ISSN electrónico: 2172-9077
DOI: https://doi.org/10.14201/fjc202123253273
Relatar a través del trauma del perpetrador. memoria y representación en The Act of Killing de Joshua Oppenheimer
Relating through the trauma of the perpetrator. Memory and Representation in Joshua Oppenheimer's The Act of Killing
Álvaro MARTÍN SANZ
Profesor Asociado. Universidad de Valladolid
E-mail: Alvaro.martin.sanz@uva.es
https://orcid.org/0000-0002-8327-9830
Fecha de recepción del artículo: 17/09/2021
Fecha de aceptación definitiva: 13/10/2021
RESUMEN
Ante el miedo de las víctimas supervivientes para denunciar los crímenes acontecidos en el genocidio indonesio, el cineasta Joshua Oppenheimer elabora en The Act of Killing un dispositivo de no ficción centrado en la figura de los perpetradores como narradores de la historia. Este atrevido e insólito planteamiento supone una constante tensión de fuerzas entre la voz autoral del cineasta y la de Anwar Congo, el antiguo perpetrador que protagoniza la película. Así pues, el presente artículo busca realizar un análisis de la célebre obra de Oppenheimer desde la perspectiva de los estudios culturales sobre la memoria y el trauma, utilizando para ello una metodología basada en el análisis textual. Nuestra hipótesis de investigación se basa en la idea de que la propuesta de cine documental que plantea Oppenheimer en la obra presenta un distanciamiento que, sin embargo, termina focalizándose en el trauma personal del perpetrador, el cual configura el discurso según su propia voluntad y provocando que lo trágico se transfigure en cómico. Para argumentar a favor de ello se plantea un estudio narratológico centrado en cómo construye la película a través de recreaciones de imágenes que no existen del genocidio indonesio. La conclusión principal es que la obra termina convirtiéndose en un espectáculo audiovisual que va más allá de la mera reconstrucción documental que fundamentaba el punto de partida. No obstante, se genera de esta forma un discurso que, dado el desconocimiento del genocidio por buena parte del público occidental, corre el peligro de convertirse en el relato único del acontecimiento.
Palabras clave: Memoria; trauma; perpetrador; genocidio indonesio; cine de no ficción.
ABSTRACT
Faced with the fear of the surviving victims to denounce the crimes that took place in the Indonesian genocide, the filmmaker Joshua Oppenheimer elaborates in The Act of Killing a non-fiction device centred on the figure of the perpetrators as narrators of the story. This daring and unusual approach involves a constant tension of forces between the filmmaker's authorial voice and that of Anwar Congo, the former perpetrator who is the protagonist of the film. Thus, this article seeks to analyses Oppenheimer's famous work from the perspective of cultural studies on memory and trauma, using a methodology based on textual analysis. Our research hypothesis is based on the idea that Oppenheimer's proposal presents a distancing that, nevertheless, ends up focusing on the personal trauma of the perpetrator, who shapes the discourse according to his own will and causes the tragic to be transfigured into the comic. To argue in favor of this, we develop a narratological study that focuses on how the film is constructed through the recreation of images of the Indonesian genocide that do not exist. The main conclusion is that the work ends up becoming an audiovisual spectacle that goes beyond the mere documentary reconstruction on which the starting point was based. However, this generates a discourse which, given the lack of knowledge of the genocide by a large part of the Western public, creates the danger of becoming the sole account of the event.
Key words: Memory; trauma; perpetrator; Indonesian genocide; non-fiction film.
1. Introducción. Una aproximación al trauma
Con The Act of Killing quiero comenzar un debate, especialmente para las generaciones jóvenes, que no conocieron el genocidio. Mucha gente joven está en shock al conocer la matanza a través del film, y se preguntan: ¿por qué ocurrió esto? ¿Por qué nadie me habló de ello, ni los padres ni los profesores? Es un proceso muy positivo si la película genera estos efectos (Cynn en Vidal Sanz, 2013).
Estas declaraciones pertenecen a Christine Cynn, uno de los tres directores de The Act of Killing. Obra que normalmente se atribuye de forma exclusiva al cineasta Joshua Oppenheimer. Y es que sin llegar a establecer una clara división entre quién ha sido el responsable de qué contenido, los créditos finales del film señalan una clara distinción en torno a la visión plasmada finalmente en la película. Solo después del «A film by Joshua Oppenheimer» se contextualiza, en otra pantalla y a menor tamaño, que ha habido más responsables. Un nuevo rótulo vuelve a remarcar la importancia del americano como director de la obra, pero más abajo encontramos otros dos nombres bajo el título de codirectores: la mencionada Christine Cynn y Anonymous.
Una vez concluidos sus estudios, Oppenheimer decide desplazarse a Europa para realizar un doctorado en cine en la Central Saint Martins University of the Arts de Londres. Estudio que antecede el espíritu de The Act of Killing en su primera aproximación al genocidio indonesio. Presentando un trabajo basado en entrevistas realizadas en el país asiático, la tesis incluye más de cien horas de vídeo (Oppenheimer 2004). Posteriormente, el cineasta abandona Inglaterra para terminar estableciéndose en Copenhague. Es en el año 2002 cuando Oppenheimer y su compañera de proyectos reciben una invitación de la International Union of Food and Agriculture Workers para crear un proyecto cinematográfico en la isla de Sumatra (Lusztig, 2013, p. 51). En este primer contacto con Indonesia los cineastas realizan una serie de talleres relacionados con el audiovisual para trabajadores de los que acaba surgiendo la obra colectiva The Globalisation Tapes (2003), película cuya sinopsis proclama que estamos ante una película «made by workers for workers». Es en este film en el que se encuentra el germen de The Act of Killing en forma de un acercamiento a la figura del perpetrador, ejemplificado en el paramilitar Sharman Sinaga. Una aproximación que surge en un film dedicado a los trabajadores como un fenómeno colateral, al investigar y hacer preguntas sobre familiares desaparecidos:
survivors told us that ‘‘this neighbor was a death squad leader, and he might have information about how our loved ones died’’. Because all that the survivors knew was that their relatives had been taken away and never came back. They never got a confirmation that they had been killed by the state. In using paramilitary civilian death squads, the state was trying to pretend it was not involved– this was a way of outsourcing the killing. If you want to study killing, you must look at the people who do it (Oppenheimer en Lusztig, 2013, p. 51).
