ISSN: 1130-2887 - eISSN: 2340-4396

DOI: https://doi.org/10.14201/alh.21156

«MANO DURA» Y DEMOCRACIA EN AMÉRICA LATINA: SEGURIDAD PÚBLICA, VIOLENCIA Y ESTADO DE DERECHO

«Mano dura» and Democracy in Latin America: Public Security, Violence and Rule of Law

Thiago Rodrigues

Universidad Fluminense, Brasil

trodrigues@id.uff.br

Erika Rodríguez-Pinzón

Universidad Autónoma de Madrid y Fundación Alternativas, España

erikamro@ucm.es

Fecha de recepción: 15 de julio de 2019
Fecha de aceptación y versión final: 3 de marzo de 2020

RESUMEN: La situación de violencia e inseguridad en América Latina es un reclamo para la puesta en marcha de medidas de «mano dura» que, a pesar de su popularidad, no parecen tener un resultado efectivo. De hecho, suelen ser el camino para el quebrantamiento del Estado de derecho y la represión sobre sectores vulnerables, en muchos casos victimizados tanto por su situación socioeconómica como por la represión estatal. Este artículo analiza cuatro casos de cuatro países latinoamericanos: Brasil, México, Colombia y Guatemala a través de la teoría de los «pluralismos violentos». El objetivo es dotar de evidencia empírica a un abordaje teórico que se centra en la connivencia entre el Estado y la violencia más que en la violencia como un defecto de Estados democráticos desarrollados, concepto que, según este análisis, no puede aplicarse a los casos estudiados.

Palabras clave: seguridad; violencia; militarización; populismo; democracia.

ABSTRACT: Violence and insecurity in Latin America is a claim for the commissioning of «mano dura» policies. Despite its popularity, those policies have shown low effectiveness. In fact, they are usually the path to the breakdown of the Rule of Law and to the repression of vulnerable groups. Actually, those groups are doubly victimized by one hand because of their difficult socio-economic condition and by the other hand because of violent government action. This paper, analyses four cases, in four Latin American countries: Brazil, México, Colombia and Guatemala through the lenses of «violent pluralism» approach. The objective is to provide evidence for a theoretical approach based on the relationship between state and violence versus those approaches that consider violence as a malfunction of state.

Key words: security; violence; militarization; populism; democracy.

I. Introducción[1]

Aunque prácticamente la totalidad de los Estados latinoamericanos han instalado la democracia representativa como modelo de gobierno, su consolidación y su calidad se enfrentan a numerosos desafíos. Uno de los más relevantes es el de la «(in)seguridad pública» y de las políticas de Estado concebidas para enfrentarla.

A partir de 1980, la fragilidad de las instituciones y de las prácticas democráticas en América Latina ha sido objeto de gran atención por parte de estudios en las ciencias políticas y en política comparada. Desde las teorías sobre la transición de los regímenes autoritarios hacia los democráticos (O’Donnell y Schmitter 1986) hasta los estudios sobre calidad democrática (Diamint 2007; Kurtenbach et al. 2001; Scharpf 2017), los nuevos populismos (Malamud 2009; Ortis Mármol 2009; Campos-Herrera y Umpierrez de Reguero 2019) o la emergencia de la ultraderecha (Avritzer 2018; Sanahuja 2019; Oliveira 2019), es vasta la literatura que intenta analizar los puntos acordes y disonantes entre la tradición autoritaria y los intentos de instalación del Estado de Derecho en el subcontinente.

Ese artículo no propone la compleja tarea de recuperar todo el debate sobre democracia, transición política y violencia en América Latina, trabajo ya cumplido con excelencia por importantes autores y autoras (Vitullo 2006; Borón 2003; Molina Jiménez 2011). Nuestro objetivo es mostrar cómo, en un contexto de fragilidad institucional, inestabilidad política, inequidad social y gran violencia cotidiana, las políticas públicas más buscadas por gobiernos de distintas inclinaciones político-ideológicas han sido las llamadas «políticas de mano dura» e indicar la importancia de considerar ese aspecto en el análisis más amplio de las prácticas democráticas en Latinoamérica.

El conjunto de políticas de un Estado llamado de «mano dura» conlleva un conjunto de medidas legales y policiales heterogéneo, pero que, en términos generales, puede ser distinguido como: 1) medidas de endurecimiento de los códigos penales (agrandamiento de condenas, disminución de la edad penal); 2) aumento de la presencia policial en las calles, controlando barrios/zonas considerados de alta incidencia de actividades criminales; 3) aumento del encarcelamiento, sobre todo de jóvenes pobres, de bajo nivel de escolaridad, negros, mestizos o descendientes de pueblos originarios; 4) aumento de la violencia y de la letalidad policial; 5) asociación con la «guerra contra el narcotráfico», entendido como «enemigo público» de primer nivel; 6) vinculación discursiva, para fines de justificación, con la política de «tolerancia cero» iniciada en la década de 1980 por el municipio de Nueva York y que planteó el combate intenso a la pequeña criminalidad, basado en las teorías de «ambientes de seguridad» de la Escuela de Chicago, como principio clave para impedir el escalonamiento de los actos ilegales y la ocupación de zonas de la ciudad por bandas criminales (Wendel y Curtis 2002, Cerruti 2013, Wolf 2017).

Las políticas de «mano dura», como subraya Ungar (2016), no son meras formulaciones de gobiernos represivos, sino prácticas de control selectivo de determinadas poblaciones (pobres urbanos, campesinos, jóvenes, negros, etc.) que cuentan con expresivo apoyo popular, desde que la ampliación de las leyes más represivas coincide, precisamente, con la instalación de los regímenes democráticos en América Latina, a partir de finales de 1980 y comienzos de 1990. La demanda de respuestas por parte de la ciudadanía y la incapacidad de los Estados para atajar la criminalidad llevan a que la gestión de la seguridad cobre un rol muy relevante en el marco electoral y de políticas públicas, dando espacio a discursos de «mano dura» y de garantía del orden que tienen una importante capacidad de captación de voto, sin que las causas estructurales de la violencia sean enfrentadas.

La reflexión sobre la articulación y la coexistencia entre democracia y violencia de Estado ha provocado la revisión de las teorías de transición democrática producidas en la década de 1980, pues el final de los regímenes autoritarios no ha significado la superación de la violencia de Estado y del soporte popular a las prácticas represivas estatales. Entre los autores que se dedicaron a dicha revisión conceptual están Desmond Arias y Goldstein (2010), quienes, tras recuperar la literatura más significativa sobre la transición política hacia el Estado de Derecho en América Latina, propusieron el concepto de «violencia pluralista» con el objetivo de comprender cómo es posible que exista esa conexión entre democracia y Estado de Derecho en términos formales y tolerancia a altos niveles de violencia ejercida por el Estado o por grupos ilegales o ciudadanos armados.

