ISSN: 1130-3743 - e-ISSN: 2386-5660
DOI: https://doi.org/10.14201/teri.27858

LA ESCUELA: LUGAR DE SIGNIFICADO Y COMPROMISO

The School: A Place of Meaning and Commitment

María José IBÁÑEZ AYUSO*, M.ª Rosario LIMÓN MENDIZABAL* y Cristina María RUIZ-ALBERDI**
*Universidad Complutense de Madrid. España.
mibanez@ucm.es; mrlimonm@edu.ucm.es
https://0000-0001-9055-5525; https://0000-0002-9939-4681
**Universidad Francisco de Vitoria. España.
c.ruiz.prof@ufv.es
https://0000-0003-4976-5971

Fecha de recepción: 02/12/2021
Fecha de aceptación: 22/02/2022
Fecha de publicación en línea: 01/09/2022

Cómo citar este artículo: Ibáñez Ayuso, M.ª. J., Limón Mendizábal, M.ª R., y Ruiz-Alberdi, C. M.ª (2023). La escuela: lugar de significado y compromiso. Teoría de la Educación. Revista Interuniversitaria, 35(1), 47-64. https://doi.org/10.14201/teri.27858

RESUMEN

Distintos fenómenos sociales relativos a la infancia y la juventud parecen cuestionar la capacidad de la escuela para crear significados comunes y garantizar la preparación de personas capaces de vivir en democracia. El objetivo de este artículo es demostrar que la transmisión cultural que se produce en el seno de la institución escolar es la base de los procesos de humanización que suceden en la escuela al fomentar en los alumnos la construcción de una identidad personal sólida, capaz de encontrar sentido a la propia vida y de comprometerse con la realidad social, cultural, política y económica de la que forma parte. Para ello, se exponen, en primer lugar, tres presiones a las que se encuentra sometida hoy la escuela para que, en aras del progreso, renuncie a la misión que le es propia y sucumba a la tentación de educar en el vacío cultural. A continuación, se defiende el valor de la escuela como generadora, a través de la cultura, de una realidad significativa, que permite hallar sentido a la propia vida y capacita para el encuentro y compromiso con los otros a través de la creación de significados comunes. Por último, se muestra cómo la escuela contribuye a la formación de tres dimensiones (narración, inteligibilidad y responsabilidad) necesarias para vivir en democracia. Como conclusión, se reclama la importancia de la reflexión teleológica como guía de la actuación educativa para resistir a una agenda que pone en riesgo la auténtica educación en libertad: la de la libertad que trasciende a la mera apetencia para comprometerse con el otro.

Palabras clave: escuela; humanidades; innovación educacional; cultura; identidad; docente.

ABSTRACT

Different social phenomena related to child and youth seem to question the school's capacity to create common meanings and ensure the preparation of people who will be capable to accomplish the different requirements needed in order to live in democracy. The aim of this article is to demonstrate that cultural transmission, which takes place within the school institution, is the basis of the humanization processes that take place in the school as they encourage students to build a solid personal identity capable of finding meaning in their own lives and of committing themselves to the social, cultural, political and economic reality of which they are part of. In order to accomplish this goal, we first present three pressures to which the school is subjected today so that, for the sake of progress, it renounces to its own mission and succumbs to the temptation to educate in a cultural vacuum and showing the pernicious effects that it entails. Secondly, the value of the school is defended as a generator, through culture, of a meaningful reality, which allows one to find meaning in one's own life and enables one to meet and commit oneself to others through the creation of common meanings. Finally, it is shown how the school contributes to the formation of three dimensions (narration, intelligibility, and responsibility) necessary for living in democracy. In conclusion, the importance of teleological reflection as a guide for educational action is claimed to resist an agenda that puts at risk the authentic education in freedom: the freedom that transcends mere appetence to engage with the others.

Keywords: schools; humanities education; educational innovations; culture; identity; teachers.

1. INTRODUCCIÓN

En los últimos años, se ha cuestionado la capacidad de las instituciones escolares para preparar a los alumnos para un mundo digital e incierto ante la progresión geométrica de la tecnología (OECD, 2018; World Economic Forum, 2020). De hecho, se ha llegado incluso a afirmar que los colegios podrían estar lastrando la formación de importantes competencias como la creatividad (Robinson & Aronica, 2016). Paralelamente, la percepción de la escuela por parte de las familias ha empeorado progresivamente (Marchesi et al., 2020; Marchesi y Pérez, 2005; Pérez-Díaz et al., 2009; Orozco-Vargas et al., 2022). Cuestiones como los deberes escolares o el pin parental han generado recientemente fuertes controversias y han puesto de manifiesto los recelos existentes hacia la institución escolar (Contreras Mazarío, 2021). Asimismo, los docentes encuentran también en las escuelas numerosos problemas especialmente relacionados con la inestabilidad normativa y el exceso de burocracia (Sanmartín et al., 2016).