Por lo tanto, para la pareja de cineastas el contacto con el traumático pasado de Indonesia comienza de una manera un tanto causal, derivada de una investigación que en principio no centraba su objeto de estudio en los perpetradores del acto genocida. Es el miedo a testificar por temor a las represalias de muchos trabajadores el que provoca que, una vez finalizada la película, Oppenheimer se fije en la figura de los perpetradores (Naiman, 2013). El norteamericano inicia entonces un proceso de docenas de entrevistas que culmina con la número cuarenta y uno a Anwar Congo, antiguo verdugo que protagonizará The act of Killing (King, 2013, p. 30).
Antes de nada, cabe contextualizar el campo del presente artículo. Y es que, a la hora de realizar una aproximación a la representación a la barbarie, resulta fundamental abordar un difuso concepto que aparece una y otra vez como es el de trauma. Distintos autores se acercan a este término relacionándolo con ideas como el horror, el dolor, o la imposibilidad de sanación en relación con recuerdos persistentes. Dentro de esta concepción, existen todo tipo de definiciones similares que tratan de determinar un concepto connotado peyorativamente que se relaciona con fenómenos acontecidos en el pasado de los que los individuos aún guardan una respuesta negativa en el presente. Cathy Caruth ofrece una de las más citadas definiciones:
In its most general definition, trauma describes an overwhelming experience of sudden or catastrophic events in which the response to the event occurs in the often delayed, uncontrolled repetitive appearance of hallucinations and other intrusive phenomena (Caruth, 1996, p. 11).
En línea con ello, podemos seguir a Makowsky (2002, p. 148) cuando señala que «El trauma es, siempre, la repetición del sufrimiento». Idea que también está presente en LaCapra (2008, p. 188) cuando indica que el trauma retorna «compulsivamente como lo reprimido». Así pues, dentro de un caso como el que nos ocupa, relacionado con el trauma colectivo de un sector de la población a causa de unos hechos relacionados con el exterminio, es posible utilizar la noción de trauma cultural determinada por Smelser (2004, p. 38), la cual «refers to an invasive and overwhelming event that is believed to undermine or overwhelm one or several essential ingredients of a culture or the culture as a whole». Estamos pues ante una suerte de herida psicobiológica que requiere algún tipo de proceso consciente de cara a repararse. Y es por ello por lo que el concepto de trauma está de forma inevitable asociado al de memoria. No puede existir el trauma si los hechos que lo fundamentan no se encuentran en la mente que los recuerda, ya sea voluntaria o involuntariamente. Es, en este sentido, en un contexto post-Auschwitz, que se desarrolla una suerte de «boom de la memoria» en el ámbito anglosajón de los Memory Studies (Huyssen, 2002) centrado en el estudio de distintos tipos de memorias traumáticas. Memorias que se sostienen sobre diversos soportes en su lucha contra el olvido, necesitando distintos tipos de instituciones, actores y recursos (Vezzetti, 2002, p. 32).
Por desgracia, esta lucha por la pervivencia de la memoria se ve a menudo confrontada con la falta de apoyos, ausencia de pruebas o de testimonios. Y es que, habitualmente, los perpetradores de actos genocidas tienden a eliminar cualquier tipo de prueba incriminatoria como parte de su proceso de exterminio. Cabe por lo tanto realizar una construcción que sea lo más fidedigna posible con respecto a los hechos recordados para que así se puedan difundir narrativas traumáticas que preserven el testimonio antes de que este desaparezca. Como un medio comunicativo más, surge así el cine traumático, en el cual la especialista Janet Walker enmarca obras que «deal with traumatic events in a nonrealist mode characterized by disturbance and fragmentation of the films’ narrative and stylistic regimes» (Walker, 2005, p. 19).
Es la lucha contra la falta (o escasez) de archivo la que obliga a los cineastas a imaginar nuevos caminos formales que configuren distintos tipos de representaciones que aborden los hechos del horror. Surgen así distintas estrategias narrativas como Shoah (Lanzmann, 1984), Los rubios (Carri, 2003), Vals con Bashir (Folman, 2008), La imagen perdida (Panh, 2013), o la película que aquí nos ocupa. Films que tienen en común una intencionalidad comunicativa que trata de suplantar el vacío por figuras de la memoria –en el sentido propuesto por Jan Assman (1995, p. 129)–, para así restablecer y fijar el pasado acontecido. Se recomponen así distintos tipos de contra memorias de los actos genocidas (Rollet, 2011, p. 216). De esta forma, cineastas como Oppenheimer desarrollan obras artísticas, denominadas por Soko Phay obras-archivo (Phay, 2014, p. 163), que no tienen por objetivo reemplazar los objetos desaparecidos sino dar testimonio al espectador de los sucesos no registrados en la Historia oficial. Se crean nuevas imágenes, representaciones que van más allá de las ausencias. Las imágenes no son la copia fiel de lo ausente, sino lo necesario para cubrir su vacío (Rancière, 2003, p. 6). Las imágenes sirven además para «encauzar las ficciones o documentos testimoniales sobre su experiencia con el horror» (Amado, 2005, p. 225).
Se propician de esta forma nuevos acercamientos al trauma de los sujetos y de las sociedades que, además, gracias a los canales de distribución del séptimo arte, pueden difundirse masivamente alrededor del mundo. Las crónicas traumáticas son así difundidas en la sociedad contemporánea: «The visual media have become a cultural institution in which the traumatic experience of modernity can be recognized, negotiated, and reconfigured» (Kaplan y Wang, 2008, p. 17). La imagen cinematográfica se vuelve por lo tanto una forma de «contagio» del trauma (Hirsch, 2004, p. 13). En línea con ello, la prevalencia sobre la temporalidad de la memoria traumática de las víctimas destaca y domina buena parte del panorama incluso en los estudios sobre el trauma contemporáneos basados en un acercamiento humanístico que puede relacionarse con los estudios culturales en cuanto a la indagación y a la interpretación de las fórmulas de representación: Bessel Van der Kolk (1995), Cathy Caruth (1996), Ruth Leys (2000) o Janet Walker (2005) serían algunos de los principales ejemplos de una extensa lista.
