ISSN: 1130-2887 - eISSN: 2340-4396
DOI: https://doi.org/10.14201/alh.26916
Matías Nahuel Oberlin Molina moberlin@filo.uba.ar 1
1 Universidad de Buenos Aires
Envío: 2021-07-13
Aceptado: 2022-02-23
Publicación: 2022-07-12
RESUMEN: En el año 1970 en El Salvador se habilitó desde el Estado el debate en torno a la reforma agraria. Esto sucedió en un contexto específico a nivel continental. Durante esa década que se iniciaba los jesuitas de la Universidad Centroamericana hicieron sus aportes al debate sobre la reforma agraria. En este artículo analizaremos la concepción del filósofo jesuita Ignacio Ellacuría al respecto.
Palabras clave: Reforma agraria; El Salvador; jesuitas; Ignacio Ellacuría; antiimperialismo
ABSTRACT: In 1970 the Salvadoran state encouraged debate surrounding agrarian reform. This occurred in a specific context at the continental level. At the beginning of that new decade, the Jesuits of Central American University also made their contributions to the debate on agrarian reform. In this article we will analyze the conception of the Jesuit philosopher Ignacio Ellacuría with respect to the debate.
Keywords: Agrarian reform; El Salvador; Jesuits; Ignacio Ellacuría; anti-imperialism
El 16 de noviembre de 1989 un pelotón de las fuerzas especiales del Batallón Atlacatl ingresó al predio de la Universidad Centroamericana «José Simeón Cañas» (UCA) en San Salvador. Concluía la década de 1980 y El Salvador llevaba casi 10 años de guerra civil. Una guerra que había conducido al gobierno estadounidense a invertir en el país más pequeño de América Latina una suma superior a cualquier otro país de Occidente (Sanahuja Perales, 1996, p. 390). El objetivo era claro: eliminar a un grupo de sacerdotes jesuitas. El pelotón asesinó a dos civiles: Julia Elba Ramos y su hija Celina Mariceth Ramos, y a 6 sacerdotes: Ignacio Martín-Baró, Ignacio Ellacuría, Segundo Montes, Juan Ramón Moreno, Armando López y Joaquín López. ¿Por qué esa masacre?
Lejos de resolver esta pregunta, pero como una tensión que atraviesa el texto, debemos destacar que la UCA había asumido un importante rol público en la década de los setenta, fundamentalmente a partir del creciente protagonismo de Ignacio Ellacuría. Ellacuría fue nombrado en 1972 director del Departamento de Filosofía, en 1976 pasó a dirigir la revista Estudios Centroamericanos (ECA) y en 1979 ocupó el rectorado de la Universidad Centroamericana. Durante ese período surgieron las organizaciones político-militares a medida que los fraudes electorales estiraban el dominio del Partido de Conciliación Nacional (PCN), un partido creado por el Ejército salvadoreño a principios de los años sesenta. Al tiempo que crecía el descontento social y el sistema político se resquebrajaba el régimen hizo un último intento por incorporar una discusión que hasta ese momento se mantenía como tabú: en enero de 1970 se convocó el Primer Congreso Nacional sobre Reforma Agraria. Existieron dos instancias más en las que la cuestión agraria formó parte de la agenda del régimen en sus intentos por relegitimar el sistema político. En primer lugar, en junio de 1975 se creó el Instituto Salvadoreño de Transformación Agraria (ISTA) y un año después se aprobó el Primer Proyecto de Transformación Agraria[1]. Este último fue retirado a los tres meses por la presión de la Asociación Nacional de la Empresa Privada (ANEP), como bien indica Salvador Arias Peñate no era la primera vez que los grandes propietarios del suelo salvadoreño realizaban una maniobra de ese estilo (Arias Peñate, 1980). Sin embargo, el ISTA como estructura siguió funcionando y fue el organismo encargado de aplicar la ley de reforma agraria que llegó en marzo de 1980. El contexto había cambiado: un golpe cívico-militar conducido por jóvenes miembros del Ejército que inauguró en octubre de 1979 la seguidilla de Juntas Revolucionarias de Gobierno (JRG). Fue la Segunda JRG quien impulsó finalmente la reforma agraria en El Salvador; dicha reforma agraria fue apoyada (y en su tercera fase incluso guiada) por el gobierno estadounidense, que buscó fortalecer a la JRG y así debilitar el apoyo popular de las organizaciones político-militares (Arene, 1980; Flores, 1998; Kovalskis y Oberlin Molina, 1980). Ese apoyo estadounidense durante el gobierno de James Carter (1976-1980) a las reformas estructurales salvadoreñas fue tan significativo que la periodista Virginia Prewett lo bautizó como «el socialismo relámpago» de Washington (Prewett, 1981).
Durante esa década, inaugurada por el Primer Congreso Nacional sobre Reforma Agraria y clausurada por el golpe cívico-militar de octubre de 1979, los jesuitas (particularmente Ellacuría, Martín-Baró y Montes) protagonizaron gran parte de los debates en torno a la reforma agraria (RA). No fueron los únicos: intelectuales, dirigentes y personalidades destacadas de todo el arco político salvadoreño como Rafael Menjívar Larin (Menjivar, 1967), Fabio Castillo Figueroa (Castillo Figueroa, 1969), Félix Choussy (Choussy, 1967), Roberto Lara Velado (Lara Velado, 1967), Antonio Rodríguez Porth (Aguiluz Ventura, 2014), Enrique Álvarez Córdova (Aguiluz Ventura, 2014; Álvarez Córdova, 1970), Luis Lovo Castelar (Lovo Castelar, 1969) y Schafick Handal (Handal, 1967) (solo por citar a algunos) contribuyeron a la discusión, incluso desde antes del Primer Congreso Nacional de Reforma Agraria. En este artículo no nos proponemos agotar dicho debate, sino analizar los textos del filósofo Ignacio Ellacuría ‒en ese lapso temporal‒ respecto de la RA. La obra de Ellacuría es mucho más amplia y ha sido abordada desde diversos ángulos, sin embargo, en lo concerniente a sus escritos en torno a la reforma agraria contamos solamente con el artículo de Susana Montaruli (Montaruli, 2017). La autora reflexiona sobre el entramado social de la época para comprender los fundamentos teóricos de la filosofía de Ellacuría en su función liberadora. Consideramos que el carácter antiimperialista en la concepción de RA que se encuentra en la obra de este autor aún no ha sido abordado, por lo que este artículo presenta un punto de vista novedoso al respecto.
