eISSN: 1989-3612
DOI: https://doi.org/10.14201/art2024.31934

INVASIÓN SILENCIOSA: LA PRIMATOLOGÍA DE IMANISHI Y EL SESGO CULTURAL EN LA CIENCIA1

TRADUCCIÓN

Frans B. M. DE WAAL
Living Links, Yerkes Primate Center, Emory University, United States
dewaal@emory.edu

1. INTRODUCCIÓN

Cuando se trata de nuestra relación con la naturaleza, no hay forma de escapar de la tensión entre percepción y proyección. A menudo, lo que descubrimos en la naturaleza es lo que antes pusimos en ella. En consecuencia, la forma en que los naturalistas han contribuido a la misión de ‘la humanidad ha de conocerse a sí misma’, sólo puede entenderse en el contexto del cristal con que se mire el espejo de la naturaleza. Dado que no nos es posible quitarnos los cristales de esas gafas, la segunda mejor opción que nos queda es comparar otras alternativas.

El presente ensayo explora los prejuicios culturales en el marco de mi pequeño rincón de la ciencia, el comportamiento de los monos y de los simios. Dado que la forma en que miramos a otros animales refleja la forma en que nos miramos a nosotros mismos, el estudio del comportamiento animal está sujeto a preconceptos culturales mucho mayores que los que podrían poseer otros campos de las ciencias naturales. Por ejemplo, podemos considerar a los organismos como empresas cooperativas, tanto en el interior (entre las células del cuerpo), como en el exterior (cuando los animales cooperan para sobrevivir). Pero también se puede hacer hincapié en la competencia despiadada y en los llamados genes ‘egoístas’. No es difícil apoyar cualquiera de las dos posiciones. No obstante, en Occidente nos encanta representar la naturaleza con garras y dientes.

El fundador de la primatología japonesa, Kinji Imanishi (1902-1992), concebía a la naturaleza como inherentemente armoniosa. Las especies encajaban en un gran todo orgánico y cada especie encontraba su propio nicho. Tijs Goldschmidt, un biólogo holandés que trabaja con cíclidos en el lago Victoria, me contó que el contraste con el enfoque occidental persiste aún hoy (Goldschmidt, 1998). Goldschmidt visitó una vez a colegas japoneses que estudiaban la misma familia de peces que él, en el cercano lago Tanganica. Mientras que el equipo de Goldschmidt explicó la explosión de especies en estos lagos en términos de competencia y explotación mutua, los japoneses la comprendieron en términos de roles complementarios a nivel ecosistémico. Si bien ambos equipos coincidieron a nivel de los datos, operaron sobre la base de perspectivas sorprendentemente diferentes.

Los desacuerdos entre Oriente y Occidente respecto de la competencia y la cooperación como aspectos de la naturaleza, se remontan al menos al debate de finales del siglo XIX entre Thomas Henry Huxley y Piotr Kropotkin. Mientras que el primero adoptó una visión “gladiadora” de la naturaleza, el segundo defendió un modelo más sinérgico (Todes, 1989; de Waal, 1996). Estos desacuerdos rara vez dan lugar a un claro ganador. Más bien, tienden a tener un tono de debate en clave de ‘el vaso medio lleno’ versus ‘el vaso medio vacío’.

Un ejemplo destacado de tal discusión fue la reacción a las opiniones de Imanishi por parte de la paleontóloga británica Beverly Halstead, quien consideró necesario viajar hasta Japón para dejarle las cosas claras al viejo maestro. En 1984, armada con un montón de prejuicios y sin admitir de primera mano ningún conocimiento de los escritos de Imanishi, Halstead fue a enfrentarlo. En su manuscrito inédito en inglés (cuya copia se puede encontrar en la Biblioteca de la Universidad de Kyoto), señaló: “A mi manera occidental, vine a Kyoto, el hogar de Imanishi y su escuela, buscando al hombre y sus ideas, pero he venido como una oponente declarada” (Halstead, 1985, manuscrito inédito). Después de entregarle un regalo al profesor emérito de 82 años (una botella de whisky), le entregó un documento traducido al japonés que contenía afirmaciones como “La teoría de la evolución de Imanishi es japonesa en su irrealidad” y “Usted ve la madera, pero los árboles quedaron fuera de foco”. No es de extrañar que el rostro de Imanishi, como recordó Halstead, revelara un profundo arrepentimiento de haber aceptado la reunión ¿Qué pudo haber impulsado a Halstead a ser tan grosera?