Desmond Arias y Goldstein (2010) tomaron el desafío de revisar y criticar la literatura tradicional sobre transición política y democracia en América Latina. Esta no es nuestra pretensión. Nosotros partimos del concepto de «violencia pluralista» como premisa analítica ya que entendemos que ese concepto amplía la posibilidad de comprensión de las democracias latinoamericanas que escapan a los modelos de Estado de derecho concebidos en Estados Unidos o en Europa Occidental. Entendemos que este marco teórico sirve para problematizar la gobernanza de la seguridad frente a la construcción de sistemas de ciudanía fragmentados e incompletos que marginalizan a partes relevantes de la población bajo prácticas asociadas a las políticas de «mano dura».

Después de una exposición de dicho marco teórico, presentamos cuatro estudios de caso: Brasil, Colombia, México y Guatemala. Brasil y México, elegidos por contar con un mayor número de ciudades en el listado de las 50 ciudades más violentas del mundo (México con 17 y Brasil con 16): en ambos casos, la relación de homicidios por 100.000 habitantes ha crecido desde los años 2000. Guatemala y Colombia se eligieron como ejemplos de países con alto nivel de letalidad que, sin embargo, han registrado mejoras en la relación de homicidios por 100.000 habitantes desde inicios del siglo xxi. Los dos países han experimentado políticas de «mano dura» con especificidades propias ligadas a la existencia de grupos armados guerrilleros (movilizados o en desmovilización) y de alta actividad de la economía del narcotráfico. Interesa indicar cuáles son las características de la violencia estatal y no estatal en dichos países, tomándolos como ejemplos de «violencia pluralista» en contextos de democracia formal en funcionamiento y sus posibles impactos en dichas prácticas democráticas.

II. La «violencia pluralista» como lente analítico

Los cambios políticos en América Latina, con la llegada del siglo xxi, provocaron un renacimiento de la discusión sobre la «calidad democrática» y los desafíos para la consolidación del Estado de derecho. Desde la promulgación de las constituciones postautoritarias o pluralistas hasta la llegada al poder de la «ola rosa», con presidentes de tendencias socialdemócratas como Lula da Silva en Brasil (2003) y Michelle Bachelet en Chile (2006) o de discurso más radical como Hugo Chávez en Venezuela (1999) o Evo Morales en Bolivia (2006), se renovó la discusión sobre la «calidad democrática» ante un auge de la política social (Avritzer 2018; Santos 2018; Miguel 2019).

La búsqueda de una renovada experiencia democrática, reflejada en Brasil, por ejemplo, en el bautizo del nuevo régimen como «Nueva República» y del texto constitucional de 1988 como «Constitución Ciudadana», reflejaba la esperanza de poder iniciar una era de consolidación institucional de los mecanismos democráticos (Pérez-Liñán 2007). Los problemas para la materialización de la democracia se consideraban resultantes de las dificultades para instalar mecanismos jurídico-políticos que superasen los «enclaves autoritarios» (Siavelis 2009) representados por una inercia institucional y por la ausencia de una «cultura democrática» en todo el cuerpo social (O’Donnell, Cullell y Iazzetta 2004).

Sin embargo, la permanencia o profundización de problemas estructurales de América Latina, tales como la inmensa inequidad económica, la violencia urbana, la violencia política, los déficits de participación política, la persecución a líderes sociales y a minorías políticas o étnicas, la violación sistemática de derechos humanos y la persistencia de la violencia policial, ha llevado a la evaluación, por parte de la literatura especializada, de que la democracia en América Latina sería «imperfecta», «incompleta», «disruptiva» u otros adjetivos para indicar sus deficiencias (Gledhill 2000). Para Desmond Arias y Goldstein (2010), no obstante, la aplicación de esas calificaciones explicita una filiación a teorías de la democratización relacionadas con la obra de Samuel Huntington (1968), John Rawls (1971) y, principalmente, a la definición de democracia poliárquica de Robert Dahl (1971). Así, la expectativa de que las democracias en América Latina y el Caribe siguiesen los mismos pasos de las democracias en el Norte ha llevado a la aceptación por la literatura latinoamericana de una noción teleológica de evolución hacia un modelo ideal de democracia.

No obstante, el modelo poliárquico es un tipo ideal que consecuentemente no existe en América Latina. Desmond Arias y Goldstein (2010: 12, 10, 17) argumentan que la falta de bienes públicos fundamentales para la realización de una poliarquía se torna obvia cuando el tema es la seguridad pública. Aunque los países formalmente hayan superado los modelos jurídico-político represivos, en Brasil, Colombia, Guatemala o México la «pobreza, la fragmentación familiar, el abuso doméstico, el miedo, la inseguridad e inestabilidad de la vida cotidiana son una constante».

Según su perspectiva «el ideal de poliarquía es claramente inadecuado para entender la intrincada dialéctica entre poder estatal y violencia en América Latina» (Desmond Arias y Goldstein 2010: 19). Por esa razón defienden un «cambio de paradigma» que considere esas violencias no como una desviación del modelo democrático, sino como parte central de la naturaleza misma de unas democracias «violentamente plurales, con Estados, elites sociales y grupos subalternos aplicando la violencia en la búsqueda por establecer o por contestar regímenes de ciudadanía, justicia, derechos y un orden social democrático» (2010: 4-5). Subrayan además que las violencias en la región no son «aberraciones sociales», sino mecanismos propios de esas democracias para lidiar con problemas sociales y económicos producidos por la permanencia de las estructuras de desigualdad y violencia.

Las violencias en América Latina, por tanto, serían parte constitutiva de la existencia, sostenimiento y reproducción de la propia democracia formal emergida de los regímenes autoritarios (i. e. Brasil, México) y/o de las situaciones de conflictividad/guerra civil (i. e. Guatemala, Colombia) acaecidas entre los años 1980 y principios del siglo xxi. La ampliación de las desigualdades sociales tras la implantación de fórmulas neoliberales a partir de 1980 profundizó, según Arias y Goldstein, los niveles de violencia social y política.

Así, los autores (2010: 21) proponen el concepto de «pluralismo violento» (violent pluralism) como forma para analizar las distintas maneras a través de las cuales actores estatales (policías, burocracias, fuerzas armadas) y actores no estatales (pandillas, grupos narcotraficantes, paramilitares, autodefensas, escuadrones de la muerte, empresas de seguridad privada) se enfrentan e interactúan al interior de las instituciones de la democracia formal. En el campo de la «sociedad civil» conviven, entran en choque y establecen alianzas grupos considerados legales e ilegales que, por su parte, se conectan con el aparato estatal, pues, en contextos de «pluralismo violento», la «violencia es practicada por varios actores en un sistema político».

La reflexión y el concepto propuesto nos interesan porque nos permiten abordar el tema de los impactos sociales generados por las prácticas políticas desarrolladas por los Estados aquí estudiados, sin englobarlos como «Estados villanos» o como «Estados fallidos» (Goldstein 2005) por ser incapaces de controlar a los actores no-estatales violentos o por violar sistemáticamente los derechos humanos. Por el contrario, es posible analizar los casos elegidos a partir de la hipótesis de que la acción violenta del Estado, siempre selectiva en contra de determinados grupos sociales o actores violentos, se conecta con la acción violenta de grupos no estatales variados, desde pandillas y grupos que manejan actividades ilícitas, hasta organizaciones de autoprotección ciudadana formadas por civiles armados, o guerrillas y grupos paramilitares más grandes que existen bajo diferentes justificaciones ideológicas.