Finalmente, antes de continuar, remitimos a la obra coordinada por Kozel, Grossi y Moroni para acercarnos a la problemática del antiimperialismo en América Latina. En la introducción, los autores sostienen que el antiimperialismo es una de las dimensiones del imaginario social: «Un componente activable desde distintas posiciones ideológicas, dado su enraizamiento en disposiciones ubicadas en capas más profundas de significación» (Kozel et al., 2015, p. 14). El antiimperialismo, por lo tanto, tendría la capacidad de conectar diversos cuerpos doctrinarios. Particularmente sostenemos que el pensamiento ellacuriano se vincula con el pensamiento antiimperialista a partir de la concepción de una vía alternativa, a través de la cual los pueblos latinoamericanos deberían constituir sus propias reformas agrarias por fuera de los caminos señalados por las dos grandes potencias mundiales: Estados Unidos y la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas. Para ello, iniciaremos este recorrido observando el contexto continental en el que se desarrolló este debate.
El final de la Segunda Guerra Mundial, con la firma de los acuerdos de Yalta y Potsdam (1945), inició un período signado por un conflicto bipolar que fue la marca de agua de las décadas siguientes: la Guerra Fría. El estudio de la Guerra Fría en América Latina ha tenido un desarrollo particular (Schneider y Oberlin Molina, 2021). Desde fines del siglo XX se ha insistido en la importancia de las zonas de contacto, es decir, aquellos espacios no necesariamente determinados por los Estados nacionales, donde circulaban ideas, armas, personas y que hicieron posible que existieran prácticas y discursos similares. Sin embargo, esos estudios finiseculares aún eran explicados en términos nacionales, esto generó una serie de dificultades para el desarrollo de los estudios de la Guerra Fría en el continente (Marchesi, 2017). Retomando el desarrollo de las zonas de contacto, como principio de solución a esta dificultad del desarrollo historiográfico (y al calor del declive de los estudios comparativos) surgió la perspectiva transnacional (Weinstein, 2013, p. 6):
El enfoque transnacional, justamente por mostrar la alta permeabilidad de las fronteras (nacionales, regionales, etc.) y la intensa circulación de cuerpos, ideas y objetos de consumo, cuestiona la viabilidad de la comparación, especialmente entre naciones (Weinstein, 2013, p. 7).
Consideramos que, tanto la región como el problema específico de la RA estuvieron marcados por el conflicto bipolar. Por lo tanto, la problemática del imperialismo debe ser puesta en esa perspectiva dicotómica. En ese contexto, y para el tema específico que aquí nos convoca (los jesuitas y la reforma agraria salvadoreña), existieron ‒por lo menos‒ dos grandes zonas de contacto en las que circularon ideas y personas: los organismos internacionales y la Iglesia católica.
Con respecto a la primera zona de contacto, podemos afirmar brevemente que en el territorio latinoamericano la reforma agraria fue un tópico de amplio debate luego de finalizada la Segunda Guerra Mundial, particularmente en la década de los sesenta. Tras el triunfo de la Revolución cubana y la puesta en marcha en 1961 de la Alianza para el Progreso, se rompió el tabú en torno a la RA en la mayoría de los países del continente. Los organismos internacionales promovieron lo que dieron en llamar una reforma agraria integral, es decir, una RA que no se redujera meramente al reparto de tierras, sino que incluyera créditos, acceso a circuitos para la comercialización de productos y asistencia técnica. El concepto había sido propuesto por la delegación venezolana[2] en 1960 en la conferencia conjunta realizada en México entre la Organización de Estados Americanos (OEA) y la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO). Un año después, en la Carta de Punta del Este los países de la región se comprometían a:
Impulsar [...] programas de reforma agraria integral orientada a la efectiva transformación de las estructuras e injustos sistemas de tenencia y explotación de la tierra donde así se requiera, con miras a sustituir el régimen de latifundio y minifundio por un sistema justo de propiedad de tal manera que, mediante el complemento del crédito oportuno y adecuado, la asistencia técnica, y la comercialización y distribución de los productos, la tierra constituya para el hombre que la trabaja base de su estabilidad económica, fundamento de su progresivo bienestar y garantía de su libertad y dignidad (Carta de Punta del Este, 1961).
En los hechos, la reforma agraria integral ‒lejos de resultar una superación a la mera distribución de tierras‒ se constituyó en una estrategia continental para frenar la influencia de la Revolución cubana y de los procesos agraristas que la Revolución mexicana había despertado a principios de siglo (Oberlin Molina, 2021). Terminó consolidando procesos de colonización que expandieron las fronteras agrícolas y el reparto de tierras públicas que fueron incorporadas al mercado y asimiló la cuestión de la productividad agrícola a la reforma de la estructura de la propiedad de la tierra. A partir de la firma de la Carta de Punta del Este nació el Comité Interamericano de Desarrollo Agrícola (CIDA), encargado de nuclear a los diversos organismos internacionales y definir las políticas de reforma agraria en el continente. En el marco del CIDA se creó el Proyecto 206 ‒titulado «Capacitación y Estudios sobre Reforma Agraria»‒ para formar técnicos en reforma agraria en los distintos países. Estos técnicos fueron fundamentales a la hora de fijar los límites teóricos y prácticos de las legislaciones de RA que se expandieron por el continente.
