ISSN: 1130-2887 - eISSN: 2340-4396
DOI: https://doi.org/10.14201/alh.31262
Cinthia Balé email@usal.es 1
1 Universidad Nacional de San Martín-CONICET
Envío: 2023-02-07
Aceptado: 2023-05-04
Publicación: 2024-02-02
RESUMEN: Este artículo reflexiona sobre los desafíos epistemológicos y metodológicos que entraña el estudio de las políticas de memoria impulsadas por los estados nacionales. A partir del caso argentino centramos nuestra atención sobre tres ejes: ¿cómo comprender los procesos de institucionalización de las demandas referidas al pasado? ¿De qué modo conceptualizar a quienes desde el interior del Estado producen las políticas de memoria en el día a día? ¿Cómo comprender el efecto de «oficialidad» que caracteriza a las memorias construidas desde las agencias estatales?
Palabras clave: políticas de memoria; Estado; desafíos epistemológicos; memorias oficiales
ABSTRACT: This paper reflects on the epistemological and methodological challenges entailed by the study of state-sponsored memory policies. In light of the Argentine case, we focus our attention on three main issues: how to understand the processes of institutionalization of demands referring to the past? In what manner should we conceptualize those who, from within state agencies, produce memory policies on a daily basis? How to comprehend the effect of «officiality» that defines memories constructed by state agencies?
Keywords: memory policies; State; epistemological challenges; State’ sponsored memories
Las políticas de memoria han estado, por distintos motivos, en un lugar cada vez más predominante de la escena política a nivel global. Desde la segunda posguerra el paradigma de la memoria se ha ido expandiendo de modo tal que las apelaciones al pasado se han vuelto parte ineludible de las identidades políticas contemporáneas, así como un elemento fundamental en los modos de narrar los más diversos conflictos alrededor del mundo. El carácter polivalente del concepto no ha hecho sino aumentar su omnipresencia: usamos el término para referirnos a líneas de acción institucionales llevadas adelante por gobiernos u organizaciones de la sociedad civil tanto a escala local como nacional y trasnacional y, también, para aludir a las narrativas del pasado que circulan en el espacio social y que definen posiciones de individuos y grupos[2].
Esta expansión de la memoria como paradigma privilegiado a la hora de lidiar con el pasado ha corrido de modo paralelo a la consagración de los derechos humanos como uno de los discursos dominantes para percibir el mundo. Sin embargo, al mismo tiempo que se ha expandido la maquinaria humanitaria, y, con ella, las políticas de memoria, cada vez son más los espacios de excepción y los sujetos excluidos que esa maquinaria se propone defender o se limita a gestionar (Gatti, 2011). Trasladada al campo de la memoria, esa paradoja implica atender a la distancia entre los efectos pretendidos o declarados de las políticas de memoria –habitualmente concebidas como garantía de no repetición– y sus efectos concretos, cualesquiera que sean. En esta línea, diferentes críticas recientes han cuestionado la idea de que las políticas de memoria sean indispensables para fomentar una «cultura de los derechos humanos» (David, 2020) o, dicho de otro modo, que sea posible formar «mejores ciudadanos» gracias a la memoria (Gensburger y Lefranc, 2017). Sumado a ello, la instalación de un modelo cada vez más globalizado y estandarizado de memoria centrado en la figura de la víctima también ha sido puesta en tela de juicio (Piper Shafir, 2017; Vinyes, 2014).
En Argentina, las políticas de memoria han tomado formas muy variadas y han experimentado avances y retrocesos. Desde sus inicios, la memoria y los derechos humanos se «co-constituyeron simultáneamente como campos de saber y de acción» (Messina, 2021, p. 2) y compartieron actores, prácticas y un horizonte común, signado por la denuncia de las violaciones a los derechos humanos cometidas durante la última dictadura militar (1976-1983). En este marco, las políticas de memoria impulsadas por el Estado reconocen dos momentos fundamentales: por un lado, la conformación de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) y el Juicio a las Juntas Militares durante el gobierno de Raúl Alfonsín (1983-1989) y, por el otro, el reposicionamiento público de la memoria del terrorismo de Estado que tuvo lugar durante los gobiernos de Néstor Kirchner (2003-2007) y Cristina Fernández (2007-2015). En estos años, de forma paralela al proceso de reapertura de los juicios por crímenes de lesa humanidad, numerosos archivos, museos, monumentos, programas educativos y culturales se volvieron parte del quehacer estatal en un proceso de articulación inédito con importantes sectores del movimiento de derechos humanos (Barros, 2009).
En parte por esta razón, en los últimos años el foco del debate estuvo puesto en los «usos políticos» de la memoria y en el vínculo que, a través de ella, se establecía entre el gobierno nacional y los organismos de derechos humanos. Las polémicas desatadas en torno a ambas cuestiones dejaron en un lugar más relegado otras preguntas que nos interesa retomar aquí: ¿cuáles son los efectos de las políticas de memoria?, ¿por qué razón se han consolidado como dispositivos válidos a la hora de relacionarnos con el pasado? Y, de modo tal vez previo: ¿de qué manera analizar –antes que prescribir o evaluar– las políticas de memoria que se han ido implementando en Argentina y en otros países de la región en las últimas décadas?
