).

Para responder a la pregunta de si las emociones pueden ser educadas, no podemos guiarnos exclusivamente por las aportaciones de la neurociencia a la educación, ya que “En la neurocultura, el individuo es reducido a su cerebro y el cerebro es ensalzado como propiedad definitoria de este” (Ocampo, 2019, p.148). Más allá de la neuroeducación, la tendencia general en este debate apuesta por la posibilidad de educar las emociones. Se considera que el ser humano no está determinado por su origen, sino que construye su mundo en relación con el entorno sociocultural y por ello, la educación puede influir en nosotros y en nuestras emociones de forma determinante. (Mujica et al., 2019). Desde la filosofía de la educación, diversos autores consideran que a través de la razón es posible educar las emociones (Camps, 2011; Jover et al., 2017).

Dado que las emociones no son una experiencia natural e innata, sino que se configuran en el marco de la cultura y la sociedad a la que pertenece el individuo, es posible gobernarlas, darles forma y moderarlas. El fin de la ética es el gobierno de las emociones, y el medio para llevar a cabo este gobierno es la razón. […]. Según estos postulados, la razón ofrece al aparato emocional el criterio de propiedad, indicándole ante qué situación es apropiado sentir una emoción, la intensidad adecuada de dicha emoción y las acciones o conductas a las que es razonable que conduzca (Jover et al., 2017, p. 158).

López Moratalla (2019) apuesta porque las emociones son racionales, ya que pueden ser evaluadas y analizadas, lo cual “proporciona motivos para adoptar un comportamiento acorde al estímulo. La emoción es así una valoración sentida […] y precisamente por eso los sentimientos […]se pueden analizar desde dentro y también se pueden describir y comunicar a los demás.” (p.77). Barrios-Tao y Peña (2019) consideran que dejando a un lado la cuestión sobre la educabilidad de las emociones a través del desarrollo de habilidades psicológicas con técnicas concretas, debemos mirar hacia las experiencias emocionales del educando, las cuales se entienden y crean a lo largo de toda la vida. Se apuesta por lo tanto por la posibilidad de comprender, interpretar y comunicar nuestras emociones. De esta manera se actúa sobre ellas. La educación emocional sitúa su espacio de actuación en todas estas ideas, las cuales justifican la posibilidad de educar las emociones, y anima a superar las dificultades que esta tarea implica con optimismo y voluntad.

La empresa de cultivar nuestras emociones no es tarea fácil, del mismo modo en que no lo es la forja de un carácter moral. A menudo, las personas solemos carecer de la formación, el empuje, o incluso las agallas necesarias para acometer estas cuestiones. Con razón hablamos de “virtud” (que en su sentido etimológico remite a la idea de fuerza): el cultivo de un carácter moral, y de las emociones que, en su justa medida, forman parte del mismo, demandan de nosotros trabajo y perseverancia. Pero no por ello debemos permitirnos caer en la apatía (Gil Blasco, 2015, p. 283).

Las personas transitan a lo largo de la vida un recorrido emocional que les afecta y les construye, y tienen un margen de actuación consciente en él. Por lo tanto, es posible comprender nuestros afectos, lo cual no significa que estos sean educables, al menos desde una perspectiva externa al sujeto. La dificultad de educar las emociones, por su carácter automático y predeterminado, al tiempo que liberador, es una realidad que debe ser contemplada por la educación emocional.

3. CONCLUSIONES

Las reflexiones realizadas a lo largo de este artículo nos invitan a repensar aspectos básicos de la educación emocional. La discusión sobre los cinco temas planteados ha partido de la necesidad de perfilar de forma crítica y constructiva aspectos que se dan por sentados en la investigación y la práctica de la educación emocional, y que, sin embargo, nos resultaban controvertidos y simplistas. A continuación, exponemos de forma resumida las conclusiones básicas sobre los cinco temas tratados en el artículo.

En primer lugar, consideramos que la meta de la educación emocional no puede ser el bienestar social, ya que este resulta inalcanzable y difícilmente medible. Tampoco puede reducir su objetivo al bienestar personal, ya que estaríamos considerando que un sentimiento concreto, el de la felicidad, es la única aspiración del ser humano, mientras que las personas parecen desear la vida, con todas sus consecuencias. En segundo lugar, proponemos que debe evitarse la división dicotómica entre emociones positivas y negativas, y, por lo tanto, la promoción de las primeras y la denostación de las segundas. Las emociones deben ser exploradas en toda su complejidad y se debe evitar la imposición de etiquetas que puedan clasificarlas erróneamente. En tercer lugar, señalamos la peligrosidad de confundir la educación emocional con la educación ética y moral, ya que su sentido, su trayectoria, su aplicación y su espacio educativo no es el mismo. Cada una de ellas debe transitar su recorrido particular, por su propio beneficio y autonomía. En cuarto lugar, consideramos necesario dilucidar las implicaciones de la psicología en los procesos educativos relacionados con la educación emocional, con el objetivo de que los docentes la puedan introducir en las aulas de forma cómoda y profesional. En último lugar, resulta necesario replantearse si las emociones son educables, considerar la parte genética y la parte cultural de estas, y clarificar el ámbito de actuación en el que la educación emocional puede instalarse.

En cuanto al sentido de la educación emocional nos gustaría defender que su objetivo no es la educación de las emociones, sino su exploración, su conocimiento, su vivencia, su experimentación, su expresión y la valoración de su interés. Las emociones son un aspecto fundamental del ser humano, ya que le impulsan a la vida, entroncan con la profundidad de su ser y le plantean situaciones de excitación, de entusiasmo y de conmoción que le llevan a vivir intensamente, al tiempo que le permiten afirmar el sentido de seguir viviendo. Como señala Mora (2017): “[…] nuestro sistema emocional es la guía que da luz e ilumina todos nuestros planes y sentido para seguir vivos. La emoción es el ingrediente que permite el encendido de la conducta” (pp. 151-152). La educación emocional cuenta con una materia prima vital, imprescindible, extraordinaria y asombrosa: las emociones. Estas resultan tan importantes para la vida de cada persona, que su aproximación educativa debe intentar responder a este interés, a través de la reflexión, la investigación, la práctica y la apertura a múltiples consideraciones que puedan mejorar su ejecución.

Como señalábamos al comienzo del artículo, la necesidad de la existencia de la educación emocional y de su introducción en la educación formal ya ha sido ampliamente justificada y ha tenido su materialización en la legislación educativa. En la actualidad, sería interesante replantear su alcance y perfilar de forma más realista y coherente su sentido y sus objetivos. En ello se basan las implicaciones prácticas y futuras líneas de investigación que se abren tras este artículo, ya que los aspectos cuestionados constituyen un punto de partida interesante para repensar la educación emocional. Las críticas realizadas deben entenderse en un sentido constructivo y son fruto del interés por contribuir a la realización de una reflexión más profunda que mejore la concepción de la educación emocional.

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