ISSN: 1130-3743 - e-ISSN: 2386-5660
DOI: https://doi.org/10.14201/teri.28580
LOS LÍMITES ÉTICOS DE LA NEUROEDUCACIÓN
The Ethical Limits of Neuroeducation
Paloma CASTILLO
Universidad Complutense de Madrid. España.
palcas02@ucm.es
https://orcid.org/0000-0002-6091-5515
Fecha de recepción: 01/03/2022
Fecha de aceptación: 23/09/2022
Fecha de publicación en línea: 01/07/2023
Cómo citar este artículo: Castillo, P. (2023). Los límites éticos de la neuroeducación. Teoría de la Educación. Revista Interuniversitaria, 35(2), 191-208. https://doi.org/10.14201/teri.28580
RESUMEN
¿Cuáles son y dónde están los límites éticos de la neuroeducación? El artículo reflexiona sobre una cuestión necesaria para el devenir de los procesos cognitivos mediante la deliberación crítica, la delimitación de fronteras y la estimación del progreso. Su hilo argumental proyecta, por un lado, que el giro experimental podría poner en entredicho el objetivo ético y humanista de la educación; por otro lado, que una renuncia sistemática a los avances de las neurociencias supondría, igualmente, abandonar la búsqueda del florecimiento humano. Las humanidades solo no brindan el enfoque biopsicosocial desde el que hemos de entender nuestra autorrealización. Por ende, el primero de los límites que es origen de todos los demás surge dada una disyuntiva científico-humanista. Los nuevos confines a delimitar subyacen de las implicaciones neurocientíficas en sí mismas y de cómo estas se trasladan a la praxis escolar, si es que tuviesen validez en este campo. Aquí los neuromitos juegan un papel importante. Precisamente, la neuroética como ética aplicada o rama de la bioética recoge estos aspectos mediante la ética neuroeducativa y la neuroética educativa. En su rama fundamental, dicha disciplina abre el debate sobre la neuroeducación moral. Pero la posibilidad de reducir lo moral y todo lo que somos a nuestras bases neurales deriva en nuevos límites. Para superarlos, destaca el potencial de una simbiosis sociocultural y biológica con las nociones de ‘neurocultura’ y de ‘epigénesis proactiva’. Finalmente, el ensayo delibera sobre los límites más especulativos entre lo que somos y nuestras posibilidades para entenderlo en base al transhumanismo.
Palabras clave: neuroeducación; neuroética; transhumanismo; progreso; desarrollo moral; florecimiento humano.
ABSTRACT
What are and where are the ethical limits of neuroeducation? The article reflects on a necessary question for the evolution of cognitive processes through critical deliberation, the delimitation of boundaries and the estimation of progress. On the one hand, it argues that the experimental turn could call into question the ethical and humanistic goal of education; on the other hand, it argues that a systematic renunciation of neuroscientific advances would also mean abandoning the quest for human flourishing. The humanities alone do not provide the biopsychosocial approach from which we must understand our self-realisation. Thus, the first of the limits that is the origin of all the others arises from a scientific-humanist dilemma. The new boundaries to be delimited are the neuroscientific implications in themselves and how these are translated into educational if they were to be valid in this field. Here neuromyths play an important role. It is precisely neuroethics as an applied ethics or branch of bioethics that takes up these aspects through neuroeducational ethics and educational neuroethics. In its fundamental branch, this discipline opens the debate on moral neuroeducation. But the possibility of reducing morality and all that we are to our neural bases leads to new limits. To overcome them, he highlights the potential of a sociocultural and biological symbiosis with the notions of 'neuroculture' and 'proactive epigenesis'. Finally, the essay deliberates on the more speculative boundaries between what we are and our possibilities for understanding it based on transhumanism.
Keywords: neuroeducation; neuroethics; transhumanism; progress; moral development; human flourishing.
1. INTRODUCCIÓN
En verdad, son cuantiosas las preguntas retóricas que surgen sobre el escepticismo de las neurociencias en la educación. Ahora bien, requerimos de respuestas a ciertos interrogantes. No basta con invitar a la reflexión, pues esta solo es una condición necesaria pero insuficiente. Hay unos límites que no se pueden sobrepasar de ningún modo y otros, dependiendo de las circunstancias, tan solo en parte. Sin embargo, la maestría está en alzar las fronteras del progreso siempre y cuando se divise su propio potencial, como dos caras de una misma moneda.
El presente artículo parte de los tres propósitos señalados: deliberar críticamente, alzar fronteras y estimar el potencial del progreso. Para ello, esclarece algunos de los límites éticos dada la posibilidad de que las neurociencias imperasen en la educación socavando los valores humanos inherentes a su propia razón de ser. En él se ha profundizado en tres hitos: la discusión sobre las convulsas relaciones entre las ciencias y las humanidades, el análisis sobre el alcance de la neuroética como ética aplicada y fundamental y la búsqueda de las fronteras entre el progreso neurocientífico y el florecimiento humano mediante el movimiento transhumanista.
En suma, las controvertidas implicaciones del desarrollo tecnológico en el objetivo ético y humanista de la educación han realzado las posibles falacias en la interpretación de ‘lo neuro’ desde un doble sentido: el de la evidencia neurocientífica en sí misma y el de su validez y utilidad en el campo educativo. El análisis crítico realizado inicia una nueva conversación sobre los límites éticos de la neuroeducación y sobre las propias fronteras de la ética para esclarecer los fines de la educación al margen de la teoría educativa.