El presente artículo busca realizar un análisis de la película desde la perspectiva de los estudios culturales sobre la memoria y el trauma utilizando para ello una metodología basada en el análisis textual, entendido este según los postulados de Aumont y Marie (1988, p. 8): «Le but de l’analyse est alors de faire mieux aimer l’œuvre en la faisant mieux comprendre. Il peut également être un désir de clarification du langage cinématographique, avec toujours un présupposé valorisant vis-à-vis de celui-ci». Así, se propone descomponer la película en los distintos elementos que la conforman, para, una vez aislados, poder establecer relaciones entre ellos de cara a facilitar el entendimiento de los mecanismos que permiten constituir un «todo significante» (Gómez Tarín, 2006, p. 7). Nuestra hipótesis de investigación se basa en la idea de que la propuesta de cine documental que plantea Oppenheimer en la obra presenta un distanciamiento que, sin embargo, termina focalizándose en el trauma personal del perpetrador. Para argumentar a favor de ello se plantea un análisis narratológico centrado en cómo construye la película a través de recreaciones de imágenes que no existen a priori y que el cineasta genera para la posteridad. La conclusión principal es que la obra termina convirtiéndose en un espectáculo audiovisual que va más allá de mera reconstrucción documental que suponía el punto de partida.
2. Hacia un reinado del terror
Antes de continuar, se hace necesario contextualizar el fenómeno genocida del que estamos hablando. Retrotrayéndonos a la realidad de la guerra fría, cabe destacar el apoyo que recibe el gobierno de Indonesia por parte de la Unión Soviética en los años cincuenta e inicios de los años sesenta (Díaz-Boada, 2017, p. 79), hecho que termina provocando que Estados Unidos respalde rebeliones internas para desestabilizar al presidente Sukarno (Millet & Toussaint, 2005, p. 4). Este, ante una situación económica cada vez más nefasta, decide romper el contacto con el exterior nacionalizando buena parte de las empresas privadas extranjeras y ganándose expresamente la enemistad de los Estados Unidos. Estas políticas provocan la división del ejército, confrontado en dos bandos claramente diferenciados: uno leal a Sukarno y fiel a sus ideas de pacto con el partido comunista nacional (el PKI), y otro dirigido por el general Suharto (Crouch, 1978, p. 79-81), contrario al líder. La excusa que emplea este último para tomar el poder por la fuerza son unos sucesos nunca aclarados en los que son asesinados generales partidarios de Sukarno, hechos que el propio Suharto definirá como un intento de golpe de estado comunista (Vickers, 2013, p. 160-161).
Intento de golpe de estado producido el 30 de septiembre de 1965 que lleva a Suharto a tomar el poder al día siguiente hasta deponer finalmente al viejo presidente en marzo de 1966. Así, Suharto se erige, con el apoyo de los Estados Unidos, como nuevo líder del país (Scott, 1985). El Nuevo Orden de Suharto, denominado en oposición al Viejo Orden de Sukarno, se centra en los primeros meses de poder en establecer una campaña propagandística anticomunista que incluye diversas acciones violentas contra miembros del PKI (Eklöf, 2003, p. 44-45). Se inicia una purga sistémica que se extenderá por todo el país y a la que hoy en día nos referimos como Masacre de Indonesia de 1965-1966 o Genocidio de Indonesia (Robinson, 2018; Cribb, 2004). El resultado de estas persecuciones varía enormemente según las fuentes consultadas en una horquilla que abre el abanico entre las 78.500 y los 3 millones de personas asesinadas (Robinson, 2018, p. 120; Cribb, 1990, p. 12).
Este amplio margen ha sido acotado en recientes estudios por buena parte de historiadores e investigadores académicos, quienes suelen coincidir en torno a la estimación de entre 500.000 y un millón de víctimas (Robinson, 2018, p. 120; Melvin, 2018, p. 1; Aarons, 2017, p. 80). Esta todavía grande inconcreción se explica por diversas causas, como la rapidez con la que los asesinatos fueron llevados a cabo –siendo muchos cadáveres arrojados en incontables fosas comunes sin identificación–, el silencio de la comunidad internacional sobre las masacres, o el hecho de que aquellos que las ordenaron permanecieran en el poder durante las tres décadas siguientes (Robinson, 2018, p. 120). Cabe además mencionar el uso político del gobierno de Suharto sobre estos hechos (Cribb, 2002, p. 559).
La violencia que impusieron estos crímenes no haría más que anticipar la dictadura del terror de Suharto, pudiéndose mencionar hechos posteriores como las acciones antiestudiantiles de la década de los setenta, la invasión y genocidio de Timor Oriental, las matanzas Petrus, la masacre de Tanjung Priok o la masacre de Santa Cruz (Elson, 2002, p. 173). Estas violentas circunstancias provocan un clima de mutismo en torno a los asesinatos, llevados a cabo con el apoyo del ejército por diversos grupos paramilitares y milicias locales (Cribb, 2001, p. 233). Se crea así una atmósfera de terror que se expande rápidamente por el país, instaurando una vez finaliza la violencia el silencio sobre los sucesos acontecidos.
La tensión por este traumático pasado es tan alta, que incluso después del derrocamiento de Suharto en 1998, el nuevo presidente (musulmán progresista) Abdurrahman Wahid ve rechazada su propuesta de revocar la prohibición del comunismo (vigente desde 1966) y abrir así un espacio para la reconciliación. ¿Las causas? El miedo al comunismo y las tensiones tradicionales entre el PKI y los partidos islamistas (Paramaditha, 2013, p. 45). Así, a diferencia de lo sucedido en otros fenómenos genocidas del pasado siglo, en Indonesia apenas se ha elaborado una labor de memoria o de recogida de testimonios que trate de cauterizar los sucesos traumáticos. El contraste es aún mayor si se tiene en cuenta que estos crímenes tampoco han sido investigados o perseguidos (Robinson, 2018, p. 5). Este clima todavía de confrontación es el que explica que ninguno de los cincuenta integrantes indonesios que participan en The Act of Killing, entre los que se encuentra el citado director que también ejerce de productor del film, hayan querido reflejar su nombre en los créditos de la obra (Reestorff, 2015, p. 12).
Son el éxito de crítica y la buena acogida en festivales internacionales de las que goza The Act of Killing las que permiten que dos años más tarde los cineastas puedan cerrar el díptico con La mirada del silencio (The Look of Silence, 2014). Obra esta que ofrece un giro en el planteamiento del film previo para centrarse en el testimonio de una familia de víctimas del genocidio que descubren, de boca del verdugo, cómo fue asesinado su hijo. Esta segunda película puede ser vista igualmente como la voluntad de Oppenheimer por dejar clara su postura ante diversas acusaciones sobre su posicionamiento personal que siguen a su polémica primera obra (Zylberman, 2016, p. 156). En todo caso, ambas películas han provocado un aumento del conocimiento y de la sensibilidad internacional hacia las masacres acontecidas en Indonesia (Sutopo, 2017, p. 241), a pesar del peligro existente de que, ante la ausencia de más fuentes sobre este tema, sean interpretadas como los discursos definitivos de estos sucesos.
