ISSN: 1130-2887 - eISSN: 2340-4396
DOI: https://doi.org/10.14201/alh.31586

Introducción: el antiimperialismo de las izquierdas latinoamericanas durante la guerra fría

Eudald Cortina Orero

Daniel Rodríguez Suárez

Alberto Martín Álvarez

I. Introducción: Estados Unidos en América Latina

Desde su nacimiento como Estado independiente Estados Unidos emprendió una carrera para llevar sus fronteras más allá de las trece colonias liberadas del yugo británico. El objetivo se fijó en alcanzar la costa del Pacífico desde los territorios atlánticos y para ello se estableció como premisa por el presidente Thomas Jefferson la compra de la Luisiana francesa, lo que hoy corresponde a la parte central de los Estados Unidos. Esta compra dejó bajo el control del joven país el puerto de Nueva Orleans y la navegación por el río Misisipi. A partir de este momento, principios del siglo XIX, comenzó la expansión hacia el oeste sobre los dominios de Nueva España y los territorios de Texas.

La República de Texas terminó por anexionarse a los Estados Unidos en 1845 y un año después, a resultas de esta incorporación, Estados Unidos y México entraron en guerra. El balance final de esta intervención estadounidense fue la pérdida por parte de México de más de la mitad de su territorio.

El mito de la frontera en la historia estadounidense, donde el este civilizado avanzaba hacia el oeste como bálsamo civilizatorio, fue sustentado por un andamiaje doctrinal. El Destino Manifiesto, como mandato mesiánico de la divina providencia para controlar el continente, obró como primera elucubración para legitimar el avance sobre los territorios vecinos. También lo hizo la Doctrina Monroe, compendiada en la cita «América para los americanos», que operó como otra herramienta normativa para fundamentar la intervención estadounidense y contener la presencia en el continente de las potencias europeas. Sobre este basamento se justificó la adquisición de nuevos territorios bajo la receta de la compra, Florida, parte del actual estado de Arizona y Alaska, o la guerra, pero también la intervención sobre territorios americanos independientes como Nicaragua, ya en el siglo XX (1912-1936); como Veracruz, en 1914, de nuevo en territorio mexicano en 1917, y como Haití y República Dominicana a partir de 1915. Estas últimas intervenciones, con tropas militares sobre el terreno, se dieron cuando Estados Unidos fungía ya como dominador en su área de influencia.

Esta preeminencia frente a sus vecinos se cimentó a finales del siglo XIX tras la intervención en Cuba y posteriormente en Panamá, dos intromisiones que solidificaron el sentimiento antiimperialista en el continente. Al ya mencionado Destino Manifiesto y a la Doctrina Monroe se unieron las ínfulas expansionistas de las presidencias de William McKinley, Theodore Roosevelt y William Howard Taft. De ese modo, la transición entre el siglo XIX y el XX, y la primera década de este, aportaron un nuevo acervo legitimador al ya existente: el Corolario Roosevelt, la Política del Gran Garrote y la Diplomacia del Dólar.

Durante el mandato de McKinley Estados Unidos se erigió en potencia mundial tras entrar en el conflicto entre España y Cuba e imponerse a la Corona española en la guerra hispano-estadounidense. La guerra con España puso en manos del gigante norteamericano Cuba, Puerto Rico, Filipinas y Guam. Filipinas, Puerto Rico y Guam terminaron bajo el control directo de los Estados Unidos, y las pretensiones de soberanía nacional de los cubanos se vieron coartadas por la Enmienda Platt, adenda a la Constitución de la República de Cuba que permaneció vigente hasta 1934.

La Enmienda Platt contó con la aprobación de la Presidencia y del poder legislativo norteamericano, el Congreso, y fue impuesta por el gobernador militar estadounidense a los miembros de la Convención Constituyente de Cuba tras la independencia del poder colonial español (Le Riverend, 2001, pp. 13-27). Se inauguraba así el periodo «plattista», la política exterior de Cuba, su personalidad nacional y el ejercicio de su soberanía quedaban tutelados y sometidos a los intereses nacionales de los Estados Unidos. Tal y como han señalado algunos historiadores, la Enmienda Platt fue «uno de los documentos definitorios de la era imperial», tuvo «un efecto pernicioso sobre el desarrollo político de la República» cubana y «envenenó las relaciones entre Estados Unidos y Cuba durante el siglo XX» (Gott, 2007, pp. 169-170).

Cuba se erigió así en plataforma de lanzamiento para el proyecto imperialista norteamericano y la presidencia de Theodore Roosevelt, veterano de la guerra hispano-estadounidense en suelo cubano, no hizo más que constatarlo. El denominado Corolario Roosevelt se estableció como variante de la Doctrina Monroe y promulgó el derecho de los Estados Unidos a intervenir en los asuntos internos de los países latinoamericanos en caso de poner en riesgo la estabilidad continental. Fue aplicado por primera vez en la República Dominicana en 1905 a través del control de las aduanas de este país como herramienta para cubrir el pago a los acreedores extranjeros de esta nación. Sin embargo, la gran intrusión de Roosevelt en el Caribe fue la intervención en Colombia, la desmembración de parte de su territorio y la creación de una nueva república: Panamá. En el redactado de su constitución se repitió el texto de la Enmienda Platt y, por tanto, Estados Unidos quedaba autorizado para «intervenir militarmente» en el nuevo país «para restablecer la paz pública y el orden constitucional cuando éste fuera violado» (Bosch, 2003, p. 530). Además, tal y como sucedió en Cuba con la base militar de Guantánamo, parte de su territorio quedaría intervenido, pero bajo un régimen que no atendía al arriendo, sino a la propiedad: Panamá cedió una zona del istmo para la construcción del canal transoceánico y renunció a la soberanía, en favor de los Estados Unidos, sobre el territorio que ocuparía la infraestructura. Cuba volvió a ser intervenida entre 1906 y 1909 a resultas de la insurrección contra el gobierno del presidente cubano Estrada Palma. Esta intervención no fue la última, se repitió en 1912 y 1917. Cuba vivió hasta la revolución de 1933 bajo el signo de los gobiernos venales de signo liberal y a partir de mediados de 1929 bajo la dictadura de Gerardo Machado. Fue el periodo de la penetración imperialista, las grandes inversiones directas, el protagonismo de la banca y los consorcios empresariales estadounidenses, las crisis económicas a partir de los años veinte y los episodios recurrentes de corrupción (Le Riverend, 2001, pp. 149-279).

