ISSN: 0210-1696
DOI: https://doi.org/10.14201/scero.32273

ACOMPAÑANDO A PERSONAS CON DISCAPACIDAD INTELECTUAL HACIA UNA VIDA DE CALIDAD Y CON SENTIDO

To Guide People with Intellectual Disabilities toward a Life of Quality and Purpose

Ana Carratalá Marco

San Rafael, Fundación Estima de la Comunitat Valenciana. España

ana@csanrafael.org

Recepción: 5 de noviembre de 2024

Aceptación: 11 de noviembre de 2024

Resumen: Los seres humanos tenemos una aspiración común, “la Felicidad”, aunque cada uno le atribuya significados bien diferentes. También las personas con discapacidad intelectual y del desarrollo comparten esta aspiración como seres humanos, aunque tengan menos oportunidades que el resto para lograrla. Descubrir qué hace feliz a cada persona y apoyarla para que pueda alcanzar lo que para ella es una vida plena es el deseo más común de las familias y una tarea ineludible de la labor como profesionales. Pero saber qué hace feliz a una persona o qué da sentido a su vida no es tarea fácil. Aspirar a la felicidad requiere estima de uno mismo, sentirnos merecedores de la vida buena a la que aspiramos. La baja autoestima, resultado de un mal reconocimiento de la dignidad, es el primer obstáculo a superar cuando se trata de apoyar proyectos de vida buena. Además, apoyar estos proyectos requiere alteridad, evitando proyectar nuestra propia concepción de lo bueno, para descubrir lo que verdaderamente es importante para cada persona y apoyarla para que lo viva con la mayor autonomía posible, haciendo aflorar sus capacidades y posibilidades de contribución. El Modelo de Calidad de Vida y Apoyos ha sido de gran ayuda para identificar formas concretas de mejora en áreas relevantes de la vida de las personas. Entre las ventajas que aporta el modelo destaca su visión holística de la persona, su enfoque sistémico, su capacidad de identificar estrategias de apoyo que impacten en las diferentes dimensiones de la calidad de vida y la capacidad de evaluar si esos apoyos son los adecuados. La Planificación Centrada en la Persona, como enfoque y como metodología, tiene su mayor aportación en el hecho de permitirnos profundizar en los significados que cada persona otorga a eso que llamamos Felicidad o Vida Buena, identificando la forma de avanzar hacia ese ideal con otras personas en el seno de sus comunidades.

Palabras clave: Felicidad; dignidad; proyectos de vida buena; apoyos; oportunidades; calidad de vida.

Abstract: Human beings have a common aspiration, “Happiness”, although each one attributes very different meanings to it. People with intellectual and developmental disabilities also share this aspiration as human beings, although they have fewer opportunities than others to achieve it. Discovering what makes each person happy and supporting them so that they can achieve what is for them a full life, is the most common desire of families and an unavoidable task of the work as professionals. But knowing what makes a person happy or what gives meaning to their life is not an easy task. Aspiring to happiness requires self-esteem, feeling deserving of the good life to which we aspire. Low self-esteem, the result of a poor recognition of dignity, is the first obstacle to overcome when it comes to supporting projects of a good life. In addition, supporting these projects requires otherness, avoiding projecting our own conception of what is good, to discover what is truly important for each person and support them so that they live it with the greatest possible autonomy, bringing out their capacities and possibilities of contribution. The Quality of Life and Support model has been of great help in identifying specific ways of improving relevant areas of people’s lives. Among the advantages that the model provides are its holistic view of the person, its systemic approach, its ability to identify support strategies that impact the different dimensions of quality of life, and the ability to evaluate whether these supports are adequate. Person-Centered Planning, as an approach and as a methodology, has its greatest contribution in the fact that it allows us to delve deeper into the meanings that each person gives to what we call Happiness or the Good Life, identifying the way to advance towards that ideal with other people within their communities.

Keywords: Happiness; dignity; life projects; supports; opportunities; quality of life.

1. Introducción

Si hay algo que compartimos todos los seres humanos es nuestra aspiración a ser felices, aunque los significados que se han atribuido a este término varían enormemente en función de las escuelas filosóficas, los momentos históricos, las distintas culturas y, también, según las diferentes individualidades.

Habitualmente, cuando preguntamos a las familias de las personas con discapacidad intelectual y del desarrollo sobre sus expectativas en relación a su familiar, manifiestan que su mayor deseo es que la persona sea feliz. Es una aspiración que nadie cuestiona. Todo ser humano aspira a ser feliz. Por tanto, estaremos de acuerdo en que, si nuestros esfuerzos no consiguen acercarse a ese fin, estarán errados o serán en vano. Así de sencillo y así de complejo. Porque, ¿qué es la felicidad?, ¿y qué significa ser feliz para esta persona en concreto?

Desde la antigüedad, este ha sido un tema esencial sobre el que los pensadores han tratado de dar diferentes respuestas que, si bien nos ayudan a comprender algunas claves sobre lo que nos puede hacer felices, nos resulta difícil utilizar estos constructos filosóficos para ayudar a cada persona concreta a definir y desarrollar su propio proyecto de felicidad.

Diferentes estudios apuntan a que la felicidad de las personas está determinada en un 50 % por una tendencia natural del carácter que se atribuye a la genética (Lyubomirsky et al., 2005). Pero frente a este hallazgo, que podría considerarse para algunos una mala noticia al no poder ser fácilmente modificado, sabemos que el 50 % restante de nuestra posibilidad de ser felices es aprendida y dependerá en gran parte de la forma en la que cada uno decida vivir su vida. Y aunque las circunstancias que nos toque vivir también tienen su impacto en la felicidad, este es mínimo, en relación al que tiene la posibilidad de mantener el control sobre la propia vida.

Cuando se trata de abordar qué condiciona la felicidad de las personas con discapacidad intelectual y del desarrollo, podemos encontrar dificultades genéticas que marcan su carácter, circunstancias de vida que ofrecen pocas oportunidades para la vida buena y, sobre todo, ausencia o muy poco control sobre la propia vida.

Si nuestro cometido es procurar la felicidad de las personas con las que tenemos lazos de responsabilidad, sea en el ámbito profesional o en el familiar, tenemos un horizonte claro: ser generadores de oportunidades para que cada persona construya su propio proyecto de vida buena.

Xabier Etxeberria (2005), profundizando en la definición de ética de Paul Ricoeur, se refiere a la vida buena como una vida realizada desde los propios ideales, que va integrando un conjunto de experiencias acordes con los proyectos de autorrealización, definidos con autonomía. Diseñar y desarrollar ese anhelo de vida realizada requiere estima de uno mismo, que se basa, desde la perspectiva ética, en la firme convicción de que somos sujetos de dignidad y, por lo tanto, merecedores de proyectos de vida buena.

2. Dignidad como punto de partida

Siendo un fin en sí mismo, cada ser humano es único y no puede ser sustituido por nada ni por nadie porque carece de equivalente. No posee un valor relativo, un precio, sino un valor intrínseco llamado “dignidad” (Immanuel Kant, citado en Adela Cortina, 2008, p. 21).

