eISSN: 1989-3612
DOI: https://doi.org/10.14201/art2024.31500

MECANISMOS SOCIALES, ANTROPOMORFISMO Y PROCESOS COGNITIVOS EN ANIMALES NO HUMANOS. A 40 AÑOS DE LA POLÍTICA DE LOS CHIMPANCÉS

Social Mechanisms, Antropomorphism and Cognitive Processes in Non-Human Animals. 40 Years after Chimpanzee Politics

Oscar David CAICEDO MACHACON
Universidad del Atlántico, Colombia
oscarcaicedo@mail.uniatlantico.edu.co

Rene J. CAMPIS
Universidad del Atlántico, Colombia
renecampis@mail.uniatlantico.edu.co

Eduardo BERMÚDEZ BARRERA
Grupo de Investigación Holosapiens, Universidad del Atlántico, Colombia
eduardobermudez@mail.uniatlantico.edu.co

Recibido: 29/06/2023     Revisado: 30/07/2023     Aceptado: 12/08/2023

RESUMEN: La atribución de pensamientos y mente a animales no humanos sigue generando debates y controversias entre los estudiosos del comportamiento animal. Sumado a ello, los mecanismos sociales -el juego como un comportamiento producto de la selección natural con valor de supervivencia- llaman poderosamente la atención de etólogos cognitivos, psicólogos y filósofos de la mente a la hora de establecer hasta dónde nos es permitido abrazar el antropomorfismo científico sin caer en analogías apresuradas del antropomorfismo ingenuo y desinformado.

Este artículo aborda el problema de cómo estudiar algunas estrategias de supervivencia en grupos sociales, cómo justificar el antropomorfismo científico y hasta qué punto podemos hablar de procesos mentales en otros animales, apelando al concepto de mecanismos sociales, entre otros, en de Waal.

Palabras clave: inteligencia social, teoría de la mente, etología cognitiva, etología social.

ABSTRACT: The attribution of thoughts and mind to non-human animals generates heated debates and controversies among scholars of animal behavior. Social mechanisms –such as play as a behavior produced by natural selection that has survival value– strongly catch the attention of ethologists, psychologists and philosophers of mind when it comes to establishing how far can we go in embracing scientific anthropomorphism without falling into hasty analogies of naive and uninformed anthropomorphism.

This paper appeals to the concept of social mechanisms, among others, in de Waal to address the problem of how to study some survival strategies in social groups, how to justify scientific anthropomorphism and to what extent we can talk about mental processes in other animals.

Keywords: social intelligence, theory of mind, cognitive ethology, social ethology.

1. INTRODUCCIÓN

Un presupuesto básico de La política de los chimpancés es la vida en sociedad. Hablar de política en primates o cualquier otra especie animal solo cobra sentido cuando se entiende que nos estamos refiriendo a animales sociales. La sociabilidad de variadas especies animales ha sido trabajada en extenso por múltiples etólogos, psicólogos y biólogos, y Frans de Waal es, sin duda, una de las referencias más citadas.

En la segunda mitad del siglo XX, aparece la expresión Etología social en Crook y Goss-Custard (1972) para referirse al estudio del comportamiento social de diversas especies e individuos que viven en grupos permanentes, en relación con el medio ecológico. Colmenares (2014) plantea que una definición de comportamiento social neutral desde el punto de vista teórico tendría que considerar que un comportamiento es social siempre que tenga como receptor a otro individuo de la misma especie. Esta definición excluye comportamientos autodirigidos, dirigidos hacia elementos del medio, o hacia individuos de otras especies, siempre y cuando tales acciones y sus consecuencias no proporcionen claves informativas inmediatas o diferidas a otros individuos de la especie. Una definición más amplia podría plantearse en términos de que un comportamiento es social en tanto se pueda constatar que afecta y potencialmente modifica la conducta (o el estado fisiológico o psicológico) de otro individuo de la especie. Esta es una definición eminentemente funcional.