3. El trauma del perpetrador
El film se estrena en el Festival de cine de Telluride, en Colorado, y desde allí comienza una intensa carrera por algunos de los principales festivales y certámenes del globo. Entre otros, cabe destacar en su extenso palmarés: Nominación al Óscar en la categoría de Mejor Documental, ganador del Bafta y del Premio del Cine Europeo a Mejor Documental, Premio del Público y del Jurado de la sección Panorama de la Berlinale, o el premio Gotham a Mejor Documental. Tan solo una muestra de los más de cincuenta premios y cuarenta nominaciones que el film consigue en el circuito. Éxitos estos que provocan una mayor repercusión de la película en Indonesia: «It is helping to catalyse a change in how Indonesia talks about its past» (Oppenheimer en Beaumont-Thomas, 2014).
Y es que, en un principio, por miedo a la censura local, la película no se estrena comercialmente en cines del país asiático, realizándose en su lugar proyecciones privadas para el público interesado, así como para ciertos colectivos como historiadores, periodistas o agencias de derechos humanos (Reestorff, 2015, p. 14). Sin embargo, durante el año de su estreno comercial de forma progresiva se van realizando más y más proyecciones en suelo indonesio. Sesiones con desigual fortuna, como que los organizadores tengan que detener la proyección por la falta de interés de los espectadores, yéndose estos directamente de la sala, o que la obra sea malinterpretada como una desmedida celebración de los asesinos (Heryanto, 2014, p. 165).
Gestos estos que reflejan un cierto rechazo al pasado y se ejemplifican en el terror todavía latente en la sociedad, transmutado en el silencio con el que se encuentran Oppenheimer y Cynn cuando ruedan su primera película en Indonesia. Preguntas para las que no hay respuesta. El documental sobre las víctimas del genocidio se descubre como imposible por el silencio generalizado de estas y por los continuos arrestos y registros que los cineastas y su equipo sufren cada vez que intentan realizar las entrevistas necesarias (Bradshaw, 2013, p. 38). Estos hechos llevan a la pareja de cineastas, como se ha expuesto antes, a explorar los crímenes acontecidos desde la visión de los perpetradores, más dispuestos a hablar al no haber sufrido persecución o proceso (ni judicial ni social) por sus actos. Conecta así Oppenheimer su película con uno de sus claros referentes:
In Claude Lanzmann’s Shoah (1985), too, the perpetrators are the ones who know what happened. In Shoah, the bystanders only have glimpses, and everybody who provides details about what happened is either a perpetrator or a slave laborer forced to participate in perpetrating the Holocaust. Lanzmann draws a red line around the question of why the perpetrators did what they did. I don’t draw that line. By approaching them as human beings, I try to understand how (Oppenheimer en Lusztig, 2013, p. 52).
El genocidio deja un montón de imágenes ausentes cuya reconstrucción, ante la muerte o el silencio de las víctimas, pasa únicamente por la voluntad de los verdugos. Premisa que puede ser considerada como errónea por dar la voz de forma única y en total libertad a los perpetradores, que de esta manera pueden vanagloriarse de sus actos (Fraser, 2013, p. 21). Así, la palabra va a ser el primer acercamiento a estos: qué hechos cometieron y de qué manera. La evidente diferencia reside en la aproximación, pues mientras que Claude Lanzmann filmaba a los oficiales nazis con una cámara oculta asegurando la protección de la identidad de los sujetos, Oppenheimer puede permitirse una propuesta abierta en la que el sujeto filmado se siente el principal protagonista de la historia. Diferencia de tratamiento provocada por una sociedad que Oppenheimer ejemplifica en la posibilidad de qué hubiera pasado en Europa si los nazis hubieran vencido (Stevens, 2015). Para Oppenheimer el primer paso para la reconstrucción de la memoria reside en el acceso a la palabra de los verdugos.
Posteriormente, todas las imágenes ausentes de la barbarie van a rescatarse a través de la inserción de los sujetos en el contexto del pretérito que se quiere recuperar. Misma técnica que ya utilizó Claude Lanzmann en Shoah con el maquinista del tren o con el peluquero Abraham Bomba y que posteriormente repitió Rithy Panh en su celebrada obra sobre el centro de detención de Tuol Sleng: S-21: la máquina roja de matar. El cineasta camboyano aseguraba al propio Oppenheimer poder recuperar mediante un juego de repetición teatral, que denomina memoria del cuerpo, acciones repetidas día tras día que terminan grabándose en la memoria (Oppenheimer, 2012, p. 245). Diana Taylor (2003) define este concepto como embodied memory. «Reaparecían los reflejos y pude ver lo que sucedió realmente. O lo que era imposible. El exterminio apareció en su método y en su verdad» (Panh, 2013, p. 80).
Imagen 1. Fotograma de The Act of Killing
Estas recreaciones son el punto principal en torno al que se articula el ejercicio de memoria de Oppenheimer, consistente en un rescate en el presente de la acción traumática del pasado por parte de los perpetradores que se acerca al concepto que fija LaCapra, siguiendo a Freud, como acting out:
En el acting out, los tiempos hacen implosión, como si uno estuviera de nuevo en el pasado viviendo otra vez la escena traumática. Cualquier dualidad (o doble inscripción) del tiempo (pasado y presente, o futuro) se derrumba en la experiencia o solo produce aporías y dobles vínculos (LaCapra, 2005, p. 46).
Para Bill Nichols, las reconstrucciones no llegan sin embargo a escapar a una esencia de invención basada en la puesta en escena: «El nexo sigue estando entre la imagen y algo que ocurrió frente a la cámara, pero lo que ocurrió, ocurrió para la cámara. Tiene el estatus de un suceso imaginario, por muy firmemente basado que esté en un hecho histórico» (Nichols, 1997, p. 52). Gómez, en cambio, señala como «la verdad de un documental es fruto de la recreación y no de su capacidad para reflejar la realidad» (Gómez, 2015, p. 317). Tratando de ir más allá de esta oposición, es posible señalar cómo el artificio de Oppenheimer busca retratar sujetos en contextos olvidados, rescatando de esta forma tanto personalidades como procederes, la puesta en escena resulta por lo tanto necesaria para construir, y en este sentido, es necesaria una cierta ficcionalización para extraer la verdad documental.