Todas las personas poseen valor en sí mismas por el solo hecho de ser personas, independientemente de las condiciones y circunstancias, externas o personales, que acompañen sus vidas. Sin embargo, las personas con discapacidad han sufrido históricamente negaciones de su dignidad, con consecuencias durísimas en sus vidas, desde la marginación o la explotación hasta el exterminio.

La negación de la dignidad conduce a una cruel dinámica de exclusión que se inicia en el momento en que se niega el valor de la otra persona como sujeto digno, atribuyéndole una identidad no por lo que es como persona, sino reducida a alguna condición que acompaña su vida (sexo, raza, lugar de nacimiento, discapacidad…) o a su manera de actuar, que se advierte como negativa e, incluso, como una afrenta que se recibe del otro. Esta atribución de una identidad negativa se convierte en un estigma, una marca que se percibe como indeleble, generando un proceso de devaluación de la persona ante los ojos de los demás y a la que, al considerarla de menor valor, se le ofrece un trato desigual y discriminatorio, quedando fuera de los límites de la justicia y del ejercicio de los derechos que tienen las personas reconocidas como tales y, por tanto, integradas socialmente. De esta forma, se sitúa a las personas estigmatizadas en los márgenes de la sociedad, incluso aunque sea en espacios especiales donde se les preste cuidados, pero en los que se ven privadas de disfrutar de los bienes y relaciones que ofrece el entorno social. A esto se añade un mecanismo perverso: la invisibilización. Cuando dejamos fuera de los márgenes de la sociedad a aquellos que podrían cuestionarnos moralmente, este cuestionamiento desaparece, reforzando las situaciones de marginación y exclusión social. Como afirma Xabier Etxeberria, es una exigencia ética romper los muros de la invisibilización, tomando iniciativas desde y con las personas afectadas, partiendo de un adecuado reconocimiento de la dignidad y de la identidad de toda persona como ser humano, lo que no solo es una necesidad del yo, sino una cuestión de justicia (Etxeberria, 2018).

Un mal reconocimiento de la dignidad lleva a la humillación, a veces inintencionada, pero tremendamente peligrosa, ya que va más allá de un sujeto que humilla, para instalarse en estructuras sociales que generan condiciones de vida que en sí son humillantes. Hoy en día, todavía podemos ver muchos centros para personas con discapacidad intelectual, especialmente para aquellas con más necesidades de apoyo, cuyas estructuras y dinámicas reflejan esta indignidad que resulta en muchos casos humillante. Pensemos, en ese sentido, en los agrupamientos masificados y despersonalizados, en los medios restrictivos o las dinámicas coercitivas, entre otras situaciones. Considerar a la persona como un sujeto de menor valor o un disvalor provoca, además, una mayor probabilidad de que se den situaciones de abuso y maltrato, que aun en nuestros días alcanzan cifras preocupantes sobre todo en niños y mujeres con discapacidad intelectual.

Superar estas dinámicas requiere un ejercicio personal y colectivo para cuestionar nuestro comportamiento moral y tomar conciencia de cómo reconocemos a nuestros congéneres, desde el igual valor como seres humanos y de las diferencias elegidas o no, que requieren se acogidas adecuadamente y constituyen la base del valor de la diversidad humana.

El ser humano, el Homo sapiens, es el resultado de millones de años de evolución. Estamos aquí porque algún antecesor pudo ponerse erecto, otros usaron herramientas, otros aprendieron a colaborar e, incluso, a cuidar a los más débiles de la tribu (Saez, 2019). Y eso generó una ventaja competitiva a estos grupos de homínidos que ha permitido que la humanidad haya alcanzado los logros actuales y que podamos seguir afrontando retos para la supervivencia futura. Es difícil definir qué hace humanos a los humanos y qué nos diferencia de otras especies. Echar un vistazo a la evolución nos lleva a afirmar, sin margen de duda, que lo que hace humanos a los humanos es haber nacido de otros humanos, formando parte de la cadena filogenética (Cela y Ayala, 2021). Todos los individuos han contribuido a la filogénesis de nuestra especie, aunque su ontogénesis incorpore particularidades diferentes, que ni cambian su esencia humana ni la de su especie, pero a la que aportan el valor de la diversidad. Somos, por tanto, filogenéticamente iguales a la vez que ontogénicamente diversos. En cualquier caso, iguales en dignidad, que debe ser reconocida.

En relación a las personas con discapacidad intelectual y del desarrollo, es a partir de la segunda mitad del siglo XX cuando se inicia un proceso de reconocimiento de su derecho a la normalización e integración, aunque su dignidad es asumida todavía más desde una perspectiva pasiva y privada que activa y pública. En las últimas décadas y contando con el impulso de la Convención de los Derechos de las Personas con Discapacidad (ONU, 2006), se potencia el reconocimiento de la dignidad extrínseca de la persona y de su plena ciudadanía, garantizando el ejercicio de sus derechos e instando a las instituciones a asegurar oportunidades para que se produzca un ejercicio real de los mismos, a pesar de que el progreso hacia esas garantías no se produzca al ritmo deseado.

Pero el avance en el reconocimiento extrínseco de la dignidad de las personas no es suficiente para que se sientan merecedoras de una vida plena y feliz. Es necesario que la persona tenga autoconciencia de su valor intrínseco como ser humano, de lo que le da identidad como persona y sujeto de dignidad, de su “autoestima moral”, lo que se construye intersubjetivamente. En la construcción de esta autoconciencia de la autoestima moral, el reconocimiento que recibimos de los demás, de forma individual o colectiva, y que tendemos a interiorizar, tiene mayor impacto que el que se construye a través de nuestra autocomprensión e iniciativa. Un mal reconocimiento es una forma de opresión que se interioriza y, cuanto más vulnerable es la persona, mayor es la influencia de ese heterorreconocimiento (Etxeberria, 2005).

En nuestra práctica en el acompañamiento a personas con discapacidad intelectual y del desarrollo encontramos que uno de los principales obstáculos para que las personas desarrollen su propio proyecto de vida buena es no sentirse merecedores ni capaces de alcanzarla. Y lo que suele haber detrás de ello es una autoestima herida. Por tanto, nuestro primer deber en el acompañamiento hacia proyectos de vida buena es identificar si la persona sufre el impacto de un mal reconocimiento, (y en tal caso) habrá que ofrecerle apoyos y acompañamientos que le ayuden a restaurar su identidad herida y a fortalecer sus posibilidades de resistencia ante los malos reconocimientos futuros (Etxeberria, 2019).

Si somos reconocidos primariamente por otros como discapacitados, ilegales, dependientes, incapaces, obesos o por cualquier otro atributo al que se le atribuyen connotaciones negativas, tenderemos a identificarnos desde ese reconocimiento negativo, lo que suele tener un efecto devastador sobre nuestra convicción de que somos personas de valor y con posibilidades de desarrollo de proyectos de vida buena y satisfactoria.