Una segunda zona de contacto fue la Iglesia católica. La década del sesenta también fue el escenario en el que la Iglesia católica renovó gran parte de su doctrina, particularmente en el Concilio Vaticano II (1962-1965). Esta renovación también se observa en encíclicas papales ‒como la Populorum Progressio de Pablo VI‒ que, retomando la tradición de la doctrina social de la Iglesia inaugurada por la Rerum Novarum, volvían a poner sobre la mesa de discusión la cuestión de la propiedad privada y el destino universal de los bienes:
[...] la propiedad privada no constituye para nadie un derecho incondicional y absoluto. No hay ninguna razón para reservarse en uso exclusivo lo que supera a la propia necesidad cuando a los demás les falta lo necesario (Pablo VI, 1967).
Su arenga no terminaba ahí: «Hay que emprender, sin esperar más, reformas urgentes» (Pablo VI, 1967). Esta circulación de ideas, que tuvieron gran repercusión en América Latina, motivó procesos en los que se impulsó la formación de sindicatos campesinos y de partidos demócrata-cristianos en toda la región (Lynch, 1993; Mainwaring y Scully, 2012). Una de las características centrales de estas organizaciones emergentes fue la búsqueda de una tercera vía de desarrollo entre lo que denominaban el colectivismo socialista y el capitalismo liberal, influenciados por el pensamiento del francés Jacques Maritain (Sigmund, 2012, p. 107). El Partido Demócrata Cristiano salvadoreño tendrá sus derroteros particulares, pero enarbolará también la consigna de la reforma agraria (Villacorta Zuluaga, 2017).
Ambas zonas de contacto confluyeron cuando del 20 de junio al 2 de julio de 1966 se llevó adelante en Roma la primera Conferencia Mundial sobre Reforma Agraria convocada por la Organización de las Naciones Unidas, la FAO y con la colaboración de la Organización Internacional del Trabajo (OIT). En dicha conferencia, cuyo discurso de apertura fue pronunciado por Pablo VI, se consagró el concepto de reforma agraria integral (Lazzaro, 2017, p. 197).
El Salvador fue uno de los últimos países de la región en discutir la RA. El Primer Congreso Nacional de Reforma Agraria fue convocado por la Asamblea Legislativa recién en enero de 1970. La presión demográfica generada por la expulsión de salvadoreños por el gobierno de Honduras a mediados de 1969 fue el punto de inflexión de un gobierno que apenas tres años antes aún proscribía a los partidos políticos que osaran incluir la RA en sus programas[3] (Gordon, 1989, p. 100). El modelo de reforma agraria impulsado por los organismos internacionales ya había sedimentado en las elites salvadoreñas. El entonces ministro de Agricultura, Enrique Álvarez Córdova, publicó un artículo en el que se leía la influencia de la RA integral:
En mi concepto, la Reforma Agraria no significa únicamente reparto de tierras. Significa uso integral de nuestros recursos, especialmente del hombre en íntima y prodigiosa relación con la tierra. Para mí, Reforma Agraria debe ser conjugación del esfuerzo de la técnica, de los factores económicos y de los factores sociales (Álvarez Córdova, 1970, p. 109).
Al congreso fueron convocados representantes de cuatro sectores: el gubernamental, el no gubernamental, el empresarial y el trabajador. Sin embargo, el campesinado ‒al que se le prohibía la organización sindical‒ fue excluido.
La Universidad Centroamericana participó en el congreso, aunque no presentó ponencias en la comisión en la que se discutió el concepto de reforma agraria. El concepto de RA trabajado en la comisión 2 (denominada «conceptos de reforma agraria») estaba más bien ligado a la productividad, en directa correspondencia con los lineamientos de la Alianza para el Progreso y la reforma agraria integral. Sin embargo, el sacerdote Ignacio Ellacuría participó como delegado en la comisión 3 denominada «Legislación de Reforma Agraria». Allí podemos verificar ‒a través de sus intervenciones‒ que el jesuita empezó a esbozar una definición de RA más cercana a la idea de justicia social (como veremos que desarrolló más adelante en su obra). En las memorias de dicho congreso encontramos estas palabras como parte de su exposición:
Queremos que quede bien claro que no hemos defendido en ningún momento, como elemento principal, ni siquiera como elemento equivalente, el elemento de la productividad, por lo tanto, no queremos dar ni guacal ni bandeja, ni nada a quien argumentando en función de la productividad no quiera la justa redistribución de la tierra (Asamblea Legislativa de El Salvador, 1970, p. 351).
Ya en esta temprana intervención de Ellacuría observamos lo que Susana Montaruli nos presenta como el eje central de su concepción respecto de la reforma agraria: «El planteo sobre la necesidad de llevar adelante una reforma agraria no debe hacerse en virtud de la efectividad de la productividad, o al menos no solo en este sentido, sino que la cuestión central es para Ellacuría la pregunta por la justicia o no de dicha reforma» (Montaruli, 2017, p. 8).