Hay, sin embargo, una tercera definición que enfatiza el sustrato cognitivo de la causa proximal, incorporando variables inobservables como la intención o la atribución de conocimiento por parte del emisor, aunque tal inferencia se realiza a partir del análisis de observables. Aquí, el emisor de un comportamiento social actúa de un modo u otro animado por la intención de estimular al receptor.

¿Cómo podríamos abordar, precisamente, el tema de la etología social desde la obra de Frans de Waal?

2. EL JUEGO COMO MECANISMO SOCIAL

El último capítulo de su libro La política de los chimpancés, Frans de Waal lo titula, sugerentemente, “Los mecanismos sociales”. Ahí, el autor revisa algunos de estos mecanismos, introduciendo el concepto de conciencia triádica, entendida, según él, como un requisito básico de toda estructura jerárquica basada en coaliciones –además de reconocer a los demás miembros de un grupo individualmente–. Mientras que el reconocimiento individual garantiza la existencia de una jerarquía bien establecida (en la que cada individuo conoce el lugar que le corresponde en su grupo), la conciencia triádica es la capacidad de percibir las relaciones sociales que se dan entre otros individuos y formar relaciones triangulares, no sólo del tipo “yo me puedo relacionar con B y con C (por separado)”, sino también de saber que B y C tienen una relación, y saber que puedo sacarle provecho (de Waal, 1989).

Pues bien, el juego es uno de los mecanismos sociales por medio del cual humanos y otros animales sociales se inician en el proceso de reconocimiento de jerarquías y el refinamiento de la conciencia triádica, además de, como es de suponer, el respeto de reglas y normas establecidas.

Los comportamientos son considerados por la etología como adaptaciones biológicas efectivas en el contexto del animal que las realiza. Comprender tales adaptaciones no es tarea fácil, máxime cuando un mismo comportamiento puede ser útil para diversos propósitos en diferentes situaciones. Algunos autores como Asensio (2014) consideran que el juego o comportamiento lúdico presenta claramente esta dificultad. Al ser característico de la mayoría de los mamíferos y aves, no resulta difícil pensar en el juego como un comportamiento producto de la selección natural con un evidente valor de supervivencia y, por tanto, beneficioso para quienes lo practican, comportamiento que posee algunas características estructurales (actos, señas, duración, intensidad), causales (contextos, situaciones, estímulos) y funcionales (sentido adaptativo).

Si hay algo que caracteriza a los mamíferos probablemente sea la propensión al juego y, si hay algo que nos caracteriza a los humanos, posiblemente sea nuestra propensión al juego aún en etapa adulta y el establecimiento de reglas previas comparables, en muchos casos, a un sistema de castigo (cuando se transgreden las normas) /recompensa (cuando se acierta). En otras especies de primates como los chimpancés, por ejemplo, en crías más pequeñas, el aprendizaje y el juego son de vital importancia para la adquisición de habilidades en el uso de herramientas. Cuando en cautiverio se les niega a las crías el acceso a palos o piedras para jugar, su capacidad para resolver problemas utilizando tales instrumentos en la edad adulta, se ve considerablemente reducida (Llorente, 2019).

Diversas especies han ido moldeando y manteniendo el comportamiento lúdico a lo largo de la evolución, pero, ¿cuál es la razón? Jugar implica un coste biológico por su enorme inversión energética, además de exponer a los individuos al riesgo de la depredación, heridas, o incluso, la muerte. Es de suponer que los costes deben ser superados por los beneficios; de lo contrario, sería una desventaja, y habría desaparecido a lo largo de la evolución. Parece cada vez más claro que el juego no solamente es terapéutico –sustituyendo en ocasiones ansiedad y angustia por felicidad y alegría–, sino que también nos hace flexibles cognitivamente, preparándonos para afrontar cambios en el entorno, y haciéndonos animales más inteligentes. La conducta lúdica podría ser la base de comportamientos sociales más complejos como la cooperación, e incluso el germen para capacidades como la moralidad y la empatía (Llorente, 2019). En diversas especies de primates –nosotros incluidos–, el juego fomentaría la aparición de conductas innovadoras y creativas, facilitando el surgimiento de comportamientos y tradiciones culturales, teniendo en cuenta que una de las funciones biológicas principales del juego reside en la adquisición de habilidades y experiencias útiles para la edad adulta.