El lenguaje y la narrativa son elementos clave para contribuir a un adecuado reconocimiento de la dignidad, personal y socialmente, lo que no solo impacta en su autoestima, sino que va a condicionar las iniciativas y los comportamientos de los demás en la manera de relacionarse con ellas y, si es el caso, para prestarle apoyos. Es frecuente considerar que una descripción de los síntomas clínicos vinculados a determinados tipos de discapacidad o un análisis detallado de las carencias o insuficiencias de la persona son necesarios para prestar apoyos adecuados que permitan superar estas limitaciones. Pero esto es solo una parte de la verdad que, si no se completa con la narración de las capacidades y potencialidades de la persona, de sus anhelos y aspiraciones, de su forma de ser y de estar, los apoyos ofrecidos tendrán escaso impacto no solo para poder desarrollar un proyecto de vida plena, sino incluso para alcanzar mínimos logros sostenidos en la habilitación o rehabilitación de funciones simples para la vida. De poco servirán, por ejemplo, impecables planes de apoyo conductual si quien presta los apoyos percibe al otro como una amenaza o como una persona con intencionalidad malévola ya que, aunque desarrolle las actividades según estén previstas en su plan de apoyo activo, es inevitable que le transmita una falta de consideración que posiciona a la persona en un lugar del que es más difícil salir.

Es cierto que los seres humanos somos frágiles y vulnerables, lo que nos hace constitutivamente dependientes (Feito, 2007). Pero, a la vez, somos también capaces, tanto para desarrollar nuestros propios proyectos de autorrealización como para ayudar a los otros. Y todo ello forma parte del relato de nuestras vidas y nuestras sociedades. La narrativa que construimos en torno a ella es una herramienta fundamental tanto para la autocomprensión de la persona y para el fortalecimiento de su autonomía moral como para modular la acción de los que la rodean y asegurar la justicia y la equidad (Fernández, 2012). Una buena narrativa, que recoja las capacidades, potencialidades y anhelos legítimos de la persona, no solo sus fragilidades o vulnerabilidades, puede, si no conseguir, al menos sí iniciar grandes cambios que permitan a las personas alcanzar sus ideales de vida buena.

En mi experiencia profesional he podido observar el poder de la narrativa en la forma en la que describimos y conocemos a las personas a las que acompañamos. Construir perfiles personales de forma compartida con la persona y con quienes mejor la conocen y la quieren, que nos hablen de quién es, de lo que le hace feliz, de lo que admiramos de ella, de lo que intercambiamos en las interacciones mutuas, abre muchas más posibilidades para abordar las dificultades que pueda afrontar en la vida que únicamente los fríos datos de una escala. Pero, además del impacto individual, esta narrativa tiene un gran poder de transformación cultural que, a su vez, generará iniciativas en sus redes de apoyo, naturales o profesionales, que abrirán nuevos horizontes de sentido.

El adecuado reconocimiento de la dignidad cobra especial importancia en las situaciones de mayor fragilidad, en las que la experiencia humana se pone al límite (Masiá, 2007). Podemos reconocer estas situaciones en personas que parecen haber perdido toda conciencia de sí, sumidas en el olvido de lo que son y de lo que han sido; o en aquellas cuyas conductas no solo les impiden recibir apoyos, sino que las encaminan a la autodestrucción. Nos preguntamos en esos casos dónde está su dignidad, cuando parecen haber perdido toda su identidad. Recuerdo siempre el caso de un hombre de 50 años que vivía en uno de los hogares de la residencia. Era una persona con gran afectación a nivel cognitivo y conductual. Una mañana sufrió una caída por desvanecimiento con pérdida de conciencia, originado por un proceso febril, que le produjo una pequeña herida en la frente. Se trasladó a urgencias donde fue diagnosticado de neumonía, descartando cualquier repercusión mayor de la herida de su frente. Estuvo varios días en un estado comatoso y, cuando empezó a recuperarse, reanudó sus conductas de agitación, intolerancia a mantener la ropa puesta, destrucción de objetos, rascado obsesivo de la pequeña herida de la ceja, hasta que se formó un grave absceso que requirió intervención quirúrgica. En el hospital trataron de sujetarlo con contenciones físicas que resultaron, además de inútiles, lesivas para la persona por los tirones que daba. Tampoco era capaz de metabolizar y eliminar más medicación tranquilizante de la que tomaba, con lo que a los pocos días recibió el alta y volvió a la residencia. Cuando entré a su hogar junto a su familia, encontramos un cuerpo caquéxico, apenas cubierto por una sábana, con una protección en el ojo que continuamente trataba de arrancarse. Y es en esos momentos en los que nos preguntamos ¿dónde está la dignidad de la persona? Y allí la encontramos, en la relación de su cuidador de apoyo, delicada y acogedora, que le reconocía por su propio nombre. Aunque él mismo no tuviera conciencia de quién era, los demás sabíamos perfectamente quien era él. Y su dignidad se mantenía intacta, haciéndose presente en el reconocimiento de los demás, aunque él no tuviera conciencia de sí. Por tanto, también desde ahí, podemos afirmar con contundencia que la vulnerabilidad y la fragilidad humana no menoscaban la dignidad.

Nos reconocemos como sujetos de valor desde la interacción con los demás, pero, a la vez, en esa relación nos reconocemos como sujetos interdependientes. Todos damos y recibimos, incluso de quienes están en situación de mayor fragilidad, aunque aparentemente no se identifiquen las contraprestaciones que surgen en esa relación difícilmente cuantificables: ayuda-gratitud; cuidado-afecto; bienestar al ver resueltas nuestras necesidades-satisfacción por hacer lo correcto…

Sin embargo, en nuestra actual sociedad, marcada por un fuerte neoliberalismo, hemos construido un relato que nos induce a la creencia de que la independencia es un valor al que debemos aspirar, lo que nos lleva al espejismo de que las personas capaces pueden vivir de forma autosuficiente sin establecer ninguna dependencia con otras personas. Sin embargo, los seres humanos somos constitutivamente dependientes ya que, junto con nuestras grandes posibilidades, tenemos carencias que nos hacen requerir apoyos, tanto de otras personas como instrumentales, para realizarnos (Etxeberria, 2023).

Dependemos de los demás no solo para ver cubiertas nuestras necesidades, sino también para la amistad, para el diálogo, para evitar errores morales o intelectuales, para alcanzar nuestras capacidades que creemos que nos hacen independientes. Hasta para mantener nuestra independencia necesitamos de los demás (De la Torre, 2017a).

Como plantea Xabier Etxeberria (2021), el ideal universal no es tanto la independencia como la no dominación, evitando todo tipo de paternalismo, manipulación, discriminación, exclusión, opresión o violencia (Foro de Vida Independiente y Divertad). Si la interdependencia es una constante en la vida humana, el reto ético está en hacerlo expresión de solidaridad moral desde el respeto a la dignidad, quedando ausente todo tipo de dominio.