El ejercicio de la reconstrucción de las imágenes inexistentes va a pasar por lo tanto por una creación en el ahora basada en el recuerdo de los hechos traumáticos del pasado. Y es que, de nuevo siguiendo a Lacapra (2005, p. 79), cabe señalar que la de «víctima» no puede nunca clasificarse como una categoría psicológica, sino social, política e incluso ética. Dicho esto, no todos los sujetos que son traumatizados por un evento determinado pueden considerarse víctimas de este. A pesar de ello, la mayoría de los estudios sobre trauma se han centrado en torno a la figura de las víctimas, «with scholars only rarely suggesting that those who commit horrific crimes may experience trauma as a result» (Mohamed, 2015, p. 1164). En este sentido, un posicionamiento sobre el trauma del perpetrador como el que realiza Oppenheimer supone la ejemplificación de un fenómeno más bien reciente (Morag, 2012, p. 96). De ahí que desde la cámara Oppenheimer pueda desarrollar una ética propia, que se acerca o aleja de su sujeto filmado según empatice con su discurso o lo rechace, además de cuestionarlo en determinados momentos. La presencia de Oppenheimer fuera de plano se convierte en una suerte de conductor que retrata y toma parte activa en la representación que tiene lugar frente a él.
Y es que, ante la ausencia de víctimas dispuestas a testificar, la visión de los perpetradores es la única vía de acceso al pasado. No obstante, cabe señalar que este hecho no implica que el testimonio del perpetrador, sujeto también traumatizado, sea fácilmente accesible: «There is a fear of judgment by other people, which would be more intense when the trauma arose from killing than it would be when one was a helpless victim of the trauma» (MacNair, 2007, p. 156-157). En relación con esta idea es posible mencionar procesos judiciales como los Juicios de Núremberg o Tribunal para el genocidio camboyano, casos en los que la reconstrucción de los hechos del pasado se fundamentaba forzosamente, y en ocasiones de forma exclusiva, en el discurso de los perpetradores como testigos privilegiados. En este sentido, investigaciones sobre la figura de estos tratan de reconstruir la historia además de plantear interrogantes sobre el origen de la maldad a fin de evitar que actos semejantes puedan volver a repetirse. El trauma de los hechos del pasado da paso a una radiografía completa de los individuos que indaga en sus deseos y motivaciones.
En este sentido, The Act of Killing puede inscribirse dentro de la categoría de documental de perpetradores, caracterizada por un conjunto de «documentales que focalizan la figura del perpetrador al tiempo que desenmarañan el eterno enigma de cómo gentes corrientes se convierten en perpetradores» (Morag 2015, 97). El objetivo no es otro que desmontar el cliché respecto a la figura del verdugo: «perpetrators are not the psychopaths of much popular culture […] [t]hey learn to commit atrocities and come to accept them as either the byproduct of a broader, legitimate task […] or as the fulfilment of their dedication and belief» (Nichols, 2014, p. 82). Se trata, en otras palabras, de terminar con el maniqueísmo habitual que recibe la categoría del perpetrador para ir hacia una idea más compleja. La cercanía de Oppenheimer, que propone además a su protagonista una transfiguración en distintos clichés cinematográficos, parece querer romper ideas preconcebidas a la vez que constituir un sujeto poliédrico nunca antes retratado.
De esta forma, Oppenheimer va a desplegar todo un conjunto de recursos cinematográficos que tratan de crear un espectro memorístico más intenso y original que el que proporciona el relato oral a través de estrategias que unen acciones teatrales, discursos y vestigios físicos del pasado (Ferrer y Sánchez-Biosca, 2019, p. 49). Los cineastas tejen la narrativa del film en torno a su protagonista absoluto, el antiguo paramilitar Anwar Congo, uno de los perpetradores de la ciudad de Medan, situada en la isla de Sumatra. La propuesta consiste en un doble ejercicio: en primer lugar, con la excusa de realizar una película sobre las matanzas, Congo y sus compañeros se convierten en los artistas encargados de este ejercicio de metacine, creando en el presente una composición cinematográfica basada en sus memorias sobre lo acontecido. Todo ello mientras la cámara captura no únicamente el resultado de estas fabulaciones, sino también cómo se posicionan los sujetos en este proceso de elaboración del film y cómo van sacando adelante la película. No obstante, a pesar del enorme poder que tienen los gánsteres para con la obra que están produciendo (debido la libertad artística que los directores les otorgan), esta nunca está completamente en sus manos. Y es que el montaje, como proceso final de la obra que es capaz de resignificar el material, les corresponde a los cineastas, que de esta forma tienen el poder de configurar el metraje a su antojo.
Más allá de esto, la película se centra en la cotidianeidad buscando crear un retrato del día a día en la vida de los perpetradores. Así, se muestran toda una serie de momentos fuera de la producción de la película: reuniones con antiguos líderes paramilitares, recogida de premios simbólicos, charlas entre colegas o entrevistas de televisión. Se crea una representación que tiene la voluntad de ir más allá del acto genocida para mostrar las consecuencias aún palpables en la realidad indonesia de hoy en día. Precisamente porque el film pone el énfasis en el legado de la Nueva Orden, en vez de en las fricciones postautoritarias, no se capturan ciertos matices de la tensión vigente (Paramaditha, 2013, p. 45). En este sentido, no interesa tanto el pasado como las secuelas de este, lo que implica descartar la investigación y posterior utilización de las escasas imágenes de archivo supervivientes.
A pesar de que a lo largo del metraje el trauma de Congo para con los actos que ha cometido es más o menos evidente, la principal ejemplificación del trauma del perpetrador se presenta en la última escena de la película. Esta secuencia supone una reinterpretación de una de las escenas iniciales, aquella que tenía lugar en la azotea de un comercio en la que Congo enseñaba por primera vez a cámara cómo ejecutaba antaño los estrangulamientos con un alambre. Esta vez, la secuencia no llega a plantear la recreación de imágenes para la cámara como en la primera ocasión, quedando en su lugar definida únicamente en el testimonio de Congo. Testimonio que evidentemente mantiene el mismo discurso que al comienzo del film, pero al que se suma ahora una suerte de consciencia adquirida frente a las imágenes creadas del sufrimiento causado, y, por ende, esta confrontación personal con los actos perpetrados.