2. LA UNIÓN/DISYUNTIVA ENTRE LAS CIENCIAS Y LAS HUMANIDADES. EL ORIGEN DE LOS LÍMITES EN EL DISCURSO SOBRE EL CEREBRO Y LA EDUCACIÓN
El primer límite ético de la neuroeducación constituye el origen de todos los demás, tanto de los que trata el presente artículo como de los que proyecta sobre el futuro de la discusión educativa; circunscribe las complejas relaciones entre las ciencias y las humanidades. No obstante, este epígrafe solo aporta un pequeño granito de arena a dicho foco de discusión, pues su pretensión es conocer cómo el discurso filosófico y el neurocientífico convergen ahí, en el cerebro; cómo las ciencias y las humanidades pueden ir a favor o en contra de los medios y fines de la educación. ¿Será necesaria la reevaluación de las humanidades para el desarrollo de nuestras capacidades o una tendencia omniabarcadora de las ciencias podría ir en contra de los valores humanos? (Codina Felip, 2014; Drivet et al., 2020). Para dar respuesta a esta cuestión necesitamos explorar la unión y disyuntiva que estas han mantenido a lo largo de la historia en lo que concierne a la concepción del sujeto cerebral.
El cerebro es la base fisiológica de la mente humana, lo que ha ocasionado todo tipo de reflexiones, discursos y abstracciones conceptuales. Posiblemente, exista un acuerdo sobre este tema derivado de los problemas clásicos del pensamiento filosófico: una comprensión más profunda de nosotros mismos requiere de la especulación sobre la naturaleza de los procesos mentales. Actualmente, existe el consenso científico de que el siglo XXI será el siglo de la biología de la mente y de que las ciencias se han convertido en una parte integral de la sociedad contemporánea, pues ya no ocupan un dominio exclusivo de los científicos; pero el planteamiento de Kandel (2006) coexiste con la incertidumbre todavía presente sobre el órgano superlativo del aprendizaje que constituye el cerebro humano.
Tenemos un gran legado sobre las primeras lecturas filosófico-científicas del sujeto cerebral. En el siglo XVII destacó la concepción de Locke sobre la identidad personal como una prolongación de la memoria y la conciencia que heredó de los postulados cartesianos. Posteriormente, la búsqueda del rigor del que carecían las teorías filosóficas dio origen a la frenología en el siglo XIX. Esta hoy es considerada como una antigua teoría pseudocientífica que pretendía clarificar los correlatos neuronales con los conductuales desde una perspectiva neuroanatómica y estructural (Beorlegui, 2009; Vidal Arizabaleta, 2019). No obstante, sus límites e implicaciones han sido fundamentales para la actualidad neurocientífica. Un ejemplo de ello es la influencia de las emociones en la conducta humana atendiendo a su dimensión funcional y biológica, lo que fue protagonista en el clásico El cerebro emocional de LeDoux (1996/1999). Años después del nacimiento de la frenología prosiguió la tendencia de carácter cientificista de la Búsqueda científica del alma, la cual dio nombre a una de las obras de Francis Crick. A partir de 1970 este autor desarrolló unos trabajos que plantearon lo que él mismo denominó como «astonishing hypothesis». Se trataba de una hipótesis asombrosa que no podía ser revolucionaria pues, tal y como plantea Álvarez-Díaz (2013), Crick reafirmó la concepción de Hipócrates, de manera que las alegrías, los placeres, los gozos, los recuerdos, las penas, la libre voluntad y la identidad personal son fruto del cerebro, de ese vasto conjunto de células nerviosas que lo conforman.
Esta línea de pensamiento sería el origen de los estudios pioneros de 1997 sobre el Homo cerebralis de Hagner y los del sujeto cerebral y la cerebralidad (brainhood) de Vidal (2009). La ubicación del ‘yo moderno’ requiere de una perspectiva más amplia de la concepción cerebralista y naturalista a la que aún se aferran algunos neurocientíficos, es decir, que somos nuestro cerebro pero considerando un sujeto cerebral basado en un ‘siendo’ en lugar de ‘teniendo’. Esta postura es la que ha originado una transformación científica, filosófica, social y cultural de la concepción del sujeto cerebral, como señalaron Vidal y Ortega (2017) en Being Brains: Making the Cerebral Subject. Explícitamente, Gazzaniga (2006) clarifica esta visión cuando puntualiza que «la neurociencia lee cerebros, no mentes. La mente, aunque depende enteramente del cerebro, es un animal totalmente distinto» (p. 127) y «los cerebros son automáticos, pero las personas son libres. Nuestra libertad se manifiesta en la interacción del mundo social» (p. 110). En efecto, gracias al cerebro razonamos, intuimos y percibimos, distinguiendo lo malo de lo bueno, el placer de lo desagradable, lo bello de lo feo; todo ello en función de la relación entre la norma acostumbrada y la conveniencia, lo que hace que no siempre percibamos lo mismo de las mismas cosas (Álvarez-Díaz, 2013).