El concepto de Vida Independiente surgió con fuerza a finales de los años 60 en Estados Unidos, como una reivindicación del derecho de las personas con discapacidad a poder decidir sobre su propia vida y a participar activamente en su comunidad, ejerciendo su ciudadanía en igualdad de condiciones. Este movimiento, que se generalizó a nivel mundial con el lema “nada sobre nosotros/as sin nosotros/as”, supuso un importante impulso para la desinstitucionalización y reconocimiento de derechos de las personas con discapacidad. Pero no podemos confundir la vida independiente con el concepto de la independencia entendida como autosuficiencia y en su realización debe estar ausente, igualmente, cualquier tipo de dominio hacia los demás, reconociendo a las personas con discapacidad como sujetos dignos y morales y, por tanto, sujetos de derechos, merecedores de vidas buenas, pero también con la obligación de no dominación, que habrá que reclamar y educar, aunque en determinadas circunstancias pueda quedar moralmente disculpada.

Por tanto, el reconocimiento de la dignidad es el punto de partida en el acompañamiento a las personas con discapacidad intelectual y del desarrollo, que se pone en juego fundamentalmente en cuatro niveles:

-En lo personal, en relación a la conciencia de la autoestima moral, que debe ser reconocida, restaurada si ha sido herida y fortalecida, asegurando que cada persona pueda percibirse como merecedora de horizontes de felicidad y vida plena.

-En lo jurídico, sentando las bases de la igualdad de derechos para todas las personas, tal como se recoge en la Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad.

-En la relación o establecimiento del vínculo que, desde el reconocimiento de las mutuas dignidades, implica alteridad (“el otro es el otro, no soy yo”), respeto a la autonomía (“nada para ti sin ti”), valorar las capacidades (“todos dan y todos reciben”) y actuar con solidaridad y compasión, para que, sin paternalismos ni dominio, ofrezcamos apoyo para superar los obstáculos que impiden a las personas disfrutar de una vida buena.

-En la sociedad, sentando las bases de sociedades más justas e inclusivas que se honran por el reconocimiento que hacen de la dignidad de sus miembros, en especial, de los más débiles (De la Torre, 2017b).

La dignidad es un valor constante que incluso transciende el hecho de la muerte, por lo que el respeto y el reconocimiento de la identidad no se extinguen, ni siquiera, con el final de los procesos vitales. El ser humano, ante el hecho del dolor y de la muerte, a diferencia de otras especies, se caracteriza por la búsqueda de la transcendencia, tal como se expresa en los rituales funerarios de las distintas tradiciones culturales y religiosas. El valor de la persona, y, por tanto, el respeto que merece, permanece más allá de su vida mortal, considerando muchos autores que la dignidad póstuma debe ser un derecho humano (Arriaga-Deza, 2020).

3. El Modelo de Calidad de Vida y Apoyos: una guía en el camino hacia la felicidad

Tanto desde la experiencia personal como desde los distintos modelos teóricos, llegamos a la conclusión de que para entender qué es calidad de vida debemos tener en cuenta su carácter multidimensional. Frente al dicho “la salud es lo primero” surge la reflexión que nos plantea lo poco que nos serviría contar con todos los cuidados sanitarios disponibles si tuviéramos que vivir nuestras vidas aislados, sin la presencia de una mano amiga, sin tener nada relevante en lo que ocupar nuestro tiempo, sin la posibilidad de aprender algo nuevo o sin tener la oportunidad de decir una palabra sobre los propios procesos de salud y enfermedad. Por el contrario, si teniendo una vida llena de actividades significativas en el contexto social, aparece un problema de salud que no fuera identificado ni atendido, poco nos duraría ese bienestar.

A lo largo del siglo XX surgieron diferentes modelos multidimensionales con el fin de comprender esta realidad y orientar políticas y prácticas que promovieran la calidad de vida de los ciudadanos. También en el ámbito de las personas con discapacidad intelectual y del desarrollo se proponen distintos modelos multidimensionales, que integran indicadores objetivos y subjetivos, destacando la importancia de las diferencias individuales frente a las normas exteriores (Felce y Perry, 1995). Fue en la década de los 90 cuando Robert Schalock y Miguel Ángel Verdugo (2003) presentan el modelo que se ha adoptado mayoritariamente como guía tanto a nivel individual (ofreciendo un marco sistemático para evaluar y organizar los apoyos que cada persona requiere basados en las dimensiones de calidad de vida) como a nivel de las organizaciones (promoviendo cambios que impacten en las diferentes dimensiones) y como referencia para desarrollar políticas y prácticas orientadas a la calidad de vida.

El modelo multidimensional propuesto por estos autores ha sido clave en la evolución de la comprensión de la calidad de vida, particularmente en el contexto de las personas con discapacidad intelectual y del desarrollo, y sigue siendo una referencia fundamental. Con el tiempo, ha ido integrando avances teóricos y prácticos para mejorar la comprensión y la aplicación del concepto de calidad de vida en diversos contextos. Sin embargo, la validez y la aplicabilidad de estos modelos pueden variar significativamente entre países desarrollados y países con menor desarrollo o incluso en conflicto, debido a diferencias en factores sociales, económicos, culturales, de infraestructuras o simplemente a necesidades de supervivencia ya que, como indican sus autores, se requiere que las necesidades básicas estén cubiertas para poder experimentar oportunidades de mejora en áreas relevantes de la vida de las personas.

Pero no es este un espacio para ahondar en el modelo de calidad de vida, explicado y revisado con profundidad en la extensa bibliografía existente y puesto en práctica de manera exitosa en muchísimas organizaciones, aunque sí vale la pena recoger algunas consideraciones que resultan relevantes en relación a las personas con mayores necesidades de apoyo.

Cabe destacar la aportación que ha supuesto el modelo para estas personas, que han encontrado áreas de progreso para disfrutar de una vida mejor, pese a las limitaciones y las grandes necesidades de apoyo que acompañan sus vidas. A la vez, para las organizaciones y las personas prestadoras de servicios, el modelo ha ofrecido una estructura sistemática para organizar y ofrecer apoyos con mayor esperanza de alcanzar un impacto positivo en los significados de vida buena de estas personas.

Hasta la década de los 90 del siglo XX, y condicionados por la base conceptual que aportaba la definición de retraso mental, los esfuerzos de atención a estas personas tenían como foco principal las carencias y déficits, dedicando la mayor parte de recursos profesionales a paliar o tratar de superar tales carencias, para muchas personas insalvables o con pocas posibilidades de mejora. En 1992, la entonces Asociación Americana para el Retraso Mental (AAMR) publica una nueva definición de “retraso mental” (Luckasson et al., 1992) que supone un importante cambio de paradigma, ampliando el foco de atención para incluir las capacidades de la persona, no solo sus limitaciones; el entorno en el que se desenvuelve, identificando las características óptimas que permitan facilitar el desarrollo del sujeto, y el funcionamiento de la persona para afrontar los desafíos de la vida. Este nuevo concepto, además de su capacidad diagnóstica, permite identificar puntos fuertes y débiles, así como el perfil de apoyos en las cuatro dimensiones del modelo de 1992 (Verdugo, 1992).