El planteamiento de Oppenheimer es dar un mayor espacio a Congo del que le dio en la primera visita a la azotea. Esta separación no solamente se percibe en la mayor distancia del sujeto a cámara, sino también en detalles como que Congo ya no sube las escaleras acompañado, ni por su amigo ni por la cámara, o en el hecho de que a pesar de las repetidas ganas de vomitar que muestra, Oppenheimer no se preocupe por su estado de salud (al contrario que en puntos anteriores del metraje). El planteamiento de la escena por parte del cineasta no busca tanto recoger de nuevo el testimonio como capturar las emociones que el proceso crítico de confrontación está provocando en el personaje. La distancia de filmación que mantiene Oppenheimer vuelve a plasmarse también como distancia ética, respetando por ejemplo el espacio que el sujeto adopta cuando empieza a encontrarse mal.
Imagen 2. Fotograma de The Act of Killing
Más allá de las polémicas acerca de la ficcionalización de esta secuencia –que puede ser interpretada como una continuación de las ideas cinéfilas anteriores de Congo sobre «how a movie should end, with the hero showing his vulnerable side and winning some measure of sympathy from an incredulous audience» (Nichols, 2013, p. 27)– resulta complicado dudar de la existencia de una puesta en escena. Congo camina hacia el espacio de la muerte, para volver después a sentarse junto a los materiales del asesinato: alambre, barra y saco, todos cuidadosamente preparados. La parálisis del verdugo sin embargo le permite poco más que mencionar su utilidad como herramientas de la muerte. Si la primera escena grabada en la azotea era descalificada posteriormente por el propio Congo debido a ciertos detalles como su vestimenta y principalmente a su actitud, recordemos que con un ánimo afable sonreía sin problema a cámara, este segundo intento fracasa antes de ponerse en marcha. Y es que Congo apenas puede sostener los instrumentos en la mano. La reconstrucción de una última escena que recree los actos del pasado se antoja, pues, imposible ante la presencia viva del trauma. La imagen ausente no se recrea finalmente tal y como el verdugo la recuerda. La escena funciona como demostración de que los «perpetrators can experience their crimes as trauma– that is, that commission of the crime itself causes a psychological injury to the perpetrator, which can result in particular adverse physical, social, or emotional consequences» (Mohamed, 2015, p. 1162).
Por todo ello, esta secuencia puede verse también como esa en la que se destruye definitivamente la máscara que Congo ha elaborado de sí mismo como personaje. Siguiendo a Oppenheimer:
On the one hand, the mask is speaking in glorious terms about what he did. But when it slips you also start to see how the mask is functioning in the person’s life and maybe therefore you [the journalist] should pursue that crack. It’s an opportunity to see how the mask is functioning in society (Oppenheimer en Roosa, 2014, p. 420).
En este sentido, el final de la película refleja la victoria del cineasta a la hora de desenmascarar el discurso oficial que Congo personificaba al principio del film. El proceso de la película concluye de esta forma con la transformación del personaje protagonista, que llega a un punto de no retorno habiendo superado las contradicciones que se han manifestado a lo largo del metraje. Frente al gesto del grito que cineastas relacionados con la memoria y el genocidio como Albertina Carri o Rithy Panh elaboran como resultante del encuentro con su trauma, la parálisis de Congo refleja la consciencia del horror cometido sin ofrecer gesto empático alguno. El grito de ansiedad y rabia de la víctima se confronta a la inmovilidad del perpetrador ante la constatación del sufrimiento provocado con sus actos.
Por último, cabe mencionar el plano de Congo bajando las escaleras lentamente para detenerse en el rellano. Este plano se encuentra ausente en la versión comercial del film, que muestra en su lugar un plano de la tienda por la que se accede a la azotea desierta y a Congo abandonando con pasos lentos el edificio. En esta huida literal de la cámara el personaje deja atrás el trabajo iniciado junto a Oppenheimer para abrirse a un doloroso proceso de confrontación con el traumático pasado; Congo desaparece como un fantasma. En cambio, el montaje de la versión del director finaliza con Congo congelado en el rellano de la escalera. Detención que refleja la inacción a la que le termina llevando finalmente la confrontación con los hechos que ha cometido.
No hay escapatoria para Congo. Un final sin duda mucho más agrio y que tan solo parece apuntar en la dirección del refugio en la fantasía. Un corte nos devuelve a uno de los escenarios más emblemáticos del film: el paraíso ficticio de Congo retratado según su voluntad. Él, elegantemente vestido, bailando con una mujer que es a la vez su mejor amigo, y todo ello en sintonía con la danza de un grupo de bailarinas. Una escena poblada por artefactos que son «poetic embodiments about what the whole film is about. Mainly we get lost in our fantasies; just this destructive effect» (Oppenheimer en Goldberg, 2014). En este sentido, estas escenas, lejos de ser una muestra del estiramiento moral o incluso de la ausencia de comprensión moral tal y como señalan Winston, Vanstone y Chi (2017), parecen tener una clara función narrativa para expresar el orden mental del protagonista. De esta forma, tras plantear la huida de Congo, la película se cierra con la ensoñación sustitutiva, que queda como representación de lo irreal suspendida en el tiempo ante el silencio que provoca la confrontación con el horror.
Imagen 3. Fotograma de The Act of Killing
4. Construcciones de memoria y fantasía
Con la excusa de reconstruir los crímenes que cometieron, The Act of Killing propone a los perpetradores la construcción de una película cuyo making of es filmado por Oppenheimer cámara en mano. De esta forma, las imágenes de la película se configuran en una triple categorización: imágenes de las recreaciones que crean los verdugos como parte de la ficción que construyen basada en sus memorias, las imágenes que capta Oppenheimer de este proceso de producción, y las confesiones realizadas para la cámara que, como en la última escena de la película, se relacionan igualmente con los crímenes perpetrados.