Entender que existe una «violencia pluralista» nos ayuda a comprender las dinámicas de los casos analizados y evita la importación de conceptos de forma acrítica, protegiéndonos de esta manera de una ingenuidad analítica vinculada a la tradición de la filosofía política europea que considera que la existencia de las sociedades solo es posible bajo la vigencia de instituciones fundadas por un contrato social que instituya la paz civil, controlada y protegida por un Estado justo que garantiza el goce de derechos (Mouffe 2013).

En países como los aquí estudiados, el «[estado de] excepción como regla» (Agamben 2005) es la realidad cotidiana, lo que nos acerca a la alerta de Desmond Arias y Goldstein (2010) sobre no considerar a las democracias en América Latina como reproducciones todavía incompletas de aquellas del Norte. El tejido político producido por las sociedades latinoamericanas es, bajo la hipótesis de los autores citados, ontológicamente violento y, por tanto, la aplicación de un modelo de Estado de Derecho democrático-liberal de inspiración estadounidense y europea se construye con los elementos disponibles en unas sociedades de pasado colonial y esclavista, con legados racistas y clasistas, y que evidencian una integración subordinada en la economía mundial.

III. Gobernanza de la seguridad

El debate sobre «los orígenes» de la violencia en América Latina es largo y complejo, incluyendo explicaciones de tipo económico (la inequidad económica como fuerza motriz de la violencia), sociológico (la violencia estructural legada por sociedades de tipo colonial) o cultural (el legado de prácticas de violencia como formas de organización y conducción de la vida económica y social) (Basombrío y Dammert 2013). Más allá de sus causas objetivas, que son complejas y variadas (Solís y Cerna 2014), el tema de la «seguridad» está entre las mayores preocupaciones de los latinoamericanos[2] y consecuentemente se ha instalado en el centro de todos los procesos electorales ocurridos en los últimos años sin importar el signo ideológico. Los candidatos apuestan de forma bastante transversal por la «mano dura» o la «tolerancia cero», a veces acompañada de apelaciones a la «mano amigable» o a la «prevención» (Dammert 2007).

Entre las medidas de «mano dura» o coercitivas más frecuentes está el populismo punitivo, es decir, el endurecimiento de las penas y de la tipificación de los delitos como principal propuesta para disminuir la criminalidad ante una demanda popular por «más seguridad». Esta tendencia tiene varias explicaciones a nivel electoral. Una de ellas es tomar las demandas de más seguridad como una herramienta para vincularse con la opinión pública. En segundo lugar, se encuentra la tendencia a enfatizar las presunciones simplistas sobre violencia y criminalidad que posee la ciudadanía sin hacer uso de metodologías adecuadas para recabar la información. Mientras que el último elemento corresponde a la indiferencia de los políticos con los efectos causados por las medidas implementadas, especialmente aquellas que endurecen el control y la sanción (Basombrío y Dammert 2013: 6-7).

Tal como señalan Basombrío y Dammert (2013: 7), al proponer soluciones punitivistas «el producto político no está necesariamente ligado al control sino a la visibilidad pública que adquieren quienes se suman a este abordaje». Asimismo, otra de las características propias de esta estrategia es la exclusión de la élite académica o científica y el remplazo por narrativas alrededor de las «víctimas» y los «vulnerables» como promotores del enfoque, como si en su condición adquirieran este derecho fundamental que apela a recuperar el orden y unos determinados valores sociales tradicionales.

Si la democracia en América Latina es un sistema imperfecto donde la excepcionalidad es norma, la ciudadanía es también una vivencia fragmentada y dispar entre los habitantes de los países. En términos de las políticas de seguridad, esa vivencia desigual de la ciudadanía se refleja en lo que Hulsman y De Celis (1984) llamaron «selectividad penal», o sea, cómo el peso de la mano represiva del Estado recae sobre determinados grupos sociales, principalmente, los más pobres, los negros o campesinos, etc. En sociedades basadas formalmente en las reglas del Estado de derecho, idealizadas bajo el principio de la equidad jurídica, las políticas penales evidencian uno de los elementos de la «violencia pluralista», es decir, la persecución penal como política de Estado demandada por la ciudadanía, conforme los resultados electorales y las encuestas de opinión lo confirman (Latinobarómetro 2018). Las políticas criminales y las prácticas de seguridad pública se configuran a partir de la entrada en la agenda pública de los temas promovidos por los intereses de actores políticos, la opinión pública y los medios de comunicación, los cuales en la mayoría de los casos buscan obtener resultados prontamente (Dammert y Salazar 2009).

La demanda social por mayor castigo se basa en la percepción de que los delitos están aumentando y que la impunidad crece, sumada a la sensación de que el orden social está siendo amenazado y que no hay castigo frente a estas acciones. Reaparecen entonces en el «acto discursivo» la penalidad y el control como instrumentos propicios para mantener el orden social mediante el reaseguramiento autoritario (Tamayo Arboleda 2016).

Uno de los aspectos del punitivismo y de las políticas de «mano dura» que merece un análisis particular por su impacto en América Latina es la criminalización de los jóvenes, especialmente de aquellos que pertenecen a sectores sociales de bajos niveles de ingreso, que poseen bajos niveles de instrucción formal y son de ascendencia negra o pertenecen a los pueblos originarios. Los problemas que asocian juventud y seguridad son numerosos: pandillas, implicación en la venta de drogas, abuso de substancias, violencia de género y crímenes contra el patrimonio. Sin embargo, este diagnóstico es aún muy limitado. Como contribución a ese debate, presentamos, a continuación, un análisis de cuatro casos representativos de las políticas de «mano dura» y punitivismo en la región.

IV. Brasil: protestas, militarización e impactos en la democracia

En junio de 2013, masivas protestas tomaron las calles de las principales ciudades brasileñas. El aumento de las tarifas de transporte público en 2012 provocó grandes movilizaciones que culminaron, ya en 2013, en las llamadas Jornadas de Junio. En Río y en São Paulo, los manifestantes padecieron una excesiva represión policial (Augusto 2015). Centenares de personas fueron arrestadas y docenas fueron procesadas por disturbios contra el orden público.

No obstante, el caso más simbólico es el del único condenado a la cárcel relacionado con las Jornadas: Rafael Braga. Joven negro y pobre, Braga fue arrestado por dos policías militares en el centro de Río de Janeiro, en la noche del 20 de junio de 2013, llevando dos botellas plásticas. Braga era reciclador y había cumplido condena por robo en 2008. En esa noche fue acusado de llevar consigo dos cócteles molotov. Aunque la defensoría pública argumentase que las botellas no eran apropiadas para hacer cócteles molotov, Braga fue condenado a cinco años de cárcel por desorden público (Corrêa 2017). Cuando en 2015 pasó al régimen parcialmente abierto, fue arrestado otra vez acusado de llevar 0,6 gramos de marihuana. Fue condenado a 11 años de cárcel, pasados a cumplir en casa de parientes a partir 2017 por estar severamente enfermo de tuberculosis.