A pesar de la gran capacidad del concepto, en el caso de las personas con mayores necesidades existe el riesgo de que los apoyos, normalmente de gran intensidad para ellas, se centraran en las condiciones de salud o en el desarrollo de habilidades adaptativas o incluso en el entorno, pero sin preguntarnos qué impacto tendrían estos esfuerzos por mejorar el funcionamiento en el bienestar y el sentido de vida de las personas. Se podía dar la paradoja de que, tratando de desarrollar determinada habilidad, la aplicación de programas de entrenamiento absorbiera todos los esfuerzos, muchas veces en vano o con mínimos resultados, privando a la persona de disfrutar de experiencias que enriquecieran su vida, en función de sus preferencias y deseos y que, por tanto, podrían haberle reportado mayor satisfacción. Si bien la definición operativa y constitutiva de discapacidad intelectual es utilizada para acceder a servicios, prestaciones y recursos, así como mejorar el funcionamiento de la persona en los entornos en los que se desenvuelve (Schalock et al., 2021), el modelo de calidad de vida permitió introducir un pensamiento derecha-izquierda, destacando la importancia de los resultados personales en dimensiones claves de la calidad de vida de la persona y alineando de las estrategias de apoyo para alcanzarlos (Schalock y Verdugo, 2007), dando un propósito al funcionamiento humano. El trabajo sobre las habilidades adaptativas, los apoyos comportamentales o la atención a los problemas de salud cobraron otro sentido y el éxito de los esfuerzos realizados no era tanto el número de veces que la persona consiguiera realizar una tarea, sino el impacto que este logro podría tener en dimensiones clave de su calidad de vida. Así, no solo se abrieron nuevos horizontes en la atención a las personas con mayores necesidades de apoyo, sino también en su visibilidad y consideración dentro del sector de la discapacidad, identificando para ellas posibilidades de progreso hacia una vida mejor. Un avance destacable en este sentido ha sido la publicación del estudio Todos somos todos, sobre los derechos y calidad de vida de las personas con discapacidad intelectual y mayores necesidades de apoyo (Verdugo y Navas, 2017), que ha permitido hacer más visible la realidad de este colectivo y que organizaciones muy relevantes, como Plena inclusión, les dedicaran un lugar de mayor peso en sus políticas y estrategias (Plena inclusión, 2022).

Según distintos investigadores, las dimensiones de calidad de vida tienen carácter universal (es decir, son importantes para cualquier persona), pero la importancia relativa de cada una de ellas varía de unas personas a otras e, incluso, a lo largo de la vida de una misma persona (Gómez y Navas, 2021). También, a lo largo de la historia, incluso antes de la formulación del modelo, el peso de cada una de las dimensiones que lo componen ha ido variando. En un primer momento, en la primera mitad del siglo XX, el modelo biomédico y la atención centrada en las instituciones apenas consideraban las dimensiones de bienestar físico (centrados en el déficit) y bienestar emocional (considerando sobre todo lo relativo a la conducta y la salud mental). Siguiendo con la evolución de los servicios que describe Valerie Bradley (1994), en una segunda fase, hacia la segunda mitad del siglo XX, se plantea la necesidad de crear mejores recursos, con dotaciones más completas, que se asemejaran lo más posible a espacios normalizados, en los que el desarrollo de habilidades y modificación de conducta constituían el enfoque clave. Con ello, la dimensión de bienestar material y el desarrollo personal van adquiriendo mayor peso. También en esta fase se inicia un fuerte movimiento por la defensa de los derechos de las personas con discapacidad, tomando fuerza esta dimensión, que culminará en la Convención de 2006 con el reconocimiento de la capacidad jurídica en igualdad de condiciones con los demás en todos los aspectos de la vida. En la primera década del siglo XXI se otorga a la autodeterminación una mayor relevancia ante las voces de las propias personas con discapacidad, que reclaman ser protagonistas de sus vidas frente a la visión de familiares y profesionales que seguían considerando que la autodeterminación no era una dimensión tan importante (Schalock et al., 2005). Es también en esos años cuando la inclusión social se ve como el camino para asegurar que las personas con discapacidad intelectual y del desarrollo tengan oportunidades de acceder de forma plena y equitativa a las actividades, los roles sociales y las relaciones con la ciudadanía sin discapacidades. En toda esta evolución, la dimensión de relaciones interpersonales, que contiene unos de los valores más importantes para la felicidad del ser humano, como es el de la amistad, ofrece siempre desarrollos y resultados más pobres, especialmente cuando hablamos de personas con mayores necesidades de apoyo, lo que nos obliga a redoblar nuestros esfuerzos y nuestra creatividad para evitar esa dura realidad de estas personas, que en su mayoría no cuentan con ningún amigo.

El modelo de calidad de vida incluye, dentro de cada dimensión, una serie de indicadores centrales que se concretan a través de la evaluación de resultados personales, entendidos como los beneficios que obtienen las personas, de forma directa o indirecta, por las actividades, servicios y apoyos que se les proporcionan. Las distintas escalas de calidad de vida nos permiten evaluar los resultados y obtener información tanto para el desarrollo de planes personales que permitan mejorar la calidad de vida como para diseñar estrategias de transformación organizacional utilizando datos agregados.

Si atendemos a los resultados personales, en España encontramos que, entre las personas con discapacidad intelectual y del desarrollo, la autodeterminación, la inclusión social, el desarrollo personal y las relaciones interpersonales obtienen peores puntuaciones (Gómez y Navas, 2021), por lo que sigue siendo un importante reto comprender el verdadero significado de estas dimensiones y conocer las estrategias más adecuadas para potenciarlas, en una dinámica que no debe estar exenta de prudencia ya que, en aras de esa pretendida calidad de vida que buscamos, podemos causar daños a la persona que tengan justo el efecto contrario. En la experiencia de estos años, por ejemplo, hemos visto cómo un mal entendido fomento de autodeterminación ha llevado a las personas a perder las referencias y límites que todos necesitamos para construirnos como sujetos, confundiendo la autonomía y el control sobre la propia vida con un dominio y control desproporcionado hacia los demás, que hace imposible la convivencia y armonizar los proyectos de calidad de vida del resto de la familia o de su grupo de pertenencia. Algo parecido ha ocurrido con la inclusión, cuando se ha llevado a cabo sin tener en cuenta que los procesos de desinstitucionalización contaran con apoyos suficientes y adecuados en la comunidad, además de que fuera la persona y su proyecto de vida quien definiera el ritmo de avance hacia una vida más inclusiva. En cuanto al desarrollo personal, con frecuencia hemos privado a las personas, especialmente a las que tienen mayores necesidades de apoyo, de la oportunidad que ofrecen los aprendizajes en entornos naturales, confinándolas en aulas especiales para repetir una y otra vez actividades a las que sería difícil que cualquiera les encontrara sentido. En cuanto a las relaciones interpersonales, aun siendo ampliar y profundizar las amistades uno de los mayores retos que se nos presentan, hemos de tener en cuenta que, si no hay oportunidad, no habrá relación. Y en esta, como en las anteriores dimensiones mencionadas, no podemos atribuir los peores resultados a las capacidades o limitaciones de las personas, sino que debemos hacer una profunda reflexión sobre nuestros prejuicios sobre lo que pueden y no pueden conseguir y revisar las oportunidades a las que tienen acceso para alcanzar mejores resultados en su calidad de vida.