El juego permite a los individuos comprometerse y vincularse con su propio entorno, aprendiendo a interaccionar con él y a aprender de él, reconociendo objetos y comprendiendo para qué sirven, descubriendo que a veces hay cosas que están escondidas detrás de otras, y aprendiendo qué se puede hacer y qué no con otros individuos de mi grupo […] Otras de las adquisiciones importantes que se consiguen con el juego tienen que ver con la adquisición de capacidades cognitivas y de resolución de problemas, la consolidación de las relaciones sociales o el ajuste y puesta a punto de la musculatura y del sistema nervioso a través del entrenamiento físico (Llorente, 2019, 292)

Aunque La política de los chimpancés no ofrece un concepto de juego, de Waal ilustra algunas conductas lúdicas entre los chimpancés de su colonia, indagando precisamente sobre lo fundamental del juego en otros primates para entender parte de nuestro propio comportamiento. Sugiere que cuando las relaciones de dominancia existentes en el grupo se burlan durante el juego, no hay peligro de que surjan confusiones, puesto que ya se han dejado suficientemente claras en otros momentos. No pone en riesgo la jerarquía del grupo el hecho de que, durante el juego, una cría de chimpancé “someta” durante una pelea ficticia a un macho de mayor rango, en lo que siempre parece indispensable tener “cara de juego” (play face). “La cara de juego, la mueca con la boca abierta hacia los lados y el gesto de pedir con la mano no son imitaciones de conductas humanas, sino formas naturales de comunicación no verbal que los chimpancés y los humanos tenemos en común” (de Waal, 1989, 33). La cara de juego es útil además para dejar claro que se está jugando.

Un ejemplo podría ilustrar claramente lo que, en párrafos anteriores, mencionamos como conciencia triádica. Afirma de Waal (1989) que, en la colonia de Arnhem, dos madres, Jimmie y Tepel, están sentadas mientras sus dos hijos juegan a sus pies con la arena (poniendo caras de juego, luchando y tirándose arena). Entre las dos madres se encuentra también la hembra de mayor edad del grupo, Mamá, quien duerme. De un momento a otro, los pequeños empiezan a pelear, golpeándose y tirándose del pelo. Jimmie les regaña con un suave gruñido de amenaza, y Tepel, con notable intranquilidad, cambia de posición. Las dos crías siguen peleándose y, finalmente, Tepel despierta a Mamá tocándole las costillas con el dedo. Tan pronto como Mamá despierta, Tepel le muestra a las dos crías que siguen peleando. Cuando Mamá da un paso hacia adelante en actitud de amenaza, agitando un brazo en el aire con ruidosos ladridos, las crías dejan de pelearse. Mamá se recuesta nuevamente y continúa durmiendo.

De Waal sugiere atender al menos dos cosas en este ejemplo. Por un lado, que Mamá es la hembra de mayor rango de la colonia y, por tanto, muy respetada; y segundo, que generalmente los conflictos entre crías engendran tanta tensión entre las respectivas madres, que al final ellas también pueden estallar y empezar a pelearse. La causa de esta tensión es probablemente el hecho de que cada madre intenta evitar que la otra intervenga en la pelea de las crías. En este caso, cuando el juego de los pequeños se convirtió en pelea, ambas madres se encontraron en una situación difícil. Tepel resolvió el problema activando una tercera parte dominante, Mamá, y señalándole el problema. Obviamente, Mamá notó de inmediato que se esperaba que ella interviniese.