El caso de Braga reúne elementos para pensar la relación entre violencia y democracia en Brasil. En primer lugar, destaca el tema de la «selectividad penal» (Hulsman y De Celis 1984), la aplicación del mayor rigor de la ley penal hacia determinadas poblaciones. En Brasil, esa población es la negra, pobre, de baja escolaridad y habitante de las favelas. El 80% de los presos, hombres y mujeres, tienen ese perfil, en una población general de 726.712 encarcelados (la tercera más grande del mundo, después de China y de Estados Unidos) (Infopen 2016). A diferencia de Braga, los manifestantes de clase media arrestados durante las Jornadas no enfrentaron ningún tipo de procesos penales (Rodrigues y Augusto 2016).

En segundo lugar, la cuestión del proceso jurídico. Los policías que lo arrestaron pertenecen a la Policía Militar, institución reformada en 1969 –durante la dictadura cívico-militar (1964-1985)– por la Ley de Seguridad Nacional que reafirmó su militarización (jerarquía, doctrina y tácticas) y sujeción al Ejército (Hunter 1997; Stepan 1988). El sistema de seguridad pública fue alterado por la Constitución democrática de 1988, pero la influencia de los militares en el proceso de transición política fue determinante para mantener la militarización y para introducir un artículo (art. 142) que permite convocar a las ff. aa. para garantizar el orden público. Con base en ese artículo, el Ejército y la Armada fueron habilitados para realizar misiones de seguridad pública en Río desde los años 1990, cuando pasaron a ocupar favelas en la ciudad. Entre febrero y diciembre de 2018, una intervención federal en el estado de Río de Janeiro, basada en el art. 34 de la Constitución, devolvió al Ejército la administración de la seguridad pública estatal ante la declaración formal del gobierno estatal de su incapacidad para mantener el orden público (Rodrigues, Kalil y Augusto 2018).

Un tercer punto es la forma de aplicación de la justicia. La acusación de Braga fue formalizada por el comisario de policía, basándose en declaraciones de los policías que lo arrestaron. Asimismo, la condena por «tráfico» recibida por Braga es consecuencia de la Ley sobre Drogas (Ley 11.343/2006) que diferenció «usuarios» y «traficantes» sin establecer criterios objetivos para definir las dos categorías. El resultado fue el fortalecimiento de la selectividad, llevando a que el origen social, color de piel y región de procedencia definiesen quiénes son «usuarios» o «traficantes». La Ley fortaleció el superencarcelamiento en Brasil, al punto de que, para el 2009, el 40% de los hombres y el 75% de las mujeres condenadas estaban acusados de «tráfico de drogas» (Boiteux et al. 2009).

El populismo punitivo en Brasil es especialmente evidente cuando se relaciona con poblaciones negras y pobres y/o pandillas del tráfico de drogas. Esas pandillas, en especial las operativas en Río de Janeiro como el Comando Rojo y el Tercer Comando Puro, son calificadas como grupos de «crimen organizado», aunque autores como Zaffaroni (1996), Santos (2003) y Soares (2019) señalen que esas pandillas cuentan con limitada capacidad de penetración en las instituciones públicas y poca presencia fuera de las cárceles y favelas.

Sin embargo, esa categoría funciona como «acto discursivo» en un proceso de criminalización de poblaciones específicas que cuenta con amplia «audiencia» entre las clases medias y altas. La aplicación laxa del concepto de «crimen organizado» es suficiente para legitimar la acción represiva de la policía militar, las violaciones de derechos humanos, la ligereza de la justicia penal en condenar «traficantes», la falta de interés de la opinión pública en las condiciones del sistema carcelario, y para avalar la militarización de la lucha en contra de un «enemigo» presuntamente organizado y bien equipado (Rodrigues y Labate 2016).

Aplicando el concepto de «pluralismo violento» (Desmond Arias y Goldstein 2010), la democracia en ciudades brasileñas como Río de Janeiro funciona con (y por) la articulación entre la militarización de la seguridad pública, el mantenimiento de altos niveles de letalidad policial, la aprobación por las clases medias y altas de las políticas de seguridad represivas, la gestión de territorios por las pandillas y variados grados de conexión entre políticos profesionales, líderes comunitarios, jefes de pandillas, policías y militares en la administración de esos territorios.

Es interesante notar que no hay datos consolidados sobre tasas de homicidios por 100.000 habitantes en Brasil, sino solamente acercamientos a partir de datos de las policías estatales. Aunque sea una república federativa, Brasil no cuenta con una policía nacional y el Ministerio de Justicia y Seguridad Pública es el encargado de gestionar los datos sobre encarcelamiento, pero no se ha creado todavía un sistema integrado de información sobre los índices nacionales. El Gráfico i muestra el ejercicio que se hace en Brasil de calcular una estimación nacional a partir de los números de los estados de Río de Janeiro y São Paulo, los más importantes en términos económicos y los de mayor densidad demográfica.

Esos datos, sin embargo, deben ser tomados con cautela, pues la caída expresiva de la relación entre homicidios/100.000 habitantes en el estado de São Paulo está, según parte importante de la literatura especializada, ligada más al crecimiento del control territorial del Primer Comando de la Capital (pcc), principal grupo del crimen organizado brasileño, que al éxito de las políticas de seguridad del gobierno local (Biondi 2018; Feltran 2018; Perea 2019). Algo similar habría pasado en Río de Janeiro, donde se ha aumentado desde comienzos del siglo xxi la presencia de las Fuerzas Armadas en funciones policiales y, a partir de 2008, el efecto del programa de seguridad pública llamado «Unidades de Policía Pacificadora» contribuyó a reconfigurar temporalmente las actividades de las bandas criminales en la ciudad, resultando en una disminución de las disputas violentas por territorios entre las bandas y de conflicto directo entre las bandas y las fuerzas de seguridad estatales (Rodrigues y Labate 2016).

Gráfico i
Estimación de tasas de homicidios en Brasil (2001-2009)

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Fuente: Estadísticas de Homicidios unodc (2011), Secretaría de Seguridad Pública de San Pablo e Instituto de Seguridad Pública de Río de Janeiro.

Pensando el caso brasileño, Costa Pinto (2013) entiende que una de las maneras de medir el legado de regímenes autoritarios en «nuevas democracias» es reparar lo que ha pasado con sus instituciones represivas. Para el autor, la dictadura brasileña tuvo gran «capacidad de innovación institucional» (Costa Pinto 2013: 20), introduciendo elementos en la organización del aparato represivo y de la legislación penal. Esas «innovaciones» fueron preservadas en el gobierno democrático postransición. La historia del joven Braga personifica el ejercicio de una democracia bajo «pluralismo violento», con una multiplicidad de agentes interactuando para garantizar una gobernanza del espacio urbano y de sus distintas poblaciones ante la formal igualdad de derechos combinada con grados extremos de desigualdad económica y de oportunidades.

V. Colombia: de la normalidad del estado de excepción a la represión paraestatal en una democracia fragmentada

Francisco Gutiérrez Sanín (2014) describe a Colombia como un país con una doble excepcionalidad: es la democracia más estable de América Latina y a su vez el país con la confrontación armada más longeva y los más altos niveles de violencia política. Para realizar su análisis usa la metáfora del «orangután con sacoleva» (con chaqué), que representa a una bestia incapaz de dominar su carácter violento, pero que es revestida con ropajes de legitimidad e institucionalidad, lo que lleva a que la represión y la democracia convivan mutuamente.