Los errores cometidos en la implementación del modelo de calidad de vida responden también a una mirada excesivamente simplista de los significados de cada dimensión y de los principios y valores en los que se sustentan, además de una pérdida de perspectiva sobre el contexto, los sistemas de apoyo y los resultados en la persona. Es necesario mantener el esfuerzo por comprender en profundidad el modelo y sus implicaciones prácticas, a través de la investigación, la formación y la reflexión en torno al mismo, de forma que pueda mantenerse como una certera guía que permita a la persona disfrutar de una vida digna de ser vivida, a la vez que un profundo cambio en las organizaciones, en las instituciones y en la sociedad.

Actualmente el modelo de calidad de vida se fusiona con el modelo de apoyos para ofrecer un “enfoque holístico e integrado, centrado en los derechos humanos y legales de las personas con discapacidad, que basa sus decisiones sobre servicios y apoyos en las limitaciones significativas de las principales áreas de actividad de la vida, con un énfasis en los apoyos individualizados proporcionados dentro de ambientes inclusivos de la comunidad y promoviendo la evaluación de resultados” (Verdugo et al., 2021, p. 11). Este modelo de calidad de vida y apoyos (MOCA) profundiza la coherencia con el respeto a la dignidad de cada persona y los principios éticos; sirve de guía para la planificación y la prestación de los apoyos poniendo el énfasis en la calidad de vida, en la elección y la autonomía personal y en el uso de apoyos genéricos. A la vez, posibilita una evaluación centrada en la persona que no solo permite medir los resultados en diferentes dimensiones de calidad de vida, sino también tiene en cuenta los componentes de entrada (valores, enfoque funcional y holístico), de proceso (sistemas de apoyo) y de producto, identificando los impactos significativos para mejorar el bienestar de la persona, aumentar la transparencia, facilitar la rendición de cuentas y ampliar la comprensión (Verdugo et al., 2021).

Este nuevo enfoque abre horizontes futuros para convertir el Modelo de Calidad de Vida y Apoyos en una importante herramienta que permita avanzar en ese deseo compartido de disfrutar de vidas buenas.

4. Sentido de vida y proyecto personal

Josefa, un ejemplo de vida con sentido.

Llegó a media mañana, caminando lentamente desde la residencia en la que decidió vivir hace 3 años, cuando cumplió los 85. Es recibida con gran alegría por las ocho personas con discapacidad intelectual que acuden diariamente al centro comunitario municipal, en el que han encontrado una alternativa al tradicional centro de día que se les hubiera asignado según su grado de discapacidad. Josefa, a pesar de que apenas fue a la escuela de niña, porque la vida en la montaña era muy diferente, hoy va a apoyar en la sesión de estimulación cognitiva. El jueves, más divertido aun, tendrá teatro para ensayar esa obra que están preparando para Navidad, con otras compañeras de la residencia de mayores, con el grupo de la unidad de apoyo a la intervención con personas con problemas graves de salud mental y con el grupo de personas con discapacidad. Para Josefa estas actividades, junto con las visitas de su familia, son los momentos más esperados de la semana y le hacen sentir feliz y satisfecha.

Como Josefa, todos y todas aspiramos a sentirnos felices, pero no es fácil identificar qué es aquello que nos lleva a sentirnos satisfechos, a sentirnos bien con nosotros mismos, a sentir que nuestra vida tiene sentido. En el mayor estudio mundial para responder a la pregunta de qué nos hace felices realizado en Harvard, cuyas conclusiones actuales se publicaron en 2023, sus autores afirman que a los humanos se nos da fatal saber qué nos conviene y lo que nos hace felices de verdad. La vida buena es complicada para todo el mundo. Tiene alegrías y dificultades. Está llena de amor y de dolor. No es un suceso, ni un premio o una meta que cuando llegas puedes permanecer en ella. Es un proceso que se despliega a lo largo del tiempo, en un camino que no es fácil, pero transitarlo con éxito, según los autores del estudio, es del todo posible (Waldinger y Schulz, 2023).

Pero las dificultades por definirlas no disminuyen ese anhelo humano de felicidad. Si nos pidieran que espontáneamente expresáramos lo que en estos momentos nos provocaría un sentimiento feliz, con bastante probabilidad hablaríamos de experiencias agradables, que nos remiten a estados mentales positivos y que conectan con deseos o con emociones placenteras. Emociones que muchas veces son efímeras, que vienen y que van y que, además, pueden movernos a una incesante búsqueda de este tipo de experiencias, lo que puede ser el mayor obstáculo para alcanzar la felicidad así entendida. Esta forma de entender la felicidad como disfrute de distintos placeres, la llamada felicidad hedónica, a menudo se contrapone (aunque no necesariamente) con la eudemonía, término que acuñó Aristóteles en referencia a ese estado de profundo bienestar en el que la persona experimenta que su vida tiene sentido y propósito (Waldinger y Schulz, 2023. p. 32). Así, si nos preguntáramos qué experiencias nos gustaría tener que nos aportaran un sentido de vida o que nos hicieran sentir que nuestra vida vale la pena, muy posiblemente pensaríamos en cosas que nos conectaran con nuestro propósito vital, con nuestro proyecto de vida, no tanto con deseos pasajeros, sino con experiencias perdurables en el tiempo que, aunque pueden estar sometidas a altibajos e incluso se acompañen en algún momento de tristeza o sufrimiento, las consideramos valiosas y que merece la pena perseguirlas. Por ejemplo, si nuestro proyecto vital pasa por forjar una familia, sabemos que tendremos buenos y malos momentos, pero, a pesar de ello, es algo por lo que nos merece la pena apostar.

Para Emily Esfahani (2017), la vida con sentido se sustenta en cuatro pilares: la pertenencia, el propósito, la narrativa y la transcendencia. Respecto a la pertenencia, sabemos que todas las personas necesitamos sentir que pertenecemos a algún lugar. Necesitamos ser vistos, ser escuchados, ser valorados, ser comprendidos. Necesitamos establecer relaciones significativas. Necesitamos querer y ser queridos. Esfahani señala que, según las investigaciones, la pertenencia es la fuente de sentido más importante. También el estudio de Harvard concluye que las buenas relaciones se muestran, una y otra vez, como el factor más importante para una buena vida. Esto nos debería hacer estremecer si pensamos en que uno de los peores resultados que obtienen las personas con discapacidad intelectual y del desarrollo hace referencia a las relaciones interpersonales. Sabemos que favorecer el establecimiento de vínculos de amistad es uno de los retos más difíciles de conseguir, lo que, junto a las barreras para la inclusión, dificulta desarrollar el sentido de pertenencia. Esto justifica sobradamente la necesidad de incrementar los esfuerzos para favorecer dinámicas inclusivas para las personas con discapacidad que restauren o generen el sentido de pertenencia a través de la participación en sus comunidades y el establecimiento de relaciones interpersonales.

