ISSN: 1130-3743 - e-ISSN: 2386-5660
DOI: https://doi.org/10.14201/teri.28101

LA EDUCACIÓN EMOCIONAL: PRÁCTICAS Y DISCURSOS DE SUBJETIVACIÓN1

Emotional Education: Practices and Discourses of Subjectivation

Niklas BORNHAUSER* & José Miguel GARAY RIVERA**
*Universidad Andrés Bello. Chile.
niklas.bornhauser@gmail.com; http://orcid.org/0000-0001-5655-4668
**Universidad Santo Tomás. Chile.
psi.garayrivera@gmail.com; https://orcid.org/0000-0002-4109-9575

Fecha de recepción: 11/01/2022
Fecha de aceptación: 01/06/2022
Fecha de publicación en línea: 01/01/2023

Cómo citar este artículo: Bornhauser, N., y Garay Rivera, J. M. (2023). La educación emocional: prácticas y discursos de subjetivación. Teoría de la Educación. Revista Interuniversitaria, 35(1), 101-122. https://doi.org/10.14201/teri.28101

RESUMEN

La educación, más que un proceso anónimo, impersonal y monolítico, es un proceso heterogéneo y sobredeterminado en donde el educando se construye a sí mismo a partir de diversos procesos de subjetivación. El propósito de este ensayo es discutir críticamente los alcances de la noción de subjetivación a la luz de la introducción de la educación emocional en el contexto escolar chileno. Sostenemos que se trata no solo de un discurso normativo y exterior (equivalente a una tecnología de poder), sino también de una eficaz herramienta de autocontrol (tecnología del yo) que modela la emocionalidad de los educandos comprometiéndolos en un particular trabajo sobre sí mismos. Así, desde una perspectiva genealógica, la educación emocional puede ser examinada como una operacionalización institucionalizada y teóricamente legitimada para la instauración de un orden establecido, mediante la adquisición de determinadas competencias útiles no solo para que los sujetos sostengan y se adapten a dicho orden, sino también para que lo reproduzcan (optimismo, resiliencia, tolerancia a la frustración, flexibilidad, entre otras.). Como conclusión, se subraya la importancia de pensar la educación no como una operación concreta, racional, que se aplica a un objeto prefigurado (el educando), sino como un devenir articulado complejo, compuesto por distintos vectores, entre ellos los procesos de subjetivación que se dan en su interior. A partir de esta distinción, la educación emocional revela su aspecto jánico, pudiendo encontrarse, por un lado, al servicio de la emancipación del orden establecido, apuntando al ideal moderno de un ciudadano reflexivo y soberano y, por el otro, contribuyendo precisamente a la sujeción y al sometimiento de los educandos a través de determinadas prácticas materializadas en el dispositivo educativo.

Palabras claves: educación; sujeto; subjetivación; educación emocional; competencias.

ABSTRACT

Education, rather than anonymous, impersonal and monolithic, is a heterogeneous and overdetermined process in which the learner constructs him/herself from diverse processes of subjectivation. The purpose of this essay is to discuss the critical scope of the notion of subjectivation in light of the introduction of emotional education in the Chilean school context. We argue that it is not only a normative and external discourse (equivalent to a technology of power), but also an effective tool of self-control (technology of the self) that models the emotionality of students, committing them in a particular work on themselves. Thus, from a genealogical perspective, emotional education can be analyzed as an institutionalized and theoretically legitimized operationalization for the instauration of an established order, through the acquisition of certain competences useful not only for the subjects to sustain and adapt to this order, but also to reproduce it (optimism, resilience, tolerance to frustration, flexibility, among others). In conclusion, the importance of thinking education not as a concrete, rational operation, applied to a prefigured object (the learner), but as a complex articulated becoming, composed of different vectors, including the processes of subjectivation that occur within it, is emphasized. From this distinction, emotional education reveals its Janic aspect, being able to be found, on the one hand, at the service of the emancipation of the established order, aiming at the modern ideal of a reflective and sovereign citizen and, on the other hand, contributing precisely to the subjection and subjugation of the learners through certain practices materialized in the educational device.

Keywords: education; subject; subjectivation; emotional education; competences.

1. INTRODUCCIÓN

Históricamente, la relación entre aparatos educativos y educandos ha sido central en el ámbito de la investigación en pedagogía propiamente tal, convirtiéndose en uno de los principales asuntos que ha ocupado la tradición metafísica del pensar en Occidente. La transversalidad y extensión de este problema se debe, entre otros, a que se inscribe en una trama discursiva anterior y más extensa, que ha recurrido a oposiciones del tipo el sistema y el individuo, lo universal, lo particular y lo singular, lo abstracto y lo concreto, lo supraordenado y lo subordinado como modos posibles de pensar, primero, la compleja relación entre el Uno y el Todo y, segundo, el proceso educativo en general y su sujeto en particular. Estas sistematizaciones, tradicionalmente dispuestas según los modelos top-down y bottom-up, por muy productivas que fueran durante decenios, han resultado ser insuficientes a la luz de la emergencia y el establecimiento crítico de la noción de subjetivación, resultante, a su vez, de las recientes revisiones de uno de los conceptos pivotes de esa discusión y del discurso de la Modernidad en particular: la noción de sujeto.

Debido a su posición estratégica como concepto bisagra, articulador de las distintas instancias anteriormente aludidas, cualquier revisión o reformulación de esta noción afecta inmediatamente no solo a los conceptos vecindados o colindantes –por ejemplo, los términos razón, acción, conciencia, poder—, sino también a los modos de comprender las relaciones entre estos. La propuesta de este ensayo reside en discutir cuáles son algunas de las consecuencias de la recepción crítica de una determinada vertiente del concepto de subjetivación, derivada de los aportes de Michel Foucault, para la manera de concebir las relaciones entre el sistema escolar, por un lado, y el educando, tradicionalmente pensado como sujeto (de la educación), por el otro. Las reflexiones siguientes, luego de una breve introducción de la problemática en cuestión, considerarán más pormenorizadamente el caso del sistema educacional chileno y, en particular, a una hebra singular de sus innovaciones más recientes: la inclusión de la educación emocional.

2. SUBJETIVACIÓN EN EL CONTEXTO ESCOLAR

Los desarrollos teóricos de Foucault tienden a ser ubicados, con acierto o no, en ciertos linajes o genealogías2 entre las cuales se encuentran algunos trabajos de Louis Althusser (Le Blanc, 2004; Ryder, 2013)3. Éste, a comienzos de los ‘70 postulaba que, más allá del carácter imprescindible de los ya clásicos aparatos represivos de Estado (policía y ejército) y de su incidencia fundamental en las sociedades disciplinarias, eran los aparatos ideológicos de Estado (la familia, la Iglesia y, principalmente, la escuela) a quienes les correspondía un rol productivo, pro-positivo, no solo en cuanto al aseguramiento del status quo, sino en cuanto a su perpetuación mediante la reproducción de las relaciones de producción (Althusser, 2003).