En este marco, el presente texto se propone reflexionar en torno de los desafíos epistemológicos y metodológicos para el estudio de las políticas de memoria a partir del caso argentino con foco en la Ciudad de Buenos Aires. Nuestro interés estará centrado en reflexionar sobre estas políticas cuando son impulsadas por los Estados nacionales y comprenderlas en tanto dispositivos de gobierno, sin presuponer de antemano sus efectos «benéficos» para la defensa de los derechos humanos. La propuesta se sitúa en una zona de intersección poco explorada entre la sociología de lo político –interesada en comprender la producción de modos de hacer y de percibir los objetos que pueblan la actividad política (Offerlé, 2011)– y los estudios sobre memoria. A pesar de que el término «políticas de memoria» aparece a menudo entre sociólogos/as e historiadores/as (además de funcionar como una categoría nativa), los vínculos concretos entre política y memoria, así como el modo en que dichas políticas se orientan en función de lógicas de poder en el presente, han sido menos trabajados[3]. En el caso argentino, además, esta escasa atención se explica por el protagonismo del movimiento de derechos humanos que lo ha constituido en objeto privilegiado de la indagación académica; al tiempo que, por contrapartida, el accionar de las agencias estatales ha quedado históricamente menos explorado.
Percibir las cuestiones de la memoria desde la sociología de lo político contribuye a abrir un campo de indagación preocupado por la génesis de las políticas de memoria, así como la multiplicidad de factores y relaciones de poder que se desarrollan en torno a ellas. Así, en lo que sigue estructuraremos nuestra propuesta metodológica en torno a tres ejes: ¿cómo comprender los procesos de institucionalización de las demandas referidas al pasado y, en especial, el vínculo entre las agencias estatales y los «emprendedores de memoria»?, ¿de qué modo conceptualizar, describir y analizar a los agentes que desde el interior del Estado producen (y reproducen) las políticas de memoria? Por último, ¿cómo aprehender los efectos que las agencias estatales producen en la puesta en práctica de políticas de memoria? O, dicho de otro modo: ¿cómo se produce el efecto de «oficialidad» que caracteriza a las «memorias oficiales»? El caso argentino, reconocido como un "protagonista global" (Sikkink, 2008) en el ámbito de los derechos humanos y la memoria, nos brindará la oportunidad de explorar estas dimensiones que consideramos esenciales para este tipo de análisis.
La configuración del pasado como objeto de intervención de los Estados nacionales no es un fenómeno novedoso. La propia idea de «nación» tal como se construyó durante los siglos XIX y XX se encuentra imbricada con la producción y la reproducción de un pasado compartido. Sin embargo, el sentido de la intervención estatal en la rememoración del pasado ha ido mutando con el tiempo: diferentes autores coinciden en señalar de qué modo hasta la Primera Guerra Mundial la cultura de la memoria en Occidente estuvo destinada a movilizar sentimientos de identificación cívica y patriotismo (Gensburger y Lefranc, 2017; Rigney, 2018) y cómo –luego del Holocausto– el énfasis se trasladó hacia los crímenes (antes que a las «batallas victoriosas»), los testigos (antes que a los «combatientes») y las víctimas (antes que los «héroes») (Levy y Sznaider, 2002; Vezzetti, 2002).
Particularmente desde la década del ochenta, asistimos a la consolidación de un paradigma centrado en «hacer las paces con el pasado», vinculado tanto a la justicia transicional como a las «políticas de arrepentimiento», es decir, a la circulación de discursos apologéticos como principio de legitimación política (Olick, 2007). En este contexto, formas novedosas de intervención sobre las memorias sociales fueron objeto de una creciente institucionalización que, con sus modulaciones específicas, se fueron replicando en distintas partes del globo. En el Cono Sur de América Latina, este «boom de la memoria» (Huyssen, 2001) se solapó y se imbricó con el fin de las dictaduras militares que se habían impuesto en la región y la disputa por los sentidos del pasado.
Según una dinámica que es necesario explorar, el paradigma memorial se fue internacionalizando de la mano del sistema de derechos humanos a nivel global. David ha utilizado el término moral remembrance para referirse a las formas cada vez más estandarizadas promovidas por este sistema para lidiar con los legados traumáticos en sociedades posautoritarias o posconflicto (2017, 2020). Estas formas estandarizadas comparten un supuesto básico y fuertemente arraigado según el cual «recordar los crímenes del pasado» y «honrar a las víctimas» es un modo de prevenir futuras violencias.
También en la escala nacional las políticas de memoria son frecuentemente presentadas como formas de «sanación» de pasados traumáticos y herramientas para el «Nunca Más». Según Gensburger y Lefranc, si en el siglo XIX la evocación de pasados violentos tenía como función incitar a la lealtad patriótica, luego del giro hacia las víctimas las políticas de memoria aparecen como instrumentos para fomentar la tolerancia de los individuos y la cohesión social. Así, el supuesto que habilita su expansión es que es posible formar «mejores ciudadanos» gracias a la memoria, es decir, menos proclives a la violencia política (Gensburger y Lefranc, 2017). Ahora bien, a contrapelo de este sentido común, las autoras advierten que la constatación general es que las políticas de memoria no parecen tener los efectos pedagógicos deseados. Sólo como ejemplo, indican que el crecimiento electoral de la extrema derecha en Francia se ha dado de modo paralelo a la extensión de agencias y programas de memoria al interior del Estado (Gensburger y Lefranc, 2017, p. 54).