Por otro lado, la base neurobiológica de la actividad humana está liderando una revolución lenta hacia su propia naturaleza, fruto de las reglas impuestas por los genes y que son maleables por la conducta. Así pues, el conocimiento del entramado de los mecanismos y circuitos neuronales podría aumentar las capacidades cognitivas y la memoria; podría avecinar una transformación profunda de la ética, la filosofía, el derecho, la sociología, la religión, el arte… Pero también podría derivar en una perspectiva subversiva o desmesurada, en línea con el planteamiento de Mora (2007). La cuestión es: ¿a favor o en contra de los valores humanos? Dada la confluencia de la tradición humanista clásica y la fenomenológica, solo existe la certeza de que la concepción filosófica-científica actual está basada en el diseño computacional común que constituye el cerebro humano. Concretamente, la biología de la mente tiende un puente entre las ciencias (el mundo natural) y las humanidades (el significado de la experiencia humana).
Así mismo, la evolución del sujeto cerebral estuvo también determinada por el nacimiento de la neuroética con Pontius (1973) y la neurofilosofía con Smith Churchland (1989), a la par del desarrollo de la neuropsicología científica en el siglo XIX-XX con Flourens y Broca (Beltrán-Dulcey, 2009). Pero la psicología cognitiva y las ciencias cerebrales se escindieron en el momento en que trataron la moralidad, el aprendizaje, los sentimientos…; en el intento de «encontrar respuestas a lo más complejo de nuestra existencia, las relaciones de los humanos entre sí, el conocimiento y aceptación del otro (…), por qué somos como somos y por qué hacemos lo que hacemos» (Álvarez Duque, 2013, p.155). Por ende, el hecho de posicionarnos únicamente en un monismo positivista no sería suficiente. Sin embargo, la última década del siglo XX, denominada como ‘Década del Cerebro’ por el gobierno estadounidense, se dedicó a la globalizada efervescencia de los avances neurocientíficos. Desde este momento fue cuando emergió la prioridad de financiación de grandes proyectos en colaboración que se extienden hasta la actualidad. En Estados Unidos destaca el BigBrain en el conocimiento neuroanatómico clásico y el Human Connectome Project (HCP) en la realización de un mapa sobre la conectividad funcional y anatómica cerebral. En Europa el Human Brain Project1 es uno de los más señalados cuya pretensión es realizar una simulación informática a gran escala del cerebro y en la Unión Europea el Blue Brain Project estudia la estructura encefálica del neocórtex. En general, sus ambiciones parten de profundizar en el entendendimiento de la base neural con la intención de que dicho conocimiento se traduzca en una mejora de la sociedad (Álvarez-Díaz, 2013; Kandel et al., 2013). Así que, el apogeo de la ciencia experimental comenzó su crisis paralelamente con filósofos como Husserl y Kuhn. Ambos vaticinaron que las investigaciones científicas estaban sumidas en unas implicaciones «de tradición fenomenológica científica del continuo cuestionamiento hacia sí mismas, hacia su conocimiento y sus métodos, y hacia su relación con el ser humano y la sociedad» (Husserl, 1954/1991, pp. 3-17 y Kuhn, 1962/1987, pp. 112-127 citados por Pallarés Domínguez, 2013, p. 86).
En efecto, el dicurso ‘cerebrocéntrico’ comenzó a ampliar su mirada con respecto a la mera ‘biologización’, llegando a las perspectivas antropológicas y a la dimensión moral y social del ser humano (Straehle Porras, 2013). Aquí, la neurofilosofía emerge con el fin de atisbar el impacto del avance neurocientífico en la filosofía de la ciencia y con el propósito de desarrollar la filosofía a partir de los hallazgos neurocientíficos. En cierto modo, tal y como afirma Pallarés Domínguez (2013), las neurociencias están asumiendo el «liderazgo explicativo» de todas las disciplinas y campos de conocimiento que coexisten en la «nueva carpa cultural» basada en las ciencias del cerebro que plantea Mora en su obra Neurocultura: una cultura basada en el cerebro. En ella, Mora (2007) establece la base neurobiológica de la actividad humana con una «neuro-terminología» que no solo antepone la partícula «neuro» a la filosofía, la ética, el arte, la sociología o la economía, sino que pretende la expansión del conocimiento desde un nuevo escenario que, lejos del «snob» que conlleva crear algo nuevo, plantea «una nueva concepción filosófica-científica más sólida y universal de lo que somos» (p. 26):
Conocer cómo funciona el cerebro humano (ciencias) debe permitirnos entender mejor los productos de su funcionamiento (humanidades); ciencia y humanismo se convierten así en una unidad, en un solo árbol de conocimiento (…). La ciencia escudriña cuál es la forma del árbol, sus constituyentes, cómo se alimenta en las profundidades del suelo en el que vive y su historia evolutiva. Las humanidades permitirán entender, a partir de ese conocimiento, cómo se forman y qué aires mueven las hojas de ese mismo árbol (Mora, 2007, p. 34).
El frente abierto entre las ciencias y las humanidades que distingue este autor y que se inauguró en obras de Snow y Schrödinger, como «divorcio» entre dos culturas (Mora, 2007, p. 33), surge ante la idea de la ciencia de la totalidad que plantea Husserl (1954/1991) en línea con el pensamiento griego. Pero la «neurocultura» podría también ser fundamentada desde una lectura monista y positivista, lo que pondría en entredicho la unidad científico-humanista. Y entonces, cuestionando el planteamiento que afirma Gazzaniga (2006) en su obra El cerebro ético fruto de esta lectura, ¿hasta qué punto «el cerebro es lo que sustenta, gestiona y genera el sentido de la identidad y de la personalidad, la percepción del otro y la esencia humana»? (p. 155).