Tal como se señaló en el primer apartado, las interpretaciones formalistas de la democracia suelen concluir que las aplicaciones de las reglas de la democracia deben relacionarse con una menor represión o un ejercicio de ciudadanía equitativo. En suma, a mayor democracia, menos violencia. Sin embargo, el caso colombiano señala que democracia y represión han coexistido. Más importante aún, demuestra que incluso la democratización, en ocasiones, ha estado acompañada de incrementos en la violencia y la represión (Vargas Reina 2014). Esta tesis es compatible con el argumento del «pluralismo violento», en el que la aceptación de unas reglas de juego democráticas se produce en un marco de violencia activa.

En Colombia el estado de excepción ha sido prácticamente una regla a lo largo de su historia. Entre 1949 y 1991, Colombia vivió más de 30 años bajo «estado de sitio» (García Villegas 2008). El conflicto estructural y el narcotráfico fueron la justificación del funcionamiento irregular de una democracia que de por sí funciona de forma permanente en lo que formalmente habría de ser una «anormalidad» política y jurídica. Para superar esta anormalidad permanente, la Constitución de 1991 instituyó reglas claras para delimitar los estados de excepción: guerra exterior; conmoción interior, y emergencia económica, social o ecológica o grave calamidad pública (precisadas en la Ley Estatutaria 137 de 1994). El objetivo fue limitar los poderes excepcionales del Poder Ejecutivo y fortalecer la labor del Poder Legislativo en situaciones extremas (Tobón y Mendieta 2016: 69-70). Asimismo, es importante señalar que la Constitución del 1991 garantiza que no se suspendan los derechos humanos ni se permita que los civiles sean investigados o juzgados por la justicia penal militar.

Desde 1991, el estado de conmoción interior ha sido declarado solo en cuatro oportunidades por dos presidentes (César Gaviria y Álvaro Uribe), mientras que Ernesto Samper declaró un estado de emergencia. Es decir, la limitación constitucional ha servido para evitar el abuso de esta figura. Sin embargo, el país ha asistido a un importante cambio en la estructura de la represión y la actuación violenta extralegal.

El auge del paramilitarismo desde los años ochenta y su recrudecimiento en los años noventa y primer decenio del siglo xxi generó una dinámica en la que se remplazó la acción de los actores militares en facultades extraordinarias por la privatización del control de la seguridad y del territorio. En este caso, tanto el gobierno como las fuerzas militares pasaron de un papel activo en la represión a un papel pasivo o colaborador, en algunos casos, ante la presencia de los grupos paramilitares, que se oponían a la subversión y actuaban al servicio de intereses privados.

En el caso colombiano, la existencia de una democracia formal desde, por lo menos, el final de la dictadura de Rojas Pinilla (1957), se dio en un contexto muy particular de conflicto civil agravado, a finales de los 1970, con el crecimiento de la economía del narcotráfico y la «guerra contra las drogas» declarada a partir del gobierno de Belisario Betancur (1982-1986). La caída en la relación entre muertos por 100.000 habitantes siguió no solamente tras la entrada en vigor de la Constitución de 1991, considerada un texto progresista e inclusivo, sino también tras la desarticulación de los principales cárteles del narcotráfico: el de Medellín, con el asesinato de Pablo Escobar, en 1993, y el de Cali, con la prisión de los hermanos Rodríguez Orejuela, en 1995. Con un pico de 70,2 homicidios por 100.000 en el año en que empieza el gobierno de Uribe Vélez y la aplicación del Plan Colombia, hay una consistente caída de la relación homicidios/100.000 habitantes durante los dos mandatos de Uribe, período en que fue aplicada su política de seguridad pública de «mano dura» (la Política de Seguridad Democrática), que se articuló con el proceso de desmovilización de las Autodefensas Unidas de Colombia, principal grupo paramilitar del país, y la acentuación del combate a las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (farc), que disminuyó la capacidad operativa de los frentes de dicha guerrilla en toda Colombia. Asimismo, los números oficiales en Colombia indican, para 2010, una relación de 34,4 homicidios por 100.000 habitantes, cifra superior a los 10 homicidios por 100.000 habitantes tolerados por la Organización Mundial de Salud (Cerqueira et al. 2019).

El período de aplicación de la política de «seguridad democrática» es considerado como el momento de mayor aplicación de la selectividad punitiva, centrando la represión estatal en las farc, por ejemplo, mientras se avanzaba en el acuerdo de desmovilización con el paramilitarismo (Rodríguez 2015). Colombia ha sido condenada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos, como lo demuestra la sentencia proferida en 2018 sobre el caso de ejecuciones extrajudiciales ocurridas en 1995 y 1997, en la cual se cuestiona el concepto de «seguridad nacional» y se señala un modus operandi caracterizado por la muerte de civiles posteriormente presentados como miembros de grupos armados ilegales dados de baja en combate (los «falsos positivos»), mediante diversos mecanismos de distorsión de la escena del crimen y de las circunstancias (El Espectador 28/12/2018).

El último caso pone en evidencia la forma de acción de las Fuerzas Armadas, quienes se valieron del conflicto armado para realizar prácticas sistemáticas de ejecución extrajudicial de civiles que luego se presentaban como guerrilleros dados de baja en combate. Durante 1998 y 2010 fueron asesinados 6.600 jóvenes en el marco de políticas como la «seguridad democrática», que creó incentivos para los militares que presentaran «resultados» de combate en la lucha contra los «narcosubversivos»:

Gráfico ii
Tasas de homicidios en Colombia (1995-2010)

C:\Users\locur\AppData\Local\Temp\Temp1_archive.zip\grafico2_correccion-02.jpg

Fuente: Policía Nacional de Colombia.

[…] una modalidad específica del crimen de ejecución extrajudicial, en la cual se utiliza un mecanismo ficticio para obviar la antijuridicidad del acto, recurriendo a la única circunstancia en que la eliminación de vidas humanas puede evadir su condición de acto punible: cuando se mata en medio de un combate o enfrentamiento armado, enfrentando a otro actor armado que está atentando simultánea y positivamente contra la propia vida; en otros términos, cuando se mata «en legítima defensa» (Giraldo 2011: 6).

Los «falsos positivos» son un ejemplo de la violación sistemática de derechos humanos por parte de las fuerzas de seguridad del Estado, bajo la presión de mostrar resultados de seguridad en el marco de una política que se definía a sí misma como de «mano dura y corazón grande». Ante la «audiencia» nacional, el presunto involucramiento de las víctimas con la subversión justificaría su ejecución extrajudicial. En estos casos quedan evidenciadas tres dimensiones del funcionamiento del «pluralismo violento». La primera es la institucional, en la que de la legitimación constitucional de los suprapoderes militares amparados en el estado de excepción se pasa a una represión encubierta, paraestatal.