Más allá de discutir, con la prolijidad y extensión que ameritaría, la eventual continuidad del pensamiento althusseriano en Foucault, en este lugar nos interesa revisar las posibles consecuencias, para el ámbito de la educación, de la repercusión de algunas de sus y del devenir de la noción de subjetivación en particular. A este respecto, dentro de la amplia gama de énfasis y orientaciones que hacen parte de su recepción contemporánea, en relación a la pregunta que nos ocupa, es posible destacar dos huellas del planteamiento althusseriano presentes, en cierta medida, es decir, inscritas – y, con ello, reescritas, transcritas– en el respectivo espacio conceptual en el que se sitúa el pensamiento de Foucault: primero, la centralidad otorgada a la escuela y a la educación, dos dispositivos que en Althusser eran distinguidos como uno de los aparatos de dominación más importantes en todo modelo de gobierno; segundo, la necesidad de repensar la reproducción no solo por la clásica vía ‘represiva’, basada en una rápida y superficial asimilación de los planteamientos freudianos y de la noción de represión en particular, sino de abrir paso a la problematización de la re-producción por una vía propiamente productiva que excede cualquier repetición mecánica y estereotipada. En concreto, la educación –y, por ende, sus principales dispositivos como el jardín infantil, la escuela, la universidad y otras instituciones afines– podrán ser leídos como lugares idóneos para intervenir productivamente en el entramado de relaciones de poder que atraviesa y sostiene una sociedad reproduciendo precisamente sus (sujetos-)soportes.

Estos alcances althusserianos se vuelven especialmente visibles dentro de la obra de Foucault una vez que introduce a su entramado conceptual la noción de gubernamentalidad (Foucault, 2006). Tal como lo hemos indicado en otras ocasiones (Garay, 2022), esta noción se volverá fundamental en la metódica con la que Foucault continúa su trabajo hasta el día de su muerte, en tanto le permite escapar de lo que de Deleuze (2006) llamó “su impasse teórico” (p. 49)4, y con ello reconocer las limitaciones de su anterior concepción del poder, tanto de tipo soberano como disciplinario, que hacían que escapar del él y sus relaciones puramente restrictivas y limitantes fuera imposible.

De esta forma, a finales de la década del setenta Foucault sostendrá la tesis de que el poder ha cambiado en su esencia desde un poder que asegura la reproducción de las relaciones de producción, desde su ejercicio disciplinador, hasta la forma de un biopoder cuyo objetivo es el control de la población mediante lo que denominó dispositivos de seguridad, situando a los individuos frente a un triángulo: “soberanía, disciplina y gestión gubernamental” (Foucault, 2006, p. 135). Así, introduce por vez primera la noción de gubernamentalidad, que conceptualiza como el “conjunto constituido por las instituciones, los procedimientos, análisis y reflexiones, los cálculos y las tácticas” que logran imponer

un tipo de poder que podemos llamar ‘gobierno’ sobre todos los demás: soberanía, disciplina, y que indujo, por un lado, el desarrollo de toda una serie de aparatos específicos de gobierno, y por otro, el desarrollo de toda una serie de saberes (p. 136).

La potencia de estos nuevos dispositivos de seguridad, advierte Foucault, no se agota simplemente en manejar soberanamente a una masa colectiva, sino más bien en gobernar la vida misma desde sus más íntimos detalles y en la más profunda minuciosidad. Por lo mismo, se trata de un poder que se ejerce ya no exclusivamente por una vía vertical, descendente y represiva, sino que es la misma población que lo ejerce sobre sí misma, dotando a los sujetos de una particular responsabilidad en su propio agenciamiento. Esta idea de un poder productivo y no exclusivamente represivo, obliga a Foucault a replantearse también una serie de conceptos circundantes. Por ejemplo, uno de notoria centralidad en la obra foucaultiana, el dispositivo, cuya genealogía (en Foucault) nos remite a su noción previa de épistémè5.

Marcar este tránsito no resulta en ningún caso baladí, pues en este ejercicio que emprende Foucault se logra apreciar que la dimensión productiva y no solo limitante del poder comienza a adquirir un lugar central en su arquitectura teórica. En el caso concreto de épistémè, se aprecia cómo disloca una noción hasta entonces exclusivamente relacionada con el campo de lo pensable en una época dada, en otras palabras: con el campo del saber6; para introducir la noción de dispositivo, que incluye las relaciones de poder y las afectaciones posibles que estas provocan con relación a los propios sujetos. Lo que hace Foucault es agregar en la ecuación las propias transformaciones que vive el sujeto como una parte de la relación entre saber y poder. Dicho de otra forma, a diferencia del concepto de épistémè, la noción de dispositivo introduce nuevos clivajes que resultan fundamentales, en tanto: 1) no solo está relacionada al saber, sino que establece una conexión íntima entre saber y poder, “no hay relación de poder sin constitución relativa de un campo de saber, ni saber que no suponga y no constituya al mismo tiempo relaciones de poder” (Foucault, 2013, p. 37); 2) establece una dispersión del poder a lo largo de toda una multiplicidad de elementos; y 3) describe la producción de modos de subjetivación, entendido como las disposiciones que adopta el sujeto a partir de esta organización particular de fuerzas entre saber y poder.

Así, los dispositivos no son, sino, un conjunto heterogéneo de elementos, tanto discursivos y no discursivos, que se instalan sobre ciertas dimensiones de la vida y las transforman en dominios coherentes y campos estratégicos donde –mediante distintas tecnologías de gobierno— se trazan estas líneas de fuerza entre saber, poder y subjetividad. De allí que Foucault delinee la gubernamentalidad como el arte de gobernar la vida en donde confluyen soberanía, disciplina y la gestión de sujeto sobre sí mismo. Esto último solo es posible mediante la introducción de nuevas técnicas de control distintas a las tecnologías de poder, que se ejercen desde el exterior, que se imponen, dominan y objetivizan al sujeto desde “arriba”, como es el caso de las regulaciones legales; se trata de las tecnologías del yo, que define como aquellas técnicas que “permiten a los individuos efectuar, por cuenta propia o con la ayuda de otros, cierto número de operaciones sobre su cuerpo y su alma, pensamientos, conducta, o cualquier forma de ser, obteniendo así una transformación de sí mismos” (Foucault, 2008, p. 48)7. Es más, Foucault va a especificar algunos años más tarde, que lo que ha estado pensado como gubernamentalidad no es sino, precisamente, el espacio de contacto entre las tecnologías de poder y las de uno mismo. Esto es, el espacio entre el gobierno sí y de los otros.

