ISSN electrónico: 2172-9077

DOI: https://doi.org/10.14201/fjc2019192548

DE LA CAJA DE HERRAMIENTAS A LA POÉTICA DEL PALIMPSESTO: EL CINE EN EL HACER DE LAS ARTES EN MÉXICO

From Toolbox to Palimpsest: Cinema in Mexican Art Practices

Dr. Miguel ERRAZU

Investigador independiente, México

E-mail: errazu@gmail.com

image.png https://orcid.org/0000-0002-8768-1456

Dra. María Luisa ORTEGA

Profesora Titular. Universidad Autónoma de Madrid, España

E-mail: luisa.ortega@uam.es

image.png https://orcid.org/0000-0002-6801-7306

Fecha de recepción del artículo: 01/09/2019

Fecha de aceptación definitiva: 23/10/2019

Resumen

El artículo propone un análisis de las diversas formas en las que el cine ha operado en las prácticas y los imaginarios del arte contemporáneo en México desde la década de 1930 hasta el siglo XXI. Plantea, en primer lugar, una revisión teórica de la perspectiva intermedial y otros marcos para el estudio de las interacciones entre el cine y las artes, identificando focos que permiten iluminar la especificidad de nuestros estudios de caso. Después, el artículo se centra en cuatro casos: las intermediaciones de la fotografía y el cine en los murales de Siqueiros; el modo en que el (tercer) cine se convierte en modelo para las prácticas artísticas revolucionarias en torno al 68; las mediaciones de lo cinematográfico en la obra de Mario García Torres y Carlos Amorales; y la fagocitación medial y la reactivación de tradiciones fílmicas y artísticas en la esfera pública practicada por ciertos proyectos multidisciplinares de los últimos años.

Palabras clave: Intermedialidad; Muralismo; Collage; Tercer cine; Archivo; Cine mexicano.

Abstract

This paper sets out an analysis of the varying forms in which cinema has intervened in the practices and imaginaries of contemporary art in Mexico, from the 1930s to the second decade of the XX’s Century. First, we draw a theoretical review of intermediality and other useful methodological frameworks for the study of the interactions between cinema and the other arts. In this way, we seek to identify nodal points from which to understand the specificity of our case studies. Then, we focus on four different cases: the intermediations of photography and cinema in Siqueiros’ muralism; the ways in which (third) cinema became a model for revolutionary artistic practices in the aftermath of the Mexican Student Movement of 1968; the cinematic mediations in the work of Mexican contemporary artists Mario García Torres and Carlos Amorales; and contemporary projects associated with the reactivation of filmic and artistic traditions in the public sphere, as can be seen in a series of multidisciplinary works.

Key words: Intermediality; Muralism; Collage; Third Cinema; Archive; Mexican Cinema.

1. Introducción

El presente artículo propone un análisis cartográfico de las diferentes dinámicas de interacción entre el cine y las artes plásticas, visuales y conceptuales identificadas en cuatro momentos de la historia de México en los siglos XX y el XXI. Nuestro trabajo asume la relevancia que la perspectiva intermedial adquiere en el estudio de prácticas artísticas y culturales que se sitúan en el desplazamiento o en los márgenes de las disciplinas creativas (médium), reconocibles como prácticas sociales y espacios simbólicos/semióticos y cuya identidad, conformada por tradiciones, se asocia a ciertos materiales o soportes expresivos (Prieto, 2017).

En Raymond Williams (1977) encontraríamos un antecedente de esta conceptualización del médium en tanto «práctica social material». Como sintetizara W. J. T. Mitchell, la aproximación de Williams implicaba desplazar la cuestión de la esencia del medio, dictada por la materialidad del soporte o la técnica, para implicar las destrezas, hábitos, espacios sociales, instituciones y mercados en los que tendrían lugar en tanto prácticas sociales, que se sumarían a la condición de los medios como operadores simbólicos o semióticos (Mitchell, 2015: 129-130). Por ello, en el modo de hacer de los enfoques intermediales, las prácticas y su estudio visibilizarían las especificidades asumidas respecto al medio en determinados contextos sociales, políticos o artísticos; y los desplazamientos entre medios podrían analizarse en tanto ejercicios sobre la materia, los signos o las disposiciones institucionales asociadas a los mismos (Prieto, 2017).

Ahora, cualquier estudio que atienda a lo intermedial tomando como uno de sus polos el cine se enfrenta a los debates que, al menos desde la década de 1920, discuten su identidad, privilegiando unos u otros de los elementos señalados más arriba (materialidad, lenguaje, institución social, etc.). Si el otro polo de interacción a considerar es el arte contemporáneo, las dificultades no son menores, ya que su propia conformación institucional en el siglo XX estaría determinada, asimismo, por las discusiones sobre su propia especificidad (o impureza) como medio: de las rupturas de las primeras vanguardias a su devenir más reciente hacia lo que Rosalind Krauss denominó era post-medial (Krauss, 1999), que arrancaría con las nuevas vanguardias de los sesenta. De hecho, fue en este último contexto en el que Dick Higgins acuñaría el término «intermedia» para caracterizar las cualidades de ciertas obras del periodo, aunque en los años ochenta lo desligaría de este uso inicial para dotarlo de un potencial heurístico y teórico transhistórico (Higgins, 1966/2001)1.

En el debate sobre la especificidad del cine han planeado, en primer lugar, las discusiones sobre la pureza o la mixtura de sus elementos expresivos en relación con los de las otras disciplinas o artes; en segundo lugar, las conocidas dicotomías arte vs industria y entretenimiento vs experiencia estética, asociadas a una constelación de disposiciones institucionales y semio-estéticas que adquieren en ocasiones concreción en las diferentes tradiciones que conviven bajo la denominación «cine» (cine comercial y popular, experimental, de autor, político-militante, etc.); y, finalmente, las discusiones que atañen a su condición como medio material y técnico de producción, reproducción y exhibición. Desde las teorías del aparato y el dispositivo de los años sesenta, esta última dimensión es indisociable de las relaciones que el medio técnico articula entre sujetos y objetos, que van desde las constricciones ideológicas a las disposiciones espaciales de los públicos. Desde estas lógicas relacionales, el médium cinematográfico habría venido a definirse como «black box» (proyección del film en una sala oscura sobre gran pantalla y los espectadores sentados frente a ella en silencio), cuya especificidad entraría en una relación diferencial no solo con el paradigmático espacio del arte –el «white cube»– conformado por un publico ubicuo y en movimiento, sino también respecto a otros modos de experiencia de la imagen en movimiento en la era multipantalla resultante de la revolución digital.

Decía Krauss (1999) que el ‘portapack’ mató al American Independent Cinema y declaró la obsolescencia del film, mientras abría una nueva era en el mundo del arte contemporáneo, ligada al advenimiento del vídeo. Éste marcaría el fin de cierto cine experimental asociado a las neovanguardias de la segunda mitad del siglo XX, que había reflexionado, diríamos intramedialmente y con una clara vocación modernista, sobre la idea y la ontología del cine a partir de sus propiedades inherentes, tanto sensibles como inteligibles –aspecto, éste último, que tendrá su propia línea de fuga en lo que autores como Jonathan Walley han denominado ‘paracinema’ (Collado, 2012)–. Pero la obra de Marcel Broodthaers, que Krauss analizaba en su texto sobre la condición postmedia, abría una línea decididamente intermedial que enfatizaba la «heterogeneidad constitutiva» del cine: los nuevos órdenes técnicos permitían pensarlo como un medio del pasado y revisitarlo, en su diferencia y especificidad, a través de dispositivos propios del arte contemporáneo, como la instalación.

Esta tendencia a evocar, redimir o deconstruir el cine como medio y dispositivo se intensificará a partir de los años noventa cuando se invoque, desde diferentes escenarios y con sentidos diversos, «la muerte del cine». La percepción de esta defunción desencadenó la proliferación de prácticas artísticas en el museo y la galería que han sido estudiadas tanto desde la historia de las cambiantes relaciones entre ambas instituciones2, como desde las nuevas formas de producción en la cultura visual y las artes contemporáneas basadas en la apropiación (Bourriaud, 2007). Además, este movimiento de atracción de los artistas por la condición medial del cine se dio en paralelo a la irrupción, en los espacios tradicionales del arte contemporáneo, de un señero grupo de cineastas (Jean Luc Godard, Chantal Akerman, Apichatpong Weerasethakul, Peter Greenaway, etc.). Ambos impulsos definieron así los contornos de una mutación sintomática en las relaciones entre la institución cine y la institución arte, que en muchas ocasiones constituyó el tema mismo de los proyectos para galería (Quintana, 2008; Weinrichter, 2010). Para pensar estos escenarios, teóricos como Philippe Dubois (2010) han desarrollado los presupuestos integradores implícitos en el concepto de cine expandido popularizado por Gene Youngblood, asignando al cine (más allá de sus útiles técnicos y sus usos sociales y culturales) la producción de un «imaginario de la imagen» respecto al cual pueden pensarse los otros tipos de imágenes contemporáneas, incluidas las que circulan y son legitimadas en la institución arte. Este «film centrismo», que se encuentra en autores de filiación e intereses dispares (Lipovetsky & Serroy, 2009; Rodowick, 2007), ha sido contestado desde los estudios de cine y arte expandidos que han propuesto arqueologías alternativas de la imagen proyectada y expuesta para entender la ubicuidad de las experiencias audiovisuales del presente (Bovier & Mey, 2014 y 2015), en línea con el trabajo seminal de Raymond Bellour sobre los diferentes «pasajes» de la imagen y su concepto de entre-image.