¿Por qué, luego de su regreso a Gran Bretaña, escribió un artículo que destrozaba no sólo las opiniones de Imanishi, sino también las de todo su país? ¿Cómo se atrevió Nature a publicarlo con la condescendiente introducción que sigue: “La popularidad de los escritos de Kinji Imanishi en Japón ofrece una visión interesante de la sociedad japonesa” (Halstead, 1985)? ¿No podría aplicarse el mismo subtítulo a, digamos, la teoría de Darwin? Como se ha señalado ya muchas veces, no puede ser una coincidencia que las ideas sobre el capitalismo de libre mercado y la lucha por la existencia surgieran al mismo tiempo y en el mismo lugar. El hábito común de formular las cuestiones evolutivas en términos de costos y beneficios, deja pocas dudas sobre esta conexión.

Lo que tenemos aquí, entonces, es el caso familiar de una cultura que percibe los sesgos de la otra de un modo más crítico que como percibe los suyos propios. Incluso si hoy en día las ideas ecológicas y evolutivas de Imanishi se considerasen problemáticas, él y sus seguidores tenían razón en bastantes puntos. Esto se desprende, con particular claridad, del cambio fundamental ocurrido durante últimas décadas en el estudio del comportamiento animal: los científicos occidentales, aunque a menudo ignoren su origen, han ido adoptando, en gran escala, conceptos y enfoques japoneses. No está claro si también han adoptado la perspectiva subyacente, que está bastante alejada de la suya propia, pero ciertamente han sido receptivos a sus técnicas de observación y a sus conceptos específicos, como las relaciones individualizadas y la transmisión cultural, empleados por primera vez en la primatología japonesa.

2. EL LEGADO DE IMANISHI

Imanishi fue un autor extraordinariamente prolífico y ampliamente reconocido en el campo de las ciencias biológicas: el Stephen Jay Gould de Japón. Comenzó como entomólogo, pero también fue ecólogo, antropólogo, primatólogo, montañista y filósofo. Recibió un puesto oficial en la facultad (en humanidades, no en ciencias), recién cuando tenía aproximadamente 50 años. Al ser de ascendencia acaudalada, podía hacer lo que quisiera sin las obligaciones que conlleva mantener un salario. Tan sólo tenía una habitación en la Universidad de Kyoto sin más muebles que un escritorio bajo en el que escribía sus libros, sentado en posición de loto sobre un tatami. Era un hombre ascético, culto y de inmensa influencia.

Además de escalar el Himalaya, Imanishi tenía dos intereses principales. Uno era la interconexión entre todos los seres vivos y los ambientes en los que se encuentran. Aunque rara vez mencionó a quienes influyeron en él, era una persona muy leída y elementos de su enfoque se pueden rastrear en influencias externas, que van desde Jacob von Uexküll hasta Petr Kropotkin y, quizás, sobre todo, Kitaro Nishida, el fundador de una escuela filosófica que fue particularmente influyente en las décadas de 1930 y 1940. No puedo juzgar esto por mí mismo, ya que mi información proviene de fuentes secundarias, pero el énfasis de Imanishi en la intuición y la percepción del todo, su aversión al reduccionismo y su visión de que el individuo es secundario respecto de la sociedad, probablemente derivaron de Nishida, el filósofo de la ‘nada’ de Kioto, quien solía tener profundos pensamientos mientras paseaba por un pequeño río rústico bordeado de cerezos –todavía conocido como el camino del filósofo–, que pasa por el campus universitario (Yoshimi, 1998)2.

Imanishi realizó la mayor parte de su investigación sobre larvas de efímera en el río Kamogawa, mucho más grande que el anterior, y que atraviesa el corazón de Kioto. Su trabajo sobre la vida acuática lo llevó a desarrollar la noción de ‘segregación de hábitat’, que refiere a que especies diferentes pero relacionadas seleccionan sus propios estilos de vida y microhábitats, lo que les permite coexistir armoniosamente en el mismo entorno. Imanishi no intentó explicar cómo pudo haberse producido la segregación y se opuso vehementemente a las explicaciones que implicaran conflictos.

El segundo interés y legado duradero de Imanishi se relaciona con el estudio del comportamiento de los primates. En este caso, su enfoque fue particularmente innovador gracias a la ausencia del dualismo humano-animal. Siendo producto de una cultura que no presenta a la especie humana como la única con alma, Imanishi no tuvo problemas ni con la idea de la evolución ni con la de los humanos como descendientes de los simios. Para la mente budista, esto no sólo resulta eminentemente plausible, sino incluso probable y no tiene nada de insultante (Asquith, 1991; Sakura, 1998; Matsuzawa, 2003).