El sucesor de Roosevelt, William Taft, gobernador provisional de Cuba durante la intervención de la isla en 1906, y Philander Knox, que fungió como su secretario de Estado, unieron al acervo doctrinal intervencionista la Diplomacia del Dólar, el uso del poder económico norteamericano para la concesión de créditos a los países vecinos y para la preservación de garantías de inversión preferente a los capitales norteamericanos. Este modelo de política exterior fue el vehículo de entrada para ejercer el control sobre Honduras y Guatemala, la mentada presencia militar de Estados Unidos en Nicaragua desde 1912 y en la República Dominicana y Haití a partir de 1915. Todas estas ocupaciones militares se dieron ya en la presidencia de Woodrow Wilson.

Esta vorágine intervencionista tuvo continuidad, en la República Dominicana la ocupación se extendió hasta 1924, en Haití hasta 1934, en Nicaragua hubo ocupación efectiva entre 1926 y 1933, Panamá estuvo bajo control permanente y lo mismo cabría decir de Cuba. Todo ello contribuyó a hacer del antiimperialismo en el continente una posición política fundamentada en la realidad cotidiana de los países vecinos de los Estados Unidos. Un posicionamiento, ideológico y político, que no dejó de crecer hasta la llegada a la presidencia norteamericana de Franklin Delano Roosevelt en 1933. De este modo, las corrientes antiimperialistas en América Latina tuvieron una lectura alternativa a la orquestada en el resto del mundo sometido a régimen colonial, imperial o neocolonial. Una lectura que volcó sus críticas, fundamentalmente, hacia los Estados Unidos, y no tanto hacia la vieja Europa, poco a poco desplazada de la primera línea de dominación en el continente.

Es necesario destacar que el imperialismo continental tuvo su basamento en la élite de poder norteamericana y que tomó naturaleza de ley en el marco de la guerra de los cubanos contra el colonialismo español y el enfrentamiento de estos con Estados Unidos, pero también es pertinente apuntar que fue en suelo norteamericano y cubano donde se dieron las primeras llamadas de alerta. El prócer de la independencia cubana, José Martí, fue el abanderado de una lucha que ya no sólo vivía pendiente del combate contra el antiguo colonialismo europeo, sino también contra otro poder: el imperial desplegado por los Estados Unidos. Antes de caer en combate en la lucha contra el poder colonial español, Martí se mostró categórico en sus apreciaciones sobre la nueva realidad que llegaba. Según señaló el intelectual cubano Cintio Vitier en su prólogo a una de las múltiples ediciones de Nuestra América, obra seminal de José Martí, el prócer cubano señaló como argumento central en esta obra que había que armarse contra el anexionismo que medraba en Estados Unidos (Martí, 2006, p. 27). La lucha se plantearía, una vez minorizadas las potencias europeas en el continente, entre la América anglosajona, el nuevo imperio expansivo, y Nuestra América, constructo martiano para referirse a los países antiguamente dominados por el poder colonial europeo. En palabras de Martí, el imperialismo crecía en el «Norte revuelto y brutal» que despreciaba al Sur (Martí, 2006, p. 27). Martí señaló que en «el desdén del vecino formidable» que desconocía a la América colonizada residía «el mayor peligro» para alcanzar la independencia (Martí, 2006, pp. 27-28). Esta idea se la trasladó Martí, en carta inconclusa, a su amigo mexicano Manuel Mercado un día antes de caer en el campo de batalla frente a las tropas coloniales de España. Según Martí, su misión no sólo pasaba por la lucha contra el colonialismo español, sino también en «impedir a tiempo» que, «con la independencia de Cuba», se extendieran «por las Antillas los Estados Unidos» y que cayeran sobre sus territorios con su enorme fuerza (Martí, 1953, p. 153).

Martí no vivió el tiempo suficiente para constatar lo atinado de sus miedos y lo acertado de sus planteamientos sobre los horizontes que demanda la nueva batalla por la soberanía, perdió la vida en la contienda en 1895, pero su pensamiento, difundido a través de los medios de comunicación continentales, del Partido Revolucionario Cubano, de su obra y del periódico Patria, fundado junto al partido en Nueva York en 1892, fue conocido a nivel continental. Fruto de la difusión de estos planteamientos nació la Liga Antiimperialista de los Estados Unidos, fundada por Mark Twain en 1898.

II. La primera oleada del antiimperialismo latinoamericano

De este modo, es necesario señalar que, desde sus mismos orígenes, el antiimperialismo no fue un pensamiento estrictamente cubano o circunscrito a las naciones antillanas, centroamericanas o del gran vecino sureño de los Estados Unidos, México, sino un posicionamiento continental común frente al poder del norte y marcado por un fuerte sentimiento internacionalista. La política cubana, desde la toma de conciencia de los próceres independentistas, estuvo teñida de internacionalismo y trabajó para integrar a foráneos en el proyecto común de Nuestra América y en la independencia de Cuba. En el comienzo de las hostilidades contra España, en la guerra de los Diez Años, junto a los cubanos, participaron algunos dominicanos, polacos, norteamericanos, rusos, chinos, mexicanos, puertorriqueños, españoles, colombianos y venezolanos. Algo que se repitió de nuevo en la guerra del 95, en la revolución del 33 y después en el asalto al poder de los revolucionarios cubanos en 1959 (Núñez Jiménez, 1991, pp. 224-225).