Este descrédito de la institución escolar ha ocasionado una creciente popularidad de las corrientes antipedagógicas (Gil Cantero, 2018), que desde hace décadas critican las debilidades de la institución escolar (Holt, 1972, 1995). Tal como pone de manifiesto la progresiva demanda de propuestas educativas como el homeschooling, el worldschooling, el unschooling o la ecopedagogía, (Morales Valero y Amber Montes, 2021). Frente a la visión reduccionista de que el homeschooling impide el correcto desarrollo social de los niños, distintas investigaciones han demostrado sus beneficios para la socialización (McCabe et al., 2021; Ray, 2021). Además, se ha demostrado la repercusión positiva de las pedagogías antiautoritarias en aspectos relacionados con la autoestima, la autorregulación emocional o la autoeficacia (Ponce-León, 2021; Perpiñà et al., 2022). Asimismo, los nuevos escenarios educativos planteados por la Covid-19 han aumentado notablemente el interés por la educación en el hogar (Portinari, 2020). Por tanto, “lo que se pone en entredicho no es tanto la necesidad de educación, enseñanza, o aprendizaje, sino sus finalidades y, sobre todo, su institucionalización” (Morales Valero y Amber Montes, 2021, p. 113).

Junto a este rechazo de la institución escolar, ha aparecido también la fiebre de la innovación como una forma de defender la actualidad de la escuela. Las experiencias exitosas acontecidas en distintas partes del mundo (Ahmed et al., 2016; Lenz et al., 2015) han hecho contemplar las nuevas metodologías como la solución a las acuciantes críticas que enfrenta hoy la escuela. Sin embargo, tal como señala Calvo (2015) el éxito de las escuelas más innovadoras del planeta no radica en la simple introducción de nuevas metodologías, sino en que la innovación es el resultado de un cuestionamiento serio y profundo acerca de “qué, quién, cómo y cuándo educar en su realidad” (p. 18).

1.1. Jóvenes desarraigados ante un mundo líquido

Distintos datos relacionados con la infancia y la juventud parecen cuestionar el éxito de estos cambios educativos, para cumplir las promesas democratizadoras de la enseñanza formando personas capaces de comprometerse consigo mismas y con las necesidades de su sociedad. Hoy los jóvenes se enfrentan a grandes retos antropológicos para superar el desarraigo imperante y construir su identidad.

La omnipresencia de las pantallas ha conducido a una vorágine sensorial que altera la forma de relación con el mundo y produce un fuerte desasosiego interior (Torralba, 2018). La vista se sustituye por el tacto como vehículo de acceso a la realidad perdiéndose la distancia contemplativa (Han, 2015). La atención se fragmenta y la contemplación se dificulta; y a este desasosiego se une también la progresiva desaparición de elementos de arraigo en un contexto líquido. La adulteración de los adultos (Recalcati, 2015), la pérdida de los rituales (Han, 2020) o la evaporación de parámetros externos (Bernal Guerrero, 2011) dejan a los jóvenes sin referencias sólidas desde las que habitar comprensivamente la realidad.

La incapacidad de los sistemas educativos para hacer frente a estos retos antropológicos se refleja en los preocupantes índices de violencia juvenil tanto física como en la red (Fundación Amigó, 2019); en el incremento de los trastornos de depresión, ansiedad o estrés entre los jóvenes (Brown et al., 2018; Wan Ismail et al., 2020); en la tendencia al alza de las adicciones sin sustancia (Roberts & David, 2020; Vannucci et al., 2020);en el escaso interés político; o en la limitada capacidad crítica de los primeros nativos digitales (Dumitru, 2020; INJUVE, 2017; Pattier y Reyero, 2022).

Ante estos datos cabe, por tanto, plantearse qué ha ocurrido en los sistemas educativos y, especialmente, en la escuela para que una institución que tiene la capacidad de producir las “prácticas morales generadoras de las experiencias fundantes que habilitan a una vida democrática” (Thoilliez, 2018, p. 309), no esté desplegando todo su potencial. Una mirada a los cambios acontecidos en su seno en las últimas décadas revela el debilitamiento e, incluso, renuncia al papel de la escuela como transmisora de la cultura (Bellamy, 2018), generando un fuerte desarraigo en la juventud.

La Escuela contribuye a la existencia del mundo porque la enseñanza, en particular la que acompaña al crecimiento (la llamada educación obligatoria), no se mide por la suma nocional de la información que dispensa, sino por su capacidad de poner a nuestra disposición la cultura como un nuevo mundo […] Si todo empuja a nuestros jóvenes hacia la ausencia de mundo, hacia el retiro autista, hacia el cultivo de mundos aislados (tecnológicos, virtuales, sintomáticos), la Escuela sigue siendo lo que salvaguarda lo humano, el encuentro, los intercambios, las amistades, los descubrimientos intelectuales (Recalcati, 2016, p. 16).