Esta concepción no jurídica del poder (Foucault, 1996) se contrapone a cualquier visión del sujeto concebido, primero, como un ente ya armado, preconstituido, que luego atraviesa el proceso de educación sufriendo transformaciones menores o conductuales y, segundo, como un recipiente pasivo de materias, valores y otros contenidos provistos por el aparato educativo. Por el contrario, siendo coherente con la idea –que, según ha demostrado Edgardo Castro (2004), ya puede ser rastreada en Vigilar y castigar– de que el poder, lejos a obedecer a fines meramente represivos en el sentido privativo o negativo, “debe ser visto como una realidad positiva, es decir, como fabricante o productor de individualidad” (Castro, 2004, p. 264). Este giro radical a la concepción jurídica liberal de poder permite mantener el escepticismo frente a cualquier aproximación que sostenga que el sujeto es una esencia, una sustancia extra-, pre- o ahistórica (o frente a cualquier ‘universal antropológico’) y, al mismo tiempo, crea las condiciones de posibilidad para una recuperación –y reescritura en otro campo de relaciones de significación– del concepto de sujeto a través de la opción de subjetivación [assujettissement].

Siguiendo a Edgardo Castro (2004), “es posible distinguir dos sentidos de la expresión ‘modos de subjetivación’ en la obra de Foucault: un sentido amplio […] y uno más restringido, en relación con el concepto foucaultiano de ética” (p. 333). Sobre el primer sentido, Foucault (1988), en un texto titulado El sujeto y el poder, señala: “Mi objetivo [durante los últimos veinte años de trabajo], por el contrario, ha consistido en crear una historia de los diferentes modos de subjetivación del ser humano en nuestra cultura” (p. 3). En cuanto a estos, aunque pueda parecer paradojal, Foucault se refiere a ellos como “modos de objetivación que transforman a los seres humanos en sujetos” (p. 3), o como especifica Castro (2004), “modos en los que el sujeto aparece como objeto de una determinada relación de conocimiento y de poder” (p. 333). En el texto en cuestión, Foucault entrega las claves para distinguir, après coup, tres modos de subjetivación: primero, modos de objetivación que pretenden acceder al estatus de ciencias. Foucault aquí se refiere, a modo de ejemplo, a la lingüística, la economía y la biología, que proponen pensar el sujeto, respectivamente, como sujeto hablante, sujeto productor de riquezas y el sujeto dotado de vida. Segundo, modos que proceden a través de prácticas divisorias (tanto del sujeto respecto de sí mismo como en relación a otros). Dichas prácticas constituyen pares excluyentes, tales como loco y el cuerdo, el enfermo y el sano, el delincuente y el hombre probo. Tercero y último, modos a través de los cuales “el ser humano se convierte a sí mismo o a sí misma en sujeto” (Foucault, 1988, p. 3).

Este tercer modo ha sido estudiado de manera ejemplar en la Historia de la sexualidad, La segunda acepción, más acotada, se encuentra a partir del segundo volumen de la Historia de la sexualidad y en un artículo titulado ‘Ética’. En este contexto, los modos de subjetivación aparecen como uno de los cuatro elementos a partir de los que es delimitado el concepto de ética (los otros tres son: la sustancia ética, las formas de elaboración del trabajo ético y teleología del sujeto moral). El término ‘ética’ se refiere, a grandes rasgos, a establecer una relación consigo mismo, a saber, una relación que no es de mera constatación de algo preexistente, que existe con autonomía y anterioridad, sino una relación en la que el sujeto se constituye como sujeto moral. Implica que el ser humano se transforme en sujeto, concretamente, hace alusión a “la forma en que el individuo establece su relación con esa regla y se reconoce como vinculado con la obligación de ponerla en obra” (Foucault, 1984, p. 19), en otras palabras, que toma conciencia y se comporte reflexivamente respecto de sus relaciones (deterministas, lineales, sociosimbólicas, coercitivas, etc.) con el conjunto normativo de reglas y, podríamos añadir freudianamente, con la ley.

Ahora, específicamente en relación con el campo de la educación, vemos cómo la noción de subjetivación ha sido empleada, por ejemplo, para dar cuenta de la idea de que "los sujetos educativos se constituyen a través de procesos de subjetivación de poderes, saberes y significaciones imaginarias que van modelando su identidad dentro de los dispositivos pedagógicos en los que se insertan" (Angulo, 2010, p. 157). La educación, por ende, se constituye como el espacio de interés de esta reflexión, en tanto se entienda por escuela no únicamente el lugar (físico, acotado) donde se da aquel proceso mediador y de transmisión socio-cultural para la que original y explícitamente habría sido pensada; tampoco si se entiende solo como el lugar de transmisión de conocimientos, técnicas y herramientas propias de una u otra disciplina. Más bien, interesa hacer una lectura crítica de la escuela y de sus prácticas educativas, pensándolas no como operaciones tan solo cosméticas u ortopédicas, que inciden accesoria o subsidiariamente en un sujeto ya conformado, sino como partes fundamentales de la misma constitución –y deconstitución– de un sujeto plural, heterogéneo, ensamblado, siempre en vías de (de)formación.

En el contexto educacional chileno, de su enrevesada y extensa historia que se inicia aproximadamente alrededor de los llamados años fundacionales, nos enfocaremos en el último decenio del siglo XX, concretamente, en los años que parten con las primeras menciones de la noción de educación emocional en el sentido moderno. El análisis de la experiencia de las reformas educacionales recientes en Chile, refleja el esfuerzo por tratar de convertir el proceso formativo [Bildung]8 integral de las personas –inspirado en ideales ilustrados, derivados de la Aufklärung o de les Lumières– en una suerte de producción en masas, industrial, tecnificada, que aspira al cumplimiento de estándares internacionales de rendimiento y en la que los propósitos y las acciones propiamente pedagógicos han pasado a un segundo plano (Bustamante, 2006).

Es así como, en tiempos neoliberales, las políticas públicas en materia de educación son pensadas, más bien, como formas alternativas de mantener y perpetuar el orden imperante no exclusivamente por la vía de la oportuna supresión de cualquier germen potencialmente insurgente, sino que, también, a través del ejercicio activo del poder entendido como fuerza productiva. Bajo el rótulo del Nuevo Management Público se han reunido una serie de aproximaciones y medidas que consisten en imponer de manera inapelable una visión privatizadora de lo público a través de la implementación de cambios, tan bruscos como irreversibles, ligados principalmente a la marquetización (Hall y McGinity, 2015), la medición y el gerencialismo (Grinberg, 2006), además de la creciente importancia de la performatividad (Soto, Mera, Núñez, Sisto, y Fardella, 2016). En general, más allá de sus diferencias específicas, este tipo de control busca establecer una serie de dinámicas de gestión que se caracterizan por su plasticidad y maleabilidad, cuyas pretensiones de administración de los conflictos de poderes no solo se legitimen desde la invocación de determinados modelos teóricos, sino que, junto a las intervenciones en cuestión, lleven de la mano un conjunto de aparatos de objetivación y medición de sus efectos, por muy variables y cuestionables que sean.