¿Cuál es entonces el problema? De acuerdo con las autoras, la idea de que el pasado nos educa «directamente» supone –de modo equivocado– que las personas y sus actitudes son unidimensionales. Pretender que los sitios de memoria, por ejemplo, tengan un efecto pedagógico o de reforma sobre quienes los visitan no considera la variedad de razones por las que los seres humanos actúan y se dejan influir unos a otros en el mundo social. Del mismo modo, el dictum «recordar para que no se repita» no reconoce la complejidad de la puesta en práctica de las políticas de memoria y los variados problemas de recepción que suponen al cruzarse con variables étnicas, de clase y generacionales, entre otras. Así, es muy común que museos y espacios de memoria en su faceta más estandarizada se dirijan a un individuo concebido aisladamente, por fuera de sus múltiples pertenencias sociales, y que apuesten por suscitar una emoción como medio eficaz para que los individuos se movilicen en una situación futura.
Ahora bien, ¿significa esto que las políticas de memoria sencillamente no sirven? En principio, estas críticas apuntan a desarmar la retórica construida en torno a ellas y considerar que, posiblemente, sus efectos sean de una naturaleza diferente de la que habitualmente se proclama. Así, antes que comprender las políticas de memoria como modelos estandarizados que funcionan como barreras para la repetición de hechos violentos, es necesario considerar el conjunto de redes y relaciones sociales que suscitan, así como su capacidad para instituir clasificaciones, actores y poderes considerados como legítimos.
Detectar esas redes y relaciones requiere al menos tres desplazamientos epistémico-metodológicos. El primero es no partir de una definición normativizada de políticas de memoria, sino, a la inversa, construirla como problema de la investigación. En línea con la propuesta de Vecchioli (2021) entendemos que la investigación empírica debe trabajar en la explicitación del sentido de las políticas e indagar por medio de qué procesos y en función de qué categorías surgió una línea de acción y eventualmente se institucionalizó en el contexto de una agencia específica: ¿cómo se fue progresivamente construyendo una función memorial como ámbito de intervención de los Estados nacionales?, ¿de qué manera fueron representadas estas funciones?, ¿qué tipo de recursos simbólicos se pusieron en juego? Ello nos lleva al segundo desplazamiento vinculado a la necesidad de distanciarnos del sentido que los actores atribuyen a la política en una retórica a menudo cristalizada. Este distanciamiento es habitualmente difícil porque, como hemos señalado arriba, tanto en Argentina como en otros países de la región la memoria se fue consolidando como campo de saber y acción de manera conjunta con el campo de los derechos humanos, dando a la reflexión en torno a la memoria una porosidad –muchas veces productiva– entre las esferas académica, de gestión y del activismo. En ese sentido, nuestra propuesta metodológica apunta no a una separación aséptica entre ellas, sino a distinguir entre las diferentes posiciones de enunciación que se ponen en juego y, eventualmente, volverlas objeto del análisis.
El tercer y último desplazamiento se vincula con un trabajo interdisciplinario que preste mayor atención al ámbito estatal. Si es cierto que para comprender los efectos de las políticas de memoria no debe adoptarse una perspectiva prescriptiva, sino que sus efectos radican en su carácter relacional, lo que importa no es tanto el contenido que vehiculizan sino el conjunto de relaciones sociales que habilitan o promueven. Desde ese punto de vista, el estudio de las políticas de memoria no puede prescindir de una reflexión sobre el Estado en tanto agente central, así como de sus capacidades efectivas y la cultura política en la cual se inscriben: ¿cuáles fueron las condiciones político-institucionales bajo las cuales se crearon y funcionaron las agencias estatales que tomaron la «memoria» como objeto de su accionar? ¿Qué actores (sociales y estatales) intervinieron? ¿Cuáles fueron las claves narrativas que pusieron en juego? ¿Qué papel jugaron las identidades políticas y las relaciones de fuerza en ese proceso? Trabajaremos sobre estos tres ejes en los apartados que siguen.
A la hora de pensar los modos en que diferentes actores sociales se relacionaron con el Estado enarbolando demandas referidas a la memoria, la sociología de la acción colectiva constituyó un aporte fundamental. Desde la segunda mitad de los años ochenta, la categoría de «movimiento social» funcionó en Argentina y otras partes de Latinoamérica para describir a un conjunto de actores que, en su carácter heterogéneo, apelaron al lenguaje de los derechos humanos como elemento fundamental de su repertorio de movilización (Alonso, 2022).
A través de esta categoría, diferentes autores buscaron explicar el impacto de la acción colectiva de resistencia y denuncia de los crímenes de las dictaduras del Cono Sur, más allá de las nociones clásicas y en apariencia caducas de «partido» o «clase». En un texto pionero, Jelin describía este tipo de acciones como «acciones colectivas con alta participación de base, que utilizan canales no institucionalizados y que, al mismo tiempo que van elaborando sus demandas, van encontrando formas de acción para expresarlas y se van constituyendo en sujetos colectivos, es decir, reconociéndose como grupo o categoría social» (Jelin, 1995, p. 122).
Con el correr de los años, y a medida que las demandas de memoria fueron incorporadas en la retórica de los Estados en general y del argentino en particular –en consonancia con la internacionalización del paradigma memorial a nivel global–, la interpenetración entre las organizaciones de derechos humanos y las agencias estatales dio lugar a nuevas categorías.