Menos abordadas de manera integrada por la literatura contemporánea, y de especial importancia para este trabajo, se hayan otras interacciones, tensiones o paradojas derivadas de la mirada cruzada entre ambos medios. La primera de ellas, el papel que los centros y museos de arte contemporáneo han desempeñado en el impulso de proyectos relativos al rescate, restauración, actualización y difusión de acervos patrimoniales, y a las historias y las memorias del medio cinematográfico, labores todas ellas en principio propias de filmotecas y archivos. En este aliento convergen diversas tendencias de museologización del cine con la arqueología de los medios activada desde los discursos y prácticas del arte contemporáneo. La segunda, las relecturas del archivo cinematográfico y los ejercicios de apropiación practicados en el seno del audiovisual, pero intermediadas por el video y las tecnologías digitales, que dan lugar a una diversidad de obras que viajan con facilidad entre la caja negra de salas alternativas y festivales, la caja negra integrada en el centro de arte, el cubo blanco (bajo formas instalativas o monocanal) y la red. Una tercera vendría asociada a los movimientos populares y ciudadanos que emergieron como respuestas locales en diferentes ámbitos de la geografía global y que detonaron una renovada reflexión sobre las relaciones entre arte, política y esfera pública. La imagen en movimiento, en todas sus variantes, vendría así a jugar un papel determinante en el terreno de las prácticas relacionales, de corte colaborativo y socialmente comprometidas, que se ubican en las intersecciones entre el activismo, el trabajo social y la tradición de sitio específico, ya sea como mero medio de registro y documentación de acciones y proyectos o como dispositivo central en la configuración de los proyectos artísticos.

Situar adecuadamente estas contaminaciones contemporáneas entre el cine y otras formas de arte basadas en el trabajo situacional y participativo supone repensar la posible definición medial de lo cinematográfico a partir de la tradición de los cines comunitarios, de intervención social y política o del documental etnográfico de los años sesenta y sesenta; en definitiva, desde una tradición alternativa de un «otro cine» (Linares, 1976) –sintagma que, con anterioridad a su utilización por Bellour (2009) para definir la alteridad radical derivada de la expansión formal de pantallas, lenguajes y espacios de proyección, había servido ya para definir el conjunto de los cines militantes– más próxima al concepto de «tercer cine» acuñado por Fernando Solanas y Octavio Getino, si bien en el sentido más abarcador y expandido propuesto por Teshome Gabriel o Paul Willemen. Ello permite pensar las hibridaciones, impurezas y márgenes del cine en términos de encuentros transdisciplinares más que intermediales: espacios de maniobra desde los cuales diferentes prácticas sociales entran en un campo dialógico con otras formas de producción simbólica (Kester, 2004/2011). Las hibridaciones entre el cine y la investigación artística no serían ajenas a los encuentros con la antropología, el psicoanálisis, el urbanismo o el activismo político.

Estas zonas menos exploradas señalan también un punto ciego metodológico y epistémico. El recuento de las tradiciones de las que emerge el cine de artistas suele estar marcado por periodizaciones y movimientos pertenecientes al canon europeo y anglosajón. Así, se han desatendido aquellos procesos de renovación, tanto en las prácticas como en la teoría, desarrollados en el ámbito latinoamericano, y esto a pesar de que la cuestión del lugar de enunciación de las prácticas, pasadas y presentes resulta, en todo caso, determinante.

Ello nos conduce a un último punto en la reformulación de preguntas que conciernen a nuestro trabajo. Ciertos enfoques en la historia y la teoría del arte sustituyeron hace tiempo la pregunta «qué es el arte», por la de «dónde hay arte», como respuesta, entre otros factores, al desplazamiento de prácticas basadas en objetos a prácticas basadas en contextos que las hacen ubicuas (García Canclini, 2010). La reflexión sobre la muerte del cine o el post-cine lleva a una similar certeza entre críticos y teóricos: el cine se halla por doquier y al mismo tiempo en ningún lugar que pareciera serle propio. Este desplazamiento de la pregunta ontológica por la pregunta situacional es otro síntoma del agotamiento de las epistemologías del formalismo modernista que cimentaron buena parte de las discusiones sobre la especificidad medial de cine. Así, cuando la pregunta por el cine se expande a la cuestión del lugar y la especificidad del sitio (site), éste no debe entenderse únicamente como un emplazamiento espacial3, sino como un entramado histórico y discursivo desde donde entrar en diálogo o confrontación con las determinaciones sociales, políticas y económicas que lo conforman (Kwon, 2002). En este sentido, y como sostiene Andrew Uroskie (2015), la relación del cine con el espacio se jugaría en los modos en los que las imágenes toman lugar y tienen lugar, es decir, en las diferentes formas en las que, como práctica social material que opera en un espacio público, el cine contribuye a producir nuevas situaciones y formas de sociabilidad (Doherty, 2004).

Este complejo paisaje teórico y, por ende, metodológico, nos ha decido a transitar por prácticas y periodos diferentes en las páginas que siguen. La atención a diferentes momentos y espacios de producción cultural en México permitirá revelar mutaciones históricas en las que han operado polinizaciones, intercambios y desplazamientos entre las esferas de producción social y simbólica del cine y las artes contemporáneas. Asimismo, también nos permite detectar continuidades y genealogías específicas que, en el caso del campo artístico y cultural mexicano, colocan en un lugar central ese tomar y tener lugar en el espacio público. Al desplazar el acento de lo ontológico a lo situacional planteamos una suerte de expansión conceptual de la intermedialidad, al entender la relación intermedial entre el cine y las artes visuales como una política estética determinada por los efectos que pueda producir sobre el campo social, siempre desde una vocación crítica y transformadora. Sobre estas bases, en nuestro recorrido histórico por las valencias políticas de los usos del cine en las prácticas artísticas mexicanas trazaremos un movimiento que nos lleva de la caja de herramientas al palimpsesto: esto es, de un proyecto de aliento constructivista a una práctica de revisión crítica de la historia y de los espacios institucionales que la producen discursivamente. Los usos del cine en la historia de las prácticas artísticas mexicanas muestran cómo el cine ha operado en México, desde los años treinta a la actualidad, como repositorio de procedimientos y metodologías de investigación de la realidad orientados a expandir las fronteras del arte y ayudar a constituir una esfera (o contraesfera) pública.

2. Intermediaciones y utopías: el arte para las masas de las vanguardias (Siqueiros, Eisenstein, Renau)

Si algo caracterizó a las vanguardias históricas en su conjunto fue su vocación por desestabilizar y subvertir las delimitaciones del arte burgués, incluida su autonomía. Practicaron toda suerte de experimentaciones intermediales (como el collage, el ensamblaje, la apropiación, etc.) que implicaban tanto lo material como lo semiótico, en un contexto marcado por la irrupción y expansión de las nuevas tecnologías de reproducción de la imagen (cine y fotografía), que capitalizarían especialmente dadaístas y surrealistas. De los experimentos de estos últimos con el celuloide y la cámara nacerían prácticas cinematográficas que la tradición posterior insertará tanto en la institución arte como en la del cine experimental, a pesar de contar con lenguajes, espacios de distribución y legitimación diferenciados.

Aunque en México se desarrollaron otros movimientos artísticos de vanguardia, el muralismo fue avasallador (Monsiváis, 2006: 513). Así, en el contexto postrevolucionario mexicano, el muralismo se convirtió en un epítome de vanguardia, entendida en su doble horizonte político y artístico, esto es, como ejercicio de ruptura con el arte burgués que determinaría a su vez su marchamo de arte público de ánimo pedagógico. De manera similar a como ocurriera en la Rusia soviética, las nuevas artes lo eran en tanto su horizonte fuera interpelar a las masas. El muralismo, como arte público y de masas, trasgredía en primera instancia la reclusión espacial de la obra de arte propia tanto de la tradición del fresco como del arte de salones y galerías. Además, transformaba la posición del espectador, que devino ubicuo y en movimiento, en línea con otras operaciones de las vanguardias orientadas a desestabilizar el recogimiento, en términos benjaminianos, reclamado por el arte burgués. Y aunque el muralismo siguiera otorgando una prioridad sensorial a la visión, su dimensión espacial, mediatizada transformativamente por la arquitectura, activaba sinestesias perceptivas en el habitar y el deambular. De todo ello, y de su inclinación pedagógica, derivaría la progresiva tendencia a la construcción (narrativa o discursiva) de escenas y secuencias.