Como indicamos más arriba, en junio del año 1975 se aprobó la ley de creación del ISTA. Un año después se aprobó el Primer Proyecto de Transformación Agraria. El debate abierto y motorizado por la ANEP tras la aprobación del proyecto forzó el pronunciamiento público de la UCA, que salió publicado en julio de 1976 en la revista de Estudios Centroamericanos, dirigida por Ellacuría. Allí la Universidad sostenía que su primera definición pública al respecto fue en el contexto del congreso de 1970. Desde ese momento la institución había emprendido un diagnóstico de la sociedad salvadoreña desarrollado en diversas investigaciones y publicaciones.
La UCA exponía la extrema pobreza a la que era sometida la gran mayoría como consecuencia de la injusticia de las estructuras, fundamentalmente las estructuras agrarias. Por ello manifestaba su apoyo al objetivo del proyecto de transformación agraria entendido «como el de crear una estructura agraria liberada, en cuanto sea posible, de las relaciones y mecanismos de la explotación del hombre por el hombre» (Ellacuría, 2005, pp. 559-560).
El pronunciamiento destacaba dos directrices fundamentales: por un lado, la necesaria participación del Estado; por el otro, que esa intervención fuera en el sentido de hacer más justa la estructura de propiedad de los medios de producción. Describía la concentración de la propiedad como un problema causado por el desplazamiento de las poblaciones originarias y la extinción de ejidos y tierras comunales con las reformas liberales. Señalaba que la afectación de la propiedad privada estaba en manos del Estado a partir de la sanción de la función social de la propiedad en la Constitución de El Salvador (1950). Luego justificaba en la doctrina cristiana el hecho de que los bienes de la naturaleza debían servir para atender las necesidades de todos los seres humanos y la propiedad privada no podía ser un obstáculo: solo era justificable en aquellos casos en los que fuera la mejor forma histórica para contribuir al bienestar, la libertad y la dignidad humana. En el caso salvadoreño, muy por el contrario, la propiedad privada habría contribuido a aumentar las injusticias. Por ello era necesaria la participación del Estado en la restitución del «sentido primitivo» (Ellacuría, 2005, pp. 561-562).
Respecto al proyecto en cuestión, el comunicado recomendaba no parcelar en pequeños lotes las grandes unidades agropecuarias que se expropiaran o adquirieran, sino más bien emplear la posibilidad de propiedad colectiva que contemplaba el artículo 63 de la Ley de creación del ISTA.
A partir de este comunicado, podemos reconstruir que la UCA había adoptado una estrategia interdisciplinaria para abordar la problemática de la reforma agraria a partir del Primer Congreso Nacional de Reforma Agraria en 1970. Este abordaje tenía ‒por lo menos‒ tres líneas disciplinares llevadas adelante por distintos sacerdotes jesuitas, a saber: un abordaje teórico-filosófico emprendido por Ellacuría, uno sociológico-económico por Montes y uno psicológico desarrollado por Martín-Baró. Analizaremos, por lo tanto, el abordaje teórico-filosófico.
Entre 1973 y 1976 se concentraron la mayor parte de los artículos de Ellacuría referidos al tema de la reforma agraria. El primero de ellos se denominó: «Un marco teórico-valorativo de la reforma agraria». Allí explicitaba la estrategia interdisciplinaria que adoptaría la UCA respecto a la RA y su rol. Como filósofo debía buscar el marco teórico-valorativo «que dé última y totalmente a la reforma agraria su sentido y dirección» (Ellacuría, 2005, p. 567). Aquí observamos el primer elemento antiimperialista en la propuesta ellacuriana: el marco teórico valorativo sería entonces la garantía de poder aplicar una reforma agraria acorde a las condiciones propias de El Salvador, sin aplicar esquemas ahistóricos o ideologizados. Para ello, el artículo se desarrollaría en tres partes: primero discutía la necesidad y el sentido de un marco teórico-valorativo, luego proponía una serie de contenidos de ese marco y finalmente exponía posibles enfoques para buscar el marco adecuado.
En la primera sección parte de la pregunta: «¿De qué se trata ‘última y totalmente’ cuando se pretende realizar o se pretende impedir una reforma agraria?». La hipótesis que debe elaborar la filosofía no es de carácter económico, sino de carácter sociopolítico. Respecto a la pregunta por el tratamiento «último y total» para la RA, indicaba que hay elementos distintos que ameritan un método propio para ser abordados (jurídicos, económicos, políticos, psicológicos). Sin embargo, en última instancia está en juego algo unitario y total: «Al menos, es necesario preguntarse si es posible encontrar esa totalidad unitaria, que es la que últimamente estaría en juego, cuando se habla de reforma agraria». Su proyecto queda expuesto: la filosofía marcaría el camino rector, el fin último perseguido por la RA. El problema que plantea la RA es un problema político, en el sentido que afecta a todos: «Lo que está en juego y totalmente es, entonces, la forma de humanidad ‒tómense los dos términos ‘forma’ y ‘humanidad’ en todo su rigor filosófico‒ que va a ir tomando el hombre salvadoreño por una u otra actualización de su forma total de vivir» (Ellacuría, 2005, pp. 567-570).
Una vez planteado el objetivo del abordaje filosófico, presenta qué es un marco teórico valorativo: «Aquel sistema de conceptos que permita entender y valorar lo que última y totalmente está en juego cuando se plantea la reforma agraria». Este marco será el encargado de brindar «las coordenadas últimas que sitúan el significado y el valor de la multiplicidad de elementos que forzosamente intervendrán en toda reforma agraria». Sin estos valores se corre el riesgo de que sea «un puro reordenamiento exterior y no la creación de una estructuración nueva que pueda ser el hogar de un hombre nuevo» (Ellacuría, 2005, pp. 571-572).