Precisamente, la cuestión anterior es la que realza los límites en el discurso sobre el cerebro y la educación. Ahora bien, a la luz de lo estudiado en el presente epígrafe, de no ser por la necesaria unión entre las ciencias y las humanidades no habría relación posible entre la educación y la neuroeducación. Y esto supondría inclinar la balanza hacia un liderazgo humanístico que sería insuficiente, pues obviaría aquellas clarificaciones neurocientíficas fundamentales para la comprensión de los procesos de enseñanza-aprendizaje. Con lo cual, la clave está en considerar el ‘hasta qué punto’, es decir, en delimitar las posibilidades del colonialismo científico dentro del objetivo ético y humanista de la educación. Para ello, hay que partir de la aproximación a las neurociencias que se realiza a continuación de cara a reflexionar sobre su potencial y sus límites.
3. EL POTENCIAL DE LAS NEUROCIENCIAS EN LA EDUCACIÓN Y SUS LÍMITES ÉTICOS: NEUROÉTICA Y TRANSHUMANISMO
Las neurociencias cada vez aportan una visión más completa del ser humano en relación con el mundo que le rodea. En cierto modo, están desentrañando el funcionamiento del cerebro desde la intimidad de lo que pensamos, de lo que somos y de lo que hace que nos comportemos de un modo en lugar de otro. En efecto, el cerebro está en acción y el discurso de las neurociencias comprende tanto el desarrollo del ser humano como los procesos de aprendizaje, pues son plausibles desde un enfoque biopsicosocial. De aquí surge la neuroeducación como una vertiente de las neurociencias, ante la confluencia de los procesos biológicos y cognitivos. Considerando lo anterior, no se ha hecho esperar el impulso de los hallazgos neurocientíficos que surgieron desde los trabajos de Ramón y Cajal en los siglos XIX-XX, ante la inexorable búsqueda de la conectividad entre la biología, las ciencias cognitivas y la educación (Benarós et al., 2010; Lipina y Sigman, 2011). Sin embargo, los avances neurocientíficos en la actualidad educativa todavía no han hecho más que comenzar, al estar sujetos a los límites técnicos, metodológicos y éticos de las propias neurociencias.
En lo que se refiere a los antecedentes de la neuroeducación, el discurso neurológico nació a partir del psicológico (Ocampo Alvarado, 2019). De hecho la neuropsicología surgió como un paso intermedio entre ‘lo psi’ y ‘lo neuro’ en los siglos XIX-XX y se desarrolló como ciencia con los aportes de Jean Pierre Flourens y Paul Broca a través de la experimentación, tras los hallazgos sobre la complejidad de las funciones del cerebro y del cerebelo que marcaron la escisión definitiva con la frenología. Posteriormente destacó la metáfora del ordenador y del procesamiento de la información junto con las aportaciones de teóricos como Bruner, Vygotsky y Piaget sobre los procesos psicológicos superiores, los factores sociales y el entorno del desarrollo cognitivo. Este modelo fue más allá del enfoque cognitivo clásico de la psicología hasta llegar al legado de Alexander Luria de la neuropsicología contemporánea, el antecedente de la integración cerebro-mente que busca la neuroeducación (Beltrán-Dulce, 2009).
La neuropsicología infantil y la psicopedagogía clínica fueron las manifestaciones más claras de las implicaciones teórico-prácticas en las investigaciones neurocientíficas y, sin embargo, estas todavía eran demasiado lejanas al ámbito educativo. Este planteamiento derivó en que Bruer (1997; 2016) en sus artículos Education and the Brain: A Bridge Too Far y Neuroeducación: un panorama desde el puente plantease la bifurcación de las neurociencias en dos puentes diferentes: el de la psicología cognitiva y el de la ciencia cerebral; desde su posición, la perspectiva ‘psi’ y ‘neuro’ se complementarían en la educación.
El interés compartido de fomentar el conocimiento sobre la biología y las ciencias cognitivas en la educación apareció durante el siglo XX en París, Tokio y Cambridge (Massachusetts). Probablemente fueron los informes de la OCDE Understanding the brain: Towards a new learning science (2002) y Understanding the brain: The birth of a learning science (2007) los que visibilizaron el eje de actuación que se requería para el trato de las neurociencias como interdisciplina precursora de la política y la praxis escolar. Sus antecedentes se encuentran en París, en el proyecto dirigido por autores como Bruno della Chiesa: Learning Sciences and Brain Research at the Council on Educational Research and Innovation of the OECD (Fischer, 2009). Anteriormente, la AERA (American Educational Research Association) creó en 1988 el grupo SIG (The Brain, Neurosciences and Education), origen de IMBES (The International Mind, Brain and Education Society). Esta sociedad internacional surgió en el 2004 en Estados Unidos (Harvard) con Kurt Fischer, Howard Gardner y David Rose, entre otros, y es liderada por Antonio Battro. Su objetivo era la difusión de estos temas, dando origen a MBE (Mind, Brain, and Education) como revista y movimiento global (Schwartz, 2015).
A partir del recorrido descrito, las neurociencias se han integrado en el clima cultural y forman parte de él. Estas engloban a un conjunto de disciplinas que destacan el papel crucial del cerebro humano en todos los ámbitos de nuestra vida. Consecuentemente, la integración de las neurociencias en la educación tiene el propósito de dar una respuesta científica a las cuestiones de cómo educar y de cómo aprender, lo que avala su relevancia (Battro, 2011; Fischer, 2009; Pallarés-Domínguez, 2016b). Pero, al mismo tiempo, el empirismo neurocientífico podría originar una tendencia omniabarcadora, reduccionista y monista e incluso definitoria, dado un contexto de predominancia constructivista, relativista y social como es el educativo.