Pero de Waal va más allá, extrapolando situaciones similares a la escena política, introduciendo el término inteligencia estratégica. Cuando un país tiene tensiones con otro menos fuerte, el tercero en discordia hace generalmente proposiciones al que se encuentra en situación más débil. Ha habido muchos procesos como éstos en la historia de la civilización, que han ayudado a mantener el equilibrio de poder otorgando a la tercera potencia una posición influyente. Si un país no quiere quedarse al margen, debe colocar su peso en el lado más ligero de la balanza.

El mismo principio se aplica a la psicología social y se conoce con el nombre de “formación de coaliciones con ventaja mínima”. Se ha comprobado mediante experimentos que, cuando en un juego en el que participan tres jugadores se da al más débil la oportunidad de ganar puntos a su favor aliándose o con el jugador más fuerte o con aquel que ocupa una posición intermedia, preferirá aliarse con este último (de Waal, 1989, 228).

Hace ya varios años que la psicología social explota estos temas. Las teorizaciones sobre la naturaleza humana, las estrategias grupales e individuales para sacar ventaja en situaciones específicas, las explicaciones sobre el egoísmo y el altruismo y las diferentes variaciones sobre el dilema del prisionero, son algunos ejemplos. Sin embargo, está claro que extrapolar tales explicaciones a otras especies de animales sociales divide opiniones. Las acusaciones de antropomorfismo están presentes en los debates al respecto.

3. ANTROPOMORFISMO, CANON DE MORGAN (Y DE GLOCK) Y EVIDENCIA ANECDÓTICA

El antropomorfismo y su defensa –aunque matizada– es tema recurrente en la obra de de Waal. El antropomorfismo se ha relacionado con la evidencia anecdótica del siglo XIX para explicar la continuidad entre seres humanos y otros animales. Ha habido, sin embargo, un resurgimiento reciente del interés en el antropomorfismo, atribuible en parte a dos acontecimientos: el aumento de estudios en (i) etología cognitiva, y (ii) los requisitos de las diversas formas para la aplicación de una ética ambiental (derechos de los animales, etc.). El primero, la investigación sobre la vida mental y el comportamiento de los animales, resurgió, desde la década del 70 del siglo pasado, con un nuevo énfasis en las experiencias mentales de los animales, sobre todo en su entorno natural, en el curso de su vida cotidiana. El paso hacia la atribución de estados mentales a animales no humanos ha sido polémico desde sus inicios. ¿Qué significa decir que un animal tiene acceso a sus propios pensamientos, y cómo se podría establecer experimentalmente a la verdad o falsedad de tal afirmación? (Mitchell, 2005). Una versión fuerte de antropomorfismo se encuentra en algunos defensores de la etología cognitiva que intentan explicar los comportamientos de los animales no humanos apelando a estados mentales similares a aquellos con los que explicamos nuestro propio comportamiento. Además, están los “excepcionalistas humanos” y antropocentristas, como les llama Glock, que se oponen a la idea del pensamiento animal o intentan trazar distinciones cualitativas entre humanos y otros animales.

La continuidad evolutiva no puede hacernos desconocer diferencias que han surgido en el camino de la evolución. De la continuidad biológica no se puede inferir que los demás animales deban necesariamente estar próximos a nuestras experiencias mentales. Pequeñas diferencias bioquímicas en el genotipo pueden dar lugar a grandes diferencias en el fenotipo.

Causey y Bjorklund (2016), entre otros, sugieren que las principales diferencias entre humanos y demás animales están relacionadas principalmente con la habilidad de usar el lenguaje, de heredar cultura material con precisión y de razonar científicamente. Mientras el resto de animales se adaptan para encarar los retos del ambiente, los humanos han logrado –para bien o para mal– adaptar el mundo para satisfacer sus necesidades. Si bien no parece haber mucho desacuerdo sobre la continuidad entre otros animales y los humanos en muchos aspectos, las discusiones científicas y filosóficas sobre la continuidad en los rasgos cognitivos están lejos del consenso.