El propósito es el segundo pilar de una vida con sentido según Esfahani. Se trata de definir metas a largo plazo que orienten nuestras vidas aportando algo a los demás, desde pequeñas cosas cotidianas hasta contribuciones mayores, que nos conectan con algo más global. Azahara Alonso (2024) afirma, basándose en la idea de futurización de Ortega y Gasset, que estamos orientados de manera inevitable hacia el futuro. “Somos ese futuro en la medida que nos construye ahora […]. Si no logramos proyectarnos hacia el futuro, perderemos parte de lo que nos hace más humanos: el proyecto” (Alonso, 2024, pp. 53-56). Y también perderemos esa parte de sentido que nos proyecta hacia el futuro. Contribuir a que las personas con discapacidad intelectual y del desarrollo construyan sus propios proyectos de futuro ha de formar parte de nuestro compromiso con ellas si queremos contribuir al desarrollo de vidas buenas.

La narrativa es el tercer pilar, que trata de la historia que nos contamos sobre nosotros mismos y sobre cómo hemos llegado a ser la persona que somos hoy. Todos somos el producto singular de nuestra propia biografía. Todas las experiencias de vida pueden ser fuente de sentido, pero necesitamos tomar conciencia de que somos autores de nuestras propias historias, de forma que, si la narrativa de nuestra historia no nos deja avanzar, podamos “editarla” o reinterpretarla, reconciliándonos con el pasado para poder seguir adelante. A menudo pasamos por alto las biografías de las personas con discapacidad a las que acompañamos, ignorando los sentidos que su historia puede aportar a sus vidas. Numerosas iniciativas, como las líneas de vida, los mapas biográficos de la planificación centrada en la persona (PCP) o las historias de vida dentro del proyecto REVISEP desarrollado en la Fundación Gil Gayarre, han tratado con éxito de recuperar estas fuentes de sentido.

Por último, para Esfahani la transcendencia nos permite elevarnos por encima de lo cotidiano y que nos sintamos conectados con algo más grande que el propio yo, disminuyendo la importancia de nuestra individualidad. Quizá nos resulte difícil acompañar a las personas con discapacidad intelectual y del desarrollo en su vivencia de la transcendencia, que solemos reducir a la experiencia religiosa y que no debemos despreciar en lo que tiene de querida por la persona. Pero podemos encontrar numerosas fuentes de sentido que nos conecten con esa realidad más elevada a través de la belleza de la música, del ritmo de la danza, de la contemplación de la naturaleza o de la vivencia de esos momentos que, en soledad o en compañía de otros, percibimos como eternos.

Todo ello nos lleva a pensar que, si en nuestra relación con las personas con discapacidad intelectual queremos acompañar vidas buenas, tenemos que buscar la manera de acercarnos a los significados que aportan sentido a sus vidas.

El modelo de calidad de vida y apoyos, como hemos visto, tiene una enorme potencialidad para informar y definir qué aspectos impactan positivamente en la vida de las personas, desde una mirada holística y una perspectiva sistémica, basada en valores y derechos, para posibilitar cambios personales, organizativos, políticos y culturales con el fin de que las personas tengan mejores vidas. Sin embargo, hay situaciones en las que resulta difícil saber si la vida de una persona tiene sentido para ella. Aunque sus indicadores de calidad de vida estén muy por debajo de los estándares deseables, es posible que siga encontrando razones por las que abrir los ojos cada mañana. Por el contrario, si pasáramos las escalas de calidad de vida a reconocidos personajes considerados socialmente exitosos, podríamos encontrar puntuaciones muy elevadas en las distintas dimensiones, lo que no siempre nos hablaría de una vida buena o una vida con sentido que nos inspirara para imitarles. Una vida plena es una vida lograda como excelencia interna, no desde los estándares que nos impone la sociedad, es una vida realizada en concordancia con nuestros propios ideales y proyectos de vida (Etxeberria, 2005).

Ayudar a las personas a definir y perseguir sus proyectos de vida plena requiere, en primer lugar, saber escuchar sin que nuestra voz se imponga sobre la voz del que quizá no hable, pero sí tenga mucho que decir; requiere saber mirar sin juzgar, liberándonos de nuestros prejuicios y de nuestra cosmovisión de las cosas, de ese logos particular de cada uno que no solemos ser capaces de percibir (Carrasco-Conde, 2024), fuertemente marcado por nuestros roles profesionales; y también requiere reconocer y respetar los proyectos legítimos de la otra persona, ayudándola a interpretar contextualmente sus ideales, con sus capacidades, sus limitaciones y, siempre, con sus posibilidades de progreso, buscando la manera de que pueda realizarlos con y para otras personas en instituciones justas (Etxeberria, 2005).

La planificación centrada en la persona es una metodología que surge a finales del siglo XX para ayudar a las personas, con la colaboración de sus círculos de apoyo, a disfrutar de una mayor calidad de vida, basada en sus propias preferencias e intereses (Carratalá et al., 2017). Estos enfoques se sustentan en valores como la presencia, la participación y la contribución en la comunidad; la amistad y las relaciones significativas; la elección y el control sobre la propia vida, así como el aprendizaje y el desarrollo de competencias para alcanzar las metas deseadas (O’Brian, 1987). Tanto los valores como los procesos de acompañamiento para el desarrollo de planes centrados en la persona recogen muchas de las fuentes de sentido de vida expuestas anteriormente, de forma que estos procesos constituyen una gran oportunidad para ayudar a la persona a construir y perseguir sus propios proyectos de felicidad, de manera respetuosa, aprendiendo juntos lo que significa vida buena para ella.

Un plan centrado en la persona no es otra cosa que un proyecto de vida personal, dirigido a un futuro que la persona estima como bueno y cuyo valor reside no solo en llegar a la meta deseada, sino también en el camino que haya que recorrer para alcanzarla, que puede convertirse en un fin en sí mismo. Cuando hablamos de proyecto de vida lo hacemos en sentido amplio, tanto en su alcance temporal como por los ámbitos vitales que abarca (trabajo, familia, vivienda, salud, etc.). Normalmente no hacemos cada año un proyecto de familia, un proyecto para decidir dónde trabajar o dónde vivir. Esos grandes proyectos, que orientan nuestras vidas, se van desarrollando poco a poco, a través de planes concretos, como formación en determinadas competencias, ampliar nuestros vínculos con otras personas o planes de ahorro para acceder a una vivienda. En el caso de las personas con discapacidad intelectual o del desarrollo, para desarrollar sus proyectos de vida necesitarán planes de apoyo personal con objetivos a corto plazo, como los que se ofrecen habitualmente en centros y servicios. Estos planes deben asegurar que las personas tengan oportunidades para tener experiencias y desarrollar aprendizajes que se integren en su proyecto de vida buena y lo hagan evolucionar. Pero no podemos olvidar que el desarrollo de los proyectos de vida requiere la participación de otras personas y contextos, evitando que queden cautivos en nuestros centros específicos, ya que uno de los mayores obstáculos para que se desplieguen estos proyectos en toda su complejidad es no reducirlos a las opciones de servicio, sino buscar una acción coordinada para aprender a decir, como señala John O’Brian, que, si hay un objetivo positivo y posible para la persona, debemos encontrar la forma de hacerlo posible.