El movimiento antiimperialista alcanzó su madurez en la década de 1920. Tuvo su momento en el periodo que va del final de la Gran Guerra al comienzo de la gran crisis y estuvo acompañado por la afirmación definitiva de la supremacía norteamericana a través de la consolidación de sus capitales y corporaciones a nivel continental. Una consolidación que trajo aparejada la pérdida de peso de las economías europeas, el desarrollo de las redes del comercio internacional y la endeblez del comercio interior de las repúblicas latinoamericanas, caracterizadas por la debilidad de sus industrias manufactureras, la dependencia del monocultivo y la preeminencia de sistemas políticos dominados por las oligarquías terratenientes y exportadoras.

Evidentemente la situación no era homogénea a nivel continental y existían diferencias marcadas entre el área del Caribe, Centroamérica y México, sometidas a un mayor control estadounidense, y el resto de Latinoamérica. De todos modos, a pesar de que los efectos de la expansión imperial no eran iguales para todos, la situación de Nicaragua, Panamá y el Caribe insular generó un ambiente propicio para la lucha común frente la política intervencionista del imperialismo norteamericano.

A ello contribuyó también el acervo teórico que llegó desde la vieja Europa, origen del colonialismo y el imperialismo. La obra de John Atkinson Hobson Estudio del Imperialismo (1902) certificaba que la expansión del imperialismo estaba cimentada en la búsqueda de nuevos mercados y de nuevos horizontes para la inversión de los países más desarrollados (Hobson, 1981, pp. 37-48). Unas ideas que certificaban lo acontecido en América Latina. Bajo esta influencia se pronunció también Lenin en su conocida obra El imperialismo, fase superior del capitalismo, de 1916 (Lenin, 1963). El capitalismo del libre cambio llegaba a su fin y se abría una nueva etapa donde las potencias europeas y Estados Unidos respondían a los intereses de los sectores monopolistas de la gran burguesía; los mercados dejaban de ser exclusivamente de mercancías y la exportación de capitales pasaba a ser tan importante como la de productos manufacturados; la política de extracción de materias primas del Tercer Mundo se agudizaba y esto determinaba que las potencias adoptaran el sometimiento político y militar de los países más débiles para sostener el orden capitalista mundial en el que tenían que competir y rivalizar para asignarse áreas de influencia y control. El imperialismo, según señaló Paul Sweezy ya en los años cuarenta, podía ser definido como la etapa del desarrollo de la economía mundial donde el capital monopolista pasó a ser la forma dominante del capital y las potencias capitalistas entraron en disputa por el control de los mercados (1945, p. 337). Sweezy, en su análisis del desarrollo capitalista, llevaba las ideas de Lenin a su máximo desarrollo y se apoyaba también en el argumentario del economista marxista austriaco Rudolf Hilferding desarrollado en su obra Das Finanzkapital (El capitalismo financiero), publicada en su versión original en alemán en 1910, antes de los escritos de Lenin sobre este particular. Hilferding, según apuntaba Sweezy, registraba que una de las señas de identidad del imperialismo era su «notable desviación del ideal nacional», pues negaba «el derecho a la autodeterminación y la independencia» de las naciones más débiles y «glorificaba a la nación propia frente a las demás» (1945, p. 339). El militarismo, el nacionalismo, el racismo y el creciente poder del Estado en los países imperiales pasaban a ser también características vertebradoras de la fase avanzada del capitalismo o del capitalismo financiero (Sweezy, 1945, pp. 338-355).

Las referencias teóricas llegaban también por parte de los sometidos al sistema imperialista, pues eran conscientes de las particularidades y singularidades del imperialismo norteamericano, sustentado en unas bases estratégicas que no precisaban del dominio colonial clásico. La obra de José Enrique Rodó Ariel dio origen al «arielismo» y sirvió a la intelectualidad continental para tomar conciencia de la presencia y la penetración estadounidense. El arielismo contraponía los valores de los antiguos territorios de dominación española al espíritu engendrado por el Calibán del norte, caracterizado por la exaltación del utilitarismo, el materialismo y el positivismo. El arielismo trasmutó así en antiimperialismo y en oposición a la influencia norteamericana (Pakkasvirta, 2005, p. 87). Estas premisas, de la valorización de lo propio y en las que se hacía referencia a la patria grande, entroncaban con las premisas martianas de Nuestra América y con aquella máxima de Martí que apuntaba a la necesidad de abrirse al mundo desde la raíz propia: «Injértese el mundo en nuestras repúblicas, pero el tronco ha de ser el de nuestras repúblicas» (Hart Dávalos, 2006, p. 127). Se abría así la puerta hacia un nacionalismo continental de cierto corte hispano. Algo que está en la línea también de lo apuntado por el mexicano José Vasconcelos en su obra La raza cósmica (1925). Vasconcelos señaló que en América Latina se estaba formando una nueva raza «hecha con el tesoro de todas las anteriores, la raza final, la raza cósmica» (Fernández Retamar, 2006, p. 14).