La educación es la que ha de lograr la plenitud de las personas, su autorrealización y su desarrollo. Esto explica que, en tal campo, se agudice el problema sobre la disyuntiva científico-humanista previamente abordado. Por la misma razón, aquí la idea de la «neurocultura» resulta especialmente valiosa dado un discurso basado en el cerebro y centrado en las perspectivas antropológicas del ser humano, así como en su dimensión social y moral. En este sentido, el primer punto de inflexión que se va a considerar para reflexionar sobre los límites éticos de la neuroeducación es la neuroética. Dicha disciplina constituye un neurologismo que está a caballo entre la ética y las neurociencias, por lo que opera en la interrelación entre la educación y la neuroeducación. Por otra parte, el segundo punto de inflexión que se expondrá en el epígrafe es el transhumanismo. El mencionado movimiento cultural e intelectual reflexiona sobre el potencial de las nuevas tecnologías y los peligros que estas auguran. Por ende, este último resulta también fundamental para considerar dónde han de establecerse los límites neurocientíficos en el florecimiento humano.
3.1. La neuroética: análisis sobre su identidad, manifestaciones e implicaciones ético-educativas
La «revolución de las éticas aplicadas» se originó durante las décadas de 1960 y 1970 en el ámbito de la filosofía moral. Sin embargo, no es de extrañar que otros ámbitos como el educativo pronto se sumaran a dicha revolución dada la siguiente característica de las éticas aplicadas que señalaron Cortina y Conill (2019): «estas no constituyen la parte aplicada de cada teoría ética, sino que abordan los problemas de cada ámbito social contando con las teorías éticas que puedan ayudar a resolverlos en cada caso». A partir de la consideración previa, quedan sobre la mesa las posibilidades de uno de los neurologismos más próximo a la neuroeducación: la neuroética. Esto es debido a que dicha disciplina esclarece algunos de los límites éticos neurocientíficos, atendiendo así a los avances que desde finales del siglo XX sitúan a las neurociencias en un primer plano del desarrollo de la sociedad. La primera ocasión en la que se habló de la neuroética como campo disciplinar fue en la conferencia de San Francisco de la Fundación Dana Neuroethics: Mapping The Field (Marcus, 2002). La diversidad de especialistas que asistieron (neurocientíficos, filósofos, médicos, profesores…) refleja su propio alcance y objetivo: considerar las implicaciones éticas de las ciencias del cerebro para «decidir hacia dónde debe ir la ciencia, cuáles deben ser sus límites y cómo deben aplicarse»; de modo que el problema estaría «en quién decide qué es lo apropiado y qué métodos usar para implementarlo» (Marcus, 2002, p. 220 y 130). No obstante, a pesar del potencial de la neuroética en aspectos de gran relevancia para la neuroeducación, también hay que considerar sus propios límites. Ambas caras serán objeto de análisis del presente epígrafe.
La problemática del valor biológico del cerebro humano se ha visibilizado con los avances tecnológicos del nuevo escenario cultural en el que nos encontramos y en el que las ciencias han pasado a ser el soporte primario. De aquí surge la cuestión: «¿estarán creando los científicos un mundo ambicioso que impone una revolución lenta, silenciosa, destructiva y subversiva de los valores humanos […]?» (Mora, 2007, p. 32). Al hilo de lo anterior, la neuroética nace como una disciplina destinada a interpretar los hallazgos científicos y socioculturales desde una posición filosófica para analizar su significado y poder situarlos en contextos éticos de otras áreas, comprendiendo sus relaciones (Evers, 2005). No obstante, esta puede ser considerada como una rama de la bioética y como un saber autónomo fundamento de la moral. Por lo tanto, se puede distinguir una doble perspectiva en su forma de hacer ética: la científico-experimental y la basada en las cuestiones fundamentales del ser humano (Pallarés Domínguez, 2013). De aquí, precisamente, surgen sus dos acepciones inauguradas por Roskies (2002): la «ética de la neurociencia» y la «neurociencia de la ética».
Ahora bien, antes de adentrarnos en las dos acepciones de la neuroética y en sus implicaciones neuroeducativas, cabe destacar algunas de las discusiones relativas a su conflictiva dualidad. Respectivamente, las ramas que la conforman realzan una primacía de la ética o de las neurociencias, lo que constituye un paralelismo con respecto a ese divorcio entre las ciencias y las humanidades dada una pretensión abarcadora de un conocimiento sobre el otro (Gómez Melo y Serrano-Bosquet, 2015; Mora, 2007; Pallarés-Domínguez, 2016a). Precisamente, la discusión actual sobre la neuroética gira en torno a la siguiente cuestión que da nombre a un artículo de Castelli (2018): ¿Qué modelo interdisciplinar requiere […]? El componente empírico de esta disciplina todavía «obtura la reflexión ético-filosófica» (ibid., p. 33). Lo que está claro es que la «neurociencia de la ética» podría iluminar la «ética de la neurociencia» (Salles, 2013), como dos caras de una misma moneda; pero esto sucederá en el momento de que la neuroética sea «un campo de discusión genuinamente interdisciplinario» (Castelli, 2018, p. 42). Pese a lo anterior, el marco que ofrece la neuroética clarifica especialmente cómo delimitar la influencia de las neurociencias en la educación.