La vida con sentido tiene más que ver con lo que de verdad soñamos para nuestra propia vida, no con deseos efímeros. Cuando hablamos de planificación centrada en la persona decimos que lo que importa son los sueños y las prioridades de cada persona para que pueda disfrutar de una vida plena siendo protagonista de la misma. Muchas personas han conseguido resultados valiosos en sus vidas, desde pequeños detalles hasta grandes cambios que les han permitido transitar hacia modelos de vida más inclusivos. Para generar estos cambios es importante no reducir los sueños, entendidos como anhelos de vida buena, a deseos de naturaleza efímera. No podemos darnos por satisfechos porque las personas hayan conseguido hacer cosas que les hagan sentir contentos como ir a una fiesta, comer en un restaurante o ir de compras. Hay que reconocer lo que de logro tienen estas experiencias, en algunos casos muy relevantes como cuando se trata de personas con mayores necesidades de apoyo. También hay que reconocer la potencia de los deseos para movilizar nuestras vidas (más difícil de ver en los proyectos a largo plazo), incluso para sacarnos de nuestra zona de confort, para proporcionarnos bienestar y para hacernos sentir felices. Todo ello nos provoca emociones agradables, pero que pueden esfumarse cuando cesa la actividad o transformarse en una constante insatisfacción cuando construimos propósitos centrados en alcanzar el mayor número de deseos posible en una dinámica imposible de satisfacer, pudiendo llevar a una pérdida de control y a la infelicidad. Esta situación se hace más compleja cuando, además, confundimos los deseos humanos con derechos humanos.

Los sueños sobre los que se construyen los proyectos de vida o planes centrados en la persona no son deseos fugaces, sino sueños profundos capaces de transformar vidas. Los grandes logros de la humanidad primero fueron soñados: los esclavos soñaron con su libertad, las mujeres soñaron con la igualdad… También nuestras metas han de ser soñadas. Pero no debemos dejarnos deslumbrar por sueños rimbombantes. Pequeños detalles del día a día pueden ser decisivos para dotar de sentido a la vida, transformando rutinas vacías en rituales con significado, lo que es especialmente importante para las personas con mayores necesidades de apoyo.

Los sueños necesitan energía para que puedan realizarse. Unas veces la energía será la ilusión, el deseo de alcanzar algo nuevo, y otras veces será la indignación de quienes sueñan un mundo diferente frente a la injusticia, al dolor, frente la ignorancia, frente a la exclusión.

Quizá nunca alcancemos nuestros sueños, pero muy probablemente nos conducirán por caminos de sentido que, al transitarlos, nos harán sentir que la nuestra habrá sido una vida buena, digna de ser vivida.

5. A la transformación personal y organizacional desde la persona

Acompañar procesos de vida buena implica corporalidad, comunicación, encuentro con la persona, reconociéndola desde la igual dignidad y descubriendo sus anhelos de vida realizada, para que, en solidaridad con ella, identifiquemos qué oportunidades podemos ofrecer para hacer posible su proyecto.

En este momento de encuentro es muy relevante no solo la forma de actuar, sino también la forma de ser de quien acompaña. Es el momento de la virtud, palabra desprestigiada actualmente por las connotaciones negativas que se le han atribuido a lo largo del tiempo, pero absolutamente necesaria, ya que, como señala Xabier Etxeberria, “las virtudes en las personas que ofrecen apoyo no son solo condición para el buen desenvolvimiento de este; son ellas mismas apoyo y cuidado, con frecuencia complemento decisivo de los materiales o técnicos” (Xabier Etxeberria, 2005).

Dicho de otra manera, se trata de ser como hay que ser para que hacer lo que debemos hacer nos cueste menos, en una dinámica en la que interiorizamos los valores que han de conducir nuestra práctica y los convertimos en modos de ser sostenidos. Por ejemplo, si debemos actuar con respeto, será mucho más probable que lo hagamos si somos personas respetuosas en todos los ámbitos de nuestra vida, no solo en lo profesional.

El cultivo de las virtudes, que no solo impacta en la acción, sino que nos ayuda a ser mejores personas, es de gran importancia en la cotidianidad del acompañamiento a las personas con discapacidad por parte de familiares y profesionales. Pero no hemos de olvidar que las personas a las que acompañamos son sujetos morales y también para ellas hay que abrir horizontes de virtud que planifiquen sus vidas.

Cada situación requerirá el cultivo de virtudes específicas, teniendo en cuenta que el desarrollo de unas virtudes se encadena con el desarrollo de otras, todas ellas importantes. Sin embargo, destacaría tres virtudes como especialmente significativas en el acompañamiento para construir proyectos de vida buena.

La primera virtud que se pone en juego es la de la amistad, experimentado la relación con la otra persona de manera singular; reconociéndola como ser único, insustituible, de manera global e integrada, no desde la fragmentación a la que con mucha frecuencia nos llevan nuestros roles profesionales. La virtud de la amistad transforma el aún muy frecuente autoritarismo profesional, que establece una relación de dominio al identificar a la persona por sus carencias y genera dependencia, humillación e incapacidad de progreso e infelicidad, en una relación horizontal, en la que se dan reciprocidad, aprendizaje mutuo y disfrute, haciendo posible entrelazar proyectos de felicidad entre el que da y el que recibe.

La vida de las personas y familias a las que acompañamos no está exenta de dificultades. Esto hace que la compasión sea una virtud que también surge con fuerza en estos acompañamientos. La compasión, alejada de todo paternalismo, supone “sentir con” y nos lleva a conectarnos con el sufrimiento o limitaciones de la otra persona para, desde el reconocimiento de la igual dignidad, solidarizarnos con ella para aliviar su dolor (Simarro, 2021) o tratar de superar juntos los obstáculos que le impiden disfrutar de una vida buena.

Entre las muchas virtudes que se derivan de la amistad y la compasión, cuando hablamos de proyectos de vida buena, otra virtud destacable es la esperanza. La esperanza nos ayuda a confiar en que las cosas pueden cambiar, en que un futuro mejor es posible, en que podemos avanzar hacia una vida buena. Pero la esperanza no trata de esperar pasivamente que las cosas ocurran, sino que nos mueve a la acción. Es una fuerza que nos impulsa hacia adelante desde la construcción del ahora, afrontando el presente con confianza.

Y desde la humildad, que nos aporta lucidez sobre nosotros mismos y nos abre al aprendizaje y a la colaboración, evitando la ilusión de la independencia y el individualismo (por otro lado, bastante ineficiente), reconocemos que para hacer posibles los proyectos de vida buena no podemos hacerlo solos, sino que necesitamos caminar con otros y otras, en organizaciones y sociedades justas.

Es necesaria una transformación organizacional que asegure el compromiso con la razón de ser de las organizaciones, es decir, apoyar a las personas a tener vidas buenas en sociedades justas e inclusivas. Para esa transformación es fundamental una cultura compartida, basada en valores éticos, que permita tomar decisiones, acometer cambios e incorporar innovación para dar respuesta a las necesidades y expectativas de cada persona y asegurar las condiciones necesarias para la realización de los proyectos de vida buena. Para ello, las entidades de apoyo a personas con discapacidad no solo han de asegurar su gobernanza, sino que han de comprometerse con el contexto en el que se desenvuelven, implicando a la sociedad, promoviendo dinámicas y estructuras inclusivas y sostenibles que permitan el desarrollo de los proyectos de vida buena que, necesariamente, se viven con otros.

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