1.2. La transmisión de la cultura frente a la mera enseñanza de productos culturales

Podría resultar paradójico hablar de la pérdida de la transmisión en un momento en el que gracias a las nuevas tecnologías los alumnos tienen un acceso sin precedentes a los productos culturales. Sin embargo, esta aproximación supone olvidar el aspecto educativo más importante de la cultura: su dimensión subjetiva (Amilburu et al., 2018) y el proceso de interiorización vital que implica. La cultura desde esta perspectiva supone, ante todo, el cultivo de uno mismo (Llano, 2017). Este cultivo requiere un proceso de interiorización que no se da desde la lógica de la posesión (lógica que puede aplicarse si se reduce la cultura a los productos culturales), sino desde la del encuentro (López-Quintás, 2009).

Transmitir la cultura en esta doble vertiente, objetiva y subjetiva, permite a la persona gozar de una presencia en el mundo que no simplemente transita, sino que habita comprensivamente la realidad (Marín, 2019). Por ello, la pérdida de la transmisión reduce a la persona de habitante a transeúnte apareciendo como criterios vitales la utilidad y la rentabilidad (Bellamy, 2020). Hadjadj (2020) denuncia que la aproximación moderna a la cultura es más bien contraria a su verdadera esencia, pues se emplean los productos culturales como una “fuga ante el duro trabajo de cultivarse” (p. 16). Una enseñanza basada en esta aproximación condena a los alumnos a una auténtica “anorexia cultural” (Recalcati, 2016, p. 15), que genera una fuerte pérdida de arraigo y sentido.

Por tanto, contemplar la transmisión de la cultura como cultivo de uno mismo supone ir más allá de la simple erudición de productos culturales, pues la transmisión interpela al alumno en todas sus dimensiones. Además de conocimientos, implica también destrezas, experiencias y hábitos que “solo se asumen por el ejercicio de las facultades humanas -sentidos, entendimiento, voluntad- en orden al propio perfeccionamiento” (Amilburu et al., 2018, p. 172). La transmisión de la cultura no es una actividad meramente intelectual, sino que se convierte en una experiencia integral e integradora de las distintas dimensiones y facultades humanas que pone a la persona en camino de plenitud y de construcción de su identidad personal, pues:

Sólo si existo en un mundo en el que la historia o las exigencias de la naturaleza, o las necesidades de mi prójimo humano, o los deberes ciudadanos, o la llamada de Dios, o alguna otra cosa de ese tenor tiene una importancia que es crucial, puedo yo definir una identidad para mí mismo que no sea trivial (Taylor, 2018, p. 76)

Por ello, el objetivo de este artículo es defender que la transmisión cultural que se produce en la escuela juega un papel fundamental en los procesos de humanización y de construcción de la identidad, necesarios para garantizar la vida en democracia; y que, por tanto, las escuelas y los maestros, a través de la reflexión teleológica, deben resistir las presiones que abogan por hacer de la transmisión un elemento educativo obsoleto, en lugar de un eje central de la acción escolar. Para ello se exploran cuáles son las presiones que vive hoy la escuela para abdicar en su misión, así como los riesgos de hacerlo. A continuación, se examina el modo en el que la transmisión cultural a través de la creación de significados personales y comunes genera sentido y favorece la vida en comunidad.

2. ¿INNOVAR O PERECER?

Hoy los maestros y las instituciones escolares parecen tener que elegir entre extremos de falsas dicotomías que, sistemáticamente, contraponen la transmisión cultural con los nuevos métodos de enseñanza. Sin embargo, la “transmisión no suprime la innovación, el cambio y la creatividad” (Amilburu et al., 2018, p. 190). Estas presiones presentan el riesgo de generar tres grandes reduccionismos: limitar al alumno a un mero homo faber, ceñir el rol del maestro al aspecto técnico de la enseñanza y restringir el desarrollo de la libertad a la mera capacidad de acción. En el fondo, estos tres reduccionismos olvidan que la educación “no es informar acerca de unos contenidos, ni sobre unos valores, sino conformar el sujeto a partir de una verdad interior” (Noriega, 2018, p. 23).