En lo que sigue proponemos un análisis de un dispositivo9 particular de subjetivación, que ilustra lo anteriormente expuesto y permite poner a prueba cómo ciertos conceptos, originalmente forjados en el seno de ámbitos disciplinares ajenos a la educación, son asimilados y adaptados no con fines netamente pedagógicos, sino con miras al incremento de la efectividad de las prácticas de subjetivación en curso. Concretamente, nos referimos a la progresiva y silente inclusión de la llamada educación emocional en los currículums en el caso de Chile.

3. LA EDUCACIÓN EMOCIONAL

Sobre la base del supuesto antagonismo entre lo racional y lo emocional, que en materia educativa supondría un histórico privilegio a lo primero en desmedro de lo segundo, se ha ido generando un movimiento –reactivo, contestatario, compensatorio– que ha rescatado y revaluado los aspectos emocionales ligados a la educación (Extremera, y Fernández-Berrocal, 2004). Esta tendencia, no solo en el caso chileno, se ha visto fortalecida gracias a su complicidad con la llamada psicología positiva (Cabanas, y González, 2021). La idea que sustenta dicho movimiento, y que en este punto recuerda el surgimiento de la tercera fuerza a comienzos de la segunda mitad del siglo pasado en el campo de la psicología, es que las emociones, que habrían sido descuidadas históricamente por la formación escolar de corte tradicional, deben formar parte explícita de la educación en tanto materia imprescindible para la formación de personas integrales, competentes, provistas con las habilidades necesarias para enfrentar los desafíos de la vida moderna – cualesquiera que estos sean.

La principal diferencia respecto del surgimiento y de la propagación del humanismo en los años 60, es que dicha hipótesis, lejos de mantenerse únicamente en un ámbito conceptual o teórico, se ha materializado en gran número de instructivos, manuales e incluso programas gubernamentales (como el programa HPV, Habilidades Para la Vida) orientados a formar competencias emocionales, ya sea en el ámbito de la educación (Bisquerra, 2003; 2011) o de las empresas (Rodríguez y Sanz, 2013). Otra diferencia con el mentado auge del humanismo en el campo de la psicología, que en su momento denunciaba la hegemonía discursiva y práctica del psicoanálisis y del conductismo, es que este énfasis en lo emocional y lo positivo, lejos de constituir un gesto revolucionario tan radical como aislado, que propone la subversión de los dispositivos establecidos y el derrumbamiento de las relaciones de poder hegemónicas, más bien ofrece al sujeto un conjunto de técnicas para adaptarse mejor al orden prestablecido y, en el mejor de los casos, destacarse favorablemente en un medio que asume como legítimo. De hecho, Cabanas & Sánchez (2016) sugieren que la psicología positiva, al prescindir de todo cuestionamiento de las prácticas establecidas, opera justamente recogiendo el testigo del movimiento humanista, pero invirtiendo su lógica. El éxito y los logros escolares ya no determinan la felicidad del educando; ahora es más bien al revés: la felicidad del educando es lo que determinará su éxito.

Para abordar la emergencia de este fenómeno, aunque sea superficialmente, resulta útil remitir al llamado affective turn en las ciencias sociales y humanas. Se trata de un conjunto de reconceptualizaciones sobre la emocionalización de la vida pública que comienzan a repercutir en el ámbito académico a finales del siglo XX. Con la noción de giro afectivo se alude directamente “al creciente y crucial papel de las emociones en la transformación de esferas de la vida pública tales como los medios de comunicación, la salud, o la esfera legal entre otras” (Lara, y Enciso, 2013, p. 102)10. En esta línea, con aportes sobre todo de la antropología y la sociología, se ha instalado con robustez la idea de que las emociones son, principalmente, de carácter sociocultural (Illouz, 2007), a pesar de su componente biológico. Esto supone que la experiencia emocional y afectiva varía a partir de repertorios culturales diferenciados y, por lo tanto, depende también de mecanismos y estructuras de poder determinadas. Para Luna y Mantilla (2018), por ejemplo, las emociones pueden ser pensadas como prescripciones creadas por el sistema social, lo que nos remite a su evidente componente político y normativo que ponen de manifiesto los desbordes disciplinarios que son necesarios para afrontar la complejidad de esta dimensión de la vida, que nos puede hacer transitar desde formas emocionales de exclusión y control, hasta posibilidades afectivas de resistencia –y viceversa (Cordero, Moscoso, y Viu, 2018). En otras palabras, lo emocional de la educación puede tomar forma a partir de “experiencias en las cuales los sujetos se sienten reconocidos, o por el contrario, como experiencias de invisibilidad social” (Nobile, 2019, p. 10).

De allí que Nobile (2019) insista que recuperar estos aspectos más profundos del giro afectivo a la hora de hablar de los fenómenos educativos, resulta esencial en tanto permite problematizar la relación educación-emociones a partir de su imbricación con procesos de producción y reproducción de desigualdades socioeducativas y, sobre todo, con las formas en que la escuela fabrica subjetividades. La manera en que tome forma esta relación entre emociones y educación en la práctica educativa resulta, entonces, fundamental en una serie de niveles, especialmente por sus implicancias prácticas. Sin embargo, en las últimas décadas hemos sido testigos del ascenso de un discurso emocional dentro del ámbito educativo que no necesariamente responde a la misma lógica de las problematizaciones que el giro afectivo de las ciencias sociales y humanas parecían ofrecernos. Se trata de una tendencia por promover una gestión sistemática y estructurada de los propios sujetos sobre sus emociones que, durante el presente siglo, se ha posicionado como un verdadero nuevo paradigma desde el cual repensar la educación.

Este nuevo punto de partida, sin embargo, parece no detenerse tanto en la especificidad de las experiencias cotidianas dentro del espacio educativo que –explícita e implícitamente— inundan nuestro mundo afectivo, así como tampoco en la posibilidad de subvertir el orden establecido que ello nos ofrece. Lejos de eso, se trata de una propuesta que más bien está centrada en la urgencia de entrenar competencias y habilidades emocionales dentro del aula, con las cuales los educandos estarían mejor preparados para enfrentar el mundo e insertarse en una sociedad comúnmente descrita como cambiante, desafiante y compleja, y que en el caso chileno responde a un tipo de sociedad profundamente neoliberal. Es decir, adaptarse mejor a un orden determinado. De esta forma, la relación educación-emociones se ha reducido a la mera necesidad de trabajar contenidos vinculados, sobre todo, a las emociones positivas dentro del espacio educativo (e.g. optimismo, resiliencia, tolerancia a la frustración, control de impulsos, felicidad, etc.), recurriendo para ello a un variopinto conjunto de técnicas y herramientas, muchas veces provenientes de mundos ajenos al educativo (como el mindfulness o el yoga), y que son instrumentalizadas en esta dirección, ignorando parcial o totalmente el hecho de que antes que adaptarse y consolidar el statu quo, lo que el giro afectivo promueve es un ejercicio profundamente crítico y emancipatorio a partir del cuestionamiento de las relaciones de poder que se articulan sobre lo emocional-afectivo.