En esta línea, la perspectiva de las «arenas públicas» (Cefaï, 2011) resulta fructífera para examinar el modo en que se definen aquellas instancias donde se configuran los problemas referidos a los sentidos del pasado, según una variedad de actores, estrategias, motivaciones y resultados. Esta perspectiva apunta no a una partición binaria Estado-sociedad, sino a «cartografiar modos de interacción concretos entre Estado, sociedad política y sociedad civil, que explore sus zonas de interfase, sus espacios de interpenetración, sus lugares de mediación y sus puntos de fricción» (Cefaï, 2011, p. 146). En el caso de las políticas de memoria, se trata de mostrar cómo se ha ido constituyendo una arena internamente diferenciada dentro de la cual distintos actores («sociales» y «estatales») trabajan para establecer su influencia sobre la producción del discurso de los derechos humanos y del pasado. Desde esta perspectiva, lo que importa es dilucidar cómo los diferentes actores se desafiaron, se imbricaron o interpenetraron según modalidades específicas que, como ha sucedido en Argentina, se fueron progresivamente institucionalizando.
Esta perspectiva teórica y epistemológica permite incorporar la circulación de saberes, valores y paradigmas de acción pública en las diferentes escalas (organismos internacionales, think tanks, agencias nacionales y municipales, agrupaciones locales) y, a su vez, da herramientas para superar la dicotomía «cooptación-autonomía» que ha dominado la discusión acerca del vínculo entre los movimientos sociales y el Estado. Así, en Argentina los autores que abonaron la hipótesis de la cooptación sostuvieron que los organismos de derechos humanos como Madres y Abuelas de Plaza de Mayo cedieron su legitimidad a los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner a cambio de recibir incentivos materiales y simbólicos. Desde esta perspectiva, la política de derechos humanos de los gobiernos kirchneristas fue caracterizada como un «montaje», «que aspiró a incorporar y disolver los derechos humanos en la tradición nacional-populista» (Novaro, 2008, p. 38). De acuerdo con el autor, ello supuso no sólo la cooptación de los organismos, sino también la deslegitimación del principio de «validez general» que los derechos humanos deberían tener respecto del orden político. Este tipo de argumento se apoya sobre la supuesta neutralidad y externalidad que se atribuye a los «derechos humanos» respecto del sistema político y presupone, en un sentido análogo al criticado por David, la existencia de modos universalmente adecuados de lidiar con el pasado. En contraposición a dicha perspectiva, la mirada analítica que aquí proponemos asume que el sentido de los derechos humanos no preexiste, en realidad, a las luchas políticas por imponer el significado de los mismos (Vecchioli, 2013). Desde la perspectiva de las arenas públicas es tarea de la investigación dilucidar estas disputas por el sentido, antes que partir de nociones prefijadas. Como corolario de ello, los procesos de transferencia de recursos materiales y simbólicos desde el Estado a las organizaciones que toman a su cargo la gestión de políticas de memoria deben ser explicados no tanto como una causa, sino como el resultado –siempre contingente– de los procesos de interpenetración.
Por otro lado, la perspectiva de las arenas públicas supone distinguir grados y tipos de incorporación de las organizaciones movilizadas al Estado. Al hablar de «incorporación» nos referimos a una traducción compleja de las reivindicaciones o demandas a las agendas de políticas públicas, las leyes y los programas gubernamentales. En el caso de las políticas de memoria en Argentina, estos tipos han incluido formas de participación directa de las organizaciones de derechos humanos o de víctimas en instancias de cogestión (por ejemplo, en museos, monumentos o sitios de memoria y archivos), así como incorporaciones directas de militantes en cargos ejecutivos, legislativos o judiciales. También, es posible dilucidar formas de incorporación indirectas, signadas por la apelación de las agencias estatales a los marcos de acción, recursos simbólicos y legitimidades de las organizaciones de derechos humanos.
Por otra parte, este tipo de análisis requiere también atender a las marchas y contramarchas que supone tal traducción compleja de demandas. En ese sentido, como señalan Thwaites Rey y Sanmartino (2018), se debe tener presente que el «Estado no es solo una condensación de las relaciones de fuerza, sino también una institución-actor, una maquinaria, que no sólo asimila e incorpora presiones sociales, sino que las metaboliza, las procesa, las transforma y las devuelve bajo una nueva lógica de poder que apunta a la conservación y reproducción de tal poder conquistado» (p. 81). Una mirada atenta al análisis de las condiciones de posibilidad, las tramas, relaciones, y/o los efectos de determinadas políticas de memoria debe dar cuenta de las condiciones y transformaciones que las agencias estatales imponen sobre las demandas asociadas a la memoria, según sus lógicas específicas –tanto políticas como gubernamentales–, así como los límites que los procesos de «normalización» de los reclamos (Alonso, 2022) suponen para el potencial contestatario de los mismos.