Estas ideas tempranas pronto recibieron el influjo y la reconfiguración desde las propuestas socialistas. Dentro de las corrientes antiimperialistas se insertaron las vertientes que bebían de la Internacional Comunista. En el V Congreso de la Comintern en 1924 se tomó conciencia de la necesidad de generar un frente único antiimperialista a pesar de las dificultades que representaba para la URSS compartir el liderazgo proletario con sectores del campesinado y la pequeña burguesía. Aun así, y pesar de las divergencias programáticas, se fundó poco después la Liga Antiimperilista de las Américas. De este modo, la ortodoxia soviética tuvo que convivir con movimientos donde el sujeto político y los fines no comulgaban plenamente con la revolución proletaria alentada desde Moscú. Así sucedió con la causa nicaragüense, encabezada por Augusto César Sandino, representante de un antiimperialismo dotado de fuerte carácter nacional, o la de El Salvador, sustentada por el movimiento conducido por Agustín Farabundo Martí (Deras, 2013, p. 287). Las contradicciones se dieron también con la Revolución mexicana, impregnada de una visión antioligárquica y antiimperialista; un nacionalismo revolucionario, soberanista y desarrollista, en el que no parecía tener fácil asiento el enfrentamiento entre clases como motor de la transformación nacional (Deras, 2013, p. 289). En el caso de Perú la posición de la Comintern no sólo chocaba con la postura de Víctor Haya de la Torre, cuyo propósito, a través de la Alianza Popular Revolucionaria Americana (APRA), parecía encaminado a formar una alianza continental en la que estarían integrados todos los sectores sociales, sin distinción clasista, que estuvieran sometidos al imperialismo norteamericano, sino también con las posiciones maximalistas y heterodoxas, aunque claramente marxistas, de José Carlos Mariátegui. A su vez, la entente entre Mariátegui y Haya de la Torre tampoco fue posible. Mariátegui articuló una propuesta para la transformación nacional ajustada a las particularidades peruanas, articuló la tesis «de una tradición comunista incaica» que podía ser basamento para el proyecto socialista del presente peruano (Prashad, 2022, p. 87). Mariátegui apostaba por un marxismo dúctil, alejado del sujeto teórico y que tenía presente al protagonista del cambio, al sujeto real. Esto era lo que demandaba precisamente Haya de la Torre a los marxistas de los partidos comunistas tradicionales del continente, la adaptación a la situación concreta. Sin embargo, cuando Mariátegui llevaba estas demandas a su máxima extensión, Haya de la Torre tampoco parecía sentirse plenamente convencido. En realidad, lo que separaba a ambos peruanos era el papel jugado por aquellos grupos sociales que los marxistas clásicos denominaban la pequeña burguesía nacionalista.

A la primera conferencia de la Liga contra el Imperialismo, celebrada en Bruselas en 1927, acudieron organizaciones antiimperialistas de todo el mundo. El proyecto del Tercer Mundo parecía tomar forma. Sin embargo, la representación latinoamericana fue exigua en comparación con la africana y la asiática. Ahora bien, su representación corrió a cargo de aquellos que menos comulgaban con la Comintern, Haya de la Torre, en representación de Perú, y José Vasconcelos, en nombre de Puerto Rico. El representante del aprismo y la figura más emblemática del nacionalismo revolucionario mexicano se dieron cita en Bruselas, sus posiciones fueron atendidas y se aprobaron «resoluciones a favor de la libertad de Puerto Rico y en contra del imperialismo de Estados Unidos en la cuenca del Pacífico»; pese a ello no hubo examen sustancial de la influencia del imperialismo norteamericano a nivel global y americano, el foco seguía centrado en Europa (Prashad, 2012, pp. 45-69). El antiimperialismo latinoamericano todavía no había entrado en sintonía plena con los movimientos hermanos de Asia y África. Habría que esperar todavía al advenimiento de la Guerra Fría y, sobre todo, a la agitación que supuso la Revolución cubana de 1959.

A comienzos de los años treinta, tal y como señala Pakkasvirta, el antiimperialismo radical se había divido en casi todos los países de América Latina: «Ya existían los comunistas internacionalistas y anticapitalistas, los populistas y apristas continentalistas, multiclasistas «sin olvidar a los progresistas liberales y arielistas hispanistas» (2005, p. 101). El fraccionalismo se daba entre países y en cada uno de los países. La patria grande de Haya de la Torre, el patriotismo continental e iberoamericanista de Vasconcelos, el constructo heurístico del arielismo o la concepción martiana de Nuestra América parecían tener difícil concreción en la realidad. Sin embargo, en su versión moderada, el antiimperalismo dejó un poso y muchas formaciones políticas que llegaron al poder en América Latina durante la Administración de Franklin Delano Roosevelt se posicionaron en el campo soberanista, lo que permitió algunos procesos de cambio: Lázaro Cárdenas en México, los gobiernos del Partido Revolucionario Cubano Auténtico en Cuba y del Partido Social Demócrata de Costa Rica o la participación del Partido Revolucionario Febrerista en el Gobierno de Paraguay. Los vientos del New Deal que llegaban desde el norte y el contexto de la II Guerra Mundial posibilitaron incluso episodios en los que los partidos comunistas colaboraron con los procesos políticos encabezados por el reformismo y el nacionalismo.

Ahora bien, este oasis que se extiende hasta los albores de la Guerra Fría termina con la imposición por parte de Washington de un proyecto que no permitió espacios políticos regionales que no estuvieran en clara sintonía con la política exterior norteamericana y sus objetivos de lucha contra el poder soviético (Pettinà, 2018, p. 69). La cooperación económica Norte-Sur no fue atendida y Estados Unidos, entregado a socorrer a la devastada Europa, dejó a América Latina a expensas del mercado y la competencia. Un nuevo imperialismo, no sin resistencia, se orquestó a través de las Conferencias Interamericanas de 1945, 1947 y 1948. La Conferencia de Chapultepec en 1945 explicitó que la cooperación económica y la promoción del desarrollo continental no eran la prioridad norteamericana y sí la alianza político-militar, tal y como se reflejó dos años después en la Conferencia de Río con la aprobación del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR). En la Conferencia de Bogotá de 1948 se acordó la creación de la Organización de Estados Americanos (OEA). América Latina pasó entonces a ocupar una posición periférica dentro de la agenda exterior norteamericana y el anticomunismo hemisférico se tornó arma arrojadiza contra los gobiernos continentales disidentes de la línea oficial o las formaciones partidistas que apuntaran a la ruptura del consenso impuesto por la Casa Blanca. De este modo, tal y como señalan algunos historiadores del periodo, entre 1948 y 1954, se produjo «una inversión gradual de la primavera democrática y social vivida durante los años cuarenta» (Pettinà, 2018, p. 75).

