Carlos Granés (2022). Delirio americano. Una historia cultural y política de América Latina. 593 págs. Bogotá: Taurus. ISBN: 978-958-5165-18-2.

A veces, los mensajes implícitos son los más potentes de un libro. Pensé en ello una y otra vez mientras leía Delirio americano de Carlos Granés. Y si tuviera que resumirlos, y a riesgo de que otros lectores hayan encontrado otros o ninguno, diría que el primero es que la historia cultural, política e intelectual del continente es una suerte de eterno retorno de lo mismo, al menos en el largo siglo XX, que el autor sitúa entre la muerte de José Martí en 1895 y la de Fidel Castro el 25 de noviembre de 2016. Y el segundo mensaje es que los nacionalismos, indigenismos y populismos han sido proyectos legitimados por las vanguardias artísticas e intelectuales mediante creaciones que, aunque alcanzaron un impacto internacional, al mismo tiempo reforzaron el aislamiento voluntario en el que hemos vivido. Si el primer punto grafica nuestra obsesión identitaria, el segundo tiene que ver con nuestro permanente delirio. Pero son dos caras de la misma moneda.

En cuanto a la identidad, un eje transversal del libro es la forma como el continente ha tenido una larga historia de búsqueda de sí mismo, de exploración de una esencia que no pocos políticos e intelectuales han creído encontrar en los nacionalismos, indigenismos y populismos que hicieron de la victimización y del rechazo inercial y atávico de Estados Unidos o España sus señales de identidad, aunque mejor sea decir que fueron chivos expiatorios preferidos de quienes han creído que todos nuestros males nos vienen de afuera alimentando una falsa dialéctica entre imperialismos imaginarios e inocencias originarias.

Ciertamente, las correspondencias políticas e intelectuales han sido tan fecundas como motivo de expresiones artísticas. Así,

de las independencias habíamos pasado a las guerras civiles, luego a las guerras entre países y finalmente, de forma abrupta, a las revoluciones –la mexicana, la chilena, las militares de Uriburu, Getúlio Vargas y Sánchez Cerro; la de Sandino, las populistas, las socialistas, las antiimperialistas–; llegábamos a los años ochenta exhaustos, rindiéndole una fidelidad absurda y masoquista a un conjunto de ideas obsoletas, crueles y tiránicas que los latinoamericanos parecíamos condenados a repetir como loros tropicales: la descolonización, el antiyanquismo, el enemigo interno, la pureza de las tradiciones, el líder telúrico, la legitimidad de la violencia. (p. 399)

Como no podía ser de otro modo, e intuyo que siguiendo la tradición ensayística vargasllosiana, el libro explora el fascinante problema de la relación de los artistas e intelectuales con el poder. Y en su balance advierte que aquellos llevaron la peor parte, pues no pudieron realizar sus utopías, pero legitimaron gobernantes despóticos y proyectos autoritarios. La Revolución mexicana, la cubana y la nicaragüense son los ejemplos más paradigmáticos. Aunque cual Sartres criollos los intelectuales salieron de sus torres de marfil, lo hicieron a costa de hipotecar su espíritu crítico y a cambio de unas prebendas burocráticas que les dieron una notoriedad no pocas veces pasajera.

En este sentido, Delirio americano es una suerte de enciclopedia breve sobre el modo como las vanguardias del continente articularon –o pusieron al servicio, para ser castizos– sus mejores productos y expresiones artísticas con proyectos políticos. Ello ocurrió no solo en la poesía, la música o la literatura, donde probablemente más lo sabíamos, sino también en el muralismo, la pintura, la escultura y la arquitectura. Aunque en dicho proceso los artistas e intelectuales creyeron estar materializando sus sueños utópicos de una vanguardia que saliera de los escritorios y los talleres, muchos de ellos fueron instrumentalizados por los tiranos tropicales, rebajando así su arte al subsuelo de la propaganda.

Ahora bien, no hay que leer esta idea solo como una suerte de despecho melancólico, sino también como una advertencia del carácter anticipatorio de algunos movimientos del siglo XX y de su impacto posterior. La cultura de la cancelación y el populismo son dos ejemplos de ello. «La cultura de la cancelación contemporánea ya estaba insinuada en estos gobiernos nacionalistas y autoritarios, que mientras más se radicalizaban menos toleraban la mezcla y más alentaban la defensa de una cultura pura, expresada en los representantes más autóctonos de la nacionalidad» (p. 407). En cuanto al populismo y al indigenismo, no cabe duda de que han sido productos de exportación, y Granés los describe como proyectos políticos y culturales «que pusieron el énfasis en la víctima, el personaje vernáculo y el marginado –personajes a los que simultáneamente representaban, reivindicaban e instrumentalizaban para llegar al poder y a los museos– resurgieron en las últimas tres décadas y están más vivos que nunca» (p. 516).

¿Por qué ha sido tan difícil que el trabajo de los artistas e intelectuales en la región traspase las fronteras nacionales? Salvo el muralismo mexicano, el populismo argentino y la vanguardia arquitectónica brasileña, y excepción hecha de la Revolución cubana y el boom literario por supuesto, la mayor parte de los fenómenos culturales latinoamericanos han tenido un consumo básicamente nacional. En este sentido, la tensión creativa entre localismo y universalismo es una clave de lectura de la historia cultural del continente. Y no cabe duda de que Martí, Rodó, Vasconcelos, Neruda, García Márquez, Vargas Llosa y Borges –por citar solo algunos– recrearon magistralmente problemas latinoamericanos en diálogo con los cánones de las vanguardias más avanzadas de su tiempo. Por eso sus nombres no quedaron encerrados en el coro de sus áulicos tribales, sino que aún hoy exhiben ante el mundo nuestro mejor genio.

El recorrido enciclopédico por el siglo XX y lo que va del XXI le da autoridad a Granés para su admonición final desmitificadora:

Lo auténticamente latinoamericano, sería sacudirse ese estereotipo, olvidarnos de la imposible pureza premoderna, huir del lugar del «otro» que nos han asignado y tratar de entender que América Latina no es la tierra del prodigio, ni de la utopía, ni de la revolución, ni del realismo mágico, ni de la descolonización, ni de la resistencia, ni del narco, ni de la violencia eterna, ni el subdesarrollo, ni de la esperanza, ni siquiera el delirio. Tan solo es un lugar donde gente muy diversa tiene que convivir y prosperar. Un lugar exuberante por su geografía, complejo por su historia y barroco por las improbables mezclas a las que ha dado lugar. Solamente eso. Cualquier otra cosa que se diga tal vez no deje de ser solo una proyección o una fantasía. Incluso una maldición. (pp. 516-517)

Iván Garzón Vallejo

Universidad Autónoma de Chile