Sobre estas bases, nada sorpresivo resulta el conocido impacto que en la reflexión teórica y la práctica del soviético Sergei Eisenstein tuvo el encuentro con los muralistas mexicanos durante su estancia en el país, en un momento en que confesaba estar menos interesado en el montaje que en el encuadre, en el tableau. En su texto «El cuadrado dinámico» (1931) proponía la invención del montaje vertical dentro del mismo plano (inspirado en Diego Rivera y David Alfaro Siqueiros) que propiciaba la observación activa del espectador frente a la contemplación pasiva a la que abocaba el cuadro horizontal. A la sazón, cuando revisara posteriormente este texto, hablaría de sus films como «murales móviles» pues «yo también trabajo con muros» (Debroise, 2005).

Investigaciones recientes han centrado la atención en Siqueiros, tanto en las influencias recíprocas con el cineasta soviético como en la intermediación en su trabajo de los apartados de producción y reproducción mecánica de la imagen (Debroise, 2005; Jolly, 2008; Uribe, 2016; Gonzales, 2010). Siqueiros y Eisenstein buscaban transformar la pantalla y la pintura, respectivamente, para propiciar una contemplación activa del espectador. Siqueiros había ido más allá del ensamblaje continuo de los frescos tradicionales y los murales de Orozco y Rivera en su mural del Patio Chico en San Ildefonso (1923-1925), al aprovechar la fragmentación de las paredes para yuxtaponer secuencias en un modo parecido a los fotomontajes constructivistas, que implicaban cambios abruptos y no necesarios de escala y la inclusión de elementos metafóricos para unificar diferentes secuencias. En los años treinta, Siqueiros reivindica el uso, en sus procesos de hacer un arte de masas, de elaboración colectiva y de agitación política, de herramientas como el proyector, la cámara fotográfica y cinematográfica, más allá del mero recurso utilitario como lo fuera la cámara oscura en el Renacimiento. Hacía pública y explicita la intermediación o transmediación de la cámara fotografía y la película en su trabajo, no sólo como método de ampliación y proyección del dibujo y el diseño en los muros: las máquinas producían, afirmaba, una nueva visión central en la revolución estético-política, el realismo objetivista, que transformaba definitivamente al pintor (Siqueiros, 1932). En el proceso de elaboración del mural Ejercicio plástico (1933)4, la proyección fotográfica sobre las paredes se movía siguiendo la trayectoria lógica y progresiva del espectador, generando una perspectiva dinámica que identificaba la lente con un ojo humano dinámico.

Los métodos foto-técnicos, articulados teóricamente con la reproducción técnica y la producción de nuevas visualidades revolucionarias, alcanzarán plena expresión en el mural colectivo El retrato de la burguesía (1939-40)5, que dirige Siqueiros tras su participación en la guerra civil española como brigadista, y finaliza el valenciano Josep Renau cuando Siqueiros sea encarcelado en 1940. La obra despliega un montaje de raigambre fotográfica y cinematográfica que posiblemente deba tanto al mexicano como al español, quien, desde principios de la década de los treinta, además de su hacer en el cartel, la ilustración, el diseño y el fotomontaje de inspiración dadaísta, defiende sin ambages el cine como el arte de masas (proletario) del futuro (Renau, 1933). Los dispositivos empleados en sus procesos (cámaras, proyectores) entrañaban fuertes improntas intertextuales, dado que el trabajo foto-técnico de Renau tenía como base fotomontajes en los que ensamblaba recortes de materiales documentales de revistas y negativos fotográficos de su propio archivo, lo que derivaba en escenas con referentes iconográficos reconocibles (incluidos los de la guerra civil española). Para lograr la unidad continua de estilo foto-cinematográfico deseada por Siqueiros, estudiaron las posibles miradas y puntos de vista sucesivos del espectador, como si de una película se tratara, realizando un «análisis del espectador estadístico» a partir de los movimientos concretos de quienes subían la escalera principal que une el primer y el segundo piso del edificio del Sindicato Mexicano de Electricistas (Renau, 1976). Los dispositivos técnicos del cine y la fotografía constituían una caja de herramientas para el muralismo que imbricaba lo político, lo estético y lo simbólico.

Siqueiros decía hacer «plástica fílmica» y Seymor Stern, editor de Experimental Cinema, denominaba a Siqueiros «el Eisenstein de la pintura» (Uribe, 2016: 22). Ambos buscaban explorar y trasgredir las limitaciones de sus medios respectivos compartiendo un común objetivo político-estético. Las reflexiones de ambos, propiciadas por estas polinizaciones intermediales, anticipan ciertos debates contemporáneos respecto al efecto de inmovilidad de la imagen por la movilidad del espectador en contraposición con el espectador inmóvil ante la imagen en movimiento, y constituyeron, en todo caso, un jalón significativo en la arqueología teórica de la imagen expuesta/proyectada.

En los mismos y cruciales años treinta, la experimentación con el medio cinematográfico de artistas mexicanos de diferente filiación disciplinar (pintura, grabado, fotografía, teatro, etc.) abrirá una larga y zigzagueante tradición de cine experimental, «avasallada» en el imaginario popular e historiográfico por la edad de oro del cine mexicano, pero que ha comenzado a ser estudiada y reconstruida (González & Lerner, 1998; Mantecón 2012). Algunos puntos del devenir de sus prácticas y el papel de los espacios intermediales que éstas generaron serán abordados en el próximo epígrafe.

3. Organizar el pesimismo tras el 68: el cine como modelo para una práctica cultural revolucionaria

El campo cultural mexicano de comienzos de los años sesenta estuvo marcado por un agotamiento definitivo, a un tiempo creativo e institucional, tanto de la escuela mexicana de pintura como de su industria cinematográfica, que se encontraba ya a una distancia irrecuperable de su época de oro. En este contexto, algunos tímidos movimientos avanzaron momentos de apertura y exploración de otros modos de hacer, tanto en las artes como en el cine: del impulso individualista y liberal liderado por los artistas de la denominada generación de la ruptura (José Luis Cuevas, Manuel Felguérez, Vicente Rojo, etc.) a los escasos pero fructíferos intentos de oxigenar la industria fílmica con iniciativas como el Primer Concurso de Cine Experimental de 1965 (Ramírez, 2018), del que sobresaldría una de las piezas clave (y podría decirse que única) del cine de vanguardia mexicano de la época: La fórmula secreta (Rubén Gámez, 1965). Sin embargo, no sería hasta el año 1968 que se puso en práctica, bajo el impulso del movimiento estudiantil, una reconfiguración de las relaciones entre política, arte público, cine y experiencias de creación colectiva con una fuerza comparable a –y, en cierto modo, como veremos, continuadora de– la de la vanguardia muralista mexicana.

El movimiento estudiantil del verano de 1968, originado en la Universidad Nacional Autónoma de México a pocos meses de la celebración de las XIX Olimpiadas, propició no solo una activación del campo cultural en relación con la política, sino también una nueva dimensión de la idea misma de un arte público y colectivo. Al quebrar con el vínculo estatal y, por tanto, con la historia de una política cultural de masas institucionalizada, las artes y el cine se reorganizaron alrededor de demandas de independencia, autonomía y autogestión (Revueltas, 2018), en línea con otras experiencias político-sindicales de la década, desarrollando un fuerte acento indisciplinar sobre las condiciones de producción de conocimiento y los modos de organización de la práctica artística.

La producción gráfica estudiantil del movimiento, realizada colectiva y anónimamente en los talleres de la Escuela Nacional de Artes Plásticas (ENAP) y en la Escuela de la Esmeralda, permitió que nuevas generaciones de artistas y estudiantes, organizados en brigadas gráficas, se insertaran en una línea de producción visual continuadora de una larga tradición de colectivos artísticos mexicanos, como el Taller de Gráfica Popular (TGP) (Híjar, 2007). En línea con el trabajo realizado en otras geografías, como el del Atelier Populaire de París durante las revueltas en Francia, la gráfica revolucionaria cubana o la cartelería e ilustración de los movimientos sociales en Estados Unidos, la gráfica mexicana del movimiento, constituida fundamentalmente por volantes, carteles, pegatinas y mantas realizadas a partir de técnicas como el mimeógrafo, la serigrafía, el grabado en linóleo o la litografía (de la Garza & Henaro, 2018), se articula según parámetros de producción surgidos de la urgencia del momento político y organizativo: pequeña escala, materiales baratos, ejecución colectiva y rápida, síntesis formales de filiación pop y distribución inmediata en los espacios públicos como parte fundamental del proceso de producción.

En paralelo a la producción gráfica de los brigadistas universitarios y bajo coordenadas de producción análogas, Óscar Menéndez registraría los trabajos en la ENAP en 16mm. (Únete pueblo, 1968). Asimismo, un grupo de cineastas producen una serie de Comunicados (1968) cinematográficos para el Consejo Nacional de Huelga (CNH) de la UNAM (de los cuales se conservan tres de los cuatro realizados), junto al trabajo de los brigadistas fílmicos del Centro Universitario de Estudios Cinematográficos6. Los Comunicados estaban compuestos principalmente por fotografías y recortes de periódico, animados mediante técnicas básicas de ampliación con zooms, movimientos laterales y reencuadres montados al corte según una cierta cadencia rítmica de montaje, que se proponía entrar en relaciones métricas con una banda de sonido predominantemente percusiva. Si bien la gráfica del movimiento expresaba la demanda política a través de estrategias que combinaban la distancia irónica con el mensaje directo, los filmes realizados bajo el amparo del CNH evitaban cualquier toma de distancia respecto a su valor de uso: comunicar (y no comentar, articular o repensar) las movilizaciones y sus ensamblajes públicos con otras demandas populares. Así, y al igual que la mayor parte de la gráfica improvisada del 68, los filmes-collage del CNH se construían a partir de imágenes directas y toscas, lejos de la sofisticación técnica y discursiva de otros cines de compilación de la época7. Sin embargo, será precisamente esta precariedad de medios y gramáticas, su informalidad de uso –incluso desde la perspectiva de «un cine imperfecto»–, la que abrirá, durante y más allá del 68, una posibilidad de contaminación disciplinar entre las artes que tomaría inflexiones específicas en la producción mexicana.