Ese nuevo contexto determinó que los gobiernos reformistas se batieran en retirada en la cuenca del Caribe y que las dictaduras ocuparan su lugar. Así sucedió durante la década de los cincuenta en Colombia, Cuba y Venezuela. El caso más dramático fue el de Guatemala, donde el proyecto reformista nacido en 1944 y encabezado por Jacobo Arbenz fue víctima del conflicto bipolar y de la nueva agenda norteamericana. Esta experiencia estuvo muy presente cuando las fuerzas revolucionarias encabezadas por Fidel Castro y el Movimiento 26 de Julio tomaron el poder tras una larga contienda sostenida contra la dictadura de Fulgencio Batista.

III. La revitalización del antiimperialismo durante la Guerra Fría

El triunfo de la Revolución cubana, en 1959, desencadenó un proceso de movilización revolucionaria que se extendió durante las siguientes cuatro décadas por toda América Latina. Como identifican Martín Álvarez y Rey Tristán (2018, p. 16), la victoria de los «barbudos» no solo impactó en términos de tácticas y repertorios de acción, con la extensión del foco guerrillero rural como estrategia predominante entre los revolucionarios latinoamericanos, sino que permitió la difusión de un nuevo marco ideológico. Este quedó configurado sobre cuatro ideas marco: antiimperialismo, liberación nacional, revolución y lucha armada.

La Nueva Izquierda que se desarrolló en este periodo actualizó la tradición antiimperialista latinoamericana, asumiéndose como continuadora de las experiencias históricas que le antecedieron, pero introduciendo a la vez reconfiguraciones notables en su imaginario.

Como apuntan Pirker y Rostica (2021, pp. 17-18), retomando a Braudel, es pertinente pensar el antiimperialismo como una «estructura mental de larga duración», que, si bien persiste, experimenta transformaciones «en sus contenidos, formas y manifestaciones». Más aún, siguiendo a Bliesemann de Guevara, estas autoras sugieren interrogar al antiimperialismo como «mito» en cuanto a «verdad paradigmática» definida por su ambigüedad y que encuentra su fortaleza precisamente en los diferentes sedimentos que la conforman.

De esta manera, el antiimperialismo de la Nueva Izquierda latinoamericana se vería permeado por imaginarios preexistentes, que reformuló, reinterpretó y, en ocasiones, invisibilizó en función de sus objetivos, su propia lente ideológica, los sectores sociales que privilegió en su movilización y la emergencia de nuevos actores en el campo internacional. Aun así, es posible identificar una serie de rasgos generales del antiimperialismo propio de la Nueva Izquierda latinoamericana, que atraviesan los artículos que componen este dosier.

La Nueva Izquierda se autoafirmó como continuidad de luchas pasadas y procesos inconclusos. Centrales en esta construcción fueron las movilizaciones anticoloniales e independentistas del siglo XIX y los procesos de resistencia al antiimperialismo estadounidense en la primera mitad del siglo XX. La Segunda Declaración de La Habana, texto fundacional en la construcción ideológica de la Nueva Izquierda, retomaría las palabras de José Martí para identificar la principal amenaza que enfrentaba América Latina: el imperialismo.

Desde el prisma de los revolucionarios cubanos, los pueblos latinoamericanos habían derrotado al colonialismo español, pero el sistema de explotación había quedado intacto. Más aún, la región se encontraba sometida y acechada por un imperialismo «mucho más feroz, más poderoso y más despiadado que el imperio colonial español» (Asamblea General del Pueblo de Cuba, 1962). La Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS) profundizó en esta idea, identificando las independencias latinoamericanas como un «traspaso formal de soberanía política». Es decir, como un proceso incompleto que los revolucionarios latinoamericanos debían proseguir. Desde este planteamiento, la movilización de la Nueva Izquierda se enmarcó bajo el signo de una segunda guerra de independencia que identificó al imperialismo estadounidense como enemigo principal (OLAS, 1967).

Las luchas libertadoras contra el colonialismo europeo y la movilización antiimperialista que antecedieron la emergencia de la Nueva Izquierda se afirmarían entonces como raíz histórica del movimiento revolucionario latinoamericano, pero también como fuente de inspiración. Es decir, como procesos sujetos a reinterpretaciones y acomodamientos, que permitieron además establecer una línea de continuidad entre procesos históricos.

Como sugieren los artículos de Alejandra Galicia y Julieta Grassetti las organizaciones revolucionarias centroamericanas de los setenta retomaron este bagaje simbólico, actualizándolo a los nuevos tiempos y al marco ideológico de la Nueva Izquierda. Si la figura de Farabundo Martí permitió a las Fuerzas Populares de Liberación (FPL) articular una tradición insurreccional propia desde el comunismo salvadoreño, el Frente Sandinista de Liberación Nacional (FSLN) haría lo propio con Augusto C. Sandino, como héroe nacional frente a la intervención estadounidense en Nicaragua y, a la postre, como uno de los principales iconos antiimperialistas latinoamericanos.