En la primera parte de la película, una secuencia nocturna nos muestra un encuentro de Congo y su amigo Koto, vestidos para la ocasión a la manera de gánsteres de cine hollywoodiense: americana, camisa a rayas o a cuadros, y tirantes. Con esta puesta en escena va a continuar este cine del testimonio tratando de imbricar fondo y forma –la estética del plano, los personajes en una escena nocturna vestidos de gánster, la iluminación basada en claroscuros–con el contenido de este: declaraciones sobre qué suponía ser un gánster en la Indonesia de Suharto. Se recupera así una realidad después del genocidio en la que los perpetradores se vuelven mano de obra para la violencia, convirtiéndose en criminales profesionales con relaciones con los militares y el Estado (Zylberman, 2016, p. 161). De ésta forma, los cineastas conciben un marco que funciona como «a fantasy real where perpetrators can confess to their crimes without restraints or fear of punishment, but which nonetheless retains the evidentiary weight of the audiovisual medium» (Nagib, 2016, p. 219). En línea con esta idea, es posible concebir The Act of Killing como una trampa cinematográfica que apresa valiosos testimonios a través del aparentemente inocente juego frente a la cámara.
Lo interesante de esta propuesta es que antecede buena parte de testimonios que se van a mostrar posteriormente, en los que los personajes conversan caracterizados de diversas formas. La diferencia aquí es que el uso del disfraz no está motivado por la película que están filmando, sino por una demanda del propio Oppenheimer para con su documental: mostrar al gánster hablando de su vida criminal vestido como alguno de los iconos cinematográficos a los que quería emular. De esta forma, el orgullo con el que hablan del pasado es acompañado por la admiración que supone para los dos hombres vestirse como algunos de sus ídolos. Además, estas vestimentas parecen funcionar como elementos a través de los que contextualizar la acción. Congo habla de cómo el deseo de comprar buena ropa motivaba buena parte de los delitos que cometían. Con vestimenta que consideran elegante y situados frente al antiguo cine en el que Congo trabajaba, se recrea el contexto en el que los personajes dan testimonio sobre el pasado basándose en elementos que recrean y les recuerdan aquella época (aunque el cine ya no exista y la ropa no sea la misma que llevaban en aquel entonces). Se rescatan recuerdos mediante asociaciones materiales.
El relato pasa así de planos medios estáticos a otros más abiertos en donde los personajes hablan a cámara mientras caminan. Congo reconstruye imágenes con su palabra y la cámara sigue sus movimientos. Menciona así las películas de Elvis al tiempo que se compone un plano general que bien podría ser de una película musical, con los dos hombres, mostrados de cuerpo entero, andando hacia el objetivo. Llegan posteriormente a una antigua oficina en la que asesinaban y Congo presenta una alegre versión de una tortura debido al buen humor que le producía la música del cine. El mencionado motivo musical justifica el corte que nos lleva a una escena de bar en la que Congo, Koto y más compañeros cantan una versión de Cotton Fields de Leadbelly.
Imagen 4. Fotograma de The Act of Killing
Más adelante en el metraje, la introducción de la voz en off de Congo refiriendo a la pasión de las películas americanas en su juventud introduce al personaje vestido de cowboy de tintes mexicanos. Congo confiesa entonces la influencia de las películas de gánsteres en sus asesinatos, «descubría formas estupendas de matar». Sin embargo, a pesar de esta violencia narrada, las imágenes apuntan al camino de lo cómico, con el antiguo verdugo intentando dominar un caballo, aprendiendo a hacer trucos de lazo cowboy, o su compañero travestido como una bailarina de cabaret del Oeste norteamericano. Imágenes que no son contextualizadas ni por el propio Oppenheimer ni por los personajes más allá de sus proclamas sobre su afición por este tipo de cine. De esta manera, los disfraces del Oeste adquieren la misma función que los de los mafiosos que se mostraron anteriormente.
La novedad aquí estriba en que la creación de imágenes ausentes del genocidio va a emplazarse en este contexto. Congo –que admite haber tenido la idea de estrangular con un alambre después de verlo en una película– vuelve a reinsertar en la ficción convencional, en este caso del western, un acto que ha desarrollado durante buena parte de su vida. La imagen que se crea recupera la imagen ausente del estrangulamiento, pero a la vez adquiere un matiz único debido al carácter personal (la admiración de las películas del Oeste por parte de Congo), y al emplazamiento (elefantes que pastan en mitad de la selva). Se compone de esta manera un collage que a pesar de reconstruir un momento traumático para el protagonista adquiere un tono ridículo. Como el hecho de que el vaquero hable con su víctima del método de matar comunistas. El sentido de la comicidad, eminentemente negra, es reforzado en una escena posterior que vuelve a registrar un momento de descanso del rodaje. La diferencia aquí reside en que el nivel de las conversaciones que los perpetradores mostraban en los tiempos muertos en el estudio, hablando de la culpa, del perdón o de las consecuencias de la película, es sustituido por la banalidad de una discusión sobre el color de la ropa. A Koto, con rulos en la cabeza, no le gusta su camisa amarilla, mientras que Congo está muy contento con la suya roja. «¿Cómo sabes que te queda bien el rojo?», pregunta el primero, «Sé lo que me sienta bien, porque soy un artista» responde Congo con seguridad antes de negar idéntico estatus a su compañero. De esta forma, las filmaciones de Oppenheimer contribuyen a relajar la tensión traumática y a incluir juegos cómicos que frivolizan con los modos de representación. Podemos hablar de un humor negro en torno al genocidio que se basa en la misma frivolización que tienen los perpetradores con respecto a los actos que cometieron.
En este sentido de reinterpretación a través de la fantasía y el juego cinematográfico, se insertan a lo largo del metraje escenas propias de la película de los perpetradores que tratan de reflejar una visión personal y propia del paraíso. Descendiendo un plano desde la cascada, las imágenes muestran a Congo, vestido de negro, y a Koto, travestido, realizando una coreografía rodeados de bailarinas mientras suena el tema principal de la película británica Born Free (1966). Imágenes que representan la visión que tiene Congo del cielo, fundamento estético que provoca un etalonaje saturado y un efecto de brillo nebuloso añadido en postproducción. Dos antiguas víctimas de Congo se quitan el collar de alambre con el que han sido asesinadas antes de otorgarle una medalla de oro: «Por ejecutarme y enviarme al paraíso. Te doy mil veces gracias por todo». Medalla que puede ser asociada con aquella que Koto dijo colgarle en la escena de su ejecución.