3.1.1. La neuroética como ética aplicada: «ética neuroeducativa» y «neuroética educativa». ¿Un adiós a los neuromitos?
Una de las acepciones de la neuroética es la de la «ética de la neurociencia». Esta se trata de una ética aplicada (rama de la bioética) que comprende la reflexión de los problemas éticos que giran en torno a la praxis neurocientífica; principalmente regula los medios tecnológicos, la conducta investigadora, los ensayos en los seres humanos y su divulgación (Álvarez-Díaz, 2013; Castelli, 2018; Cortina, 2010; 2013; Gracia Calandín, 2018; Levy, 2011; Roskies, 2002).
La neuroética como ética aplicada o como rama de la bioética opera en la educación subdividida en la «ética neuroeducativa» y la «neuroética educativa». La «ética neuroeducativa», concebida por Howard-Jones (2010), incide en la dimensión ética de las implicaciones neurocientíficas en la educación. Como ética aplicada se centra fundamentalmente en la repercusión psicológica de las medidas neurofisiológicas, en el escrutinio divulgativo y en la responsabilidad metodológica dada su incursión en la educación. La «neuroética educativa», desarrollada por Hardiman et al. (2012), incide especialmente en el modo, es decir, plantea cómo llevar a cabo los hallazgos científicos y cómo interpretarlos en la praxis escolar. Por ende, esta última asume el reto de llevar ‘adecuadamente’ las ciencias del cerebro a los procesos de enseñanza-aprendizaje; dicho de otro modo, evita los neuromitos (Gracia Calandín, 2018; Pallarés-Domínguez, 2016b). Para llevar a cabo su propósito, se requiere de cada uno de los agentes implicados como una cadena que va desde los neurocientíficos hasta los docentes, pasando por las políticas de las instituciones educativas y los medios de comunicación, entre otros.
3.1.2. La neuroética como ética fundamental. ¿Neuroeducación moral?
La segunda de las acepciones de la neuroética es la de la «neurociencia de la ética». Esta se trata de una rama teórica especialmente novedosa que abre un campo centrado en las bases cerebrales de los razonamientos éticos y morales. En líneas generales, dicha rama plantea que el funcionamiento del cerebro podría explicar cómo se generan las intuiciones y los juicios, lo que se extrapolaría a la libertad, la racionalidad, la conciencia, la conducta, la cognición, las emociones… (Álvarez-Díaz, 2013; Castelli, 2018; Cortina, 2010; 2013; Gracia Calandín, 2018; Levy, 2011; Roskies, 2002). Por consiguiente la rama teórica de la neuroética abarca ámbitos diversos como el político, el social, el moral o el educativo y que Cortina (2010) recoge en su obra Neuroética: ¿Las bases cerebrales de una ética universal con relevancia política?
No obstante, cuando la neuroética trata de ir más allá de la bioética clásica «encuentra obstáculos cada vez que intenta imponer los datos racionales y científicos en los asuntos morales y éticos» (Gazzaniga, 2006, p. 21). Esta postura que sostiene Gazzaniga en El cerebro ético resalta la de Evers (2005), como un desafío filosófico en uno de sus artículos, Neuroethics: A Philosophical Challenge. En referencia a lo anterior, surgen dos cuestiones relevantes para la consideración de los límites de las neurociencias en la educación a las que el presente subepígrafe tratará de dar respuesta: ¿la neuroética podría llegar a formular las «preguntas esenciales para la vida ética, política y educativa»? (Cortina, 2011, pp. 18-19); «¿debe la neurociencia naturalizar la educación de modo que la ética resultante sea aquella que se adecúe a las pautas de conductas marcadas por la evolución?» (Gracia Calandín, 2018, p. 59).
En primera instancia, cabe señalar algunas reflexiones sobre el determinismo neural al que la neuroética en su rama fundamental parece constreñida. Al fin y al cabo, el andamiaje epistemológico que actúa de frontera entre las ciencias y las humanidades también es el que comprende la pertinencia normativa de las ciencias (Álvarez Duque, 2013). Y este foco de discusión que busca el fundamento de las raíces de la cultura y de la moral es el que da pie a las posibilidades de la neuroética, más allá de un puente entre las neurociencias y la ética; tal y como señala Evers (2010), podría transformar la «falacia naturalista» en una «responsabilidad naturalista»:
La responsabilidad de que a través de la conexión de hechos y valores, lo biológico y lo sociocultural, podamos usar ese conocimiento en beneficio de nosotros mismos y nuestras sociedades. Esta responsabilidad naturalista puede constituir un elemento motivador para un comportamiento moral que, en el seno de una sociedad pluralista, busque las exigencias de justicia universalizables para los seres humanos (Pallarés-Domínguez, 2016a, p. 51).