La ‘gran cadena del ser’ de Platón, que coloca a los humanos por encima de todos los demás animales, está ausente en la filosofía oriental. En la mayoría de los sistemas de creencias orientales, el alma humana puede reencarnar en muchas formas, por lo que todos los seres vivos están espiritualmente conectados. Un hombre puede convertirse en un pez y un pez puede convertirse en un dios o una diosa. El hecho de que los primates, nuestros parientes animales más cercanos, sean nativos de China y Japón, sólo ha ayudado a fortalecer la creencia en la interconexión de la vida. A diferencia de las fábulas europeas, que están pobladas de cuervos, conejos, zorros y similares, los cuentos populares y la poesía japoneses y chinos están salpicados de referencias a gibones y monos. Ejemplo de ellos son los tres macacos sabios del budismo Tendai (“no veas el mal, no escuches el mal, no hables el mal”).

Sentir humildad hacia los animales afecta la forma en que los estudiamos. El estudio del comportamiento animal en Japón nunca ha estado contaminado por sentimientos de superioridad o de aversión a reconocer características humanas en ellos. Según el estudiante más respetado de Imanishi, el fallecido Junichiro Itani (1926-2001): “Dado que la cultura japonesa no enfatiza la diferencia entre personas y animales, está relativamente libre del hechizo del antiantropomorfismo... Creemos que esto ha llevado a muchos descubrimientos importantes” (Itani, 1985; ver también Asquith, 1984, 1986). Así, los primatólogos japoneses trazaron las relaciones de parentesco a lo largo de múltiples generaciones, asumiendo que los animales poseen una vida familiar compleja, tal como la tenemos nosotros. Comenzaron con ello incluso antes de que los científicos occidentales siquiera lo pensaran (por ejemplo, Kawamura, 1958; Yamada, 1963), y años antes de que William Hamilton (1964) desarrollara la teoría de la ‘selección de parentesco’. Las redes de parentesco fueron un verdadero descubrimiento, quizás el mayor de la primatología japonesa (Reynolds, 1992).

De hecho, la aceptación sin dificultades de un aspecto importante de la teoría de la evolución –la continuidad entre todas las formas de vida– significó que, desde un principio, las cuestiones sobre el comportamiento animal no estuvieran contaminadas por la división entre humanos y animales asumida en Occidente. Como resultado, los estudiantes de Imanishi pudieron avanzar rápidamente con una agenda claramente antropológica: al estudiar a otros primates, intentaron comprender los orígenes de la familia y la sociedad humanas. En todo esto, Imanishi estaba muy por delante del célebre paleontólogo occidental Louis Leakey, quien desarrolló una agenda similar. Leakey envió a varios primatólogos a estudiar los grandes simios en libertad, con la creencia de que estos animales podrían proporcionarnos información sobre las primeras etapas de la evolución humana. No obstante, cuando lo hizo, en las décadas de 1960 y 1970, las preguntas y técnicas que resultarían útiles en tal esfuerzo ya habían sido desarrolladas por primatólogos japoneses, quienes habían identificado individualmente a sus monos y los habían seguido el tiempo suficiente para comprender la extraordinaria complejidad de la sociedad primate, así como también el grado de diferencia entre cada grupo. Lo más importante es que Imanishi había formulado la cuestión de la cultura animal de una manera que invitaba a realizar más estudios (véase la siguiente discusión). Ahora bien, en lugar de comparar a Imanishi con Leakey, el paralelo más apropiado es con Ray Carpenter, el primatólogo estadounidense pionero. Carpenter era un fisiólogo de formación, pero también un científico del comportamiento de primer nivel que prefería el campo al laboratorio. Trabajó con macacos rhesus liberados en la isla caribeña de Cayo Santiago, así como también con monos aulladores y gibones salvajes. Estaba interesado en las relaciones sociales y dibujó sociogramas que trazaban la estructura del grupo (Carpenter, 1964). Si bien no llegó tan lejos en esto como los primatólogos japoneses, quienes pudieron distinguir más de 100 monos y rastrear sus vínculos familiares a lo largo de generaciones, Carpenter compartía con ellos una perspectiva claramente “sociológica”. No sorprende, por tanto, que Carpenter fuera el primer occidental en convertirse en un firme partidario de la primatología japonesa (véase la figura 1).