2.1. Del conocimiento que libera a la utilidad del conocimiento: la reducción del alumno a homo faber

Durante siglos, ha habido tres palabras que han estado íntimamente relacionadas: verdad, luz y conocimiento. De hecho, basta con observar algunos lemas de las instituciones universitarias más longevas para observar que los vocablos griegos de veritas, lux y sapientia todavía están presentes; y, es que, durante muchos años se entendió que a través del conocimiento las personas podían iluminar la verdad, aunque esta nunca se agote (Llano, 2015). Sin embargo, en la sociedad actual, fruto de un dominio de la razón científico-técnica como único modo seguro de conocer la realidad, la verdad como ámbito y la realidad como misterio (Marcel, 1969), han perdido su significado y credibilidad. Nos encontramos en la era de la post-verdad, que entraña graves consecuencias para la enseñanza, el desarrollo del alumno y el avance social (Ibáñez-Martín, 2015). Este relativismo imperante ha supuesto la primera manipulación de la escuela, pues ha conducido a un desdibujamiento normativo (Laudo, 2012) y a un vaciado moral de sus fines (Gil Cantero, 2009). Nos encontramos, como señala Enkvist (2009) inmersos en la dictadura de la opinión, donde se pierde la importancia de la formación del criterio. “La escuela ya no ayuda a los incultos a volverse cultos, sino que les hace creer que ya son cultos. […] Todos deben poder participar en cualquier clase sin conocimientos previos” (p. 104).

En medio de este panorama relativista, en el que desaparecen los puntos de anclaje, aparece como sostén la idolatría de la técnica. La sociedad ha dejado de ser una sociedad basada en el rendimiento para convertirse en una sociedad basada en la autoexplotación. Las personas alentadas por un exceso de positividad, han encumbrando el trabajo como absoluto y se han convertido en animal laborans, (Han, 2017). Esta primacía de la técnica y de la razón cientificista se ha introducido en la escuela a través de la educación en competencias. Cuando las competencias se desligan de la transmisión cultural, se corre el riesgo de convertir la educación en un mero enseñar a hacer, reduciendo al alumno a su condición de homo faber (Luri, 2020) y olvidando que el alumno es ante todo un homo quaerens: un buscador de sentido. La imposibilidad de educar en competencias en un vacío cultural puede ilustrarse tomando como ejemplo el reduccionismo que supone “aprender a aprender”, si se despoja esta competencia de la transmisión cultural (Crato, 2020). Aunque las nuevas tecnologías ofrezcan la posibilidad de acceder con tan solo un clic a una cantidad ingente de información, “se necesita conocimiento tanto para buscar conocimiento como para juzgar el valor del conocimiento encontrado. Y, sobre todo, se necesita conocimiento de calidad para producir conocimiento de calidad” (Luri, 2020, p. 31).

He aquí, por tanto, la primera presión a la que de forma inconsciente se ven sometidos los maestros: tras la máscara de una educación competencial se corre el riesgo de reducir al alumno a la mera capacidad técnica, lo que supone obviar que el alumno “busca trascenderse y superarse, está llamado a ir siempre plus ultra. Olvidar esa vocación, renunciar a ella, mutila su humanidad y frustra su existencia” (Abellán-García et al., 2018, p. 800). Por ello, es necesario que las políticas educativas no reduzcan la noción de competencia a un saber hacer, sino que reafirmen la visión humanista e integral de la misma. Distintos organismos internacionales han subrayado la importancia de que la educación no desarrolle simplemente aptitudes, sino que realmente potencie “las capacidades necesarias para que las personas puedan llevar una vida con sentido y dignificada” (UNESCO, 2015, p. 37).

Desde esta perspectiva, la transmisión cultural lejos de constreñir la educación en competencias, permite dotar a este término educativo de un sentido mucho más profundo e integral (Crespí y García-Ramos, 2020). La transmisión pone en relación las competencias con las grandes preguntas de la existencia entre las que se encuentra la cuestión del sentido.

2.2. Del maestro transmisor al profesor como facilitador: el auge de la horizontalidad de la relación educativa

En los últimos años, el fenómeno del burnout ha recibido numerosa atención. Una revisión sistemática reciente observó que la mayoría de investigaciones se han centrado en esclarecer la correlación entre este síndrome con variables sociodemográficas, académicas, profesionales, psicológicas, así como de salud del docente (Pinel Martínez et al., 2019; García-Gil et al., 2022). En este sentido, la profesora Santoro (2013, 2019) ha puesto de manifiesto la importancia de contemplar este fenómeno desde el carácter moral de la profesión docente. Según sus investigaciones, cuando la integridad moral de los alumnos, de los profesores o de la propia educación se percibe como amenazada es frecuente que los maestros abandonen la institución escolar. A la luz de sus estudios, conviene plantearse si los cambios acontecidos en la naturaleza de la labor docente, en los últimos años, guardan relación con el fuerte incremento de este síndrome.

El problema de la educación en el mundo moderno se centra en el hecho de que, por su propia naturaleza, no puede renunciar a la autoridad ni a la tradición, y aun así debe desarrollarse en un mundo que ya no se estructura gracias a la autoridad ni se mantiene unido gracias a la tradición (Arendt, 1996, p. 207).