La noción de «emprendedores» o «militantes de la memoria» ha sido fructífera para iluminar un tipo de actores que se caracterizan por dedicar sus energías personales a hacer un «uso político y público» del pasado (Jelin, 2002, p. 48). Sin embargo, a la hora de caracterizar su relación con el Estado, estos actores han sido concebidos como «lobbistas», es decir, como actores que presionan al Estado para que defienda su versión del pasado, o como «resistentes», actores que luchan contra la «versión oficial» que se impondría desde la lógica estatal. Además de su carácter dicotómico, este tipo de abordaje deja en un cono de sombra a los agentes estatales con los que los «emprendedores» efectivamente interactúan. Usualmente, las referencias analíticas no van más allá de figuras centrales como presidentes y legisladores, con frecuencia retomados sólo a través de sus discursos públicos. A contrapelo de esta tendencia, una de las preguntas centrales de la investigación en torno a las políticas de memoria se configura en torno al quiénes: ¿Quiénes proyectan, desarrollan, implementan y dan continuidad cotidiana a las políticas de memoria? ¿Cuáles son sus trayectorias, motivaciones y saberes? ¿Qué tipo de inscripciones generacionales, ideológicas, políticas y profesionales sostienen? ¿De qué saberes, narraciones y/o recursos simbólicos se sirvieron en el desarrollo de sus tareas?
Un abordaje sociohistórico y «plural» del Estado resulta útil precisamente para «personalizar» las agencias estatales, es decir, dar cuenta de quiénes son efectivamente las personas que producen la estatalidad a diario (Bohoslavsky y Soprano, 2010). Ello implica describir y analizar una política de memoria sin reducirla al accionar de un actor unívoco y autoconsciente (el «Estado» con mayúsculas), sino reconociendo la pluralidad de tensiones e inscripciones que la atraviesan desde la perspectiva de los propios actores. Ello supone recurrir a una serie de estrategias metodológicas centradas en el análisis de trayectorias, las entrevistas en profundidad a trabajadores de la memoria e incluso la observación etnográfica del fluir cotidiano de las agencias estatales. Esto último resulta una estrategia crucial para conocer los procesos de trabajo en los que se expresan nociones concretas de «memoria», las relaciones intersubjetivas y de poder que atraviesan las estructuras organizativas, así como las condiciones de trabajo, factores poco explorados, pero muchas veces determinantes de la forma que finalmente adquieren las políticas de memoria y de su duración en el tiempo.
Este abordaje tiene la particularidad de dar cuenta de las formas de sociabilidad, trayectorias e interacciones previas a la incorporación de ciertos actores al ámbito estatal y, a la vez, del modo en que esos elementos se modulan una vez que los agentes ingresan a dicho ámbito. Esta dimensión se vuelve particularmente relevante en relación con la posición de «víctima» o «afectado directo»: ¿qué ocurre cuando las víctimas se incorporan al diseño de una política de memoria? ¿Cómo concilian –o no– sus experiencias, trayectorias y redes de sociabilidad previas con el quehacer burocrático administrativo?
Según los estudios más clásicos sobre el tema, la posición de «afectado directo» ha otorgado históricamente un «paradójico privilegio»: el derecho individual de reclamar frente al Estado por un daño particular y, simultáneamente, representar la voluntad de justicia colectiva (Jelin, 1995, p. 122). En ese contexto, el familismo ha devenido un lenguaje potente para intervenir en la arena pública, de modo tal que en Argentina como en otros países, las organizaciones de familiares de las víctimas se convirtieron en la voz autorizada y fuente de «verdad» para determinar la agenda de los derechos humanos (Jelin, 2010, p. 227; Vecchioli, 2005). Para el caso argentino en particular algunos autores han deducido de este punto que el involucramiento de las agencias estatales en el período 2003-2015 reprodujo sin más la voz de los «afectados directos» obturando el camino a otras voces (Vezzetti, 2009).
Pero si comprendemos la posición de «víctima» como el producto de un conjunto de procesos sociales de construcción y de autopresentación, es necesario advertir su carácter dinámico y, desde una perspectiva sincrónica, la pluralidad de las inscripciones que un mismo sujeto «víctima» puede tener a lo largo del tiempo. En ese sentido, analizar la implicación de las víctimas en la gestión de políticas de memoria implica no asignar un sentido a priori a la posición de «afectado directo», ya que las identidades son susceptibles de modificarse en función de las variaciones de la estructura social, así como de las posiciones sucesivas de los actores en esta estructura (Fillieule, 2015, p. 204). Por esa razón, y sin dejar de reconocer la existencia de legitimidades diferenciales en el trabajo por la memoria (Balé, 2018; Cueto Rúa, 2018; Guglielmucci, 2013), resulta más pertinente recurrir, como sugiere Messina (2016), a la noción de «actores híbridos», entendida como la convergencia en un mismo individuo de posiciones sociales diferenciadas. Siguiendo esta lógica, lo que encontramos (tanto en el caso de víctimas que se incorporan a las agencias estatales u organismos de derechos humanos que participan de instancias de cogestión) es la existencia de lugares de enunciación yuxtapuestos, cuya superposición se resuelve en un sentido o en otro a lo largo de la política de un modo que es necesario desentrañar (Bale, 2023). Atender a esta posible diversidad de lógicas (generacionales, profesionales, de género y clase, etc.) permite complejizar las posiciones de sujeto tanto de quienes demandan políticas de memoria como de quienes las incorporan al quehacer estatal.
Por último, el estudio de las agencias estatales «desde adentro» implica al mismo tiempo reconocer una serie de dinámicas que exceden a los y las funcionarios/as y trabajadores/as de la memoria. La competencia intragubernamental, las lógicas partidarias-electorales, así como las limitaciones asociadas a la política exterior, muchas veces son factores que resulta necesario considerar. En ese sentido, retomamos la premisa metodológica según la cual la dinámica política y la dinámica estatal deben ser estudiadas conjuntamente, en sus vinculaciones, asincronías y mutua influencia (Camou y Pagani, 2017).