Profundizando en estos referentes simbólicos, Alejandra Galicia analiza en su artículo la construcción de una narrativa que permitió establecer una continuidad entre la solidaridad con Sandino durante los años veinte y la conformación de comités de solidaridad con el FSLN a lo largo de los setenta. Esta continuidad no quedaría limitada al plano discursivo, sino que se sustentó también en una rearticulación de las redes solidarias antiimperialistas en función de personajes clave como García Salgado, Pavletich o Machado. La proyección de estas personalidades en detrimento de otros actores que fueron centrales en el apoyo a Sandino –Valle, Turcios y Zepeda– lleva a Galicia a plantear un desplazamiento narrativo que puso en el foco la actividad solidaria de los comunistas en detrimento de un movimiento antiimperialista diverso, como el que caracterizó la red de solidaridad con Sandino.

Al igual que Sandino, la Nueva Izquierda nacida al calor de la Revolución identificó el imperialismo estadounidense como la principal barrera para el progreso político y social en América Latina. La intervención directa que había caracterizado la política de Estados Unidos durante la primera mitad del siglo XX había dado paso, con el impulso del sistema interamericano surgido tras la Segunda Guerra Mundial, a un entramado de dominación que se expresó en la esfera económica, política y militar. El dominio neocolonial de las economías latinoamericanas y la sujeción de sus gobiernos a las políticas dictadas por Estados Unidos en el marco de la Guerra Fría tuvieron su proyección en el terreno militar bajo el paraguas del Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR). El adiestramiento y la financiación de los ejércitos latinoamericanos convivieron con el apoyo directo a fuerzas contrarrevolucionarias como en Playa Girón.

En su declaración fundacional, la OLAS definiría este sistema de dominación como una estructura de poder «oligárquico-imperialista». Identificaba, de esta manera, una dominación exógena que se sustentaba en actores nacionales subordinados a los intereses imperialistas. Entre estos, junto a la oligarquía, la Nueva Izquierda ubicaría a la burguesía latinoamericana. Protagonista de movilizaciones antiimperialistas en etapas previas, las burguesías nacionales serían caracterizadas por la emergente izquierda por su incapacidad de implementar «una acción política independiente» de la oligarquía y del imperialismo. Al contrario, sería señalada como «obsecuente servidora» y «aprovechada intermediaria» del imperialismo, cuyas prácticas intervencionistas sobre la región habría justificado, cuando no apoyado (OLAS, 1967).

En línea con esta caracterización, y enfocándose en la estructura socioeconómica y política de El Salvador, el artículo de Julieta Grassetti profundiza en la elaboración del discurso antiimperialista de las FPL, una de las cinco organizaciones que en 1980 conformaron el Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN). Desde esta mirada local, podemos observar la adaptación de marcos generales de interpretación de la realidad a contextos nacionales específicos. En este sentido, el discurso de las FPL incide en la situación de «neocoloniaje» del país, para caracterizar y posicionarse respecto a las élites de poder en El Salvador. De este balance de la sociedad salvadoreña, y del carácter subordinado de sus élites, emerge el concepto de «burguesía criolla», que Grassetti analiza en su artículo como piedra angular sobre la que giraría la política de alianzas de la organización revolucionaria salvadoreña.

Las FPL, al igual que el FSLN, son ejemplos destacados del proceso insurgente que se extendió en América Latina desde inicios de los sesenta, y que nos permiten identificar otros rasgos específicos de la movilización antiimperialista del periodo.

Caracterizado el sistema de dominación y los actores que intervienen en el mismo, la Nueva Izquierda asumiría la imposibilidad de romper la estructura de dependencia mediante reformas estructurales en el marco de una institucionalidad democrática representativa. En consecuencia, la práctica antiimperialista de la Nueva Izquierda quedaría demarcada por la inevitabilidad de la revolución y el ejercicio de la violencia: «La violencia revolucionaria, como expresión más alta de la lucha del pueblo no es sólo la vía, sino también la posibilidad más concreta y manifiesta para derrotar al imperialismo» (OLAS, 1967).

Tejiendo nuevamente una continuidad con el proceso independentista, la movilización revolucionaria latinoamericana adoptó inicialmente un carácter marcadamente continental, vinculándose progresivamente a otros procesos de emancipación del Tercer Mundo, especialmente a partir de la Primera Conferencia Tricontinental de La Habana (1966) y la creación de la Organización de Solidaridad de los Pueblos de África, Asia y América Latina (OSPAAAL). En este sentido observamos como el antiimperialismo actuaría como marco aglutinante. Primero, en el campo latinoamericano, buscando articular una heterogeneidad de sectores en función de un enemigo común –el imperialismo–, y una meta compartida –la liberación–, buscando quebrar, en cierto modo, el antagonismo comunismo-anticomunismo propio de la Guerra Fría:

En ese amplio movimiento pueden y deben luchar juntos, por el bien de sus naciones, por el bien de sus pueblos y por el bien de América, desde el viejo militante marxista, hasta el católico sincero que no tenga nada que ver con los monopolios yankis y los señores feudales de la tierra. (Asamblea General del Pueblo de Cuba, 1962)

Y, segundo, constituyéndose, junto al anticapitalismo, en un fundamento ideológico común que permitió la vinculación y el reconocimiento con otros actores –del Sur global, pero también de Europa y Estados Unidos– y la conformación de una «comunidad imaginada transnacional de militantes revolucionarios» (Martín Álvarez y Rey Tristán, 2018, p. 14).