Figura 1. Kinji Imanishi (1902-1992) y Ray Carpenter (1905-1975), frente a la Universidad Estatal de Pensilvania, donde Carpenter estuvo trabajando durante la visita de Imanishi a Estados Unidos. Carpenter presenta el primer número de la revista Primates, la más antigua en su campo, ahora publicada por Springer-Verlag. La fotografía fue tomada por el fallecido Itani en 1958. Copyright: Archivos visuales en memoria de Jun’ichirou Itani del Instituto de Investigación de Primates de la Universidad de Kioto. Con permiso especial de Tetsuro Matsuzawa

El enfoque de Imanishi sobre el comportamiento de los primates equivale a un cambio paradigmático que hoy ha sido adoptado por toda la primatología y más allá. Por lo tanto, si ya no percibimos el antropomorfismo como el problema que alguna vez fue (Mitchell et al., 1997; de Waal, 1999), y si los estudiantes de animales longevos –ya sea que observen delfines o elefantes– identifican de manera rutinaria individuos y los siguen a lo largo de su vida (de Waal y Tyack, 2003), es porque estamos empleando técnicas de Oriente que inicialmente fueron objeto de burla y resistidas por Occidente.

3. LA BARRERA DEL IDIOMA

En 1958, Imanishi y sus estudiantes recorrieron universidades estadounidenses para informar de sus hallazgos. Siendo que humanizaban a sus sujetos, se encontraron con muchas burlas y con un profundo escepticismo respecto de la capacidad de simples humanos a la hora de distinguir a todos esos monos. A la gente le costaba creer que tal hazaña fuera posible y expresaban incredulidad frente a sus visitantes (Itani, comunicación personal). Tampoco debemos olvidar que hace tan sólo unas décadas los profesores universitarios occidentales advertían a los estudiantes de primatología contra el enfoque ateórico, el antropomorfismo y la falta general de relevancia de los artículos de sus colegas japoneses, mientras desalentaban las referencias a esta literatura (Asquith, 1996).

Entonces, ¿cómo es posible que los principios básicos de la escuela de Imanishi se den ahora por sentados en Occidente? Para comprender cómo esta “invasión alienígena” de ideas pudo haber tenido lugar frente a nuestras narices, debemos mirar la cultura oriental y también apreciar cómo el monopolio lingüístico afecta a la ciencia (Gibbs, 1995).

La respuesta a la primera pregunta es, como hemos visto, que la ciencia oriental no tenía ninguna afición por el tradicional dualismo humano/animal occidental. Las ventajas de ignorar este dualismo resultaron inmediatamente obvias para los científicos de mente abierta, como Carpenter, quienes ayudaron a acelerar un proceso en Occidente que podría haber ocurrido de todos modos.

La respuesta a la segunda pregunta está en el lenguaje (Bartholomew, 1998; Asquith, 2000). Para quienes no hablan inglés, resulta difícil hacerse oír en un mundo angloparlante. Dado que el inglés no es mi lengua materna, estoy familiarizado con el esfuerzo que implica escribir y hablar en otro idioma, aunque mi holandés nativo es probablemente el idioma más cercano al inglés. Cuando era estudiante, todos mis libros de texto estaban en dos idiomas extranjeros (alemán e inglés), y cuando más tarde comencé a escribir artículos, pasé una cantidad excesiva de tiempo buscando términos en gruesos diccionarios que permitieran expresar mis pensamientos en inglés. Este esfuerzo, que para los científicos japoneses seguramente se multiplique por diez, es despreocupadamente ignorado por los hablantes nativos de inglés.

El típico hablante nativo de inglés es monolingüe. La falta de familiaridad con otros idiomas le hace imaginar que deben ser copias del inglés. No obstante, idiomas distintos no sólo tienen diferentes palabras y gramáticas, sino que también representan diferentes visiones del mundo. Al ser conceptualmente diferentes, muchas expresiones y matices resultan intraducibles. Por ejemplo, el holandés está plagado de diminutivos (inexistentes en la mayoría de los idiomas) que transmiten una ternura propia de un país pequeño y ordenado. La forma en que los franceses hablan de comida, por poner otro ejemplo, ni siquiera es imaginable para la mayoría de los angloparlantes. Las diferencias, sin embargo, son mucho más profundas: determinan la forma en que construimos la realidad. Por lo tanto, si las palabras chinas a menudo sirven a la vez como sustantivos y como verbos, esto hace que sea natural para los chinos ver los objetos como eventos y entender el mundo como si estuviera formado por procesos en lugar de por entidades.