En el caso argentino, por ejemplo, ha sido señalado cómo la articulación de los gobiernos kirchneristas con el movimiento de derechos humanos tuvo como condición de posibilidad la debilidad electoral del gobierno y el descrédito generalizado de la élite política luego de la crisis del 2001. Ambos factores llevaron al entonces presidente Kirchner a ampliar su base de consenso por fuera del Partido Justicialista, incorporando, entre otros movimientos sociales, a los organismos de derechos humanos (Pérez y Natalucci, 2012). Esta articulación habilitó una «doble ruptura histórico-política» (Aboy Carlés, 2005) que fue fundante de la identidad política kirchnerista: una ruptura de corto plazo respecto de los gobiernos neoliberales de Carlos Menem (1989-1999) y las consecuencias sociales de las reformas promercado y otra de largo plazo con la dictadura militar iniciada en marzo de 1976 y el desarrollo de un patrón socioeconómico regresivo que perduraba hasta el presente (Barros, 2009; Montero, 2012). El crecimiento y la consolidación de las políticas de memoria durante los gobiernos de Cristina Fernández resultó así inescindible de este sentido histórico-político que el kirchnerismo le asignó a su alianza con los organismos. A su vez, la apelación a la memoria debe ser comprendida en el contexto de enfrentamientos puntuales que el gobierno de Fernández sostuvo con ciertos grupos económicos como la Sociedad Rural Argentina (Montero, 2016) y el diario Clarín (Balé, 2022). En esas disputas, la narrativa gubernamental del pasado resultó reactualizada y encontró una mayor cristalización institucional, dejando en evidencia el carácter inescindible de la dinámica estatal y la política.
Si, por un lado, esta propuesta apunta a una perspectiva plural o desagregada de «Estado», al mismo tiempo resulta clave detectar las especificidades que la intervención estatal supone sobre el terreno siempre disputado de las memorias sociales. Dicho de otro modo: ¿cómo pensar el carácter «oficial» de estas políticas?
Habitualmente, la noción de «memorias oficiales» refiere a la construcción de memorias hegemónicas y centralizadas que dejan en un cono de sombra los relatos locales. Lo «oficial» aparece entonces como un producto cristalizado que impide u opaca la expresión de otras memorias. Esta perspectiva es fructífera para identificar las memorias excluidas, así como los silencios, tabúes y mitos que aparecen sustentados en museos, sitios y programas educativos, entre otros. En ese sentido, resulta indispensable para forjar dispositivos críticos de las miradas sociales sobre el pasado. Pero, al mismo tiempo, la crítica per se a lo «oficial» no permite iluminar dos aspectos que, a nuestro juicio, resultan particularmente relevantes: por un lado, cómo una determinada memoria adquiere tal carácter «oficial» y, por el otro, en qué consiste ese efecto de «oficialidad», es decir, cuál es el poder diferencial de las instituciones estatales que explica que sea el Estado el objeto privilegiado de las demandas por memoria.
De acuerdo con Vinyes (2009), las demandas al Estado por «memoria», contra el «olvido» y el «silencio» deben ser entendidas como metáforas que expresan un reclamo de reconocimiento público y de actuación institucional. Hay «olvido» y «silencio» de algo que ya es conocido; el reclamo consiste en trasladar ese conocimiento privado a un reconocimiento público. Así, la sanción estatal viene a llenar un «vacío ético» que no puede ser llenado por ningún otro actor de manera equivalente.
Ahora bien: ¿cómo comprender este efecto «ético» y, sobre todo, de qué manera compatibilizarlo con la perspectiva de un Estado «plural», es decir, no reificado?
Al respecto, es útil retomar la propuesta de Mitchell .(1991, 2015) según la cual el Estado debe ser entendido como «una red de arreglos institucionales y prácticas políticas difusas que adquieren la apariencia de una forma abstracta coherente por medio de la cual se mantiene el orden social y político». Desde esta perspectiva, aquello que llamamos «Estado» no es un «objeto» separado de la sociedad, sino «el poderoso efecto por medio del cual un conjunto de estrategias político discursivas generan que ciertas funciones y personal aparezcan como separadas» (2015, p. 92). Así, lo que encontramos no son dos entidades, esferas o agentes autónomamente preconstituidos, sino un conjunto de prácticas que producen ese «efecto de distancia» o «separación», como una línea diferencial que resulta trazada y retrazada en función de los diferentes contextos. Se configura así una especie de paradoja por medio de la cual, a pesar de que el Estado está hecho de prácticas sociales, el «efecto Estado» hace aparecer dichas prácticas como algo separado. Esto configura, según el autor, una «ilusión cohesionadora» que explica gran parte de su efectividad.
En el caso de las políticas de memoria, este «efecto de distancia» permite dotar a las narraciones del pasado enunciadas desde las agencias estatales de un carácter singular que no tienen otros actores sociales. En ese sentido, preguntarse de qué modo se instituyen determinadas políticas de memoria equivale, por un lado, a comprender de qué manera un conjunto específico de prácticas sociales relativas a la rememoración del pasado aparecen –en el marco de una red de arreglos institucionales– como algo separado de la sociedad, y gozan de esa apariencia de forma abstracta y coherente (dicho de otro modo, se constituyen en «memorias oficiales»); y, por otro lado, de modo no menos importante, destacar que la función estatal, o, en términos de Mitchell, el «efecto Estado», no constituye el punto de partida de la implementación de las políticas, sino un proceso de construcción en el marco del cual el sentido de la intervención estatal resulta continuamente renegociado. Desde ese punto de vista uno de los objetivos de la investigación en políticas de memoria indaga justamente cómo un determinado sentido llega a oficializarse, es decir, se estabiliza como algo separado de los agentes sociales que le han dado origen.