Así, las emociones devienen hoy en este nuevo paradigma educativo que ha sido ampliamente difundido y materializado a partir del rótulo Educación Emocional (Bisquerra, 2005; 2009). Sin embargo, por aceptada y extendida que sea en la actualidad, su repentina emergencia alejada de las problematizaciones del giro afectivo en las ciencias sociales, así como su rápida y acrítica expansión, invitan a ser cautos y emprender un ejercicio crítico orientado a develar en mayor profundidad aquello que determina su articulación.

En este sentido, como bien señala Nobile (2019), a pesar de que al interior de la Educación Emocional (en adelante, EE) hoy sea posible identificar matices, los aportes que bajo su nombre se engloban suelen compartir una clara matriz discursiva que se nutre tanto de la psicología positiva como de los desarrollos de la aclamada inteligencia emocional (Goleman, 1995), las cuales se han articulado, tanto explícita como implícitamente, en un discurso dominante dentro del ámbito educativo (Álvarez, 2018) desde el cual se concretan particulares formas de entender, gestionar y modelar las emociones, por sobre otras formas posibles.

Así, uno de los aspectos que caracteriza a las conceptualidades antes mencionadas es que, en vez de develar y oponerse a la tiranía de las racionalidades orientadas a fines, considera e incorpora en su argumentación al campo de la inteligencia: primero, con tal de entender las emociones en principio ajenas a la comprensión racional y, segundo, elaborar, sobre la base de ese entendimiento, estrategias y conductas conducentes a lidiar y autogestionar de manera exitosa aquellos aspectos del sí mismo tradicionalmente resistentes a la administración racional. Resulta decisivo que, respecto de esta reconceptualización de las emociones, desde las esferas más globales y transversales como es el caso de la OMS, se haya hablado de ellas como habilidades para la vida (Organización Mundial de la Salud, 1993). En este lugar, la aparente comprensibilidad de suyo de un término tan pegadizo como engañoso encubre su indeterminación radical, pues al reducir lingüística y conceptualmente la pluralidad inherente a la noción de vida(s), esquiva y deja en suspenso una pregunta esencial: ¿para qué tipo de vida(s)?11

No es de sorprender que la inteligencia emocional, avalada por las organizaciones globales de salud y de salud mental en particular, haya pasado a ser asumida sin inconvenientes en los paradigmas actuales en educación, consolidándose como un elemento central de la EE, que busca el desarrollo de ciertas estrategias que les permitan ir en busca –o, mejor dicho, a la caza– de un máximo de bienestar y felicidad. La búsqueda y, por supuesto, la consecución no solo de la felicidad y plenitud, sino de un máximo posible de ambas, conforma el horizonte de expectativas en el cual se inscriben las prácticas educativas actuales. De esta forma, la EE se propone –mejor dicho: impone– no solo el desarrollo, sino, más bien, la producción de sujetos emocionalmente competentes mediante la promoción de ciertas cualidades, rasgos, capacidades y conocimientos particularmente útil en el contexto capitalista en el que nos desenvolvemos (e.g. tolerancia a la frustración, gestión del estrés, resiliencia, flexibilidad para adaptarse a los cambios e incertidumbre, entre otras), formando parte, así, de las presiones que sufre actualmente el sistema educativo para adaptarlo a las necesidades del mundo económico (Solé Blanch, 2020).

Resulta llamativo que entre los bienintencionados profesionales de la educación sea frecuente una apelación a la innovación neuroeducativa como justificación a la implementación de estos discursos y prácticas. Sobre todo porque esta revalorización de las emociones en general y de las emociones positivas en particular ha sido objeto de importantes críticas conceptuales, epistémicas e históricas. Así sucede con el propio concepto de inteligencia emocional (IE), que a pesar de sus fuertes cuestionamientos (Geher, 2004) ha sorteado toda resistencia, permeando el espacio de la educación hasta sus rincones más remotos. Objeciones como las de Barraza (2018), que forman parte de una crítica a la interpretación tendenciosa de hechos neurocientíficos en educación, conocidos como neuromitos (Pallarés-Domínguez, 2021), y en donde afirma que ni las inteligencias múltiples ni la inteligencia emocional son teorías basadas en evidencia científica, también han sido desoídas. Asimismo, se ha alertado que el concepto de IE no estaría ni bien definido ni consensuado, siendo tempranamente denunciada su recepción crítica dentro del campo (Hughes, 2005). Tampoco logra diferenciarse claramente de la combinación de variables de personalidad y aspectos de la capacidad cognitiva (Humphrey, Curran, Morris, Farrell y Woods, 2007). Adicionalmente, ha sido demostrado que la IE no tiene validez predictiva incremental para el rendimiento académico ni por sobre ni por debajo de las variables de personalidad y de CI (Barchard, 2003) –dos conceptos ambiguos y polivalentes, que históricamente se han resistido a cualquier definición conceptual vinculante–, ni que la presunta relación entre IE y rendimiento escolar sea tal como dice su fundador (Barraza, 2018).

Así, a pesar de las numerosas y atendibles críticas, la dominación que ejerce el significado de IE que Goleman le adscribe12, ha llevado a pensar en ésta nada menos como el mejor predictor del éxito en la vida, y como un elemento ya no solo vital para el rendimiento escolar, sino también para el éxito laboral, la felicidad conyugal, la salud física y que es capaz de predecir, nada menos, que hasta el 80 % del éxito en la vida (Pool, 1997), estableciendo todo tipo de vinculaciones con nociones pertenecientes a un dominio no solo proto o pericientífico, sino francamente ideológico, tal como ocurre, de hecho, con la idea de éxito en la vida, develando así la presencia simultánea de un doble sesgo: tanto ideológico como científico (Cabanas, y González, 2021). En otras palabras, y parafraseando a Meirieu (2022), estas tendencias pedagógicas que se pretenden y escudan acríticamente en el cientificismo, muchas veces nos esconden las teorías y finalidades sociales, filosóficas y normativas que las animan.

No obstante, el avance de la IE, y sobre todo la naturalidad con la que ha sido adoptada en el paradigma educativo actual, parece irreversible. Esto se debe a que el éxito de la IE en particular y de la EE en general se han afiatado por otras vías, ajenas al debate científico y a la validez de sus conceptos, pero no por ello menos eficientes. Al consultar la web oficial del Ministerio de Educación de Chile, por ejemplo, se puede apreciar dicha naturalidad plasmada en la misión que esta entidad plantea para la educación básica (primaria), donde señalan que “durante la Educación Básica los y las estudiantes desarrollen una autoestima positiva y conciencia de sí mismo, aprender a trabajar individualmente y en equipo, desarrollar su responsabilidad y tolerancia a la frustración” (Ministerio de Educación, s/f, párr. 3). Mismo énfasis que se aprecia en lo referido a la educación media (secundaria), donde, además, se añade la urgencia de que los estudiantes puedan «integrarse plenamente a la sociedad». De nuevo: ¿a qué tipo de sociedad debemos integrarnos plenamente? ¿A una sociedad neoliberal, prefigurada, avalada por la tradición y las costumbres, en cuyo diseño sus actores no tienen incidencia alguna? Y, ¿qué implica la plena integración a ésta?