La aproximación biológica al estudio de la inteligencia se caracteriza básicamente por adoptar dos principios generales. El estudio de la inteligencia desde una perspectiva biológico-evolutiva tiene un interés fundamental en comparar la inteligencia entre distintas especies animales; el método comparativo parece de nuevo fundamental. En segundo lugar, se toma como premisa que la inteligencia está organizada por módulos, en contraposición a una inteligencia más global o general. En este orden de ideas, las diferentes especies animales poseerían distintas inteligencias –diferentes módulos– en función de la presión recibida en los distintos nichos ecológicos y en función del desarrollo de diferentes estrategias de adaptación (Llorente, 2019).

Uno de los ejemplos que ofrecen los autores sobre la ruptura cognitiva entre humanos y otras especies es la autoconciencia. Aunque no parece problemático aceptar que algunas aves y mamíferos tengan un cierto grado de conciencia (recuérdese el test del espejo), es más complejo asegurar que alguna especie –a excepción de la humana– tenga autoconciencia en sentido pleno. Parece claro que los animales no son capaces de reflexionar sobre su propia condición de sujetos (sometidos a una ineludible temporalidad y caducidad) o sobre las particularidades más sutiles de sus procesos mentales, aunque sí que pueden tener un conocimiento rudimentario de su propia y peculiar individualidad, al menos en el aspecto corporal. Nos parece difícil imaginar que un perro, un gato e incluso un cuervo o un chimpancé reflexionen sobre su propia existencia y sus propios pensamientos.

Debido a que los humanos tienen la capacidad de reflexionar sobre experiencias pasadas, imaginar escenarios futuros y examinar necesidades y deseos actuales y futuros, pueden controlar los impulsos que resultan de sus propias representaciones del mundo y analizar las consecuencias a largo plazo de sus decisiones. De esta forma, los humanos cambiaron la naturaleza de las presiones selectivas al convertirse ellos mismos en una; así, desarrollaron su cognición social. Ésta es una capacidad única del Homo sapiens (Causey y Bjorklund, 2016, 42-43).

Sin embargo, la ausencia de evidencia no es evidencia de ausencia. No contar actualmente con la certeza de que otras especies animales tengan autoconciencia –en los términos anteriormente planteados– puede deberse a múltiples factores, como la barrera interespecie, la imposibilidad de otros animales de verbalizar sus estados mentales (en el caso de que los posean), no disponer de herramientas tecnológicas que permitan indagar empíricamente sobre tales estados mentales, o un posible error humano que vicie los experimentos conducentes a obtener tales evidencias.

¿Podemos cruzar la barrera interespecie y hablar, por ejemplo, de pensamiento en animales no humanos?, ¿pueden los animales no humanos tener pensamientos sin lenguaje? y, más aún, ¿podemos hablar de pensamiento conceptual en animales sin caer en el antropomorfismo extremo?

Hasta ahora, las respuestas a estas preguntas no son concluyentes. Generalmente, tales respuestas se alternan con acusaciones de antropomorfismo, antropocentrismo y antroponegación. Mientras que el primero sugiere la posibilidad de atribuir capacidades psicológicas, sociales o normativas humanas a animales no humanos, el antropocentrismo basa las explicaciones de tales capacidades en los animales tomando como medida o referencia de las mismas las capacidades cognitivas humanas. La antroponegación puede entenderse como el rechazo absoluto al antropomorfismo, incluso en sus variantes más débiles. Entre los partidarios de la antroponegación, están a su vez los escépticos, particularmente preocupados por el antropomorfismo: los escépticos categóricos (que piensan que la investigación sobre la cognición animal no puede ser buena ciencia), y los escépticos selectivos (que piensan que algunos tipos de atribuciones no están realmente justificadas) (Andrews y Huss, 2014).