Un caso interesante se vincula con el proceso de señalización de ex centros clandestinos de detención llevado adelante por la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación en Argentina. Las prácticas de lugarización en torno a estos sitios habían sido iniciadas por diferentes actores sociales desde mediados de la década del noventa. En 2003, la apertura de una nueva estructura de oportunidades políticas configuró un escenario propicio para la creación de un área específica que tomó a su cargo la tarea de señalizar los más de seiscientos ex-CCD a lo largo del territorio nacional. Gracias a la proliferación de demandas o «pedidos de señalización», la Secretaría de Derechos Humanos fue progresivamente conformando un equipo de trabajo dotado de una normativa específica (la Ley Nacional de Sitios de Memoria) y una especialización funcional. La investigación centrada sobre esta área muestra de qué modo se fueron articulando aquí la escala nacional y la local: además de proveer o gestionar los recursos materiales y las autorizaciones legales para señalizar lugares que pertenecían a las Fuerzas Armadas o de Seguridad (o, justamente, por efecto mismo de esa provisión como su potestad exclusiva), el «área de sitios» fue apareciendo como una entidad capaz de habilitar como relatos «verdaderos» u «oficiales» un conjunto de narraciones locales ancladas en cada uno de los sitios (Balé, 2020). Así, las señales que aparecen hoy como marcas cristalizadas constituyen en realidad el efecto de esa ilusión de distancia entre «Estado» y «sociedad». Su carácter impuesto no debe ser comprendido como un proceso unidireccional que se ejerce desde un poder central, sino como el resultado de un proceso de trazado y retrazado de fronteras donde la función estatal se produce y (re)produce como tal. Uno de los funcionarios del área de sitios señalaba:
–Esteban: Nosotros no podíamos poner como Estado cuestiones que a veces nos pedían que eran en el terreno de una… no sé cómo decirte. En algunos casos era información sensible y en otros casos era un discurso que no era el discurso del Estado. Un discurso más militante…
–Autor: ¿por ejemplo?
–Esteban: «Cárcel común, perpetua y efectiva a los genocidas», una consigna…, nosotros no poníamos consignas. Capaz que decíamos lo mismo. Decíamos «los crímenes de lesa humanidad son imprescriptibles, por eso están siendo juzgados». No decíamos «adonde vayan los iremos a buscar»… No podíamos poner eso. Pero a veces había organizaciones que nos lo pedían, o nos pedían firmar el cartel y muchas veces era un tema eso; al final aflojábamos muchas veces y firmaba el Estado y firmaban las organizaciones pero la idea era que el cartel era del Estado y era muy importante que lo firmara el Estado nacional, provincial y municipal. Era superador de que se pusiera una baldosa, en el caso de las señalizaciones de sitios. (Entrevista con Esteban, 28 de junio de 2018)[4]
La negociación respecto al contenido de las señales remite al modo en que la frontera entre lo que llamamos «Estado» y «sociedad» debe ser continuamente retrazada. La reticencia a incluir consignas o incluso un discurso «militante» se justifica por la voluntad explícita que aparece en el testimonio de este funcionario de producir ese plus diferencial que permitiera distinguir el discurso del «Estado» del resto de los discursos sociales. Y ello no porque el «Estado» dijera algo diferente de esos discursos, sino porque lo diferente era que lo dijera el «Estado»: es decir, que el discurso producido por un conjunto de prácticas sociales y entramados institucionales apareciera como algo diferente («oficial») respecto de la «sociedad».
La perspectiva bourdieana también resulta útil para iluminar este proceso. Desde una tradición teórica diferente de la de Mitchell, Bourdieu señala que el «Estado» debe concebirse como la sede por antonomasia del capital simbólico, constituyendo de este modo una instancia central de nombramiento. Por esa razón, una de sus funciones más generales es la producción y canonización de clasificaciones sociales y, en ese marco, la producción de identidad social legítima (Bourdieu, 2007, 2014). Esta comprensión del «Estado» nos permite explicar por qué, incluso en un contexto de debilitamiento del poder de los Estados nacionales para imponer relatos frente a otras fuerzas globales y/o trasnacionales, las políticas de memoria que llevan el sello de lo «oficial» continúan siendo demandadas socialmente y a menudo, cuando se concretan, son vividas como formas de «reparación simbólica». Esta posibilidad se anuda a un proceso o efecto de «desparticularización» que, según Bourdieu, es la capacidad que tiene este conjunto de instituciones que llamamos «Estado» de fortalecer un determinado punto de vista por sobre otros. De acuerdo con el pensador francés, al dotarse de una «teatralización de lo oficial», el «Estado» se pone a sí mismo como «la perspectiva de todas las perspectivas», convirtiéndose en el enunciador de un «punto de vista no relativizable». Esta capacidad de inscribir determinadas «verdades públicas» en el orden social o dotarlas de algún régimen de generalidad (desparticularizarlas), resulta especialmente relevante en el ámbito de las políticas de memoria, porque éstas se encuentran sujetas a un campo de disputas y enfrentamientos por los sentidos del pasado. Así, aun cuando la intervención de las agencias estatales sea en ocasiones contradictoria y esté sujeta a lógicas y saberes heterogéneos (en términos de Mitchell, aun cuando su aparente homogeneidad no sea sino «ilusoria»), las agencias estatales ejercen un diferencial en la medida en que se constituyen como fuentes de legitimidad simbólica de relevancia a la hora de encuadrar las memorias sociales.