Considerando la complejidad y sobredeterminación del problema, no es de sorprender que sean varios los ángulos desde los cuales pueda esbozarse la crítica de la propagación de la IE en los distintos planos de los proyectos de educación, entre ellos, el auge de lo emocional en los currículums. En este caso, de acuerdo con lo planteado inicialmente, nos interesa destacar cómo estas modificaciones instauran y promueven el forjamiento de prácticas de dominación que los sujetos en vías de constitución no solo padecen, sino que ejercen constantemente sobre sí. De este modo, a diferencia de lo que ocurría en los principales modelos clásicos, esta vía de sujeción no precisa de la represión en el sentido clásico, ni de la sanción ni del castigo, ni de una renuncia de sí, pues se fundamenta en generar habilidades y actitudes, que, como diría Foucault, buscan un cambio en sí mismo “con el fin de alcanzar cierto estado de felicidad, pureza o sabiduría” (Foucault, 2008, p. 48). Un cambio que no se circunscribe únicamente al ámbito conductual y va más allá de lo contingente y transitorio, materializándose en la configuración de un ethos.

Como consecuencia de lo anterior, es posible apreciar cómo la emocionalidad, primero, es revalorizada e introducida conceptualmente en los proyectos formativos, para luego, en un segundo instante, dejada en mano de los mismos sujetos a ser educados, en lugar de operar desde el afuera, se convierte en una herramienta de (auto)control. Este control, a diferencia de lo que sucede en las prácticas emancipatorias clásicas, no apunta a la autonomía respecto de las condiciones institucionales, socioeconómicas y culturales que crearon las condiciones de posibilidad de tal modo de subjetivación, sino que contribuyen, desde esta suerte de extranjería interior, a la consolidación de éstas. Modelan la emocionalidad de las personas, dejando el peso de la cuestión misma en el individuo. Al dejar la responsabilidad en manos del propio sujeto es posible no cesar en la enunciación de la necesidad de cambio, enfatizando la urgencia de desarrollar, en cada individuo, competencias emocionales para afrontar las situaciones en las que se está inmerso, sin cuestionar la legitimidad de esas situaciones.

Como ha destacado Pons (2008), una de las principales funciones de este tipo de psicologización consiste, justamente, en permitir elaborar un discurso políticamente correcto que desculpabilice a los fundamentos constitutivos del sistema económico-político-social, identificando a quienes están en situación de desventaja social ya sea como o víctimas de alguna disfuncionalidad, carencia, malformación psicológica o de un aprendizaje o socialización deficiente. O en casos más extremos, pero no menos comunes, sujetos no solo responsables sino incluso culpables de un destino buscado por ellos mismos – ya sea consciente o inconscientemente. Lo que resta intacto, puesto fuera del alcance de cualquier examen crítico, son las condiciones estructurales que fijan el marco interior a partir del que se han de desarrollar, con el mayor éxito posible, los procesos de subjetivación en cuestión. Es allí donde radica el quid del proceso de subjetivación leído desde la educación emocional: no se aspira a ideales ilustrados tradicionales, vinculados a la emancipación y adquisición de la mayoría de edad [Mündigkeit] –y, en definitiva, al uso autónomo, crítico de la propia capacidad de entendimiento, vuelta en contra de dichas determinaciones presuntamente invariables, capaz de interrogar su supuesta naturalidad—, sino que se busca impulsar la generación de un tipo de subjetivación en el cual todo tipo de resistencia se desplace desde la oposición crítica que revindica al derecho a pensar –y ser– no solo interrogando lo que ya se sabe, sino tratando de “emprender el saber de cómo y hasta dónde sería posible pensar distinto” (Foucault, 2003, p. 8), un modo diferente al ejercicio domesticado, templado de (pseudo)resistencia adaptativa a las adversidades político-sociales secundarias, pero, sobre todo a las adversidades reconocidas como propias.

4. DISCUSIÓN

Así las cosas, el examen de la actual difusión y protagonismo de la educación emocional en los proyectos de educación en general y los currículums en particular, provee de un conjunto de elementos para pensar críticamente el presente e interrogar la aparente obligatoriedad de que las cosas sean, y sigan siendo, de determinada manera – y no de otras. De esta forma, las innovaciones curriculares, basadas en la promoción acrítica de ciertos valores aparentemente incuestionables –en este caso: la inteligencia emocional y el entramado conceptual que trae aparejado– se traducen en tecnologías que, mediante la legitimación que adquieren en tanto leyes científicas, garantes del progreso, terminan produciendo efectos al menos dobles sobre los sujetos a ser educados: por un lado, se presentan como discursos normativos y sancionadores que, de acuerdo a la lógica top-down, son ejercidos desde arriba con el propósito de objetivar a los sujetos. Su actuar puede caracterizarse como modos de sujeción coercitivos, restrictivos, que fijan, constriñen y encadenan a los sujetos mediante el despliegue encauzado de un conjunto de relaciones de poder destinadas a establecer y afianzar una cierta relación de dominio. Por el otro lado, de acuerdo a lo sugerido en la obra de Michel Foucault, en particular lo desplegado en sus reflexiones en torno a la ética, al presentarse en la práctica como formas de establecer condiciones de posibilidad para que los mismos sujetos se piensen, juzguen, gestionen y dominen a sí mismos, es que se revelan, también, al menos potencialmente, como formas de incidir precisamente en aquello que presuponen. Es decir, como formas de poder no solamente ejercidas por otro (abstracto, social, simbólico, exterior, etc.) sobre la vida cotidiana y el cuerpo de uno, sino, también, como prácticas reflexivas, es decir, capaces de tomarse a sí mismo como objeto, y que atraviesan por tanto la vida y el cuerpo mismo, convirtiéndose, finalmente, en condición de posibilidad de la existencia y de la transformación de éstas.

Esta carácter bifaz de los procesos de subjetivación se reproduce, a su vez, en la recepción foucaultiana de la Ilustración [Aufklärung] y de las posibilidades de liberarse de las tutelas (autoritarias, doctrinarias, dogmáticas) de otros y así abandonar la minoría de edad [Unmündigkeit], también traducido como emancipación. En ese sentido, la actitud de Foucault respecto del proyecto de las Luces, parafraseando a Francisco Vázquez (1993), no es reducible al binomio excluyente entre rechazo o continuación de la racionalidad ilustrada. Siguiendo a Vázquez en su argumentación,

el sujeto no es una instancia prefigurada que habría que descubrir mediante la escucha fenomenológica o la crítica de las ideologías [la opción de Althusser, como podríamos agregar]. Es un espacio por construir en el interior de un contexto cultural preciso; ha de ser creado como núcleo de resistencia y afirmación (Vázquez, 1993, p. 144).