Ejemplo del carácter vertebrador del antiimperialismo como marco aglutinante es el artículo de Daniel Rodríguez Suárez, que aborda los vínculos entre la Revolución cubana y un actor tan alejado de la Nueva Izquierda como el Partido Comunista de España (PCE). El texto repasa el desarrollo de las relaciones entre Cuba y el PCE, entre el triunfo revolucionario en 1959 y finales de 1963. El autor identifica cinco etapas en este periodo, tensionadas por el carácter heterodoxo que definió en su momento inicial la Revolución cubana, el restablecimiento de relaciones con la URSS, las discusiones en torno a la lucha armada y el equilibrio en las relaciones económicas y diplomáticas entre Cuba y la España franquista, contraria al bloqueo sobre la isla impulsado desde Washington. En este contexto, el antiimperialismo se articularía como un espacio común entre Cuba y el PCE, impactando en el argumentario de los comunistas españoles en los primeros sesenta.

Desplazada la burguesía como sector que podría dirigir el proceso de liberación latinoamericano, la Nueva Izquierda encontraría en el campesinado un nuevo sujeto revolucionario. La estructura social del continente, definida por el subdesarrollo, una reducida clase obrera y amplias capas rurales en condiciones «subhumanas», hacía del campesinado una «fuerza potencial» del proceso revolucionario. No obstante, como planteó la Segunda Declaración de La Habana, este sector no podría por sí solo impulsar la revolución, ante la situación de aislamiento y atraso cultural en que se encontraba. Por el contrario, necesitaría ser alentado por la dirección política de la clase obrera y de la intelectualidad revolucionaria.

La propiedad de la tierra, la exclusión del campesinado y el vínculo entre oligarquía e imperialismo se situaron en el foco de los debates del momento. Como nos muestra el artículo de Matías Oberlin, la discusión en torno a la reforma agraria atravesó el continente desde diversas opciones ideológicas. La propuesta emancipadora de las sucesivas reformas agrarias impulsadas por la Revolución cubana tuvo su contrapeso en los procesos reformistas enmarcados en la Alianza para el Progreso, adquiriendo en algunos casos un carácter contrainsurgente. El clero progresista latinoamericano, actor emergente en este periodo con la conformación de la Teología de la Liberación, se insertaría en estos debates. En esta línea, Oberlin analiza la elaboración teórica del jesuita Ignacio Ellacuría en torno a la reforma agraria, identificando en su producción una tercera vía que buscaba superar la dicotomía propia de la Guerra Fría. Desde esta posición, Ellacuría pondría el foco en los sentidos y objetivos de estas reformas, que no deberían tener como eje la productividad, sino la justicia social.

La revolución latinoamericana, definida por la Nueva Izquierda por su carácter antioligárquico y antiimperialista, se orientó a la construcción del socialismo como vía para lograr la emancipación y el desarrollo económico y social del continente. No obstante, desde finales de los años setenta comenzarían a producirse una serie de desplazamientos y reconfiguraciones en el imaginario de la Nueva Izquierda latinoamericana.

Los procesos de resistencia a las dictaduras militares y regímenes autoritarios de Centroamérica y el Cono Sur; la imposibilidad de victorias militares por parte de las insurgencias a lo largo de los ochenta (Kruijt et al., 2020), y la experiencia revolucionaria sandinista, que introdujo innovaciones de calado como la participación electoral, la pluralidad de actores o un modelo económico mixto (Marchesi, 2019), fueron desplazando el objetivo de la movilización revolucionaria. El socialismo como meta fue dejando paso a postulados más pragmáticos y a la redefinición del vínculo entre Nueva Izquierda y democracia. En este desplazamiento, la lucha por la democracia y la recuperación de libertades políticas aparecería fuertemente unida a la defensa de la soberanía de los países periféricos, ante el intervencionismo estadounidense en Centroamérica y la amenaza imperialista (Cortina Orero, 2021).

Nuevamente, el antiimperialismo se convertiría en eje aglutinante sobre el que articular nuevas propuestas políticas. En esta dirección se inserta el artículo de Eudald Cortina Orero, quien analiza las transformaciones experimentadas por la Nueva Izquierda argentina durante la transición democrática en este país (1982-1990). Retomando el estudio del Movimiento Todos por la Patria (MTP) y del Peronismo Revolucionario (PR), el autor profundiza en las propuestas de ambas organizaciones, en función de la articulación entre antiimperialismo, democracia y liberación. Tanto el MTP como el PR señalarían la dependencia, la deuda externa y la sujeción a las políticas del Fondo Monetario Internacional (FMI) como principales amenazas para una democracia en transición en la que pugnaban diversos modelos democráticos. El resultado de esta lucha definiría la salida de la transición: hacia un proceso de liberación nacional mediante el impulso de una democracia participativa con justicia social o hacia la consolidación de la dependencia como estructura de dominación imperialista.

Los acuerdos de paz en El Salvador (1992) y Guatemala (1996) cerraron el ciclo de movilización revolucionaria de la Nueva Izquierda –excepción hecha del caso colombiano, que tuvo desde el inicio una dinámica propia y singular dentro de este ciclo–. Sin embargo, el antiimperialismo, que como nos recuerdan Bar-On y Paradela-López (2022) no es un imaginario exclusivo de las ideologías de izquierda, ha seguido permeando los discursos de partidos, gobiernos y movimientos políticos en América Latina a lo largo del último cuarto de siglo. Es cierto que sus expresiones más notables durante este periodo, sin embargo, han seguido encontrándose en el campo de las izquierdas y de forma prominente en el proyecto de Revolución Bolivariana puesto en marcha en Venezuela tras la llegada al poder de Hugo Chávez. Como apunta Cannon (2009, p. 196), el antiimperialismo venezolano no se ha limitado al campo discursivo, sino que se ha traducido en políticas concretas dirigidas a recuperar soberanía en el contexto internacional y a disminuir la influencia norteamericana en América Latina. Otros proyectos surgidos durante ese periodo de giro a la izquierda que experimentó la región en la primera década del siglo XXI, como la Revolución Ciudadana de Rafael Correa en Ecuador o el Movimiento al Socialismo en Bolivia, también construyeron su discurso sobre la base de una retórica mezcla de nacionalismo, panamericanismo y antiimperialismo. Lo característico del antimperialismo de las izquierdas en este periodo de inicios del siglo XXI es, como afirma Wainer (2015, p. 345), el hecho de constituirse como un elemento central de la crítica al neoliberalismo que, a lo largo de las décadas de los ochenta y noventa, se había erigido en una ideología con pretensiones hegemónicas en la región. Este antiimperialismo, al que el citado autor define como «posneoliberal», se ha caracterizado por la recuperación de la autonomía de los Estados en lo que respecta a su soberanía política, económica y cultural y por el regionalismo como estrategia de superación de la dependencia de la región respecto de los Estados Unidos.