La segunda es la necesidad de presentación de resultados de la política. Como se señaló en el segundo apartado de este texto, las políticas de «mano dura» buscan captar a la audiencia de cara a las elecciones en las que se da una pátina de legitimidad popular al procedimiento de excepción. Pero la sociedad urgida de respuestas y que avaló electoralmente estas iniciativas tiene expectativas altas que se pueden convertir en castigo electoral de no verse satisfechas. Más aun, el discurso del Uribe apelaba justamente a que los anteriores gobiernos habían sido ineptos y por tanto el suyo se justificaba en su eficacia (Rodríguez 2015). La eficacia supone en este caso la creación de un sistema de incentivos que estimulen a los actores institucionales a actuar de forma acorde con los objetivos del gobierno. La presentación de «bajas» en combate es uno de los resultados esperados que se premiaban, pero también se generaron otros sistemas como la implementación de sistemas bonificados de delación o la captura por parte del Ejecutivo de los sistemas de inteligencia.

La tercera es la dimensión social, lo que nos lleva a repasar la construcción y el ejercicio de la ciudadanía y el Estado de Derecho. En este caso vemos el resultado de la construcción de ciudadanías exclusivas y excluyentes presente en muchos países latinoamericanos. Se mezclan, en este sentido, la condición con la estructura, es decir, la criminalización de determinados sectores que ya hemos mencionado, jóvenes, pobres, marginales y la presunción de que ciertos sectores o zonas son prescindibles. Los jóvenes «falsos positivos» no se consideran con la misma relevancia social que un joven de clase media alta del norte de Bogotá; asimismo, se parte de que su desaparición puede ser asumida socialmente en el marco de la violencia común y que su entorno no cuenta con los recursos para confrontar al sistema. En suma, el país registra una construcción democrática centrada en el discurso securitario que redunda en una fragmentación de la ciudadanía, la captura de las instituciones y la creación sistemática de espacios de institucionalización de la represión violenta legal o ilegal.

VI. México: narcos, militarización y autodefensas

En diciembre de 2006, Felipe Calderón (Partido de la Acción Nacional, pan) asumió la presidencia de México bajo sospechas de fraude electoral. Con su legitimidad comprometida, uno de sus primeros actos como presidente, en enero de 2007, fue declarar la guerra frontal contra el narcotráfico (Benítez Manaut 2010). Se calcula que entonces el 90% de la cocaína que llegaba a Estados Unidos era controlada por narcotraficantes mexicanos (Rosen y Zepeda 2016).

La cercanía al gran mercado estadounidense ha provocado una situación peculiar en México, en la que grupos bien armados, con muchos recursos económicos, con penetración en los aparatos de seguridad del Estado en todos los niveles y con influencia política local y nacional, han pasado a disputar con violencia las principales rutas de entrada de la cocaína andina, las zonas de producción de amapola/heroína en México y los pasos principales en la frontera con ee.uu. (Tokatlian 2017). El equilibrio existente entre las organizaciones mexicanas desde fines de 1980 hasta la formación de la Federación de Sinaloa, bajo comando de Joaquín «el Chapo» Guzmán, a finales de 1990, cambió con la emergencia de nuevos grupos en el 2000, como Los Zetas, los Caballeros Templarios y La Familia Michoacana. Cuando asume Calderón, la demanda popular por «más seguridad» era un tema compartido por la mayoría de los mexicanos (Watt y Zepeda 2012; Grillo 2012).

Calderón destinó al Ejército y la Armada a misiones de apoyo a la policía federal, así como a actividades de control de puntos estratégicos y operaciones de captura de capos. En 2007, se negoció con ee. uu. la Iniciativa Mérida, cuyos recursos (us$ 1,6 millones) fueron empleados en el refuerzo de las capacidades operativas de las Fuerzas Armadas (Rosen y Zepeda 2016). Esto llevó a una escalada de la confrontación con el narco, lo que resultó en un aumento de los homicidios, calculados en aproximadamente 80.000 los muertos/víctimas generados por la violencia relacionada con el narcotráfico hasta 2012 (Castañeda y Aguilar 2012).

El crecimiento de la violencia asociada al narcotráfico y de las denuncias de violaciones de derechos humanos por miembros de las Fuerzas Armadas fueron temas de la campaña presidencial de 2012 en la que ganó Enrique Peña Nieto (Partido de la Revolución Institucional, pri). Peña Nieto señaló que disminuiría el énfasis en la militarización, sin embargo, siguió con el empleo de militares en funciones de seguridad pública (Jones 2016; Rodrigues y Labate 2019).

Un caso que ilustra la situación enfrentada por México respeto al impacto de las políticas de seguridad es el del estado de Guerrero, en la costa pacífica de México. En el año de 2011, Acapulco apareció en cuarto lugar en el ranking de las 50 ciudades más violentas del mundo (Rodrigues, Kalil, Rosen y Zepeda 2017).

Tabla i
Posición de Acapulco entre las 50 ciudades más letales del mundo 2011-2016

Año

Posición

Homicidios

Población

Tasa por 100.000 habitantes

2011

4

1.029

804.412

127,92

2012

2

1.170

818.853

142,88

2013

3

940

833.294

112,80

2014

3

883

847.735

104,16

2015

4

903

862.176

104,73

2016

2

918

810.669

113,24

Fuente: Consejo Ciudadano para Seguridad Pública y la Justicia Penal (2016).

El aumento explosivo de la violencia en Acapulco se relaciona con cambios ocurridos en la economía política del narcotráfico en las Américas y la creciente demanda de heroína producida en Guerrero. Con el aumento del valor estratégico del estado y de la zona metropolitana de Acapulco (zma), las pandillas locales hicieron alianzas con organizaciones con presencia transnacional como La Familia Michoacana, Jalisco Nueva Generación y Los Zetas.

Las disputas por territorios y rutas en un escenario de altas ganancias financieras suelen generar competencia violenta entre diversos actores armados (Krauthausen y Sarmiento 1991), algo que también ocurrió en Acapulco. El gobierno estatal y el gobierno federal respondieron con el despliegue de fuerzas militares y Policía Federal en octubre de 2012 (Jones 2016). En la Tabla i se observa cómo en el año 2013 hubo una disminución relativa del número de homicidios que se estabilizó en los años siguientes.

No obstante, la militarización no ha disminuido significativamente la tasa de homicidios. Lo que ocurrió fue una reconfiguración de la violencia en el tejido urbano de Acapulco, provocando un desplazamiento de la confrontación violenta hacia las áreas pobres y hacia el interior del estado. A su vez, la entrada de los cárteles en competencia y las fuerzas militares ha impulsado la formación de grupos de autodefensa entre los agricultores del interior del estado (cndh 2013).

La desaparición de 43 estudiantes de Ayotzinapa, en septiembre de 2014, ha llamado la atención mundial sobre la articulación entre fuerzas políticas, grupos narcotraficantes y policía local. Las investigaciones apuntaron como responsable al exacalde de Iguala, José Luis Abarca, que consideraba la acción política de los estudiantes perjudicial para las pretensiones políticas de su esposa, María de los Ángeles Pineda. El alcalde y su esposa están desaparecidos. El caso de los «43 de Ayotzinapa» se produjo durante el auge de la presencia militar en Guerrero, lo que no impidió que los agentes de violencia locales (policía municipal y pandilla local) siguiesen con sus prácticas de colaboración en conexión con la élite política local.