El inglés, que por un accidente de la historia se ha convertido en la lengua dominante del mundo, es un idioma que está perfectamente bien. Tener un solo idioma para ponencias y conferencias internacionales, en mi opinión, es preferible a tener varios idiomas en competencia. Entonces, el inglés en sí no es el problema: el problema es la actitud de los angloparlantes nativos.

Naturalmente, hablas tu propio idioma más rápido que cualquier otro. Esto puede hacer imposible que quienes no son hablantes nativos del inglés puedan seguir fluidamente las discusiones en los encuentros internacionales. Esta situación empeora en aquellas ocasiones en las que un angloparlante no se anda con rodeos cuando debate con un científico cuyo inglés es pobre. He visto que eso sucede a menudo. El angloparlante se levanta del público, articula una pregunta punzante, a veces mezclada con un chiste, y luego apenas se toma el tiempo de escuchar la respuesta torpemente formulada de su oponente. Al ser los angloparlantes nativos los que dominan las discusiones en general, se presentan como grandes mentes pavoneándose con la seguridad de que nadie se atreverá a desafiarlos.

Las buenas ideas formuladas en un mal inglés mueren o son reempaquetadas. Si esto último ocurre, una vez que la idea ha pasado al dominio del buen inglés, su origen tiende a olvidarse. Es un poco como la interpretación cinematográfica de una obra de teatro francesa (por ejemplo, “La jaula de pájaros” – La Cage aux Folles; “La Bella y la Bestia” – La Belle et la Bête): una vez que se ha estrenado la película, la gran mayoría de la gente cree que la idea surgió en Hollywood. Una vez expresada en inglés, la idea en cuestión se vuelve inglesa o americana. Este es un proceso natural que probablemente se aplique a cualquier idioma, pero en ciencia deberíamos dar crédito intelectual a quien se lo merece.

Entonces, una de las razones por las que el pensamiento oriental pudo infiltrarse en el estudio del comportamiento animal sin ser advertido reside en que se filtró en la literatura a través de formulaciones y traducciones enrevesadas que los angloparlantes nativos encontraron fácil de mejorar. En el proceso procedieron a borrar parte del crédito de las nuevas ideas. Por lo tanto, aunque Imanishi nos haya encaminado en el sendero de la cultura animal –que ahora es el tema más candente en nuestro campo– los científicos occidentales rara vez, o nunca, mencionan su nombre en este contexto.

4. CULTURA ANIMAL

Ya en 1952, cuando los etólogos europeos trabajaban en teorías del instinto y los conductistas estadounidenses recompensaban ratas por presionar palancas, Imanishi escribió un artículo en el que criticaba las opiniones establecidas sobre los animales (Imanishi, 1941, 1952). Incluyó un debate entre una avispa, un mono, un evolucionista y un lego, en el que se planteó la posibilidad de que, además de nosotros, otros animales también pudieran tener cultura. Hirata et al. (2001) proporcionan una traducción de una parte de este debate imaginario. La definición propuesta era simple: si los individuos aprenden unos de otros, su comportamiento puede, con el tiempo, llegar a ser diferente del de otros grupos, creando así una cultura característica (Itani y Nishimura, 1973; Nishida, 1987).

Este enfoque redujo la cultura a su mínimo común denominador: la transmisión social, más que a la genética del comportamiento. Esto se confirmó pocos años después de la publicación del libro, a partir de observaciones de macacos japoneses lavando batatas en la isla de Koshima. Ahora sabemos que el aprendizaje cultural está muy extendido e incluye el canto de los pájaros (p. ej., West et al., 2003), el uso de herramientas por parte de los chimpancés (p. ej., Whiten et al. 1999) y las técnicas de caza de las ballenas (p. ej., Rendell y Whitehead, 2001). Nuevos ejemplos se descubren casi a diario.