Lo anterior revela que el antiimperialismo ha sido, y en buena parte sigue siendo, un componente esencial de los marcos ideológicos de las izquierdas latinoamericanas, aunque sus rasgos se han transformado en el marco de los cambios políticos del periodo posterior a la Guerra Fría. Por ello, consideramos que este monográfico constituye una aportación relevante al conocimiento de uno de los elementos más estables de esos marcos ideológicos y, por ende, de los proyectos, estrategias y propuestas de las izquierdas latinoamericanas. El origen de esta iniciativa está en el Grupo de Trabajo «Antiimperialismo: perspectivas transnacionales en el sur global» del Consejo Latinoamericano de Ciencias Sociales (CLACSO), que proveyó el marco de diálogo y el apoyo material necesarios para llevarlo a buen término y al que expresamos, por ello, nuestro agradecimiento.

IV. Bibliografía

Asamblea General del Pueblo de Cuba. (1962). 2.ª Declaración de La Habana. MinOP.

Bar-On, T. y Paradela-López. M. (2022). Anti-imperialism and anti-colonialism of the radical right: a proposed categorisation. Revista CIDOB d’Afers Internacionals, 132, 93-121.

Bosch, J. (2003). De Cristóbal Colón a Fidel Castro. El Caribe, frontera imperial. La Habana: Editorial de Ciencias Sociales.

Canon, B. (2009). Hugo Chávez and the Bolivarian Revolution: populism and democracy in a globalised age. Manchester: Manchester University Press.

Cortina Orero, E. (2021). Militancia transnacional de Montoneros en Centroamérica. De la solidaridad antiimperialista a la lucha por la recuperación democrática. En Kristina Pirker y Julieta Rostica (Coords.), Confrontación de imaginarios. Los antiimperialismos en América Latina (pp. 183-212). Buenos Aires y México: CLACSO/Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora.

Deras, R. (2013). Una mirada al antiimperialismo latinoamericano desde la invasión norteamericana en Nicaragua y la fundación de la Liga Anti-imperialista de San Salvador (1926-1927). Revista Realidad, (136), 281-328. https://doi.org/10.5377/realidad.v0i136.3089

Fernández Retamar, R. (2006). Todo Caliban. La Habana: Fondo Cultural del Alba.

Gott, R. (2007). Cuba. Una nueva historia. Madrid: Ediciones Akal.

Hart Dávalos, A. (2006). Ética, cultura y política. La Habana: Orbe Nuevo. Centro de Estudios Martianos.

Hobson, J. A. (1981). Estudio del Imperialismo. Madrid: Alianza Editorial.

Kruijt, D., Rey Tristán, E. y Martín Álvarez, A. (Eds.). (2020). Latin American guerrilla movements: Origins, evolution, outcomes. Routledge/Taylor & Francis Group.

Lenin, V. I. (1963). Imperialismo, fase superior del capitalismo. La Habana: Editora Política.

Le Riverend, J. (2001). La República. Dependencia y revolución. La Habana: Editorial de Ciencias Sociales.

Marchesi, A. (2019). Hacer la revolución: Guerrillas latinoamericanas, de los años sesenta a la caída del Muro. Siglo Veintiuno Editores.

Martí, J. (1953). Obras Completas. Tomo I. La Habana: Editorial Lex.

Martí, J. (2006). Nuestra América. La Habana: Centro de Estudios Martianos.

Martín Álvarez, A. y Rey Tristán, E. (2018). La dimensión transnacional de la izquierda armada. América Latina Hoy, 80, 9-28. https://doi.org/10.14201/alh201880928

Núñez Jiménez, A. (1991). Cultura, Estado y revolución. Londres: Periplus Publishing.

Organización Latinoamericana de Solidaridad. (1967). Primera conferencia de la Organización Latinoamericana de Solidaridad. Nativa Libros.

Pakkasvirta, J. (2005). ¿Un continente, una nación? Costa Rica: Editorial de la Universidad de Costa Rica.

Pettinà, V. (2018). La Guerra Fría en América Latina. Ciudad de México: El Colegio de México.

Pirker, K. y Rostica, J. (Coords.). (2021). Confrontación de imaginarios. Los antiimperialismos en América Latina. CLACSO; Instituto de Investigaciones Dr. José María Luis Mora.

Prashad, V. (2012). Las naciones oscuras. Una historia del Tercer Mundo. Barcelona: Editorial Península.

Prashad, V. (2022). Las naciones oscuras. Una estrella roja sobre el Tercer Mundo. Manresa: Ediciones Bellaterra.

Sweezy, P. (1945). Teoría del desarrollo capitalista. Ciudad de México: Fondo de Cultura Económica.

Wainer, L. (2015). Posneoliberalismo y antiimperialismo en la primera etapa del proceso chavista. En Andrés Kozel, Florencia Grossi y Delfina Moroni (Coords.), El imaginario antiimperialista en América Latina (pp. 343-360). Buenos Aires: CLACSO.