Los Comunicados del Consejo Nacional de Huelga componen, junto al trabajo de las brigadas fílmicas del CUEC –cuyos materiales registrados en el verano del 68 fueron montados posteriormente en El grito (1971), película colectiva firmada por el representante del CUEC en el CNH, Leobardo López Arretche– y la movilización gráfica de los estudiantes de arte, una escena de borramiento disciplinar, «impropia» (Draper, 2018: 134), en la que los problemas formales ceden a una experimentación sobre cómo reconfigurar una nueva situación social, política y afectiva. De este modo, ambas prácticas, en conjunción con la práctica política derivada del sostenimiento de la huelga y la fuerza de organización autogestiva, se «entonan» o «afinan» (Baker, 2011) entre sí: se abren a un espacio de colaboración que permite operar de formas diversas, en su misma insuficiencia o precariedad, para conformar un espacio de acción política desde la práctica visual.

En este sentido, es la forma del comunicado la que, si bien presente en otras latitudes, tomará en México una dimensión práctica singular. La forma del comunicado, de hecho, atraviesa distintas esferas de producción visual y constituirá, durante los años setenta, un dispositivo transdisciplinar que será utilizado no solo por los brigadistas de la UNAM, sino también por una primera generación de cineastas militantes (los Comunicados de Insurgencia Obrera de la Cooperativa de Cine Marginal, realizados en colaboración con el sindicato de electricistas del STERM entre 1971 y 1973), artistas conceptuales (Los comunicados críticos «intermedia» Periódico Vivo, realizados por el colectivo El Taco de la Perra Brava en la segunda mitad de los años setenta) y por artistas gráficos (los más notorios Comunicados Gráficos del Grupo Mira de finales de los setenta, cuyos integrantes habían participado ya en su época de estudiantes en las brigadas gráficas del 68). Todos ellos, a su vez, puestos en relación mutua por intrincadas redes de colaboraciones personales.

La comunicabilidad es, desde luego, uno de los polos de tensión de las prácticas visuales radicales de los años sesenta y setenta, normalmente asociada al anti intelectualismo antiburgués de la práctica cultural revolucionaria posterior al 68 (Gilman, 2012). Sin embargo, el caso de México expone que la fuerza del comunicado no es tanto la de reducir la experimentación formal a un conjunto de códigos supuestamente fáciles de interpretar por las clases populares, sino más bien su insolencia para decodificar, esto es, para imaginar otros modos de producir y sostener la imaginación política común a partir de un tejido relacional que desborda espacios y dispositivos. Los comunicados plantean que son necesidades específicas de la circulación semiótico-material –la necesidad de organizar el pesimismo y continuar el 68 por otros medios– aquellas urgencias que disuelven los marcos desde los que entender la tensión autonomía y heteronomía de la obra, y que posibilitan modos de hacer derivados de la propia práctica social.

De este modo, los primeros Comunicados del Consejo Nacional de Huelga marcan, mucho antes que la más célebre El grito, una línea de trabajo atravesada por la potencia de ubicuidad de la imagen reproducible. Las ideas fundamentales del muralismo siqueiriano sobre la dinamización del espacio del espectador en sus superficies horizontales se abren a la propia movilidad de la imagen, esto es, a su capacidad para viajar y desplazarse horizontalmente entre organizaciones de base, comunidades, asociaciones, grupos y colectivos. Asimismo, la propia práctica gráfica se estaría ya convirtiendo en un muralismo en movimiento gracias a la manta o pancarta que acompaña el movimiento social y que, apenas unos años más adelante, constituiría el centro del trabajo de otros grupos artísticos como el colectivo Germinal. Si, como hemos observado, la influencia del muralismo sobre Eisenstein le había llevado a establecer una correspondencia –una afinación– entre cuadro fílmico y muro, la dinámica que se pone en juego en México en torno al 68 es la de una imagen capaz de tejer un espacio político y afectivo común.

Por esta razón, la confluencia del cine y las artes plásticas, en un contexto de desdibujamiento de las líneas que separaban la práctica artística y la práctica política, no operó tanto como generadora de experimentos artísticos transmediales, sino como una búsqueda de espacios y programas comunes (revistas, espacios autogestionados, colectivos, encuentros, etc.) alentados por una misma intencionalidad política transformadora. Para el teórico del arte Alberto Híjar – figura fundamental de la escena artística mexicana que formaría en 1974 el Taller de Arte e Ideología (TAI) y sería el principal promotor, junto al artista conceptual Felipe Ehrenberg, de la creación del Frente de Grupos Mexicanos Trabajadores de la Cultura en 1978–, fue precisamente el tercer cine (Solanas & Getino, 1970) la experiencia más determinante de una cultura crítica revolucionaria latinoamericana (Híjar, 1972). Como «modelo» para otras artes, Híjar situaba el cine como punta de lanza de una nueva tradición que abarcaba también otras formas de práctica artística, como la «Guerrilla Cultural» de Julio LeParc (1968), la escultura expandida y desbordada de los espacios sancionados de la institución artística, la gráfica cubana o el arte de sistemas.

En definitiva, fue gracias al encuentro con las ideas del tercer cine –fundamentalmente en lo que toca a su relación con la historia de los conflictos desde abajo, con la transferencia de competencias a comunidades que no tenían capacidad de movilizar sus representaciones más allá de sus propios espacios de organización de la vida y con la posibilidad de articular una «estrategia integralmente revolucionaria», «gris y a largo plazo» (Híjar, 1972: 15) preocupada por «afectar todo el proceso» (Híjar, 1985) de producción-distribución-recepción– que aparece en el horizonte de la plástica mexicana una suerte de caja de herramientas vinculada, además, a la historia de los colectivos artísticos del país que, desde el muralismo a la gráfica popular, habrían sostenido una memoria de los oprimidos.

Tras la consolidación del video en los años 80 como instrumento de trabajo privilegiado para una nueva generación de artistas (entre las que destacan Ximena Cuevas, Sarah Minter o Pola Weiss) el cine reaparece, en los años 90, como aquel espacio desde el que seguir pensando metodologías de trabajo e investigación artísticas. Sin embargo, si bien la relación entre arte y cine se había configurado, durante los años posteriores al 68, a partir de un interés común por lo político, durante los noventa será la política (institucional) la que marque las nuevas modalidades de relación entre ambos medios. Los años 90 significaron, para México, la consolidación a nivel global de una nueva generación de artistas que no podría entenderse sin la transformación del campo artístico operada por las reformas de corte neoliberal de los años 80 y 90, cuyo punto de inflexión sería la firma del Tratado de Libre Comercio de Atlántico Norte (TLCAN) en 1994 (Montero, 2013; Medina, 2018). En este contexto, como veremos a continuación, el cine volverá a pensarse como caja de herramientas con la que practicar, desde el interior de la práctica artística, modos de intervenir, comentar o cuestionar el papel del artista en el espacio global.

4. Deconstruir/reconstruir: el cine y la investigación artística en Mario García Torres y Carlos Amorales

En dicho contexto de expansión global, buena parte de los artistas mexicanos que alcanzan un reconocimiento en el sistema del arte internacional entre las décadas de 1990 y 2000 mantienen una productiva relación con el cine en sintonía con el paisaje que esbozamos en la introducción. La obra de dos de ellos, Mario García Torres y Carlos Amorales, resulta especialmente iluminadora de las valencias que el cine adquiere como referente y repositorio semiótico y metodológico en el arte contemporáneo.

La trayectoria de Mario García Torres se ha caracterizado por líneas recurrentes en su investigación y práctica artística, como lo son la arqueología y la historiografía del arte conceptual y la reflexión crítica sobre el museo como espacio e institución. En ella, el cine y el arte conceptual se conjugan en diferentes niveles a partir de elementos constitutivos que los hermanan o diferencian en lo concerniente a los procesos, la materialidad e inmaterialidad de sus recursos (el cuerpo, la memoria) y la permanencia de la creación o la autoría. Ambos parecieran reunirse, en algunos casos, en el imaginario afectivo del artista, como ponía de manifiesto su primera obra, Some Places I Had Seen Before Moving to L.A. (2005), una acción que deviene en road movie donde García Torres recorre la ciudad de Los Angeles en busca de huellas: de películas como Chinatown, Heat o The Karate Kid, de las intervenciones de Douglas Huebler o de las fotografías de Ed Ruscha. La cita cinematográfica servirá, en otros, como fuente discursiva: el video-ensayo A Brief History of Jimmie Johnson’s Legacy (2007) incluía el registro de una acción en el Museo Nacional de Bellas Artes de México consistente en el reenactment de la célebre secuencia de Bande à part (Jean-Luc Godard, 1964) en la que Odile, Arthur y Franz recorrían a la carrera el museo del Louvre para superar un supuesto record mundial acreditado por un tal Jimmy Johnson de San Francisco, una apropiación empática (AAVV, 2016) que, como señalara el propio artista, permitía poner en circulación en el espacio del arte la lúdica mirada crítica del cineasta al museo. Pero veamos otros diálogos con lo cinematográfico más complejos en su obra.