Es posible, ante ese escenario, sostener que, en Guerrero, como un microcosmos de México, existe una situación de «violencia pluralista» (Desmond Arias y Goldstein 2010) en la que la vida económica y social se organiza por y con el aporte de fuerzas políticas y agentes de violencia variados, estatales y no estatales, locales, federales e, incluso, de expresión transnacional. La situación de violencia explícita seguirá mientras el estado de Guerrero sea estratégico en la economía política del narcotráfico o hasta que un equilibrio de fuerzas pueda ser establecido entre los diversos agentes de violencia presentes en el estado.

El año 2000 en México resulta clave por la elección de Vicente Fox (pan) a la presidencia de la república, poniendo fin a siete décadas de control del pri (Zaragoza Ramírez 2012; Wirth 2006; Felbab-Brown 2019). En términos de seguridad pública, parte de la literatura señala que hubo una coincidencia entre el aumento de la importancia de los cárteles mexicanos en la dinámica del narcotráfico en el continente (ante la fragmentación de los cárteles colombianos) y los cambios en la estructura de las instituciones políticas del nivel federal, hecho que dio lugar a la realización de acuerdos y arreglos de corrupción entre la burocracia, políticos y miembros de grupos ilegales, abriendo espacio para nuevas y violentas disputas por territorios, influencia política y puestos estratégicos (Rodrigues y Labate 2019).

Siguiendo esa hipótesis, si analizamos los datos sobre homicidios en México podemos ver que hubo una caída en el nivel de muertos por 100.000 habitantes durante el gobierno Fox, revertida con intensidad a partir de la ascensión de Felipe Calderón (pan) a partir de 2007, año en que fue firmada la Iniciativa Mérida y empezó la llamada «guerra contra el narco». El Gráfico iii registra, precisamente, la tendencia de crecimiento en la tasa de homicidios hasta el momento en que analizamos aquí el proceso de militarización en Acapulco, Guerrero, a partir de 2011.

Gráfico iii
Tasas de homicidios en México (1997-2010)

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Fuente: Policía Nacional de México.

En 2018, con la elección de Andrés Manuel López Obrador (morena) a la presidencia de la república, vino la expectativa de un cambio significativo en la «guerra contra el narcotráfico». Aunque ese cambio haya sido incorporado en su campaña presidencial, una vez elegido, López Obrador anunció la formación de una nueva fuerza militariza de orden federal, la Guardia Nacional, compuesta por elementos de la Policía Federal (ya militarizada) y mandos de las fuerzas armadas. Su promesa de sacar a las Fuerzas Armadas de la «guerra» contra los cárteles no significó, por tanto, la «desmilitarización» del conflicto entre el Estado y las organizaciones narcotraficantes, pues la nueva Guardia Nacional está planificada para mantener una estructura de tipo militarizado, con doctrina, tácticas, equipos y objetivos estratégicos semejantes a los empleados por el Ejército y la Marina de Guerra.

VII. Guatemala: maras, pena de muerte y criminalización juvenil

En el conjunto de países estudiados, Guatemala es el que alcanzó la democracia formal más recientemente: en 1996. Sin embargo, al igual que otros países de Centroamérica, su proceso de transición ha estado marcado por el paso de la guerra civil a la violencia criminal y la represión. Además, es uno de los países de América Latina con una base institucional más débil (Ambrus 2017). Tras la guerra, la presencia del crimen organizado se acentuó saliendo de la clandestinidad y estableciendo redes con miembros de las fuerzas oficiales de seguridad.

A su vez, el fenómeno de las maras se generalizó en el país generando una sinergia entre corrupción, crimen y exclusión. El poder de las organizaciones criminales, tanto narcotraficantes mexicanas (especialmente Los Zetas y el Cártel de Sinaloa) como las maras, se asemeja al de un país en el que operan organizaciones insurgentes con capacidad de controlar provincias completas (InSight Crime 2017) y, por tanto, el Estado opera de forma parcial y fragmentada, rivalizando con los poderes fácticos.

En este escenario, los procesos electorales son continuamente cooptados por candidatos que en ocasiones parecen competir por las propuestas de mayor severidad punitiva. De hecho, en el proceso electoral para las elecciones del 16 de junio de 2019, cuatro candidatos presidenciales propusieron reactivar la pena de muerte (Figueroa 2019). Pero no solamente los candidatos a la presidencia intentan revivir esta práctica: en junio de 2019 dos diputados presentaron la iniciativa para reformar el Código Penal en lo que hace a los delitos de asesinato, magnicidio, parricidio y pedofilia. Sin embargo, estas propuestas no son más que retórica dado que la Corte Constitucional guatemalteca dejó la pena capital fuera del ordenamiento jurídico en todos los delitos basándose en los compromisos internacionales con la Corte Interamericana de Derechos Humanos.

Además de dicha propuesta, otras iniciativas punitivas han hecho carrera recientemente en el país; es el caso de la Iniciativa de Ley 5266 (Ley Antimaras) presentada en 2017 y que ya ha superado dos de los tres debates necesarios para convertirse en ley. La propuesta establece penas de cárcel y multas por la vinculación a pandillas, por obligar a menores a vincularse y para los que ejerzan su liderazgo. Asimismo, introduce el delito de «terrorismo», entendido como cualquier forma de coacción, lo que facultaría al presidente, en Consejo de Ministros, a poder declarar a las organizaciones criminales como «grupos terroristas» y permitiría al gobierno declarar el estado de sitio, militarizar la seguridad ciudadana, además de prohibir las reuniones sin autorización y las publicaciones consideradas contrarias al orden público.

En Guatemala aún existe un debate sobre la definición de pandilleros, lo cual plantea interrogantes sobre los parámetros que se deben utilizar para arrestar a los miembros de dichas organizaciones. Sin embargo, en el proyecto de ley se criminaliza la integración en pandillas independientemente de que cometan o no acciones delictivas, sin atacar las verdaderas causas de este fenómeno social y englobando todas las dimensiones del fenómeno, violentas o no, en una tipificación penal.

Estas medidas ya han sido aplicadas en otros países de la región con escasos resultados y efectos como la reorganización de las pandillas (Insight Crime 2017). Además, una política de este tipo, tal como alertan varias instituciones, puede llevar a un mayor hacinamiento carcelario (InSight Crime 2017). Cabe recordar que el sistema carcelario guatemalteco es un sistema desbordado que no tiene ninguna función de reintegración social, siendo una eficiente plataforma criminal desde la que operan las organizaciones criminales con impunidad y en muchos casos con la connivencia de las autoridades.

Como se ha analizado en los demás casos, las políticas de «mano dura» y punitivistas intentan dar una solución «sencilla» en apariencia, basada en el aumento de las penas y la ampliación de los tipos penales, pero que obvia los graves problemas estructurales que están en la base del problema. Edgar Ortiz (2018) señala, sobre la iniciativa de ley, que esta no resuelve ningún problema porque no faltan leyes, sino que el sistema es incapaz de aplicarlas. De hecho, algunos de los puntos contenidos en la propuesta ya están contemplados en otras que tipifican y penalizan claramente las conductas criminales asociadas a las maras.