Consideramos que el paso del profesor transmisor al profesor facilitador tiene tres grandes consecuencias: el malestar docente, el incremento de los comportamientos disruptivos en el aula y la pérdida de referencias. En primer lugar, las nuevas metodologías abogan por dar el mayor protagonismo posible al alumno. A través del cambio de las palabras transmisor por facilitador, el maestro renuncia a la que hasta entonces había sido la respuesta más lógica a la pregunta por su quehacer educativo. Como apunta Ibáñez-Martín (2015): “Lo que vengo es, en primer lugar, a enseñar una materia. Me encuentro aquí porque he sido nombrado para enseñar unos saberes” (p. 35). Ante una sociedad que demanda educar sin transmitir, los maestros se enfrentan a sus alumnos sintiendo una “angustiosa sensación de desarme intelectual y moral” (Barrio Maestre, 2008, p. 85). Bajo una supuesta adaptación a las necesidades de los nativos digitales, hoy se pide “a los enseñantes que no enseñen más, que se contenten con organizar las condiciones del aprendizaje de sus alumnos” (Bellamy, 2018, p. 122). Cabe preguntarse si las necesidades de estos supuestos nativos digitales son tan diferentes a las de los alumnos de generaciones anteriores (Judd, 2018), pues ellos, al igual que sus predecesores, deben hacer frente al uso de su libertad y cuando la libertad se despoja de conocimientos se corre el riesgo de que conduzca a cualquier parte (Luri, 2020).

Este cambio de rol en los maestros ha erosionado su autoridad ante los alumnos, ante los padres y ante la sociedad. La autoridad docente reside en el hecho de que el profesor es reconocido como aquella persona, gracias a la cual el alumno recibe la cultura y la humanización que ello conlleva. Despojado de la autoridad moral que le confiere la transmisión, el profesor se ve obligado ahora a ganarse el respeto a través de la continua implementación de refuerzos positivos, fomentándose así la horizontalidad de la relación educativa y la pérdida de la diferencia simbólica entre generaciones. Esto supone “la ausencia de adultos capaces de ejercer funciones educativas y de establecer la alteridad que hace posible el choque que se halla en la base de todo proceso de formación” (Recalcati, 2016, p. 42). Además, al renunciar a su rol como transmisor, el maestro sumerge a los alumnos en un mundo sin referencias, en medio del cual y, basándose en un constructivismo vaciado de realidades significativas, los estudiantes deben enfrentar el reto de construir su identidad.

Una narrativa pedagógica centrada en la identidad aspira a proporcionar, si no luz, al menos algo de calor humano y vitalidad para la comprensión de la educación como ayuda a cada persona a que encuentre su camino en la cultura, en un contexto que, después de la crítica postmoderna, asume la contingencia y la incertidumbre en el mundo de la vida, ante la amenaza progresivamente más sutil de una convergencia universal hacia una narrativa uniforme y colectiva (Bernal Guerrero, 2011, p. 299).

Al igual que sucedía con las competencias, bajo el prisma de la innovación se pretende hacer renunciar a los maestros a su esencia más profunda: ser maestros de humanidad, tarea que no puede darse sin la transmisión. Sin embargo, las nuevas metodologías y la transmisión cultural no son, per se, realidades antagónicas. Ambas pueden llegar a ser complementarias; siempre que se realice una reflexión crítica para elegir aquellas que permitan al maestro realizar su verdadera misión.

2.3. De la autonomía como meta a la autonomía como premisa: los límites como descubrimiento de la libertad interior

La última de las presiones, que aqueja a la escuela, tiene que ver con la concepción de la autonomía del alumno. El niño debe ser autónomo para así descubrir y formar su propio conocimiento. Este énfasis de la autonomía como premisa olvida que la verdadera autonomía es ante todo una meta educativa para lograr el señorío de uno mismo, condición necesaria para la madurez personal y la vida en democracia (Ruiz Corbella et al., 2013). Una meta para cuya consecución la transmisión de la cultura y el papel del maestro en la misma resultan decisivas, pues “la educación es esencialmente, una luz sobre la nueva generación, dentro de la tragedia de una vida que como decía Ortega, se nos da, pero no se nos da hecha” (Ibáñez-Martín, 2015, p. 63).

Resulta significativo que, en la era del consumo, se pretenda olvidar la importancia de situar la autonomía y la responsabilidad como metas fundamentales de la acción educativa; ambas permiten trascender la libertad basada en la mera apetencia para lograr cultivar la auténtica libertad humana: la libertad interior (Frankl, 2016). Como señala Han (2020), las empresas han revestido el consumo de emociones por lo que interesa que se muevan por sus apetencias; y, para ello, se intenta que la escuela renuncie a una formación de la voluntad que capacita, frente al tener para el tenerse. La educación de la voluntad resulta muy difícilmente realizable si se elimina algo consubstancial a la persona: los límites. Si bien los límites se presentan muchas veces como elementos externos impuestos de forma arbitraria por instituciones como la escuela, la realidad es que éstos se encuentran inscritos en nuestra condición ontológica y constituyen una oportunidad única para la apertura a las “preguntas y aspiraciones más profundas del hombre; a la necesidad de salvación; al deseo de buscar una existencia lograda y feliz y una respuesta a las cuestiones del sentido de la vida y el origen de la realidad” (Larrú, 2018, p. 155). Por tanto, los límites lejos de constreñir la autonomía del alumno son una ocasión idónea para su crecimiento (Reyero y Gil Cantero, 2019), especialmente, cuando se realizan procesos de reflexión crítica con los alumnos que les permitan entender y asimilar justificadamente las normas.