Una serie de conceptos deben ser abordados por el marco teórico valorativo. El primero es el de la propiedad privada de la tierra y los restantes medios de producción agraria: «En él se esconden muchas menos evidencias de las que se suele suponer y muchos más intereses subjetivos de los que se suele confesar» (Ellacuría, 2005, p. 573). La propiedad privada era, para el filósofo, el fundamento mismo del gobierno y las instituciones. Y deja entrever una suerte de tercera vía, señalando que no habría dos únicos modelos de propiedad:
Si, por lo tanto, en la reforma agraria anda en juego no sólo la propiedad de unas determinadas tierras, sino el sentido mismo de propiedad, es obvio que en su discusión y en su realización anda también en juego el tipo de hombre social y de sociedad que busca y que se pretende realizar. Ni se ha de deducir por ello demasiado rápidamente que lo que se trata es de elegir entre una sociedad capitalista o una sociedad comunista, entre el hombre capitalista y el hombre comunista. Tal planteamiento da por asentado que no hay sino dos formas antitéticas de concebir la propiedad, o que, tras la etiqueta de capitalismo y comunismo se esconden limpias realidades unívocas (Ellacuría, 2005, p. 574).
Este aspecto, la posibilidad de una tercera vía (distante de las sociedades comunistas, pero fundamentalmente de las sociedades capitalistas) es la piedra angular del antiimperialismo en su propuesta de RA. Ya profundizaremos en ella.
Un segundo concepto a ser abordado era el de la desigualdad extrema, la relación riqueza-pobreza, íntimamente ligado al concepto de propiedad. Se vuelve necesaria la pregunta por el origen de la riqueza, un planteo que puede hacerse tanto en términos teórico-deductivos como histórico-inductivos. Unido a él aparece el concepto de poder: el poder socioeconómico como poder político. La estructuración de la sociedad, reflejada en la estructura agraria, priva al pueblo soberano de ejercer el poder político. La hipótesis que plantea Ellacuría es que la acumulación de recursos económicos otorga un poder a costa de los otros: deja sin poder a los desposeídos, a las grandes mayorías en condición de oprimidos (Ellacuría, 2005, pp. 574-576).
Un cuarto concepto que se articula a los anteriores es el de justicia: «condición indispensable para la paz y el profundo bienestar de la nación». Aquí aparece lo que el jesuita ya había esbozado en el fragmento que seleccionamos de su intervención en el congreso de RA de 1970: el meollo de la necesidad de una RA no está en su efectividad o productividad, sino en su justicia. Una justicia en un sentido primigenio (más allá de la justicia conmutativa, distributiva o legal), anterior a la división de la justicia: «En el sentido de si se hace o no se hace justicia a la dignidad de la persona humana y a su dimensión social» (Ellacuría, 2005, pp. 577-578).
Un quinto concepto asociado a los anteriores es el concepto de libertad. «¿Qué es la libertad y qué libertad está en juego en una u otra estructuración de la sociedad en general y de la realidad agraria en particular?». La libertad puede ser entendida como sinónimo de iniciativa personal o como proceso liberador de necesidades, como posibilidad. «¿Puede plantearse el problema de la libertad en disyunción con el problema de la justicia? ¿No habrá relación intrínseca entre justicia social y libertad social?» son las preguntas que se hace el filósofo (Ellacuría, 2005, pp. 578-579).
El siguiente concepto es el de trabajo, ¿qué relación guarda con la propiedad? Se pregunta por las razones de la prohibición de la organización campesina. Ellacuría sostiene que «no es posible una reforma agraria sin una debida concientización». Entiende la concientización no como una introyección en la conciencia campesina de premisas intelectuales, sino como «el proceso por el cual el campesino alcanza a cobrar conciencia explícita de su propio ser en un determinado mundo social y político». Una concientización que no debe ser precondición para la reforma, sino que es adquirida «en la praxis misma de una reforma agraria que va siendo conquistada desde la propia necesidad de los trabajadores del campo» (Ellacuría, 2005, p. 581).
Para Ellacuría, la RA toca raíces tan profundas que implica un cambio de sociedad: una negación de la actual que supere el desperdigamiento individual y el totalitarismo estatal. Pero que implique una socialización creciente: «¿Por qué no intentarlo desde la concreta realidad histórica del tercer mundo? ¿Por qué no inventar en la práctica de la superación de nuestra sociedad otro modelo de sociedad?». Una negación creadora (Ellacuría, 2005, p. 582). Nuevamente, aparece aquí esa posible tercera vía que había aparecido cuando analizaba el concepto de propiedad: la sociedad a construirse debe escapar de las formas que aparecen ‒en el marco de la Guerra Fría‒ como las únicas posibles. La respuesta debería surgir de la realidad concreta del tercer mundo: ni el individualismo capitalista ni el totalitarismo estatal serían caminos deseables. El cambio de sociedad necesitaría una RA de y para el tercer mundo.
Ellacuría concluye que, por lo tanto, la RA es fundamentalmente un problema político. El capitalismo, como sistema de organización de trabajo y de vida «ha nacido y responde a unas condiciones sociales completamente ajenas a las de la realidad centroamericana y tercermundista». Si se defiende el capitalismo como «sistema tradicional de El Salvador» se le está haciendo responsable del sistema actual y, por lo tanto, se anula como posibilidad de constituirse en promesa eficaz de remedio a los males de los que fue causa (Ellacuría, 2005, pp. 583-584). Finalmente distingue cuatro corrientes fundamentales que podrían servir para la construcción de este urgente marco teórico: el capitalismo, el marxismo, el socialismo latinoamericano y el cristianismo latinoamericano. Más que ideologías estancas son inspiraciones ideológicas, ya que las cuatro tienen variantes respecto de los conceptos que elaboró en la primera parte del escrito.