C. Lloyd Morgan estableció en lo que hoy conocemos como el Canon de Morgan que una acción no se debe interpretar como resultado del ejercicio de una facultad psíquica superior si puede interpretarse como el resultado del ejercicio de una actividad psíquica inferior en la escala psicológica (Allen-Hermanson, 2005).

No atribuir procesos mentales complejos a los demás animales cada vez que fuese posible explicar su comportamiento en términos más simples, y tener cuidado en las inferencias hechas a partir de la conducta animal (tratando siempre de hallar una explicación “más simple” al fenómeno observado) ofrecen prevenciones a la hora de establecer hasta qué punto un comportamiento es resultado de un proceso mental complejo. No atribuir “demasiada inteligencia” a otros animales, en tanto la explicación de un comportamiento dado pueda entenderse, por ejemplo, en términos de instinto y de asociación.

Sober (2005) sugiere que para entender el Canon en su contexto histórico, debemos entender contra qué estaba reaccionando Morgan. Darwin había argumentado a favor de la continuidad mental de humanos y organismos no humanos [“No hay ninguna diferencia fundamental entre el hombre y los animales superiores en sus facultades mentales. […] Los animales inferiores, como el hombre, manifiestamente sienten placer y dolor, la felicidad y la miseria” (Darwin, 1936[1871], 448)]. Su sucesor, George Romanes, también hizo hincapié en esta idea. El objetivo de Darwin fue mostrar que las ideas evolucionistas aplican a características mentales no menos que a rasgos morfológicos y fisiológicos. Si todos los seres vivos están relacionados genealógicamente, podemos ubicar la aparición de novedades en las ramas interiores de los árboles filogenéticos en el que las puntas representan especies actuales y los nodos interiores representan antepasados comunes. Dada la ascendencia común y el gradualismo, que era parte de la concepción de Darwin de la selección natural, las especies contemporáneas deben exhibir similitudes. Por tanto, llevar este punto de vista evolutivo hacia fenómenos mentales significa que debe haber continuidades psicológicas entre los humanos y otros animales.

Darwin no solo subordina al ser humano como especie biológica a la evolución de los organismos en The Descent of Man en lo referente a rasgos morfológicos, sino que defiende la evolución filogenética de las potencialidades psíquicas o espirituales del Homo sapiens. Las cualidades y atributos espirituales (intelectuales) de los humanos como el lenguaje, la cultura y la moral, son resultado de la evolución. Se propone describir y comparar las formas del comportamiento animal y salvar el abismo entre humanos y otros animales. Las vivencias mentales no están circunscritas al animal humano; están sometidas, como cualquier otra función biológica, a la evolución (Wuketits, 1984).

Darwin, citando la continuidad evolutiva de todas las especies existentes, consideró apropiado utilizar un lenguaje descriptivo continuo, ya sea hablando de seres humanos, perros o pulpos. Por tanto, en su visión, bien podría ser científicamente apropiado hablar de juego entre felinos, cuervos o cánidos.

Hay dos aspectos de las ideas de Darwin sobre la continuidad mental que merecen mención. El primero es un compromiso de continuidad mental sobre la historia evolutiva, basado en un compromiso con la idea de modificación por descendencia y selección de los fenotipos físicos y de comportamiento. El segundo es el compromiso con la continuidad mental entre organismos actuales, basado en la atribución de estados mentales por el método de la observación. Las ideas generales de Darwin sobre la continuidad entre especies no fueron bien recibidas por sus contemporáneos. Sus afirmaciones acerca de la continuidad mental fueron especialmente controvertidas, ya que se tomaron para socavar la idea de que los seres humanos son los únicos seres racionales y, por tanto, para socavar la separación moral entre los humanos y demás animales (Allen y Bekoff, 1999).

Al notar que los científicos a menudo subestimaban las capacidades mentales de los animales no humanos, usó libremente anécdotas, atribuyendo estados cognitivos a muchos animales sobre la base de observaciones de casos particulares en vez de experimentos controlados; es lo que algunos han dado en llamar “cognitivismo anecdótico” (Jamieson y Bekoff, 1993).