Educar en libertad es educar en la responsabilidad: un ciudadano culto es el que, antes de actuar, puede medir el alcance de sus actos. […] La democracia se basa en la fuerza de unos ciudadanos libres y cultos que entienden los valores que defienden y el largo y penoso proceso histórico que ha costado conseguir una sociedad basada en la justicia, la democracia y la libertad (Esteve, 2010, pp. 182-183).

3. LA ESCUELA: UN BALUARTE DE SIGNIFICADO

Las tres presiones anteriormente descritas muestran los peligros de intercambiar la teleología por la metodología como norte de la acción educativa. Por ello, ante generaciones, que claman a través de la violencia hacia sí mismos o hacia los otros, significado para su vida (Restán, 2016), la gran pregunta que deben enfrentar hoy docentes y escuelas no es metodológica, sino de sentido.

3.1. La escuela: lugar para encontrar el significado a la propia vida a través del encuentro con la cultura

La gran meta de la escuela es ayudar a los alumnos a ser verdaderamente ellos mismos. “El camino entre yo y yo mismo pasa, necesariamente, por la intermediación del otro, por la mediación de esta herencia que nos transmite una humanidad que, en el trabajo de civilizaciones, se encamina también hacia ella misma” (Bellamy, 2018, p. 102). Por tanto, la misión de la educación se encuentra intrínsecamente unida a la transmisión de la cultura. Esta transmisión posibilita que la persona amplíe la mirada sobre sí misma para construir su identidad personal de una manera mucho más profunda permitiéndole descubrir sus distintas dimensiones; y es en este proceso de humanización donde residen las promesas democratizadoras de la enseñanza.

La persona, aunque vive en un mundo exterior, realmente habita un mundo interior. Contemplar al alumno como homo viator; supone reconocer que “la competencia para construir narraciones y para entenderlas sea fundamental para el descubrimiento de un mundo personal dentro del mundo de la vida” (Bernal Guerrero, 2011, p. 294). La escuela contribuye, a través de la cultura, a la construcción de estas narraciones a través de la comprensión del mundo, de la enseñanza del lenguaje y de la contemplación. Primero, la cultura proporciona los conocimientos necesarios para poder situarse y habitar humanamente la realidad histórica en la que vive. “Estar en el mundo requiere comprenderlo, tal vez parcial y fragmentariamente, pero el hombre necesita habitar comprensivamente lo que vive para vivirlo humanamente: nadie está propiamente en un lugar (ni en una época) si no sabe dónde está” (Marín, 2019, p. 12). En segundo lugar, gracias al lenguaje la persona no solo puede comunicarse con el otro, sino que puede también asomarse a su propia interioridad. Al ser el lenguaje vehículo de pensamiento y de reflexión cuanto más crece el vocabulario de una persona, mejor puede no solo expresar sus opiniones, sentimientos o juicios; sino ante todo discernirlos en su propio interior (Llano, 1999, p. 151). Los maestros al enseñar gramática, al cultivar el dominio de la ortografía o al fomentar la lectura, abren las puertas a un auténtico pensamiento crítico y brindan las herramientas necesarias para poder dialogar con uno mismo y reflexionar sobre la propia vida. Sin embargo, en un mundo donde el ruido es constante debido a la sobreestimulación producida por las nuevas tecnologías, la escuela permite descubrir, un elemento aún más poderoso que las palabras: el silencio (Torralba, 2005). El silencio abre a los alumnos a las grandes preguntas acerca de su identidad personal, su vida y su sentido.

En segundo lugar, la escuela permite al alumno descubrirse como un ser de encuentro. “El hombre es, por naturaleza, un ser necesitado; y, en la primera línea de las necesidades que le afligen, se encuentra la cultura” (Bellamy, 2018, p. 99). El descubrimiento del carácter relacional que vive la persona constituye uno de los fundamentos para el compromiso de la vida en democracia, pues permite transformar “lo que se desea de facto en lo que se puede desear justificadamente -una transformación que nunca puede basarse en la visión y los deseos propios, sino que exige la participación de qué es o quiénes son los otros” (Biesta, 2017, p. 21). Esta transformación del deseo es la pieza clave para poder comprometerse con los requerimientos de una ciudadanía democrática. Por último, la cultura abre también al descubrimiento de la propia dimensión biográfica comprendiéndose como un ser con su propia historia en la historia. Este encuentro con la tradición proporciona un elemento de gran relevancia para la construcción de la propia identidad personal: referentes.