Una de las piezas del ambicioso proyecto Paradoxically, It Doesn’t Seem That Far From Here, en torno al artista Alighiero Boetti mientras regentaba el One Hotel en Kabul en los años 60, lleva por título Share-e-Nau Wonderings (A Film Treatment) /Aventuras en Share-e-Nau (2006)8. Se trata de una instalación compuesta por 19 folios, presentada como una suerte de borrador para un guion bajo la forma de cartas-faxes dirigidas por Mario a Alighiero desde Kabul y fechadas en 2001, tras el atentado a las Torres Gemelas. Se combinan aquí el boceto de guion cinematográfico (localizaciones, ideas, inquietudes sobre la viabilidad del proyecto) y la narrativa epistolar contagiada por la del diario de viaje, presente en otras de sus obras.

La mera descripción del contenido y del dispositivo productivo y narrativo de What Happens in Halifax Stays in Halifax (In 36 Slides) (2004-2006) haría pensar que nos encontramos ante un canónico documental contemporáneo, influenciado, como otros, por Errol Morris (referente reconocido por García Torres, 2007): la investigación sobre un secreto guardado durante más de treinta años, la búsqueda de pistas y evidencias en los lugares del «crimen» y la memoria testimonial de sus protagonistas reactivada por el regreso a dichos espacios. El enigma, un «proyecto de clase» conducido en 1969 por el artista conceptual Robert Barry a instancias de David Askevold, profesor de la Nova Scotia College of Art and Design (Halifax, Canadá): una pieza conceptual inmaterial cuya existencia, pasada y presente, reside en la memoria y las creencias en torno a ella de los testigos supervivientes. Pero el dispositivo instalativo deconstruye el potencial referente cinematográfico con la proyección muda de 50 diapositivas en blanco y negro, con subtítulos que trans textualizan la que hubiera podido ser voice-over del director.

Dos últimas piezas, de esencia performativa, permiten observar cómo se movilizan ciertos elementos asociados al medio cinematográfico para incidir de manera radical en su interrogación sobre el arte conceptual desde el presente. Unspoken Dailies/Crudo y silente (2003-2009)9 parte de una conferencia escrita tiempo atrás por García Torres, derivada de su investigación sobre la misteriosa desaparición del artista Bas Jan Ader en 1975. El texto se convierte después en un guion que el actor Diego Luna lee, por primera vez y en silencio, ante la cámara operada por Alexis Zabé, dando como resultado un film en que el tiempo de la acción coincide con el cinematográfico. La película podría verse como una «prueba de actor», actor cuya memoria es, además, única depositaria del texto, destruido después. De nuevo, es lo intangible, lo evanescente, lo potencial del arte conceptual lo que preside la pieza, pero pone en juego elementos caros a la reflexión sobre el medio cinematográfico, mientras otros de naturaleza externa a la obra amplían el campo de interrelaciones con él. En el proceso de preparación, García Torres explorará otros soportes fílmicos, como el súper 8, en que registra semanas antes un boceto de tres minutos interpretado por él mismo10. En los documentos promocionales de museos y galerías que la han programado, los nombres de Diego Luna y Alexis Zabé (director de fotografía de directores tan emblemáticos del nuevo cine mexicano como Fernando Eimbcke y Carlos Reygadas) se acompañan de los títulos de las películas conocidas en que han participado, a la manera del anuncio de un estreno cinematográfico. Y su forma de exhibición se ha movido entre unas y otras disposiciones institucionales: en la retrospectiva organizada por la Fundación Tamayo en 2016, el film se proyectó en loop en La Casa del Cine MX, sala alternativa con actividades de exhibición y formación cinematográficas; en otras ocasiones lo ha hecho en pases únicos programados, tanto en cines como en instalación monocanal en sala oscura dentro del espacio expositivo.

Otra vuelta de tuerca a la intermediación conceptual y tematizada del cine en su obra la encontramos en I am not a Flopper/No soy un fracaso (2007), un monólogo escrito junto al filósofo Aaron Schuster que adquiere en el tiempo diferentes instancias y contextos performáticos. El actor que lo lee/interpreta asume el personaje de Alan Smithee, seudónimo creado en 1968 y regulado por el Directors Guild of America (DGA) para cineastas que rehusaban asociar su nombre a películas que no reconocían como propias. En el texto, Smithee se autodefine como un cineasta, un pseudónimo de un cineasta, un actor, un artista, una historia, un guion, un argumento; reconoce su filmografía como una obra colectiva, medio de producción tomado de la vanguardia; salpica el discurso de citas de artistas y elucubra sobre el origen del nombre (quizás el personaje de Mr. Arkadin); y, a través de todo ello, reflexiona sobre la originalidad, la creación y la autoría y sus devenires en el tiempo (AAVV, 2016, pp.304-305). La primera representación en 2007 tuvo lugar en el marco de las conferencias organizadas por la feria de arte Frieze en Londres, interpretada por el británico Stephen Campbell Moore. En 2014, a instancias de The Hammer Museum de Los Angeles, la actuación, a cargo de David Dasmalchian, se produjo para ser registrada en un estudio de televisión, versión que enfatizó la construcción y la artificialidad a través de los aparentes desvíos del guion por parte del actor y de las cámaras visibles en los encuadres al seguirlo o anticipar sus movimientos (Moshayedi, 2015)11. En algunas ocasiones posteriores, el mismo García Torres se puso en la piel de Smithee en galerías y otros espacios. En todas estas instancias, el referente intertextual de la interpretación y la puesta en escena es la conferencia (en vivo o las registradas con impecable factura para la difusión en internet del discurso de gurús de todo pelaje). No obstante, en la primera presentación en español, en el marco de la exposición retrospectiva Caminar juntos (2016) organizada por el Museo Tamayo en Ciudad de México, se optó por el escenario del Teatro El Granero y por un intérprete de tradición teatral12. En cada versión y desplazamiento, la pieza adquiere diferentes modulaciones, pero en todos ellos, al igual que en las obras anteriormente mencionadas, el cine comparece bajo diversos parámetros mediales (los cuerpos de los actores, los soportes y los procesos) y como suerte de superficie u objeto en los que refractar (por cercanía o distancia) interrogantes sobre la creación artística en el mundo contemporáneo.

Más compleja es la naturaleza tractora y operacional que el cine ejerce en la obra de Carlos Amorales. Su trayectoria desde los años noventa se ha caracterizado por dos búsquedas interrelacionadas: la puesta en cuestión y el distanciamiento respecto a la identidad del artista como origen y significado de la obra (Medina, 2018) y la interrogación sobre el adentro y el afuera del arte, que lo lleva a la construcción de un interfaz desde el Yo del artista para activar la acción entre el espacio del arte y otras industrias (Amorales, 2018a). A partir de ello, su modo de hacer se ha caracterizado por la generación de lo que denomina «herramientas-signos» (máscaras, marionetas, lenguajes construidos de tipos móviles –analógicos y digitales-, etc.) para interactuar simultáneamente con el mundo real y el imaginario; y de códigos que permiten la activación de éstos, sistemas de notación como el guion de cine, partituras, planos, manifiestos, códigos civiles o penales, códigos numéricos, circuitos electrónicos, etc. Estos códigos serían todo soporte que posibilita una acción en el espacio y el tiempo (Amorales, 2018b).

La producción de piezas audiovisuales ha formado parte de sus más conocidos proyectos artísticos, como Los Amorales (1996-2001) o Archivo Líquido (1999-2010), con valencias que se mueven desde la documentación de la performance a la animación de tipografías o dibujos vectoriales y estructuras digitales13. Pero desde 2013 comienza una exploración en la que sus habituales investigaciones sobre la gráfica y la tipografía se cruzan más intensamente con el cine. Para Amorales el cine es, en este contexto, un espacio de libertad narrativa del que se ha privado al artista contemporáneo y que, al igual que la novela, es capaz de activar la emoción y lo político en el espacio público sin las intermediaciones interpretativas que las obras requieren en el mundo del arte (Amorales, 2017). Desde 2015 hace explícito en diversas entrevistas (Amorales, 2017; González Romo, 2017; Amorales, 2015) el deseo de adoptar el cine como medio complejo y abierto, como un centro gravitatorio que le permite expresar todas sus inquietudes a través del narrar y hablar desde un punto de vista propio, pero sin renunciar al trabajo colaborativo que siempre ha practicado. Este paso hacia el relato fílmico estuvo precedido por películas, proyectos y obras que tanteaban el territorio de interacción. Así, las cien fotocopias en blanco y negro de Screenplay for Amsterdam (2013) exponían el guion de Amsterdam (2013)14, realizado por Amorales y el escritor Reinaldo Laddaga a través del recortado, mezclado y la superposición, directamente en la fotocopiadora y por libre asociación, de imágenes de los actores, de textos, signos y símbolos. La transcripción de éstos en una tipología ilegible (abstracta en el lenguaje oral y escrito), forzó a los intérpretes y al director a la improvisación durante el rodaje y a explorar todo tipo de formas físicas de expresión no verbal como suerte de «estado de excepción» ante la sustracción del lenguaje. El resultado audiovisual es una pieza abstracta que, no obstante, traslada sensaciones de otredad ligadas a los años formativos del artista en Holanda.