Posteriormente, al calor del debate en torno al primer Proyecto de Transformación Agraria en 1976, publica un artículo titulado «Historización del concepto de propiedad como principio de desideologización». Plantea una concepción de ideología «como racionalización encubridora y falsificada de intereses reales». Este ejercicio falsificado de la razón «puede aparentar ser científico, cuando en realidad es un vehículo de dominación». La pregunta que lo guía es «¿Se puede desenmascarar lo que es racionalización interesada en favor de las propias ventajas? ¿Cómo hacerlo?» (Ellacuría, 2005, pp. 587-589).
Ellacuría sugiere un método para llevar adelante la tarea desideologizadora: la historización de los conceptos. ¿Qué quiere decir la historización de los conceptos? El concepto histórico ‒opuesto al concepto abstracto y universal‒ referiría a realidades cambiantes que dependen del contexto estructural y coyuntural en el que se dan, variando el significado según el momento del proceso o el contexto. Aquí reconoce el aporte del marxismo. La historización sería entendida como «mostrar qué van dando de sí en una determinada realidad ciertos conceptos». Este mecanismo sería el principio de desideologización: las ideologías dominantes presentan conceptos y representaciones históricas como si fueran abstractas y universales (Ellacuría, 2005, pp. 590-591).
Este trabajo debía realizarse con cada uno de los conceptos que el filósofo presentó en su artículo anterior (trabajo, libertad, propiedad, justicia, poder, libertad, etc.). Empieza por el primero: el concepto de propiedad. Señala, a través del libro de David Browning (Browning, 1975)[4], que la actual estructura de propiedad de la tierra es consecuencia de un proceso de expropiación y despojo de las comunidades indígenas y la abolición de las tierras comunales a fines del siglo XIX (Ellacuría, 2005, p. 591). Por lo tanto, insiste en la necesidad de distinguir entre las distintas formas de propiedad:
No hay una única forma de propiedad y se puede decir, sin exageración, que el tipo de propiedad privada, tal como se da en El Salvador, especialmente en el campo, es un tipo de propiedad importado, que se ha ido imponiendo mediante muy determinados avatares históricos, que tienen carácter de depredación más que de apropiación justa, al menos, si consideramos las cosas desde la perspectiva de la conquista (Ellacuría, 2005, p. 592).
El filósofo atribuye características propias del imperialismo a un determinado tipo de propiedad: la propiedad privada (depredadora, importada e impuesta) habría invisibilizado, borrado, dominado o incluso extinguido las diversas formas de tenencia. La historización, como principio de «desideologización», sería para el filósofo la herramienta principal para cuestionar el carácter indiscutible de la propiedad privada.
En el siguiente apartado Ellacuría analiza el concepto de propiedad en el debate abierto entre la representación de la empresa privada salvadoreña (la ANEP) y el gobierno. Cuando se promulgó el proyecto, la ANEP se lanzó a una costosa campaña en defensa de sus intereses. La postura de la ANEP es una continuación argumental de lo expuesto por Antonio Rodríguez Porth, abogado y empresario, en el Primer Congreso de Reforma Agraria (Aguiluz Ventura, 2014, pp. 118-123). Aquí ‒como vimos en su intervención en el congreso de RA‒ el jesuita sostiene que la ANEP defendía un concepto de expropiación basado en la productividad. Por ello la organización empresarial proponía empezar por tierras del Estado u ociosas (Ellacuría, 2005, pp. 595-596). Para Ellacuría, mientras que la ANEP utilizaba el concepto de propiedad de manera universal y abstracta, el gobierno historizando la propiedad insistía en la importancia de la distribución por sobre la producción.
En ese momento Ellacuría presenta uno de los ejes centrales de su argumentación: las distintas formas de entender la función social de la propiedad. Mientras que para la ANEP estaría garantizada con el logro de una productividad determinada, para el gobierno la función social no estaría garantizada si los hechos en su conjunto «muestran que la situación de la mayoría es catastrófica». La posición del gobierno traería aparejadas dos cosas: «una autoafirmación del poder del Estado frente a la oligarquía dominante» y «una intervención importante del poder estatal sobre un trozo significativo de tierra óptima y sobre un número representativo de capitalistas salvadoreños». Para Ellacuría, el robustecimiento del aparato estatal conduciría como consecuencia a un proceso de autonomización respecto de los intereses de una sola clase. El caso del proyecto de transformación agraria es una muestra de esta autonomización creciente del Estado respecto a los intereses de la oligarquía. Ellacuría sostenía que mientras no se tocara la estructura de propiedad el gobierno estaría «en jaque continuo», sin capacidad de maniobra (Ellacuría, 2005, pp. 600-602).
En el siguiente apartado, el filósofo historiza el concepto de propiedad tal como aparece en la ley. Existían distintos tipos de beneficiarios estipulados en la ley de creación del ISTA: campesinos que trabajaban la tierra, cooperativas, comunidades. Y a su vez la legislación fijaba que el ISTA quedara como propietario residual al cual ‒en caso de incumplimiento de los adjudicatarios y/o propietarios‒ volverían las tierras: «La figura supone que la tierra es últimamente de todos». El decreto del proyecto de transformación agraria seguiría la misma orientación en lo concerniente a la propiedad y la intervención del Estado en su regulación (Ellacuría, 2005, pp. 604-606).