Hoy en medio de un mundo líquido (Bauman, 2005), la misión de la escuela como transmisora de la cultura sigue gozando de la misma vigencia que en épocas anteriores, pues es a través de ella como las personas pueden vivir de la manera más propiamente humana: habitando el mundo y dejándose habitar.

3.2. La escuela: lugar para la formación de significados comunes

Define Lipovetsky (1993) la era actual con la palabra vacío; una de las esferas que más ha sufrido este vacío es la del lenguaje, lo que explica la dificultad actual para generar espacios comunes.

Faltando un lenguaje adecuado, no podemos pensar sobre nosotros mismos ni sobre nuestra sociedad si no es con los conceptos insuficientes que nos suministra una cultura construida en medida substancial con los parámetros del “quantum” y del ‘ludens’, es decir de la realidad mecánico-cuantificable y lúdica (Navarro-Valls, 2005, p. 5).

El desvanecimiento de marcos de referencia comunes, en los que las palabras cobran sentido, unido a la dictadura de la opinión conlleva una dificultad para reconocerse a uno mismo, así como para el diálogo y el encuentro con los otros. Los maestros pueden devolver al lenguaje su capacidad para establecer marcos comunes de referencias, ya que la escuela está llamada a mostrar que, las experiencias más propiamente humanas como el sufrimiento, el amor, la libertad, la justicia… no son realidades relativas, sino que son cognoscibles a través de una razón que supera la mera razón técnica. “La historia, la tradición, la observación, la confianza, incluso la poesía y la literatura nos pueden proporcionar evidencias relevantes” (Ibáñez-Martín, 2015, p. 41) en este sentido. A través de la enseñanza de las Humanidades, la escuela abre la posibilidad de construir significados comunes, porque ayuda a descubrir la existencia de una verdad sobre el concepto de humanidad a través de la ley natural; y que por tanto, cuestiones como lo que supone una vida digna o una vida lograda, no son relativas (Ibáñez-Martín, 2015), pudiéndose dialogar a este respecto desde un marco de referencia común. Por ello, se puede afirmar que, ante un mundo dominado por la lógica pragmática de la técnica, la escuela salvaguarda la utilidad de lo aparentemente inútil: “El saber constituye por sí mismo un obstáculo contra el delirio de omnipotencia del dinero y el utilitarismo” (Ordine, 2013, p. 15).

Por tanto, la escuela genera marcos de referencia, donde no solo cobran sentido y significado las palabras, sino sobre todo los valores y las virtudes. El cultivo de las Humanidades, denostadas por el cientifismo salvaje, guarda la capacidad de mostrar que existen fines vitales más elevados que otros, que existen derechos inalienables por la condición de ser persona y que la libertad humana no se reduce a la mera apetencia, sino que cobra su pleno sentido al ponerla en relación con el bien común (Larrú, 2018; Brown & Ion, 2022).

Por otro lado, la escuela contribuye también a la formación de estos significados gracias a su capacidad para proporcionar un conocimiento que permite superar la clase social de origen y dialogar con personas de orígenes familiares muy diversos. Esta es una de las grandes promesas democratizadoras de la educación, la posibilidad de ofrecer un conocimiento poderoso, liberador. La escuela guarda la “capacidad de poner a nuestra disposición la cultura como un nuevo mundo, un mundo diferente a aquel del que se alimenta el vínculo familiar” (Recalcati, 2016, p. 16). Por ello, la educación brinda la posibilidad de que, a pesar de la humildad de los orígenes de cada alumno, éste pueda desarrollar su potencial y ejercer su libertad de forma profunda. Por tanto, la escuela no debe caer en la “falsa democracia de la mediocridad” (Steiner & Ladjali, 2016, p. 119), sino que debe recordar que en la transmisión de la cultura reside la auténtica fuerza de la igualdad social y del compromiso con los valores que permiten la compasión, el cuidado del otro, la tolerancia y la convivencia pacífica.

4. CONCLUSIÓN: LA ESCUELA COMO LUGAR DE SENTIDO

Una de las tareas psicoevolutivas más importantes de la etapa de la juventud es la construcción de la identidad personal (Guardini, 2015). Responder a la pregunta acerca de quién se es resulta una tarea de suma importancia, pues de su respuesta dependerá en gran medida las múltiples decisiones vitales que la persona tomará en las etapas siguientes de su vida. La tecnología, la producción en masa o la facilidad para el consumo han exaltado la libertad como absoluto y, ante lo que podría parecer a simple vista como una gran ventaja: la posibilidad de elegir sin límites; aparece el riesgo de la indeterminación. La sensación de liquidez que rodea la vida diaria de las personas dificulta su capacidad para comprometerse y realizar opciones de vida significativas y permanentes; poniendo en riesgo también nuestros sistemas democráticos. Como señala Esteve (2010):

En el momento en que, por un descuido de nuestra educación, formemos a personas incapaces de defender sus valores para no tener problemas; a personas incapaces de autocontrol y proclives a manifestaciones agresivas; a personas que se crean con derechos para decidir sobre la vida de otros, a los que consideran inferiores las masas exigirán el retroceso de las libertades civiles para aumentar el control sobre los individuos (pp. 182-183).