En el caso de los procesos de subjetivación en el campo de la educación, específicamente, significa no simplemente negar las determinaciones (estructurales, históricas, materiales, etc.) que emplazan al sujeto resultante, siempre transitorio, preliminar y fugaz, en su respectivo plexo de relaciones, sino hacerse cargo críticamente de dichas determinaciones subjetivantes con tal de abrir el espacio para el despliegue de las fuerzas tendientes hacia la emancipación como horizonte de sus esfuerzos. Dicha emancipación, en analogía a lo que se desprende de la lectura foucaultiana del texto de Kant ‘Respuesta a la pregunta ‘Qué es la Ilustración’ (2004), lejos de ser un acto único, irreversible y resultado, es, más bien una actitud y un movimiento. Concretamente, pasa por atribuirse y ejercer el derecho de interrogar a la verdad acerca de sus efectos de poder, y, viceversa, conforma al binomio saber-poder, al poder acerca de sus discursos de verdad. Ese gesto emancipatorio, que implica siempre cierta exposición del sujeto, cierto asomarse más allá del territorio familiar y asegurado, estrechamente relacionado con la noción foucaultiana de crítica, aparece en la vecindad inmediata de “el arte de la inservidumbre voluntaria, el de la indocilidad reflexiva” (Foucault, 1995, p. 8). Dicha emancipación, parafraseando a Foucault, tendría primordialmente por función la desujeción, es decir, no solo la resistencia (diametral, reactiva, antagónica) a las fuerzas de sujeción, sino, al mismo tiempo, la liberación o el desentierro de fuerzas (auto)productivas, constitutivas del sí mismo, en el juego de lo que Foucault denomina la política de la verdad. En ese sentido, como ha mostrado, por ejemplo, Silvana Vignale (2013), la revisión crítica de la idea de (el arte de) la inservidumbre voluntaria junto a aquella de indocilidad reflexiva abre una vía posible de pensar, fuera de los caminos principales ya transitados, derivas posibles al problema de la subjetivación que van más allá de las tradicionales soluciones binómicas ya prefiguradas. Concretamente, más que implementar programas emancipatorios universales, parten por problematizar el potencial de los modos de subjetivación en tanto transformación de sí en relación a una regla, una norma o una ley, explorando en qué medida y hasta donde es posible implementar ciertas prácticas que podrían ser llamadas ‘de la libertad’. Resistencia, (des)subjetivación y crítica de esta forma se anudan así como hebras en torno a un eje ético-político que apunta hacia la emancipación entendida no como la liberación irrestricta e incondicional de las relaciones de poder y los discursos de verdad (acaso por la vía de la trascendencia) que determinan nuestro contexto histórico, sino como la posibilidad de resignificación y subversión de esas redes desde el interior de ellas mismas. El ámbito de la educación, en la medida en que supone, por un lado, la transmisión de saberes especializados, el aprendizaje de habilidades, valores, creencias y hábitos, y, por el otro, el forjamiento de una actitud, un éthos hacia uno mismo, el otro y el mundo, es un lugar privilegiado para diagnosticar, investigar y monitorear estos procesos.

Resulta imprescindible tener presente, en ese lugar, las consideraciones, hechas por Foucault en El nacimiento de la clínica sobre cómo ciertas prácticas biopsicosociales, mediante un conjunto de cambios ontológicos, epistemológicos y técnicos que, iniciado el siglo XIX se tradujeron en leyes y prácticas asistenciales concretas, conformaron el cuerpo en foco de la mirada clínica (Foucault, 2004). Una vez puesto al descubierto el íntimo entrelazamiento entre relaciones de poder y cuerpo, articulados por el concepto de subjetivación, mantener y cuidar un cuerpo saludable se convierte en responsabilidad de los individuos y sus familias y, respecto de la problemática que aquí nos convoca, lo anterior pasa por cultivar un cuerpo normado, dócil y eficiente que no solo incorpore los valores de la educación emocional, sino que los ejerza mediante las prácticas cotidianas a través de las cuales se relaciona con otros cuerpos.

Por ello conviene resaltar, tal como lo hace Foucault, que no se trata de hacer calzar un conjunto de prácticas con una racionalidad que permita apreciarlas como formas de dicha racionalidad; sino, más bien, “de ver cómo se inscriben en unas prácticas, o en unos sistemas de prácticas, unas formas de racionalizaciones, y qué papel desempeña en ellas” (Foucault, 1982, p. 66). En otras palabras, si bien la racionalidad desde la cual son justificadas ciertas medidas puntuales en el campo de la educación ha de ser examinada con miras a su coherencia y sistematicidad, esto no nos debe inducir a descuidar los efectos menos visibles, pero más sostenidos en el tiempo, que son generados cuando ciertas formas de racionalidad se inscriben en prácticas determinadas. Parafraseando a Moscoso-Flores (2011), la pedagogía se muestra como un discurso lleno de fracturas, espacios vacíos e indeterminaciones, en donde se inscribe una operatividad afirmativa ligada a los órdenes de una racionalidad liberal de mercado. Es decir, independientemente de la pretendida coherencia racional de un determinado discurso, –como es el caso del discurso educativo y, más específicamente, del discurso de las emociones en la educación—, no hay que desconocer que es justamente en sus grietas y vacíos donde se ejerce el poder articulado con una racionalidad distinta. Por lo mismo, se hace necesario des-sedimentar ciertos discursos y prácticas que han sido elaborados y fijados como fenómenos sociales incuestionables dentro del modo de vida neoliberal, y desde allí enunciar una crítica otra que permita una reapropiación del concepto de subjetivación que implique no solo una adaptación puntual del sujeto a las exigencias del contexto –como sucede, de hecho, en el ámbito educativo—, sino otras formas de subjetivación como apertura a otras formas de existencias (Oliverio, 2022).

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1. Este trabajo fue escrito en el marco del Proyecto Fondecyt Regular Nº 1210037. Agradecemos también a la Beca ANID de Doctorado Nacional folio 21211050.