La realización del proyecto de transformación agraria supondría una serie de elementos sumamente novedosos y trascendentes: se desconocería el carácter absoluto de la propiedad privada y se introduciría al Estado como garante y árbitro supremo del orden de las estructuras sociales; se lograría que fueran los propios trabajadores de la tierra quienes se conviertan en propietarios y en activistas de la transformación agraria; se aceptarían otras formas de acceso a la propiedad; se reconocería (aunque sea implícitamente) que la propiedad de los grandes medios de producción (y no solo la tierra) debían pertenecer al pueblo salvadoreño; se sostendría el principio de justicia social por sobre el de productividad, y, por último, se apuntaría a una correcta interpretación de la función social de la propiedad. Respecto a esto último vale la pena citar a qué se refiere Ellacuría con una correcta interpretación de la función social:
Una propiedad privada cumple con su función social cuando responde al destino de todos los bienes de la tierra, que es la satisfacción de las necesidades de todos; y, cuando, su distribución, esto es, la distribución de lo que esa propiedad produce, guarda la misma estructura de lo que es la producción misma: si la producción es social, la distribución debe ser social. Y, en ningún lado está dicho que tal distribución se logre de la mejor manera posible por medio de salarios o de impuestos (Ellacuría, 2005, p. 609).
En la concepción ellacuriana de la función social de la propiedad se condensa su mirada antiimperialista. Si la propiedad privada era depredadora, importada e impuesta, la propiedad en función social es una respuesta colectiva a las necesidades del conjunto.
En el siguiente apartado historiza el concepto cristiano de propiedad. Analiza primero la tradición de la Iglesia y luego la posición del propio Jesús ante el problema de la propiedad. Hace un recorrido desde los santos de la tradición antigua hasta el magisterio reciente de la Iglesia (a partir de la Rerum Novarum de León XIII hasta el Concilio Vaticano II y Pablo VI), destacando el derecho de la humanidad toda al disfrute de los bienes terrenales como antecesor al derecho a la propiedad privada. Concluye:
Por tanto, cuando cualquier forma de privatividad vaya en contra de la debida comunidad, debe anularse, pues no tiene razón de ser; a lo más podrá tolerarse temporalmente para evitar males mayores. Lo que necesita de especial justificación no es la propiedad en común, sino la propiedad privada (Ellacuría, 2005, p. 615).
Por último, analiza el concepto de propiedad en la vida de Jesús. Las actitudes del Jesús histórico serían ‒para los cristianos‒ «principio efectivo de desideologización». Ellacuría ve una coherencia entre la tradición cristiana y el mensaje de Jesús. Define como una «gigantesca ideologización» el intento de usar al cristianismo para incrementar la situación de injusticia con la excusa de «presuntos derechos naturales» (Ellacuría, 2005, p. 624).
En un artículo también publicado en 1976, llamado «La transformación de la ley del Instituto Salvadoreño de Transformación Agraria (ISTA)», el filósofo denuncia las modificaciones que sufrió la ley. Estas modificaciones robustecían las estructuras antiguas y con ellas la injusticia social. Había triunfado una clase social minoritaria en la disputa con el Estado. Inicia un análisis comparando la redacción de ambas leyes. Indica que en la nueva ley desaparece por completo el tercer considerando de la antigua que contenía el punto nuclear de la transformación agraria: la estructura de tenencia de la tierra era la causante del subdesarrollo. Ellacuría afirma que el tema del aumento de la producción y la productividad va a desempeñar en la nueva ley «el papel principal en la determinación de la función social» (Ellacuría, 2005, pp. 629-632). En la modificación del artículo 32 se encuentra la clave de la modificación del sentido de la ley original. El texto original «las tierras que adquiera el ISTA mediante el proceso de expropiación» pasó a ser «las tierras que adquiera el ISTA mediante el proceso de expropiación cuando aquéllas no cumplan la función social» (Ellacuría, 2005, p. 633). Sostiene que no habría nada que objetar si se definiera correctamente la función social.
Según el jesuita los antecedentes de la función social había que buscarlos en la Constitución de la República Española de 1931 y de la República Argentina de 1949: en ellas se destacaba el bien común como determinante de la función social. En la nueva ley la función social de la propiedad es definida de otra manera. La ANEP contrató a tres juristas para que elaboraran un estudio jurídico sobre la ley del ISTA y de la transformación agraria que modificaron el sentido original de la función social. Los diputados modificaron la ley siguiendo el dictamen de los abogados de la ANEP que tomaron la legislación venezolana y brasileña: en ellas se insistía en la productividad como el elemento determinante de la función social de la propiedad (Ellacuría, 2005, pp. 636-637).
Ellacuría demuestra, inciso por inciso, que la función social de la nueva ley salvadoreña está íntegramente copiada de la legislación venezolana y, en menor medida, de la brasileña. Considerando la explotación eficiente de la tierra como indispensable, «pero con el agravante [...] de que en la ley venezolana no se dice que este motivo sea el principal y se dice positivamente que la función social debe ajustarse a todos los elementos esenciales descritos por ella».
Estas afirmaciones del filósofo sirven para reconstruir una parte importante de la circulación de ideas del período. Los legisladores salvadoreños habrían tomado las experiencias venezolana y brasileña por sobre la de las constituciones de la República Española y la Argentina. Aparece aquí, entre líneas, la idea de las zonas de contacto, en las que técnicos de distintos países se habían formado siguiendo parámetros específicos e incidiendo en las discusiones y la legislación salvadoreña. Los legisladores habían trocado el sentido primigenio de la función social en la ley del ISTA, optando por definirla en base a la productividad. Según la nueva ley «Pueden faltar, por ejemplo, el cumplimiento de las leyes que protegen el equilibrio ecológico y el cumplimiento de las leyes laborales, sin que por eso deje de cumplirse la función social» (Ellacuría, 2005, pp. 638-641). Era una ley, indica el filósofo, al servicio de los propietarios de la tierra.