Hoy la escuela y los maestros luchan por resistir una agenda que pretende sustituir la reflexión teleológica como guía de los actos educativos por cambios metodológicos basados en criterios de eficacia. En aras de una supuesta adaptación de la institución escolar a los retos tecnológicos del nuevo milenio, se intenta presionar a la escuela a incurrir en tres reduccionismos que, disfrazados de innovación, ocultan el peligro de formar personas manipulables que gozando de una gran libertad de acción sean, en el fondo, esclavas de la tiranía de sus apetencias.

Sin embargo, tal como se ha señalado en este artículo, la innovación y la transmisión no son realidades opuestas, sino complementarias; ya que los nuevos métodos pedagógicos pueden contribuir positivamente a la transmisión cultural. La verdadera dicotomía se encuentra entre aquellos cambios metodológicos que acontecen como fruto de una seria reflexión teleológica y aquellos que esconden, bajo promesas innovadoras, pedagogías relativistas. Por tanto, en este panorama educativo, urge recuperar el cuestionamiento acerca del sentido de la educación para lo que resulta imprescindible la formación de los docentes en aquellas disciplinas que les permiten esgrimir mejor estos fines (García-Martínez et al., 2022). Así, la Filosofía, la Historia, la Antropología o la Teoría de la Educación deben tener un papel clave en los programas de formación inicial y de actualización de los docentes, pues estos saberes permiten resistir los intentos con los que se trata de evitar que la escuela acometa su verdadero sentido: formar personas libres capaces de comprometerse consigo mismas, con los otros y con su tiempo.

Para acometer dicha meta resulta fundamental que las personas construyan una identidad personal sólida y profunda. Para ello, la narración, la inteligibilidad y la responsabilidad resultan elementos imprescindibles (MacIntyre, 2013) y, por ende, han de estar presentes en el currículo escolar. Sin embargo, estas tres dimensiones necesitan de la cultura para ser educadas. En primer lugar, la cultura desempeña un papel primordial en la competencia narrativa del alumno, porque es “la memoria, finalmente, construida con materiales de la propia experiencia y de la que incorpora de la colectiva, la que nos sujeta a nuestra biografía, a nuestra historia, a nuestra identidad” (Bernal Guerrero, 2009, p. 138); y, en segundo lugar, la transmisión cultural permite hacer inteligible la realidad, al permitir a los alumnos realizar la actividad más propiamente humana: la contemplación. A través de la cultura, la escuela abre en un mundo cientificista nuevas vías para abordar las grandes preguntas de la existencia.

Una sabiduría que trata de construirse a sí misma usando solo de la razón empírica, no es capaz de dar una respuesta suficiente a las grandes preguntas existenciales, para cuyo estudio es preciso acudir a ese caudal de experiencias éticas que configura una sabiduría histórica que acoge, de forma crítica y a la vez dócil, un variado conjunto de aportaciones que los hombres han alcanzado a través de todas las fuentes de conocimiento que poseemos (Ibáñez-Martín, 2021, p. 40)

Por último, la cultura permite al alumno descubrirse como un ser contingente y necesitado de los otros: de los que le precedieron y de los que convive. Así, la persona descubre su dimensión relacional, la importancia de la comunidad y la responsabilidad que ello conlleva. Por ello, el descubrimiento de la condición dialógica de la persona (Yepes y Aranguren, 2003) es clave para remediar muchos de los fenómenos sociales de violencia, radicalización y extremismo.

En una era donde con tan solo un clic de ordenador los jóvenes tienen acceso a numerosas informaciones, juegos online, compras en la red o relaciones virtuales, educar en y para la libertad es, sin duda, el gran reto del nuevo milenio. Por ello, la educación no puede reducirse a una mera “tarea técnica o a una actividad fundada en recetas que buscan resultados prestablecidos, y no el logro de una plenitud y perfección personales” (Larrú, 2018, p. 158). De esta forma, defendemos la escuela como transmisora de la cultura, lo que supone defender una educación que no solo reconoce el inmenso valor de dar respuestas a los estudiantes, sino que entiende que la cultura -en tanto que cultivo del espíritu- es capaz de suscitar en los alumnos -a través del contacto con el bien, la verdad y la belleza (Llano, 1985)- las grandes preguntas de la existencia. La escuela, por tanto, a través de la cultura genera significado para la propia vida y significados comunes que habilitan la vida en democracia.

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