2. La idea de genealogía es empleada con el propósito de desmarcarse de cualquier idea del ‘antecedente’ o ‘precursor’ (cfr. Saar, 2007). Y es precisamente la referencia a esta noción, de raigambre nietzscheana, la que permite esclarecer, en principio, la naturaleza de la relación entre Foucault y Althusser. Si bien, en términos generales, ambos han sido considerados entre los autores ‘post-‘ o, en el caso de Manfred Frank (1984), ‘neoestructuralistas’, más allá de este rótulo al mismo tiempo general y descriptivo, y de ciertas referencias en común (entre ellas, Freud y Marx), hay una serie de diferencias, precisamente a propósito de las supuestas semejanzas en lo que a las referencias se refiere, que definen sus respectivos posicionamientos. De estas quisiéramos mencionar al menos tres: primero, mientras que Althusser le supone a Marx una ‘ruptura epistemológica’ y se inscribe en cierta tradición del marxismo, la relación de Foucault con Marx puede caracterizarse a través de la siguientes dos citas: “Para mí, Marx no existe” (Foucault, 1979a, p. 122) y “Pero hay también de mi parte una especie de juego. Frecuentemente cito conceptos, frases, textos de Marx, pero sin sentirme obligado a agregar el pequeño documento autentificador, que consiste en hacer una cita de Marx, poner cuidadosamente la referencia a pie de página y acompañar la cita con una reflexión elogiosa. […[ Yo cito a Marx sin decirlo” (1979b, p. 100). Segundo, mientras que la lectura althusseriana de Freud (especialmente en el compendio de textos publicado en castellano bajo el titulo Estructuralismo y psicoanálisis (1970) es esquemática, podríamos decir: casi estereotipada, impuesta por el método (post)estructuralista, en el caso de Foucault se trata de una relación mucho más pormenorizada, más én detail, más prolija – y más dinámica, más cambiante en el tiempo. Esto permite un uso efectual de Freud, una ‘aplicación’ a problemas no pensados por éste, respectivamente, crea las condiciones de posibilidad para que las lecturas de Freud tengan un rendimiento emancipatorio, tendiente hacia el desapego de toda relación ya sea de sujeción de parte del lector o de sometimiento del autor leído. Véase, al respecto: Birman (2008) Foucault y el psicoanálisis. Tercero, mientras que para Althusser el foco está puesto en el análisis y el debilitamiento de la noción de ideología, en el caso de Foucault, posiblemente como efecto de las primeras dos diferencias destacadas, el interés, aparte del énfasis en las relaciones de poder, pasa por discutir los alcances de la noción de saber y, a partir de ahí, poner a prueba el concepto de subjetivación como un movimiento en dos tiempos, dos direcciones y dos dinámicas. Es en particular por esta última razón que nos interesa recoger la problematización, de parte de Foucault, de un campo en cuya apertura participó Louis Althusser (como consta, por ejemplo, en la discusión armada en el libro colectivo Psicología, ideología y ciencia, publicado en 1975, de N. Braunstein et al.).), pero del cual permaneció preso de un modo que no se traduce en un aporte al problema en discusión.

3. Además de Althusser, a Foucault se le ha ubicado también en relación con Nietzsche (Cortez, 2015; Rosenberg y Westfall, 2018), como ‘lector’ de Kant (Gros, y Dávila, 1998; Moro, 2003) y de Marx (Castro-Gómez, 2005; Diaz Bernal, 2018). Ejercicios que, más allá de los juicios valorativos sobre sus aciertos o no, son interesantes en cuanto abren relaciones posibles.

4. Deleuze (2015) leyendo a Foucault se pregunta: “no hay nada ‘más allá’ del poder?, ¿No estaba [Foucault] encerrándose en las relaciones de poder como en un callejón sin salida?” (p. 12). Para Deleuze, de hecho, este impasse teórico al que habría entrado Foucault al conceptualizar de manera tan abrumadoramente totalizante las relaciones de poder, explicaría la pausa de ocho años luego de la publicación del primer tomo de Histoire de la sexualité en 1976, aun cuando los tomos II y III estaban ya programados. Sería una pausa donde Foucault intenta pensar en cómo “franquear esa línea, pasar al otro lado, ir más allá del poder-saber”, abriendo con ello el tercer eje de su obra: la subjetivación (o la ética). Entendida como la línea del afuera, el eje de nuestra confrontación con el afuera absoluto, en la cual –y por la cual— devenimos sujetos.

5. A este respecto, el tomo I de la Historia de la sexualidad actúa casi a modo de prolegómeno respecto a esta nueva reconceptualización del poder. En él, Foucault comienza a re-pensar cuestiones como las del dispositivo y se torna evidente que está emprendiendo un marcado giro respecto a sus obras anteriores.

6. Para Foucault, épistémè constituye una región intermedia que se forma por los códigos ordenadores de una cultura (lenguaje, esquemas perceptivos, etc.), y el aparato reflexivo sobre dicho orden (ciencias y filosofía), y que permite establecer los límites del saber o, en otras palabras, el campo de lo pensable para una época dada.

7. También afirma la existencia de tecnologías de producción, “que nos permiten producir, transformar o manipular cosas” y “tecnologías de sistemas de signos, que nos permiten utilizar signos, sentidos, símbolos o significaciones” (Foucault, 2008, p. 48).

8. El concepto de Bildung, intraducible al castellano y cuya genealogía excede con creces lo que aquí podría sugerirse, tiene sus antecedentes en el concepto griego de paideia y se debe, probablemente, a Meister Eckhart (Herdt, 2019). Su ingreso a la pedagogía se efectuó a través de Johann Amos Comenius y su uso de la noción de eruditus (ilustrado, ‘mayor-de-edad’), que literalmente significaba quitar o eliminar la cualidad de crudo, bruto, sin labrar, sin cultivar, tosco, torpe. La secularización del concepto se realizó en el siglo XVIII a través de Pestalozzi, Herder, Schiller, Goethe y Kant, y adoptó el significado de perfeccionamiento del ser humano. Durante el idealismo alemán, experimentó una torna hacia lo subjetivo, hasta que W. von Humboldt finalmente convertiría la idea en programa.

9. Para profundizar en la noción de dispositivo, sugerimos Foucault (1985, pp. 127-162), Deleuze (1990, pp. 155-163).

10. Las propias autoras consideran que los estudios de Massumi (1995) y Sedgwick & Frank (1995), son los pioneros en marcar este giro afectivo en las ciencias humanas, sirviéndose tanto de Spinoza como de Deleuze y sus cartografías para proponer la capacidad de los cuerpos de afectar y ser afectados.

11. Dejar abierta aquella pregunta por las formas de vidas (destacando su pluralidad e irreductibilidad), constituye un gesto crítico y profundamente contra-hegemónico. Cuando se presta atención a las tecnologías contemporáneas de gobierno, no cabe duda la centralidad que adquiere la necesidad de producir un cierto tipo de subjetividad acorde a las necesidades del mercado (competitiva, individualista, eficiente, optimista y resiliente). Como dirían Laval y Dardot (2015), lo que está en juego en el neoliberalismo no es, sino, la propia forma de nuestra existencia. De allí que Sztulwark (2020), por ejemplo, siguiendo muy de cerca lo desarrollado por Suely Rolnik en Brasil, proponga una distinción entre modos y formas de vida; siendo los modos de vida la manera de vivir tal y como sugieren las estructuras de poder, mientras que las formas de vida suponen un cuestionamiento a los automatismos y linealidades que la racionalidad dominante propone. Por esta razón, en el contexto de la educación emocional, que se hable de ella como una habilidad para la vida de modo genérico, supone antes una adecuación al modo de vida neoliberal, que una apertura con potencial emancipatorio como podría ser pensada desde el affecive turn.

12. Es importante mencionar que los primeros en usar la noción de inteligencia emocional como un constructo definido fueron Peter Salovey y John Mayer en 1989, para quienes consistía en un conjunto o set hipotético de habilidades que permitirían procesar información proveniente de las emociones para ser utilizada en la resolución de problemas cotidianos.