Fantasía de Orellana (2013) y El aprendiz de brujo (2013) pueden concebirse como un díptico que deconstruye el célebre episodio del film Fantasía (Walt Disney, 1949). En la primera, el compositor experimental guatemalteco Joaquín Orellana interpreta una versión personal de «El aprendiz de brujo» mientras la imagen muestra sombras proyectadas del músico, sus peculiares instrumentos y su mano al trazar notaciones sobre una pantalla translúcida, a la manera de Le mystère Picasso (Henri George Clouzot, 1956). En la segunda, cada plano del episodio es fotocopiado en blanco y negro y roto en dos mitades, para ser montado digitalmente en forma literal al original, pero la imagen exhibe la degradación producida por la mediación, invadida en su mitad por el negro del rasgado y desprovista del acompañamiento musical que da sentido a la cadencia de movimientos de Mickey, de los objetos animados por la magia descontrolada y del brujo.

El film El hombre que hizo todas las cosas prohibidas (2014) fue resultado de un complejo proyecto de investigación activado por la historia del poeta Alberto Ruiz-Tagle (nombre que ocultaba el de Carlos Wieder) relatada por Roberto Bolaño en su novela Estrella distante (1996). La investigación sobre Wieder y su programa de creación de un modernismo poético bajo el régimen de Pinochet lleva a Amorales y su estudio a diversas acciones: desde artículos clandestinos publicados semanalmente en el periódico Excélsior o la redacción del manifiesto «Cubismo ideológico», que da expresión programática a otra de las acciones de proyecto, consistente en el copiado y la yuxtaposición de fragmentos de poemas que hacía colisionar las dispares perspectivas ideológicas de sus autores. El ingente archivo investigativo y de materiales construidos constituyeron la base del laborioso proceso de la película, expuesto en el libro Never Say in Private What you (won’t) say in Public (2014)15. En el film, un arranque discursivo articulado en torno a la programática del cubismo ideológico daba pie a una trama de tintes mitológicos.

El primer film que, para el artista, trabaja con una narrativa lineal es El-no-me-mires (2015), asociado a la exposición de collages «El esplendor geométrico», y en el que los dos hijos de Amorales aparecen como intérpretes, signo de esa liberad de proyección emocional y personal que encuentra en el cine (Amorales, 2015). Pero quizás el punto de no retorno en será el vídeo La aldea maldita (2017) integrado en el proyecto expositivo La vida en los pliegues con el que Amorales representó a México en la Bienal de Venecia y cuyo título toma del libro homónimo de Henri Michaux (1949), gran experimentador de caligrafías y matrices gráficas que concebía como el fraseado mismo de la vida. El proyecto parte de una tipografía abstracta que había activado antes en un espacio social, la Casa del Lago, un centro cultural y de exposiciones perteneciente a la UNAM en el que encriptó con este ilegible código señaléticas, textos de sala, la comunicación interna y hasta la página web durante dos meses. En Venecia, los visitantes de La vida en los pliegues recibían antes de acceder al pabellón un periódico escrito en dichos caracteres; veían, después, sobre las mesas las mismas letras, ahora tridimensionales, dispuestas conformando poemas, cartas, tratados o documentos (Amorales, 2017b). Estos objetos tipográficos eran en realidad ocarinas, correspondiendo cada letra a un sonido, caracteres que el visitante veía igualmente como notas en las partituras gráficas dispuestas en las paredes. En la sala se escuchaban sus sonidos provenientes del film, en cuya banda sonora los integrantes del Ensemble Liminar simulan con las ocarinas los sonidos diegéticos e interpretan la música de las partituras. En la película, los recortes originales de formas abstractas han mutado en figuras (que visual y cinéticamente se ubican a caballo entre el teatro de sombras y el de marionetas) con las que se narra la historia de una familia migrante que termina siendo linchada por el pueblo al que arriban. Lo abstracto e ilegible se torna reconocible, legible para todos por lo figurativo y la empatía del drama (Amorales, 2017b). En el cuadro aparecen los músicos y el manipulador, lo que vincula intertextualmente la pieza tanto con la tradición escénica cuya estética emula como con las obras más experimentales de Disney. El relato arquetípico y la narración clásica habilita la explícita metáfora política bajo los modos del cuento y la leyenda tradicionales explorados tentativamente en films anteriores como El-no-me-mires y El hombre. Amorales encuentra así, en el relato cinematográfico, un punto de llegada, al menos transitorio, en la búsqueda de una re-subjetivización que movilizó en el pasado la construcción de otras herramientas-signo. Pues, como señala el propio Amorales, el mismo itinerario expositivo, permite al espectador experimentar el proceso de transmutación de bárbaro desubjetivizado, sometido a un lenguaje incomprensible –como lo están son muchos en la esfera pública política y social– a un sujeto cuya comprensión del drama puede devenir en la toma de conciencia (Amorales, 2017b).

5. Encuentros y redefiniciones en la esfera pública: genealogías de la imagen en movimiento, prácticas curatoriales y cinefilias

El trabajo de Mario García Torres y Carlos Amorales, situado en un espacio de contaminaciones entre el arte contemporáneo y el cine entendidos como sitios de tránsitos, traducciones y fricciones en la circulación global de la imagen, da cuenta de la proliferación de imágenes movimiento en el campo artístico mexicano de los comienzos del siglo XXI y hasta la actualidad.

Además, instituciones museísticas y galerías, especialmente el Museo Tamayo, el Ex-Teresa y los museos de la Universidad Nacional Autónoma de México (Museo Universitario El Chopo, MUAC) se han consolidado como espacios fundamentales para la exhibición de imágenes movimiento que, en muchas ocasiones, dialogan con la propia tradición fílmica y plástica del siglo XX mexicano. En esta última sección, atenderemos a las formas en las que, en las últimas dos décadas, pero especialmente en años recientes, coagulan viejas preocupaciones de la práctica artística mexicana del siglo XX filtradas por el nuevo estatuto de la imagen en movimiento, fundamentalmente en lo que toca a su musealización y al nuevo papel que las materialidades del medio están jugando en la conformación de culturas fílmicas. Las prácticas que señalamos a continuación apuntan a una preocupación constante por la construcción de esferas públicas y por el valor pedagógico de la imagen en movimiento, presente de manera decisiva en los ejercicios experimentales del muralismo revolucionario, en los intentos de construir una pedagogía de la imagen revolucionaria en los años 60 y 70 y en el aprendizaje forzado de las nuevas lógicas de circulación de signos en un arte globalizado que surge en los años 90.

De hecho, como hemos observado, la tradición del muralismo, contestada desde los cincuenta, retorna subterráneamente para configurar genealogías de arte público en México no solo en el momento quizá más evidente –el movimiento estudiantil de 1968 y la emergencia de los grupos visuales de los años setenta– sino también en otros momentos en los que la función pública y política del arte toma nuevas inflexiones. Durante los años en los que las relaciones de poder en la esfera artística mexicana estaban siendo radicalmente transformadas por una reconfiguración del mercado y las instituciones, asaltadas por una joven generación de comisarios, artistas, teóricos y gestores culturales –relación que Cuauhtémoc Medina, uno de sus más importantes protagonistas, tachó de «abuso mutuo» (Medina, 2018)–, la función conmemorativa y representacional del cine (casi como pintura de historia) es reelaborada desde estrategias de distanciamiento irónico y fagocitación medial en dos proyectos audiovisuales fundamentales, que lidian también con las tensiones entre memoria, archivo, ficción y documento: Un banquete en Tetlapayac (1998) del crítico y comisario Olivier Debroise, y Restauración de una pintura mural (2004-2016) del colectivo artístico Tercerunquinto.