El último de los artículos referente a la RA apareció a fines de 1976. Es quizás el más conocido, titulado «A sus órdenes, mi capital». El 20 de octubre, a menos de tres meses de su promulgación, el proyecto de transformación agraria había sido derogado con la consecuente modificación de la ley de creación del ISTA. La ANEP había ganado la disputa. Es, por lo tanto, un artículo sumamente crítico. Ellacuría caracterizaba al enfrentamiento como «lucha de clases». Una lucha en la que la oligarquía había «arremolinado en torno a sí a las demás fuerzas del capitalismo». Sostiene que no todos los sectores de la burguesía estuvieron a favor, pero sí la clase a la que representaba la ANEP, sobreponiéndose el interés de clase por sobre los intereses de algunos sectores de clase. Contra lo promovido por la oligarquía, la lucha de clases no sería patrimonio exclusivo del marxismo-leninismo: «La existencia de clases es un hecho objetivo y es un hecho objetivo la lucha de clases. En nuestro caso, ha sido una clase la que ha luchado, la que posee los grandes medios de producción». Se encontrarían, según el autor, frente a una dictadura de la burguesía que había derrotado al Estado en menos de tres meses y con ello había destruido el carácter de creciente autonomización que venía viviendo el Estado salvadoreño. Triunfó el sector más reaccionario del capitalismo, el agrario, haciendo obedecer al gobierno: «Después de tantos aspavientos de previsión, de fuerza, de decisión, ha acabado diciendo: ‘a sus órdenes, mi capital’» (Ellacuría, 2005, pp. 650-654).
En la década de 1960 el debate en torno a la reforma agraria cobró dimensiones continentales, sobre todo a partir de la influencia de los procesos abiertos en la década de 1950 ‒en particular de la Revolución cubana‒ y de la respuesta estadounidense a través de la Alianza para el Progreso. La circulación de ideas a través de distintas zonas de contacto promovió que los distintos Estados nacionales fueran abordando la cuestión de la RA. Sin embargo, esta circulación de ideas también homogeneizó la propuesta que debían seguir los distintos países: una reforma agraria integral que, en los hechos, fungió como un freno a las experiencias de RA como la cubana o la mexicana y que ató la función social de la propiedad a la productividad.
El Salvador fue uno de los últimos países de la región en romper el tabú en torno a la cuestión. Para 1967 todavía los partidos políticos que llevaban esta consigna en sus plataformas eran proscriptos por el régimen. Sin embargo, para 1970 fue convocado el Primer Congreso Nacional sobre Reforma Agraria. Durante la década de los setenta ese debate se fue ampliando y varios actores se posicionaron al respecto. La Universidad Centroamericana no fue la excepción.
En la obra y las participaciones públicas del filósofo jesuita Ignacio Ellacuría podemos observar una posición abiertamente antiimperialista, que de facto se oponía a la receta promovida por los organismos internacionales de la reforma agraria integral y de la función social de la propiedad atada a criterios de productividad. Ellacuría se propuso como proyecto la elaboración de un marco teórico-valorativo para la reforma agraria, que sería la garantía para la aplicación de una RA adecuada a las condiciones sociohistóricas salvadoreñas. En su proyecto filosófico podemos rastrear elementos antiimperialistas. El jesuita discute la dicotomía abierta por la Guerra Fría entre dos grandes modelos, dejando entrever la posibilidad de una tercera vía, que ‒si bien era promovida por los partidos demócrata-cristianos del continente‒ en el caso de Ellacuría incorporaría el materialismo dialéctico como herramienta de análisis de la realidad salvadoreña. Desde su intervención en el Primer Congreso Nacional de Reforma Agraria podemos rastrear uno de los núcleos centrales de su planteo: la reforma agraria es una cuestión política cuyo sentido último es la justicia social y no la productividad. Esa pregunta por el sentido último y total es la pregunta que la filosofía debe intentar recorrer, para brindar un marco teórico-valorativo adecuado.
El método que propone Ellacuría para la construcción del marco teórico-valorativo es el de historizar los conceptos, en particular el de propiedad. Al analizar la propiedad privada le atribuye características propias de un proyecto imperial (depredadora, importada e impuesta) e insiste en la necesidad de una RA que respete y genere otro tipo de propiedades.
La idea de que existe una tercera vía, un camino por fuera del marco de la Guerra Fría, es una constante en los escritos del filósofo jesuita, fundamentalmente para pensar la cuestión de la propiedad de la tierra. Sin embargo, si bien para Ellacuría el capitalismo «ha nacido y responde a unas condiciones sociales completamente ajenas a las de la realidad centroamericana y tercermundista»; el marxismo por el contrario ofrecía una perspectiva emancipadora: al historizar los conceptos permitía acercarse a una solución desideologizada.
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[1] El Primer Proyecto de Transformación Agraria afectaba 58744 hectáreas sobre un territorio nacional que superaba 1400000 hectáreas agrícolas, es decir, menos del 3 % del total. Fijaba, en el territorio afectado, unidades productivas con un máximo de 35 y un mínimo de 3 hectáreas.
[2] Ese mismo año en Venezuela se había iniciado un proceso de reforma agraria. El proceso venezolano fijó la función social ‒como criterio de expropiabilidad de las tierras‒ a partir de la productividad de las explotaciones agrícolas y no de la justicia social.
[3] Al Partido de Acción Renovadora (PAR) se le permitió participar en las elecciones de 1967 para dividir el voto en contra del oficialista PCN, pero luego de las elecciones el registro del PAR fue cancelado por el Consejo Central de Elecciones. El fundamento utilizado fue que era inadmisible dentro del sistema de ordenamiento constitucional la expropiación de tierras propuesta por el PAR.
[4] El libro de Browning fue un encargo del gobierno salvadoreño publicado primero en inglés y luego en castellano en el año 1975.