Hasta hace poco, sin embargo, los científicos occidentales se habían resistido a la idea de la cultura animal, principalmente insistiendo en mecanismos muy específicos de transmisión social –como la enseñanza y la imitación– que muchos animales pueden no manifestar, y de los cuales incluso la cultura humana puede no depender en el grado que estos autores suponen (Premack y Premack, 1994; Tomasello, 1994). En un desafío directo a la escuela de Imanishi, Galef (1992) escribió una influyente crítica a los estudios de Koshima en la que afirmaba que (1) el aprovisionamiento de alimentos en la isla puede haber sido realizado selectivamente para recompensar a los individuos que mostraban el comportamiento deseado, como lavar papas, y (2) el aprendizaje individual podría ser suficiente como explicación de la propagación del hábito en cuestión. Galef, que nunca puso un pie en Koshima, se basó en un par de frases de Green (1975), quien sí había visitado la isla en 1968 y en 1969.

En ese momento, el personal de Koshima ocasionalmente admitía a personas que querían ir a ver a los monos lavando papas. Para ello, alimentaban a los monos cerca del océano y se aseguraban de que los mejores “ejecutantes” estuvieran disponibles. Green (1975), que asistió sólo a una de esas escenas de recolección de papas durante toda su estancia, estaba consciente de que este método de aprovisionamiento pretendía beneficiar a los turistas y a los investigadores visitantes, incluido él mismo. Su relato anecdótico de más de 15 años después del inicio del lavado de papas no puede decirnos cómo se originó o se extendió tal hábito. Para ello, deberíamos recurrir a la cuidadosa documentación de Kawai (1965), que cubrió un período bastante anterior durante el cual pocos forasteros se acercaron a Koshima.

Mis propias conversaciones con Satsue Mito (quien dirigió el suministro de papas en los primeros años), me generaron serias dudas de que los procedimientos imaginados por Galef (1992) hubiesen sido aplicados alguna vez (de Waal, 2001). En primer lugar, no habría sido lógico. Para que un comportamiento se propague, es de vital importancia que los individuos que no exhiben el comportamiento en cuestión tengan la oportunidad de hacerlo. De ahí, justamente, la necesidad de proporcionar papas a los monos no lavadores. En segundo lugar, uno no podría alimentar a una manada de monos como a uno se le ocurra sin causar, al mismo tiempo, una increíble confusión. Para que ello no ocurra es necesario “alimentar” la jerarquía. Si uno alimentara a los monos jóvenes y de bajo rango antes que al resto, los superiores los acosarían hasta el punto que pondrían en peligro su vida. Mito, habiendo entendido esto, alimentó primero a los machos adultos y a las hembras de alto rango. No obstante, a pesar de esta técnica de alimentación, el lavado de papas comenzó con los individuos jóvenes y de bajo rango. De hecho, aunque los machos de mayor edad fueron los primeros en ser alimentados, nunca aprendieron a lavar. A su vez, a partir de las excelentes revisiones de Kawai (1965), Watanabe (1994), Hirata et al. (2001) y otros, resulta evidente que el lavado de patatas se extendió entre los monos de una forma que era consistente con las relaciones sociales de la manada. Por lo tanto, los primeros individuos en manifestar el comportamiento después de que una hembra joven, Imo, comenzara con el hábito, fueron sus coetáneos y su madre ¿Cuál sería la probabilidad de que esto sucediese por casualidad? En un análisis post hoc de los datos existentes, la celeridad del aprendizaje parecía consistente con un modelo de transmisión social. Lefebvre (1995) argumentó que el aprendizaje social puede distinguirse del aprendizaje individual por la rapidez con la que se propaga un nuevo comportamiento. Es posible que el aprendizaje social produzca una función aceleradora, ya que, mientras que el aumento en el número de practicantes del nuevo comportamiento aumenta la probabilidad de que los individuos que no lo habían practicado antes queden expuestos a él, se espera que el aprendizaje individual produzca una función lineal. Basándose en estos supuestos, Lefebvre concluyó que las tradiciones primates más analizables eran consistentes con el aprendizaje social. Por lo tanto, no hay ninguna razón urgente para renunciar al lavado de papas en Koshima como ejemplo de transmisión social de un hábito específico en una población de monos (de Waal, 2001).