Un banquete en Tetlapayac, de Olivier Debroise, recupera el emplazamiento del episodio del Maguey en el proyecto de film Que viva México (c. 1932), de Sergei Eisenstein. Eisenstein había ocupado la Hacienda de Tetlapayac en el estado de Hidalgo, que había servido no solo como localización sino como lugar de estancia del equipo de rodaje. El episodio de Eisenstein en Tetlapayac operaba sobre dos desplazamientos espaciales y temporales: por un lado, recreaba a su vez un momento histórico anterior –las condiciones de trabajo del campo y las relaciones de clase entre hacendados y campesinos durante el porfiriato–; además, en la versión de Upton Sinclair y Sol Lesser (Thunder Over Mexico, 1933), la escena de la Hacienda de Tetlapayac, de manera anacrónica y fuera de lugar, incorporaba imágenes de los festejos de la Virgen de Guadalupe, que aparecen en aquella versión del film como si correspondieran a una fiesta en la Hacienda (Experimental Cinema no. 5: 15). En Un banquete en Tetlapayac, Olivier Debroise propone un mismo juego de anacronismos, desplazamientos y desvíos sobre la relación entre cine, arte y cultura popular. Debroise se sirve de una variedad casi carnavalesca de géneros y disciplinas (narrativa ficcional, reenactment, documental, performance, simposio) para incorporar lúdicamente la nueva esfera del arte contemporáneo a las genealogías del arte público y el cine mexicano, a partir de una reflexión irreverente sobre el cine y la tradición plástica posrevolucionaria mexicana. Así, reunió a amigos a reactuar los festejos de Tetlapayac y los invitó a que interpretaran el papel de las grandes figuras del arte mexicano, a la manera de una pintura mural riveriana. Bajo la dirección de fotografía de Rafael Ortega (camarógrafo también, entre otros, del artista belga afincado en México Francis Alÿs), Debroise carnavaliza la iconografía mítica del maguey mexicano en un baile de vivos y muertos que apuntaba, también, a la fagocitación e incorporación del archivo mexicano por parte de esta nueva generación, liderada por Roberto Tumbull en el papel de Eisenstein, el crítico y curador Cuauhtémoc Medina en el papel de Diego Rivera y la artista y cineasta Silvia Gruner en el de Frida.

La película, «rigurosamente histórica y a la vez poéticamente especulativa, gay y straight, fácil e imposible de entender, bien hecha y mal hecha, y claro está, realizada con muy poco presupuesto» (Oles, 2008: 229), sugiere así, justo en el cambio de siglo, un papel fundamental para el cine como operador de legitimación simbólica en la nueva configuración de fuerzas del arte público en el México posterior al TLCAN. De hecho, la película de Debroise sería uno de los últimos proyectos del curador e investigador de origen francés antes de embarcarse en la investigación monumental que dio origen, en 2007, a la exposición La era de la discrepancia (MUCA), que realizó una relectura de voluntad hegemónica del campo cultural y artístico mexicano de los últimos cincuenta años.

Los desplazamientos estratégicos entre tradiciones artísticas y la reconfiguración de las genealogías a partir del uso de la imagen en movimiento, como mecanismos de crítica pero también de consolidación de nuevas relaciones de poder, así como los vínculos entre la memoria pública, la política y las instituciones culturales, se encuentran tensadas ejemplarmente en el audiovisual Restauración de una pintura mural (2016), del colectivo mexicano Tercerunquinto16. Este trabajo, desarrollado entre 2004 y 2010 en diferentes formatos y medios –de un trabajo de crítica institucional a un foto libro, de un proyecto interdisciplinar a una película documental de mediometraje exhibida tanto en contextos museísticos como de cine– explora la «pinta» o pintura mural como instrumento de propaganda política. Tercerunquinto conecta de manera explícita y crítica la tradición pedagógica del muralismo revolucionario con una tradición no artística aún presente en las calles de México: la de rotular manualmente en paredes y muros publicidad y, para el caso que ocupa, eslóganes electorales de partidos políticos. El proyecto consistió en una serie de talleres sobre historia y técnicas de pintura mural en comunidades y poblaciones pequeñas, un trabajo de investigación crítico sobre el muralismo realizado en escuelas públicas, reconstrucciones ficcionales con alumnos de estas escuelas y, en el centro de la pieza audiovisual, un trabajo de restauración de una antigua pinta de campaña en la localidad de San Andrés Cacaloapan, Puebla. La pinta, correspondiente a la campaña electoral del PRI para las elecciones de 2000, que el PRI habría de perder por primera vez en décadas en favor del PAN de Vicente Fox (2000-2006), fue seleccionada a partir de archivos fotográficos de la época. La pared sobre la que se había realizado estaba enteramente cubierta de blanco, y el colectivo incorporó a su proyecto a dos restauradoras del Instituto Nacional de Antropología e Historia para «restaurar» la pinta a su estado de 2000. De este modo, la pieza de Tercerunquinto no solo reinscribe y reinterpreta la historia de la plástica mexicana a partir de una representación fílmica –como hiciera Debroise– sino que también sitúa el espacio del cine y sus conexiones con las artes plásticas como un espacio de expansión y cuestionamiento disciplinar, en el que los ejercicios de construcción de la memoria conviven con un interés por la práctica artística como pedagogía (un giro asociado a la ubicuidad de las prácticas colaborativas y de sitio específico en el arte contemporáneo) y como encuentro entre diferentes saberes, no siempre asociados a la práctica artística pero conectados a ella (como, por ejemplo, el trabajo de las restauradoras del INAH).

La poética del palimpsesto (que, en la pieza de Tercerunquinto, se trata de suspender irónicamente mediante una restauración insensata) es, de hecho, una de las modalidades en las que cine y artes visuales están recuperando zonas de contacto. Como Restauración de una pintura mural hace explícito, se trata de modos de hacer íntimamente relacionados con la revaluación de la historia, el papel del arte en la construcción de la esfera pública, la configuración de sus archivos y el problema de la legibilidad en relación con un proyecto nacional tan problematizado como insistente.

Hace ya una década, para la conmemoración del 40 aniversario del 68, Nicolás Echevarría realizó la pieza Memorial del 68 (TV UNAM y el Centro Cultural Universitario Tlatelolco) para la exposición permanente del mismo nombre curada por Álvaro Vázquez Mantecón (2008)17. El trabajo, cuya investigación y construcción del archivo fue también determinante para otras iniciativas curatoriales como la mencionada La era de la discrepancia, reunía imágenes de archivo (fílmicas y fotográficas), recortes hemerográficos y horas de entrevistas a 56 de los protagonistas del movimiento estudiantil, fundamentalmente integrantes del Consejo Nacional de Huelga. La propuesta de Echevarría, un ejercicio de «vanguardia memorial» (Ayala Blanco, 2018) fue proyectado para su exhibición permanente en la sala de exposiciones del Centro Cultural de Tlatelolco en dos pantallas simultáneas: la derecha para los bustos parlantes de las entrevistas, la izquierda como lugar de la articulación del testimonio con las imágenes de archivo. La aparente simplicidad el dispositivo espacial –la «espacialización del montaje», al decir de Dominique Païni (2002), llevada a su zona más confortable– habla también de un ejercicio de revisión histórica del movimiento que institucionalizó la discrepancia y el papel medular de la UNAM en el ciclo de protestas del 68. La coralidad del trabajo de investigación se ve así suturada en una estructura que dispone testimonio e imagen documental como las dos caras de un relato histórico cuya ilegibilidad no es puesta en cuestión.

Diez años después, las celebraciones del 50 aniversario del movimiento hablan de los desplazamientos que ha sufrido el papel de la imagen fílmica en relación con la memoria, el archivo, la legibilidad histórica y la función de los espacios e instituciones públicas en la configuración de la cultura y la identidad nacional. Una nueva atención a los soportes físicos obsoletos del celuloide ha estallado en una serie de prácticas fílmicas que, realizadas por jóvenes cineastas que se insertan en las diversas tradiciones del cine experimental, se sitúan a caballo entre los espacios independientes de cine, los museos y los espacios públicos.

La última película de Annalisa Quagliata, A nuestro tiempo (2018) reactiva la forma del palimpsesto como estrategia retórica para plantear una serie de problemas relacionados con la tensión entre huella y figuración, por un lado, y entre archivo e intervención artística, por otro. A nuestro tiempo es un film comisionado por Filmoteca UNAM para la exposición Ecos de El grito, con curaduría de María Luisa Barnés y Albino Álvarez, realizada en el marco del Festival Arcadia, un programa de actividades de la Filmoteca en conmemoración del 50 aniversario del 68 mexicano. La propuesta curatorial implicaba la intervención de cuatro artistas sobre los materiales recientemente restaurados de El grito. Quagliata decidió trabajar sobre la copia digital restaurada, que re-fotografió con una cámara de 16 mm. y posteriormente reveló e intervino manualmente. Ya en laboratorio, su intervención consistió en una serie de baños en ácido clorhídrico del material fílmico revelado, destinada a alterar la composición química de la emulsión fotosensible y modificar la imagen filmada hasta su misma desfiguración, inscribiendo formas diferentes en cada fotograma.