Imagen 5. Fotograma de The Act of Killing
La escena se introduce en un plano posterior dentro del televisor de Congo, quien nos ofrece en el contraplano su opinión: «Esto es genial Joshua, está muy bien. Nunca imaginé que pudiera hacer algo tan maravilloso». Secuencia de fantasía del propio Congo, que tal y como señala Oppenheimer, se contradice directamente con otra fantasía filmada, esta vez en clave de cine negro, en la que el perpetrador tortura y degüella un osito de peluche (Oppenheimer en Sherwin y Celermajer, 2016, p. 17). Para Homay King, esta construcción fantástica,
a scene of pure wish fulfillment reveals the extreme distortions that the troubled psyche is capable of making in order to protect itself from the fuller understanding that might be facilitated by either more critical distance or more empathetic closeness (King, 2013, p. 34).
No obstante, es posible realizar una lectura mucho más compleja. Y es que, si previamente a su filmación, la escena puede suponer esa fantasía con la que protegerse de la realidad, nada más verla Congo pide a Oppenheimer que le muestre la tan traumática escena de su propia muerte. Podríamos pensar, tal y como ha sido el rodaje, que el personaje no desea revivir dicho momento, y, sin embargo, el antiguo verdugo expresa su deseo de compartir con sus nietos estas imágenes a pesar de las advertencias del cineasta. Supone este gesto un intento de pedagogía, la misma que Congo mostraba enseñando a sus nietos a respetar a los animales con una familia de patos, que sin embargo no llega a materializarse. La espectacularidad inicial de las imágenes da paso al cansancio de los niños, que vuelven a dejar solo a Congo frente a la pantalla.
Congo visualiza entonces la escena, previamente mostrada, en la que, vestido de gánster sufre a manos de su amigo una simulación de estrangulamiento. Al escenificar la escena de una antigua tortura desde el punto de vista de la víctima, Congo parece enfrentarse a su trauma personal, imposible de aprehender en su momento.
Personal trauma is difficult to narrate while it is being lived through. It is formidable, not to say impossible, to grasp the meaning of shocking occurrences as they are experienced. It is typically only after the fact that interpretation and real understanding become possible (Eyerman, 2019, p. 102).
De esta manera, Congo toma finalmente consciencia de los hechos perpetrados, momento que el metraje lleva buscando durante toda la obra (a través de planos cercanos del verdugo durante las recreaciones de las escenas de torturas). Warren Crichlow señala además que «the film’s message about the power of redemption is offered up in Anwar’s belatedly face-to-face encounter with the unavoidable implications of his crimes against others» (Crichlow, 2013, p. 41). Es la mediación con el pasado que ofrece la representación la que permite que el antiguo torturador se enfrente al trauma al ver la recreación de los actos que cometió. El olvido es la fuente de la memoria, señala Bernard-Donals (2009, p. 88) exponiendo la idea de que el contacto directo con el desastre impide un acercamiento al mismo, que debe por lo tanto ser recuperado más adelante.
5. Conclusiones
Como conclusiones de este análisis cabe señalar una serie de ideas. Debido a las circunstancias políticas de Indonesia, la voluntad de The Act of Killing es dar el testimonio a los perpetradores para que, con la excusa de crear una película, sean estos los que recreen las imágenes ausentes del genocidio ante el silencio de las víctimas, dada la posición de poder de la que todavía gozan los primeros. Oppenheimer, Christine Cynn y Anonymous desarrollan de esta forma un dispositivo que se divide en tres: por un lado, las imágenes de las propias recreaciones como producto cinematográfico de ficción desarrollado por los verdugos; por el otro, la documentación de dicha ficción que funciona como un making-of tradicional, incluyendo testimonios de detrás de las cámaras así como imágenes del proceso de rodaje; por último, se encuentran las confesiones realizadas para la cámara, las cuales comprenden tanto testimonios de crímenes perpetrados como la recreación de los mismos. Estos últimos gestos se emparentan con una cierta idea de pervivencia criminal en el presente mostrada por algunas imágenes, como las de la extorsión a comerciantes chinos.
Es necesario destacar que este proceso de recreación de las imágenes inexistentes del genocidio supone también una reinterpretación fantasiosa por parte de los perpetradores. La mediación que los perpetradores tienen sobre el material que recrean es tan poderosa que las imágenes no obedecen más que a su, presumiblemente arbitraria, imaginación. Así, la obra se alimenta, tanto en las imágenes de la película de estos como en las confesiones realizadas a la cámara de Oppenheimer, de diversos referentes del séptimo arte como el western o el cine negro. De esta forma, los crímenes se recontextualizan, banalizándose como parte de un producto audiovisual que tiene la violencia como parte de sus ingredientes. Igualmente, dentro de estas fantasías cabe destacar los números musicales que juegan con el erotismo femenino (tanto de bailarinas como con el travestismo de un verdugo) para relocalizar a los antiguos perpetradores como exitosos personajes cuyas hazañas hay que celebrar, al igual que la propia película que producen supone una celebración de sus actos.
Así las imágenes violentas, al ser resignificadas dentro de los códigos del séptimo arte, pierden su componente traumático volviéndose banales, cómicas y hasta grotescas generándose una suerte de humor negro del genocidio que es imprimido por los protagonistas. Sin embargo, el proceso de elaboración del film de los perpetradores termina por configurarse, para el personaje principal Anwar Congo, como una toma de posición crítica respecto a los actos cometidos. Esta progresión se produce en parte a través de las distintas intervenciones que el perpetrador tiene con su interlocutor principal, el propio Oppenheimer, quien, dependiendo del momento, interviene cuestionando las palabras de Congo y de sus amigos o guarda silencio marcando una distancia desde la que se limita a filmar a sus sujetos.
La película finaliza con el descubrimiento del trauma del personaje protagonista, momento en el que la narración es interrumpida. La obra concluye de esta forma su particular retrato del perpetrador, que avanza por el metraje siguiendo un arco narrativo que va desde la falta absoluta de arrepentimiento y cuestionamiento hasta el dolor y las posibilidades de abrirse a una futura redención. The Act of Killing pasa así de poder ser una reconstrucción documental sobre los castigos infringidos por los torturadores a sus víctimas a convertirse en un espectáculo audiovisual en torno a un verdugo y a la evolución de su concepción sobre el horror. El film termina oponiendo la realidad documental de la repentina toma de conciencia a las idílicas fantasías musicales que el séptimo arte es capaz de producir como veleidades sobre recuerdos traumáticos. El peligro por lo tanto resta en que, dado el desconocimiento de este genocidio por parte de buena parte del público occidental, el discurso de la obra sea interpretado como un relato único de la catástrofe.
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