Esto no conlleva afirmar que la cuestión planteada por Galef et al. sobre el mecanismo de transmisión sea irrelevante. Mientras que los biólogos consideran que el mecanismo es secundario a la función, ciertamente en el nivel de la definición de un fenómeno (por ejemplo, no definimos la locomoción o la respiración por la manera en que se logra), las diversas formas en que la transmisión cultural se efectiviza siguen siendo enigmáticas y exigen total atención. Sin embargo, hay que añadir que los psicólogos del aprendizaje, quienes provienen de una tradición en la que se testean animales individuales en tareas artificiales, tal vez no posean el mejor enfoque disponible para abordar el enigma mencionado. La confiada afirmación de Galef (1992) de que los actos imitados se extinguirán automáticamente si no consiguen generar recompensas, permite ilustrar dicha limitación. Si bien esto resulta lógico desde la perspectiva del refuerzo, conocemos muchos ejemplos de conductas culturalmente transmitidas que no poseen ningún valor de recompensa. Dos ejemplos son el manejo de piedras por parte de los monos japoneses en Arashiyama, que parece ser una actividad inútil (Huffman, 1996), y los intentos de cascar nueces por parte de chimpancés jóvenes. Respecto de este último caso, si bien los chimpancés bebés y jóvenes carecen de la habilidad, la fuerza y la coordinación para romper nueces, en sus juegos combinan piedras y nueces de una manera que eventualmente conduce a obtener el fruto comestible. Sin embargo, sus primeros aciertos se producen sólo después de muchos años de actividad sin recompensa alguna (Inoue-Nakamura y Matsuzawa, 1997). De hecho, contrariamente a lo que afirma Galef, el refuerzo extrínseco posee poca relevancia para la difusión de hábitos culturales (de Waal, 2001).

Un enfoque ecológicamente válido del aprendizaje social requeriría que consideráramos el contexto natural en el que tiene lugar. Por ejemplo, los experimentos de imitación que son populares actualmente, en los que primates no humanos u otros animales observan un modelo de otra especie (siempre la nuestra) o presencian una única demostración de un acto novedoso, están muy alejados de las circunstancias en las cuales evolucionó el aprendizaje social. En la naturaleza, los observadores y los modelos pertenecen a la misma especie y normalmente copian el comportamiento después de haberlo presenciado varias veces. Este es el tipo de contexto de aprendizaje sobre el que necesitamos saber más.

En lugar de centrarse en el refuerzo, las nuevas conceptualizaciones suponen que el aprendizaje social se basa en la identificación con modelos y en la necesidad de actuar como ellos. Tales supuestos conformistas subyacen al Aprendizaje Observacional basado en el Vínculo y la Identificación (BIOL, por sus siglas en inglés) de De Waal (1998, 2001), así como también a la educación maestro-aprendiz de Matsuzawa et al. (2001). Estas teorías no tienen el problema de explicar por qué los experimentos de imitación con modelos humanos a veces fracasan: ellas asignan un papel crítico a la cercanía entre el observador y su modelo de comportamiento que, junto con el deseo de comportarse como los demás, promueve la convergencia conductual gracias a la cual se produce la cultura. Los mecanismos propuestos son tanto socioemocionales como cognitivos.

5. SUPUESTOS VERSUS TEORÍA

En sus esclarecedoras comparaciones entre la primatología occidental y la japonesa, Asquith señaló muchas distinciones útiles, como la ya mencionada falta de dualismo humano-animal en la religión oriental. Asquith no cree, como sí lo hizo Halstead (1985), que el darwinismo haya sido alguna vez rechazado por los científicos japoneses, sino más bien que, por un lado, los científicos occidentales tendieron a pensar en términos absolutos (es decir, o uno está a favor o está en contra de una idea) y, por otro lado, sus colegas japoneses simplemente se basaron en los elementos más atractivos de la teoría de la evolución, ignorando el resto (Asquith, 1986, 1991).

La primatología japonesa nunca fue tan ateórica como creían algunos científicos occidentales. Mi impresión es, más bien, que no todo el mundo se siente cómodo formulando ideas según la manera que es popular en Occidente. Establecemos teorías que son testeables, es decir, que pueden ser refutadas. Para nosotros, la ciencia es un proceso de confrontación que procura determinar quién tiene razón y quién no. Se necesita cierta mentalidad para operar de esta manera. Si bien a los científicos japoneses no les faltan suposiciones o expectativas sobre el mundo, son reacios a proponerlas de una manera que invite al desacuerdo.