Los jirones de imagen que resultan de este proceso recuerdan las palabras de Octavio Paz en Posdata (1970): «No otra imagen –todas las imágenes padecen la fatal tendencia a la petrificación– sino la crítica: el ácido que disuelve las imágenes». Y no es casualidad que sean otras palabras del propio Paz, esta vez un fragmento de su texto Visión del escribiente (1951), las que Quagliata lee en over sobre las imágenes ralentizadas del film intervenido. La pieza conecta así, de modo inmediato, tanto con una tradición iconoclasta mexicana de corte existencial –detentora, asimismo, de una problemática visión del movimiento estudiantil popular del 1968– como con el lirismo melancólico que encontramos en películas fundacionales de lo que Katherine Russell (2018) ha denominado recientemente «archivología», como Decasia (Bill Morrison, 2002), en las que la imagen registrada convive con la inminencia de su destrucción material. Como film de archivo y ejercicio de postmemoria, las imágenes intervenidas de Quagliata parecen responder a un modo de construir una temporalidad precaria, merecedora de la mayor de las atenciones, que reivindica la actualidad del movimiento estudiantil mediante el gesto simbólico de corroer su propia imagen. De este modo, el ejercicio de escritura y borradura sobre el celuloide, que interviene la imagen hasta hacerla perder su valor referencial, no sería sino una puesta en abismo –y, también, una metáfora– de la vulnerabilidad y de las agresiones sufridas por las personas cuyas imágenes registra, y de la memoria que se resiste a desaparecer. 

Sin embargo, la poética del palimpsesto en el cine de Quagliata no refiere tanto a una puesta en valor de la materialidad del cine como lugar desde el que abordar una estratigrafía de la historia (para la cual las diferentes erosiones de la imagen serían leídas como índices del paso del tiempo) sino a un gesto consciente de la cineasta. En otras palabras, la de Quagliata es una intervención (destructiva), no una comparecencia (reparativa). Por ello, no se salva la imagen ante la inminencia de su desaparición –esto es lo que, de modos mucho más ortodoxos, se propuso la propia Filmoteca UNAM en el proyecto de restauración de El grito– sino que se daña como estrategia de sensibilización poética. Así, desde el punto de vista institucional, la dialéctica entre testimonio y archivo que operan en las re visitaciones del cuarenta aniversario del 68 ha sido sustituida por una nueva tensión polar que no afecta ya tanto a los modos de exhibición de la imagen en movimiento en los espacios del arte (campo de batalla de las relaciones intermediales entre cine y arte a principios de siglo), sino sobre todo a la función institucional del cine en el espacio público y en relación con las políticas curatoriales de instituciones como la UNAM: de un lado, la restauración de El grito como limpieza, reparación, remasterización y digitalización en alta definición, como si, para pensarlo en diálogo con la pieza comentada de Tercerunquinto, la restauración hubiera sido despojada de toda ironía. Por otro, cesión de los materiales a artistas jóvenes para permitir intervenciones agresivas que devuelven la imagen a un estado ruinoso que, por lo demás, nunca tuvo, construyendo su condición ilegible como ejercicio de estilo –como si el proyecto de Tercerunquinto hubiera consistido en cubrir, y no desvelar, la pintada mural–.

En cualquier caso, en el contexto de las nuevas relaciones entre el cine y los espacios del arte, que ha posibilitado que lo fílmico entre en un campo discursivo en el que se ponen en juego cuestiones tradicionalmente ajenas a su espacio de preocupaciones –discursividad de los materiales, problematización de su carácter de dispositivo, relacionalidad de los espacios de proyección, etc.–, las poéticas de lo obsoleto y el palimpsesto juegan un papel determinante en la construcción de comunidades. Es por esto que la fascinación contemporánea por la visibilización y materialización de los procesos de mediación de imagen, lo que podríamos nombrar como una poética de la imagen dañada, no obedece solo a un (probable y no del todo excluible) impulso fetichista, por el cual la intervención iconoclasta sobre la imagen, tratada como un amuleto o figurilla, serviría para despertar el fantasma de las vidas que pueblan las imágenes; pero tampoco se debe en exclusiva a la fascinación ejercida por los procesos técnicos manuales o las cualidades de superficie de la imagen fílmica, esa «belleza especial» de lo fílmico que ha vuelto con fuerza a la escena del cine independiente y experimental asociada al prestigio político de lo obsoleto y a aquella «ontología en retirada» del cine analógico, por utilizar las palabras de David Rodowick (2007: 74). Fundamentalmente, y en línea con proyectos artísticos contemporáneos que exploran las dimensiones colaborativas y sociales del arte, se trata de destacar su potencia de convocación de un conjunto de prácticas casi ritualizadas que conforman y posibilitan una comunidad de practicantes.

Estas imágenes dañadas, pobres, abundan en un cine mexicano contemporáneo que discurre entre la sala negra y el cubo blanco (pensamos también, aunque desde luego cargados de otras valencias, en el cine de Bruno Varela o del Colectivo Los Ingrávidos). Son resultado procesos heurísticos y repetitivos, que no progresan ni se lanzan a una disputa de perfeccionamiento, sino que excavan, combinan y reconfiguran legados que entroncan con una larga duración de experimentos conjuntos entre las artes plásticas, el cine y el espacio público. De las preocupaciones conjuntas del muralismo y el cine de vanguardia al ensanchamiento de las relaciones entre gráfica popular, práctica política y cine militante, pasando por la redefinición del cine como repositorio de metodologías de investigación artística, las prácticas experimentales contemporáneas, a caballo entre el archivo, la apropiación y la fascinación por los procesos analógicos, podrían pensarse como un último anudamiento en el tejido que entrelaza las relaciones del cine y las otras artes en México.

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Notas

1 . «Intermediality» fue escrito por Higgins en 1965 y originalmente publicado en 1966. En 1981 redacta una adenda en la que afirma que, a diferencia de lo que pensaba en los años sesenta, el valor o excepcionalidad de una obra no radica en la intermedialidad, sino que ésta sirve para iluminar su interpretación y genealogía históricas dado que la intermedialidad fue siempre una posibilidad para las artes y, en ocasiones, un lugar de tránsito hacia la emergencia de un nuevo medio.

2 . Véase un magnifico estado de la cuestión en Weinrichter (2010).

3 . En el sentido en el que las primeras obras de site-specific y del minimal habrían entendido la fenomenología de los espacios de exhibición del arte (que determinarían las formas de la caja negra y el cubo blanco como condiciones de posibilidad de una experiencia sensible de la imagen en movimiento).

4 . Realizado en una quinta de Don Torcuato (Argentina), de cuyos procesos da cuenta el propio Siqueiros en «¿Qué es Ejercicio plástico y cómo fue realizado?» (1933) (Uribe, 2016 y 2017). El proceso de creación de ese mural ha sido caro al cine contemporáneo argentino, desde el documental en Los próximos pasados (Lorena Muñoz, 2006) y desde la ficción en El mural (Héctor Olivera, 2010)

5 . El equipo estaba conformado por los mexicanos Luis Arenal, Antonio Pujol y Siqueiros y los españoles Miguel Prieto, Antonio Rodríguez Luna y Renau.

6 . Los directores Paul Leduc y Rafael Castanedo, responsables de algunos Comunicados, formaban parte del grupo de cineastas comandados por Alberto Isaac a los que el estado encargó la realización de los materiales fílmicos de las Olimpiadas de México 68. Leduc y Castanedo colaborarían anónimamente con el Consejo Nacional de Huelga, sin duda para no comprometer su trabajo oficial para el Comité Olímpico Mexicano. Es interesante establecer paralelismos entre la producción anónima de Cinétracts por parte de cineastas como Jean-Luc Godard, fruto del compromiso con un modo de producción en lucha, y la dimensión algo más ambigua del anonimato en la producción de los Comunicados del CNH, sobre todo a tenor de su futura incorporación a la industria en el periodo de apertura echeverrista que iniciaría en 1971.

7 . Como, por ejemplo, los films del cubano Santiago Álvarez, que para 1968 tenían ya una fuerte presencia en el circuito de cineclubes y universitario de la Ciudad de México, gracias fundamentalmente a la labor de difusión realizada por el Instituto Mexicano-Cubano de Relaciones Culturales José Martí.

8 . Los títulos de las obras de García Torres se enuncian siempre en inglés. A la sazón, cuando se presentó una selección de sus trabajos en la Fundación Miró (2009) lo hizo bajo el elocuente título It’s embarrassing, but for some time now I’ve only had title ideas in English. En la retrospectiva del Museo Tamayo en Ciudad de México (2016) se optó por la traducción al español de estos. Son esas traducciones, cuando las hay, las que utilizamos.

9 . Transferido a vídeo para algunas de sus proyecciones.

10 . Esta pieza se exhibirá en la exposición de la Fundación Miró citada.

11 . Una performance en vivo con el mismo autor y similares desvíos del guion, celebrada en 2018 como inauguración de la exposición Illusion Brought me Here, está disponible en: https://www.youtube.com/watch?v=oyT3oR-MyCY

12 . Traducida por el historiador del arte Javier Rivero. Con la colaboración de la compañía Teatro de Ciertos Habitantes. Interpretada por el actor y director teatral Rodrigo Carrillo Tripp.

13 . Buena parte de sus films pueden verse en la web de su estudio http://estudioamorales.com/films-and-animations/

14 . El actor principal es Philippe Eustachon, que ya participara en la performance filmada Supprimer, modifier et préserver (2012), y protagonizará después los films El hombre que hizo todas las cosas prohibidas y El-no-me-mires y en otras acciones de Amorales.

17 . Para el 50 aniversario del movimiento el Memorial ha sido rediseñado a partir de una nueva propuesta curatorial liderada por Luis Vargas Santiago (http://tlatelolco.unam.mx).