En síntesis, esta perspectiva nos conduce no tanto a la crítica de los dispositivos memoriales construidos por el Estado, sino a su génesis. Lo que interesa, en este punto, no es develar qué queda por fuera de lo oficial, sino describir y analizar las operaciones institucionales y políticas concretas que, en definitiva, trazan la línea entre aquello que es objeto de la intervención estatal y lo que no. Así, antes que concebirse como problemas, la universalidad, homogeneidad y permanencia que son propios de las memorias oficiales pueden analizarse como «efectos-Estado», es decir, como resultado de procesos de negociación, trazado y retrazado de fronteras.
La expansión y la consolidación de las políticas de memoria de las que hemos sido testigos en los últimos años constituyen un desafío para las ciencias sociales. Si durante décadas la mirada estuvo puesta en las marchas y contramarchas de los movimientos sociales como el movimiento de derechos humanos, la creciente intervención de los Estados en materia de memoria nos plantea la necesidad de un nuevo abordaje que pueda dar cuenta de los modos en que política y memoria se imbrican como ámbitos específicos de acción estatal. En ese sentido, este trabajo se ha propuesto revisar críticamente algunas miradas sobre las políticas estatales de memoria y reflexionar en torno de los desafíos y problemas que subyacen a su abordaje. Específicamente, hemos propuesto tres desplazamientos epistemológicos: el primero apunta a no partir de una definición normativizada de políticas de memoria, sino a la inversa, indagar por medio de qué procesos y en función de qué categorías surge una línea de acción y eventualmente se institucionaliza en el contexto de una agencia específica. En segundo lugar, al comienzo nos hemos referido a algunas de las críticas recientes que se han formulado a las políticas de memoria, haciendo hincapié en la necesidad de distanciarnos del sentido que los actores les atribuyen y, en especial, de sus pretendidos efectos «benéficos». Desde la sociología de lo político hemos abogado por analizar las políticas de memoria en su génesis y hemos puesto el foco sobre las agencias estatales como actores centrales de su desenvolvimiento (tercer desplazamiento). Así, partiendo del caso argentino buscamos comprender el vínculo entre memoria y Estado considerando los modos de relación e interpenetración entre las agencias estatales y el movimiento de derechos humanos o, de modo general, los sujetos sociales que enarbolan demandas por memoria. A su vez, hemos hecho hincapié en el estudio de los agentes que participan del desarrollo y la implementación de políticas de memoria (la pregunta en torno al quiénes), considerando especialmente el papel de las «víctimas» en los procesos de institucionalización. En este punto, nos hemos referido a las ventajas de una mirada «plural» del Estado que recupere las prácticas y las acciones tal como son significadas por los propios trabajadores y funcionarios de la memoria y, al mismo tiempo, tensionar dichos sentidos a partir de una mirada general del proceso político.
Por último, y en relación con el papel diferencial de las agencias estatales como agentes de memoria, hemos propuesto desarmar el carácter «oficial» de las políticas en función de una mirada no reificada del Estado. En ese sentido, señalamos que el proceso de encuadramiento de una «memoria oficial» no equivale a una imposición directa que se ejerce sobre la sociedad, sino que puede ser entendido como el producto de un conjunto de esfuerzos particulares y situados y líneas de acción de sujetos cuyas trayectorias, motivos y posiciones es necesario indagar. Reconstruir este camino nos proporciona mayor conocimiento acerca de los sentidos que adquieren hoy las políticas de memoria no a partir de sus efectos morales (pretendidos o declarados), sino del conjunto de relaciones sociales que habilitan o promueven.
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[1] Agradezco a la Dra. Julieta Lampasona y a los participantes del 1º Workshop de Pesquisas sobre Políticas de Memória organizado por el Núcleo de Pesquisa sobre Políticas de Memória de la Universidade Federal de Pelotas, por las lecturas y comentarios a una versión previa de este trabajo.
[2] Si bien ambos sentidos pueden presentarse articulados, en este artículo trabajaremos especialmente sobre la primera acepción. Al respecto, véase la distinción propuesta en Besse (2012).
[3] Para el caso argentino, algunos trabajos que sí se orientan en este sentido son Barros, 2009; Cueto Rúa, 2018; Guglielmucci, 2013; Ohanian, 2019; Romanin y Tavano, 2019). En relación con las diferencias y especificidades que suponen los procesos de institucionalización de la memoria en espacios más alejados del poder central ver Cinto (2019) para la ciudad de Rosario y Garbero (2020) para la provincia de Córdoba, entre otros.
[4] El entrevistado se refiere a una iniciativa social de marcación territorial conocida como «Baldosas por la Memoria», llevada adelante en la Ciudad de Buenos Aires por la «Coordinadora de Barrios x Memoria y Justicia» desde el año 2005 (Bettanin y Schenquer, 2015).