La búsqueda de soluciones al problema de las maras que enfrentan los países del triángulo centroamericano es un problema de seguridad, dados los lazos entre las maras y el crimen organizado, pero también es un reflejo de un «pluralismo violento». Las pandillas se originan en los vacíos del Estado, pero también en la convivencia del mismo con la violencia y la fractura de los procesos de ciudadanía. A su vez, se ha construido un discurso en el que el joven es criminalizado por el marco social en el que nació: principalmente, los jóvenes varones de zonas urbanas y provenientes de sectores populares. Aunque las explicaciones a la violencia juvenil se basan en datos y evidencias empíricas, estas quizá solo reflejan el resultado social de un proceso de raíces más complejas.

Si tomamos el año de 1996 como un marco para el proceso de democratización en Guatemala por cuenta de los Acuerdos de Paz, tenemos una serie histórica hasta finales de la primera década del siglo xxi que indica una tendencia de leve crecimiento de la relación de homicidios por 100.000 habitantes tras una brusca caída después del final de la guerra civil. Los niveles de homicidios en tiempos de democracia formal, sin embargo, se establecieron en alrededor de 60 muertos por 100.000 habitantes, relación muy superior a la de 10 homicidios por 100.000 habitantes considerada como tolerable por la Organización Mundial de Salud (Cerqueira et al. 2019). Una variable que difícilmente disminuirá dada la importancia adquirida por las rutas centroamericanas en el negocio del narcotráfico, lo que ha contribuido a profundizar las disputas por el control de los pasos hacia México (Astorga y Shirk 2013).

En ese contexto, vale la pena señalar la importancia de la construcción de un discurso particular y dominante sobre los jóvenes varones pobres, desde un punto de vista securitizador que permea no solo a las posturas más radicales contra la violencia, sino incluso a aquellas que plantean abordajes sociales. Según Lemus (2018) este discurso se nutre a partir de tres posiciones de enunciación e intervención: criminalización, prevención y crítica de la estigmatización, que, a pesar de su aparente diferencia u oposición, guardan rasgos comunes. En primer lugar, por el sujeto específico al que se refieren: urbano, de sectores populares y estratos bajos. En segundo lugar, porque asocian la violencia que involucra a estos jóvenes en términos de factores de riesgo y en clave de carencias que padecen como individuos. En tercer lugar, porque comparten una imagen ideal de cómo deberían ser las personas jóvenes: responsables, optimistas, creativas, productivas, propositivas, emprendedoras, trabajadoras, buenas ciudadanas.

En este caso, la creación de paradigmas que se suponen la norma en la cual debe regirse la existencia tanto de la democracia como de sus ciudadanos, y en particular de los jóvenes, no solo no es capaz de explicar la complejidad de la situación de la inseguridad y las fallas del Estado, sino que, además, tiende a buscar soluciones que vuelvan a llevar «al buen cause» la situación sin entender que en determinados contextos simplemente existen «otros causes» como los «pluralismos violentos».

Gráfico iv
Tasas de homicidios en Guatemala (1995-2009)

C:\Users\locur\AppData\Local\Temp\Temp1_archive.zip\grafico4_correccion-04.jpg

Fuente: Policía Nacional de Guatemala.

VIII. Conclusiones

Ese artículo es un ejercicio de análisis de la relación entre violencia y democracia formal en América Latina partiendo del concepto «pluralismo violento» elaborado por Desmond Arias y Goldstein (2010) en su crítica a las interpretaciones tradicionales en las ciencias políticas sobre la noción de democracia y su conexión con las prácticas de violencia diseminadas en las sociedades latinoamericanas. Para los dos autores, la literatura producida entre las décadas de 1980 y 1990, bajo influencia del debate sobre transición del autoritarismo hacia democracia elaborado en países del Norte, importó un concepto de democracia que no existe en América Latina, no por falta o defecto, sino por la dinámica misma de la vida política, económica y social del subcontinente. En ese sentido, aunque formalmente democráticos, la mayoría de los países de la región mantendrían patrones de funcionamiento de las instituciones y de su vida sociopolítica y económica en conexión con altos grados de violencia «asimilada» a los mismos procesos: violencia política, violencia de Estado, violencia criminal.

Tomamos los casos de Brasil, Colombia, Guatemala y México por representar distintos procesos de «transición democrática» desde finales de 1980, unidos, sin embargo, a altas tasas de homicidios que son usadas en este artículo como proxies para acceder a los niveles de violencia en dichos países. Con la reflexión de Desmond Arias y Goldstein (2010) y consultando al tradicional índice de calidad democrática de Freedom House es posible aclarar cuestiones relevantes. Por ejemplo, que para Freedom House (2019), una democracia liberal en su plena forma está basada en la articulación de dos niveles: el de los derechos políticos y el de las libertades civiles. Cada nivel tiene sus «normativas»; cada normativa tiene sus índices.

En los cuatro países analizados, desde el punto de vista de la seguridad pública, se evidencia que la normativa del «Estado de Derecho», en particular de las libertades civiles, es el punto débil de sus democracias. Normativas formales en el nivel de los derechos políticos –como el pluralismo político, el funcionamiento del gobierno y el proceso electoral–, así como la libertad de expresión y el derecho de asociación, normativas de la libertad civil, se encuentran organizadas en patrones cuyos problemas no están tan lejos de aquellos en los países del Norte. Las tasas de homicidios, a su vez, demuestran un problema con los índices de la normativa del Estado de derecho que, también en el nivel de las libertades civiles, resulta en problemas para la autonomía individual y para los derechos individuales.

Bajo la normativa del Estado de derecho están precisamente los índices asociados a la seguridad pública. En los cuatro países, la democratización no ha traído reformas estructurales, particularmente en las instituciones que controlan el derecho civil y penal y que aseguran los criterios de democracias liberales plenas, tales como un poder judicial independiente, el debido proceso legal, la protección contra el uso ilegítimo de la violencia y la aplicación igual de la ley para todos los sectores de la población. Las altas tasas de homicidios ejemplifican las consecuencias de una realidad marcada por legados de violencia ligados no solamente al pasado reciente de autoritarismo y/o conflictos civiles, sino a debilidades más profundas que remiten a legados coloniales y a la de sus formaciones sociales y económicas. Los estudios de caso que presentamos buscan dar sustancia y evidencias empíricas y analíticas al modelo teórico de Desmond Arias y Goldstein (2010), que sugiere modos más complejos y auténticos para el estudio de las sociedades políticas, sus fracturas y retos en América Latina.

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[1]. Los autores agradecen a la Dra. Mariana Kalil la elaboración de los gráficos y el tratamiento estadístico y a Matías Mongan su apoyo en la revisión del texto. También agradecen los comentarios y las sugerencias de tres evaluadores anónimos de América Latina Hoy, Revista de Ciencias Sociales, a la primera versión de este artículo.

[2]. La segunda mayor preocupación después de la situación económica según los datos del Latinobarómetro (2018).