Los primatólogos japoneses poseen expectativas claras, como se desprende de un ejemplo histórico poco conocido de la primatología de campo. Hasta finales de la década de 1960, la visión occidental era positivamente rousseauniana: los simios eran “nobles salvajes” autónomos, libres de lazos y obligaciones sociales. Lo único que hacían era desplazarse aleatoriamente de un árbol frutal a otro. Los siempre cambiantes grupos de chimpancés que los investigadores encontraban en los bosques de África parecían confirmar que carecían de una vida grupal coherente. Mientras Jane Goodall describía a las chimpancés hembras y a sus crías dependientes como las únicas unidades vinculares (van Lawick-Goodall, 1968), un equipo japonés que trabajaba a sólo 130 kilómetros al sur de Gombe trabajaba bajo suposiciones bastante diferentes. Se preguntaron cómo sería posible que una especie que supuestamente llena el vacío entre nosotros y otros animales, carezca de una vida social compleja. Finalmente, a través de persistentes observaciones de campo, resolvieron el enigma y demostraron que los chimpancés viven en los denominados ‘grupos unitarios’ con una membresía estable (Nishida, 1968; Takasaki, 2000).

Los científicos occidentales pronto reemplazaron el término ‘grupo unitario’ por ‘comunidad’, lo que no facilitó la conservación del origen del descubrimiento. La sociedad unida por los machos [male-bonded society] del chimpancé es ahora un elemento básico del conocimiento primatológico –existe amplia evidencia de agresión territorial entre diferentes comunidades (por ejemplo, Goodall, 1986)–, pero el descubrimiento inicial provino de una firme convicción de que los chimpancés no podían ser ni de lejos tan “individualistas” como la ciencia occidental los había presentado.

El punto importante de todo esto es que las opiniones de Imanishi, aunque no están formuladas como una teoría formal y han llegado a Occidente sólo con mucho retraso, claramente han prevalecido. Puntos de vista que entraban en conflicto con los dualismos occidentales tradicionales (por ejemplo, animal/humano, naturaleza/cultura) pasaron desapercibidos por nuestro pensamiento junto con técnicas de observación de gran valor. Esta invasión silenciosa desde Oriente ayudó a Occidente a deshacerse de parte de su bagaje cultural. Sin embargo, la forma como esto sucedió y la falta general de reconocimiento dan pistas de las dificultades que experimentan otros grupos culturales y lingüísticos cuando intentan encontrar una voz en la ciencia.

No debemos dejarnos engañar por la hegemonía científica de Occidente: es un pensamiento tan irreal como el de que un país pueda ordenar al resto del mundo. El estudio de la naturaleza no puede dejarse en manos de un solo sacerdocio en el que todos piensan igual. Cada cultura está demasiado absorta en su propia relación con la naturaleza como para poder dar un paso atrás y verla tal como es. Con el fin de obtener una imagen completa, se necesitan científicos con todo tipo de experiencia y que juntos asuman una tarea equivalente a la de comparar una variedad de imágenes en el laberinto de espejos de un parque de diversiones. En algún lugar de esa información tan distorsionada reside la verdad.

AGRADECIMIENTOS

Este ensayo no podría haber sido escrito sin mis colegas japoneses durante mi agradable estancia en su país. Estoy inmensamente agradecido a Toshisada Nishida y Tetsuro Matsuzawa, quienes me invitaron a Kioto en 1998 y 2002, respectivamente, y al fallecido Junichiro Itani, Pamela Asquith, Toshikazu Hasegawa, Mariko Hiraiwa-Hasegawa, Michael Huffman, Suehisa Kuroda, Satsue Mito, Osamu Sakura, Hideko Takeshita, Kunio Watanabe, Soshichi Uchii y muchos otros colegas por sus útiles debates. También agradezco a los tres árbitros anónimos de esta revista por sus comentarios constructivos y referencias bibliográficas complementarias.

REFERENCIAS

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1. Traducción: E. Joaquín Suárez-Ruíz y Carolina Scotto. Esta traducción fue autorizada por su autor, Frans de Waal, y contempla las normas de copyright de su editorial original, Animal Cognition. © Springer-Verlag 2003.

2. En el otoño de 1998 visité China y Japón durante varios meses con una beca otorgada por la Sociedad Japonesa para la Promoción de la Ciencia (JSPS, por sus siglas en inglés). Durante este tiempo, hablé con muchos primatólogos y otros académicos tanto en mi base de operaciones, Kioto, como en todo Japón, desde el norte hasta el sur. Esto incluyó una conversación con el fallecido Jun’ichiro Itani, quien me ofreció una visión de primera mano de las ideas tempranas de Imanishi y su recepción tanto en Japón como en Occidente. También incluyó una visita a Koshima y conversaciones con Satsue Mito, quien desde el principio ayudó en los estudios sobre el lavado de patatas en la isla. Se remite al lector a De Waal (2001), para una descripción más completa de mis impresiones sobre la ciencia japonesa y las conexiones y diferencias con el enfoque occidental.