Así mismo, la conciencia del ser humano sería una parte más de su realidad biológica, de modo que la información subjetiva y las emociones podrían ser observables desde un plano neurofisiológico. Y, además, «el cerebro humano [es] un órgano plástico, proyectivo y narrativo que faculta al ser humano para actuar de manera autónoma y libre, y [que] está sometido a la acción resultante de una simbiosis sociocultural-biológica» (Pallarés-Domínguez, 2016a, p. 41). Esta lectura que realiza Pallarés-Domínguez parte del «materialismo ilustrado», el cual surge con Jean-Pierre Changeux desde una caracterización neurocientífica del cerebro opuesta al reduccionismo y bebiendo de la concepción evolucionista, biológica, plástica, proyectiva y abierta de Evers. Consecuentemente, «la materia se despierta» en el sentido más profundo (Evers, 2010) y el hecho de ser proactivos, de no estar condicionados, desemboca en una «epigénesis proactiva» desde una doble determinación biológica y cultural (Pallarés-Domínguez, 2016a). Por ende, la intervención en las instituciones sociales podría ser una fuente de mejora de las estructuras cerebrales, dada su ductilidad; de aquí también su potencial educativo.
En lo que se refiere al propósito del presente artículo, la pretensión es alejarse de la posición monista materialista sobre la neuroética y evitar el determinismo y la falacia naturalista que deriva un ‘es’ en un ‘debe’ innato, como el que atribuye Smith Churchland a la conducta: «por el hecho de que estemos así constituidos, se deban derivar normas de que nos comportemos de acuerdo con estos hechos» (Pallarés-Domínguez, 2016a, p. 50). En efecto, tal y como plantea Cortina (2010, 2011), no tiene cabida entender que la neuroética tendría que remplazar a la ética, pues no podría haber «una ética universal basada en el cerebro» (Cortina, 2013, p. 808); esta aporta unas bases neurofisiológicas del comportamiento moral, pero no deriva en unos contenidos inscritos en el mismo.
Ahora bien, los propios límites de la neuroética tampoco clarifican cómo entenderla como estatuto filosófico, pues la búsqueda de datos empíricos que explican conductas humanas reafirma la posición naturalista y reduccionista. Su cuestionamiento deriva principalmente en el siguiente interrogante: ¿hasta qué punto «la moralidad es reductible a sus bases neurales»? (Castelli, 2018, p. 43). ). Por un lado, a la luz de la cuestión previa, está claro que una concepción basada en la afirmación de lo anterior eliminando el ‘hasta qué punto’ derivaría en cuantiosos límites éticos de la neuroeducación a considerar. No obstante, la respuesta que ofrece Evers (2010) con la «epigénesis proactiva» y que proyecta la idea sobre la «neurocultura» objeto de análisis del presente artículo realza, también, algunas perspectivas favorables para la delimitación de dichos límites. Con todo ello, la idea de una neuroeducación humanista y moral para velar por el fin de la educación de construir una sociedad más humana constituye un camino todavía por recorrer (Calvo y Gracia-Calandín, 2019; García García, 2020). Por el momento, la balanza se inclina hacia la consideración de sus propios límites éticos en vez de hacia el potencial que podría tener.
3.2. El transhumanismo: análisis de las fronteras entre el progreso tecnológico y el florecimiento humano
Las neurociencias probablemente lideren los avances tecnológicos del siglo XXI en adelante, pero su aplicación más especulativa sobre las posibilidades de mejora neurológica suscita un amplio debate ético. Además, tampoco tiene cabida deslegitimar la importancia de los hallazgos sobre el potencial cerebral y su plasticidad, que emprenden el entendimiento de las habilidades y funciones neurocognitivas y que, bien explícita o implícitamente, involucran a los procesos de enseñanza-aprendizaje (Ansari et al., 2012). Desde esta perspectiva las neurociencias y la educación guardan una relación más profunda y controvertida de la que visibilizan sus propios desafíos empíricos y metodológicos.
En este marco de referencia, el transhumanismo tiene un papel protagonista. Se trata de un movimiento intelectual y cultural que aboga por la conveniencia de mejorar la condición humana mediante las nuevas tecnologías. Sin embargo, este no concibe un optimismo irresponsable, sino que se centra en las potencialidades tecnológicas y en las cuestiones éticas derivadas de sus usos; como dos caras de una misma moneda. En breve, su origen se remonta al concepto de superhombre que esbozó Nietzsche (1883/2011) en Así habló Zaratustra, cuando señaló que «el hombre [era] algo que [debía] ser superado» (p. 3). La idea de tránsito y de una búsqueda constante de la autorrealización llevó a Huxley (1957) a acuñar el término de «transhumanismo» (p. 17). Y como el propio concepto indica, se trata de un estado transitorio entre el humanismo y el posthumanismo. En lo que se refiere a los principios fundamentales del movimiento, estos fueron recogidos en tres documentos desarrollados desde la década de 1990 y que se han ido actualizando sucesivamente: The Transhumanist FAQ (Bostrom, 2003), The Transhumanist Declaration (Bostrom et al., 2009) y The Transhumanist Manifesto (Vita-More, 2020). Lo más señalado a destacar de los anteriores es que la noción transhumanista de plenitud quedó amparada por la unión de la cultura científica y la humanística.
Ahora bien, la consideración de lo que el transhumanismo denomina ‘mejora humana’ en el campo educativo reabre un sinfín de discusiones más allá de las que este planteamiento ya supone de por sí. Al respecto de lo anterior, la lógica del rendimiento acelerado no debiera operar en la educación, aunque intenta imponerse. Y, por otro lado, tampoco tiene sentido el hecho de lograr una supuesta maximización de la libertad si esto supone encadenarla definitivamente. Dicho en otras palabras, las tecnologías nos ofrecen un gran número de opciones de elección y el transhumanismo aporta un marco ético para regularlas, pero nuestra identidad y dignidad podrían ponerse en entredicho desde una óptica basada meramente en la tecnofilia. Por ejemplo, en lo que se refiere a las neurociencias, uno de los principales focos de discusión se abre en la significación real de las neuroimágenes (Cortina y Conill, 2019; Gracia Calandín, 2018). En este frente el escepticismo surge en torno a las posibilidades de abrir nuestras mentes mediante técnicas como la resonancia magnética funcional, el electroencefalograma cualitativo o la magnetoencefalografía (Castelli, 2018). Otro ejemplo sería la neuropotenciación o la intervención para la mejora de las funciones cerebrales mediante el dopaje genético. ¿Dónde están los límites éticos para considerar un tratamiento farmacológico de un trastorno de aprendizaje como mejora educativa?
Por un lado, las neurociencias han puesto sobre la mesa la posibilidad de observar los efectos neuronales del aprendizaje y de aplicarlas hacia el progreso neurológico («neuroenhancement»). Pero esto supone adentrarse en su vertiente más especulativa (Schlag y Gutenberg, 2013), pues los límites de la privacidad individual y de la naturaleza inalienable del ser humano son muy estrechos (Evers y Sigman, 2013). Por otro lado, además de las cuestiones éticas, la interpretación de la actividad neural a partir del nivel dependiente de sangre oxigenada también pone en entredicho las posibilidades de las implicaciones neurocientíficas en el contexto escolar (Pallarés Domínguez, 2013). Al fin y al cabo, ¿en qué medida esto es necesario para hacer que los procesos y situaciones de la vida sean más exitosos y amigables para el cerebro? No hay una única respuesta, aunque sí hay varias posturas claras como la bioconservadurista y la transhumanista (Sebastián y Páramo Valero, 2013). El caso es que a los límites éticos que surgen de los usos que hacemos de las nuevas tecnologías habría que añadir aquellos derivados de la propia imprecisión cientificista, ante la complejidad de los procesos cerebrales y la inexactitud de la lectura de los contenidos de la mente humana (Evers y Sigman, 2013).
Así pues, en suma, lo que pone de manifiesto el presente epígrafe es que la noción de mejora podría ser equivalente a la de florecimiento humano; aunque no tiene por qué serlo. No cabe duda de que «[es] imprescindible que la Pedagogía participe en las discusiones sobre la biotecnología» pero, para ello, no puede haber confusión posible sobre el verdadero progreso: las prioridades en la formación humana (Gil Cantero, 2022, p. 27). Ahí es donde hemos de marcar los límites, lejos de cualquier ideal ilusorio.
4. CONCLUSIONES
A la vista de lo sostenido anteriormente se puede concluir que las neurociencias todavía están en un primer estado de desarrollo. Una disyuntiva científico-humanista desembocaría en las discusiones analizadas previamente como reduccionistas, pero tampoco el hecho de que la única vía aproximativa fuera la de las humanidades esclarecería una perspectiva biopsicosocial del ser humano. Ese fue el primer límite señalado del que nacen todos los demás estudiados en el texto.
A continuación, se analizó el potencial de las neurociencias en la educación y las fronteras que requerimos para considerarlo a partir de una doble aproximación hacia la neuroética y el transhumanismo. Por su parte, el alcance educativo de la neuroética se distingue en sus dos acepciones. Como ética aplicada o rama de la bioética, la disciplina incide respectivamente en la «ética neuroeducativa» (Howard-Jones, 2010) y en la «neuroética educativa» (Hardiman et al., 2012), es decir, en la dimensión ética de las implicaciones neurocientíficas y en el modo de llevarlas a cabo en la praxis escolar. Aquí cabe señalar que el desconocimiento generalizado sobre las ciencias del cerebro desemboca en falacias conocidas como neuromitos, por lo que sería conveniente incidir en una mayor formación a cargo de profesionales situados entre los neurocientíficos y los docentes para evitar tales límites. Como ética fundamental, la neuroética abre el debate en torno a la neuroeducación moral. Pero la posibilidad de que lo moral y todo lo que somos fuese reductible a nuestras bases neurales conformaría la falacia naturalista, es decir, una posición determinista dado el hecho de convertir el ‘ser’ en el ‘deber’. Por ello, como plantea Cortina (2013), no podría tener cabida la idea de una ética universal basada en el cerebro y de que esta reemplazase a la ética. En su lugar, la noción de «neurocultura» que proyecta el artículo a partir de Mora (2007) resulta especialmente valiosa al realzar la respuesta de Evers (2010) sobre la «epigénesis proactiva»: somos fruto de una simbiosis sociocultural y biológica. Finalmente, el movimiento transhumanista situado a caballo entre el humanismo y el posthumanismo ofrece un marco ético para el florecimiento humano de la mano del progreso tecnológico y, al mismo tiempo, la posibilidad de la destrucción de la propia humanidad.
En suma, el hecho de comprender plenamente los procesos de enseñanza-aprendizaje requiere de la consideración de unos límites entre lo posible, lo viable y lo éticamente conveniente. Todo ello justifica la necesidad de proyectar una nueva mirada hacia la teoría educativa sobre los límites de las nuevas tecnologías en los fines de la educación.
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1 Una de las autoras referenciadas más adelante por sus aportaciones al estudio de la neuroética, Kathinka Evers, es la responsable del subproyecto SP12 - Ethics and Society del Human Brain Project.