Como Darwin, Morgan también quiso defender la hipótesis evolutiva de que toda la vida está genealógicamente relacionada, pero vio que no se requiere obviar las diferencias que separan a humanos de otros animales. Una rama de un árbol filogenético puede desarrollar novedades que no surgen en otros; una genealogía común no requiere ausencia de diferencias cualitativas entre rasgos exhibidos por especies relacionadas. Morgan sostuvo que atribuir estados mentales a los demás depende de un examen introspectivo de uno mismo. Cuando llevo una taza a los labios, esto es porque creo que la taza contiene un líquido que deseo beber. Cuando veo a otro ser humano realizar la misma acción, infiero una causa mental similar. Morgan vio que este patrón de inferencia se extiende a través de los límites entre especies. Lo que Morgan llamó el “método inductivo doble” nos lleva a interpretar el comportamiento de los organismos en otras especies como derivado de las mismas causas que mueven a los seres humanos a la acción. Sin embargo, Morgan no concluyó que esta inducción justificara el antropomorfismo; por el contrario, consideró que daba lugar a un sesgo antropomórfico que requería un contrapeso: ese fue el papel que jugó el canon en su pensamiento (Sober, 2005).

El temor a que la propensión humana a antropomorfizar pudiera llevarnos a aceptar atribuciones humanas a otros animales donde nada semejante al fenómeno humano ocurre fue, si se quiere, el origen del Canon. La primera pista falsa que tenemos que identificar y descartar es el anecdotismo desinformado, como se ha comentado de Darwin o en el que incurría Konrad Lorenz.

Aunque los científicos que estudian el comportamiento animal habitualmente hacen uso de anécdotas y antropomorfismo en su vida cotidiana y en los libros para el público en general, a menudo explícitamente repudian la evidencia anecdótica y la interpretación antropomórfica publicada en el discurso científico. Esta ambivalencia entre los científicos sugiere que anecdotismo y antropomorfismo son importantes para pensar o entender el comportamiento animal. Sin embargo, si se quiere que la investigación se considere como científica, deben ser eliminados. Algunos como Rollin (1997) sostienen, que eliminar el anecdotismo y el antropomorfismo es innecesario. Ambos, a pesar de sus malas reputaciones, no son significativamente diferentes.

Los modelos antropomórficos muestran similitudes entre humanos y no humanos. Deben ser justificados por la evidencia de que existen mecanismos causales similares responsables de generar los comportamientos aparentemente similares que se observan. Si el soporte teórico y experimental proporciona esas pruebas, no debería haber ninguna objeción a usar el mismo lenguaje descriptivo para los humanos y no humanos (Mitchell, 2005).

Es generalizado considerar que el Canon de Morgan ha permitido abordar el análisis de la conducta animal de manera sensata para evitar el antropomorfismo superficial que llevó a muchos absurdos en el pasado (Manning y Dawkins, 2012); un antídoto necesario para toda investigación en psicología y comportamiento animal, que ayuda a separar a la “buena ciencia” de lo meramente anecdótico (Fitzpatrick, 2008). El Canon, a su vez, también presenta ciertos problemas: no parece haber consenso en qué quiere decir con “explicación más simple”, y los términos “inferior” y “superior” hoy han sido reemplazados por otros.

¿Qué es una explicación “más simple”? El aprendizaje para Morgan se explica por asociaciones dentro del tipo de conducta de ensayo y error, no por percepción de relaciones como en el caso humano. Distingue entre reacciones innatas y adquiridas en los animales, y admite la imitación como fuente de adquisición de experiencias. Morgan reconoce cierta predisposición en el humano a atribuir estados mentales a animales para predecir sus comportamientos (Morgan, C. L., 1896). Para Allen-Hermanson (2005), la hipótesis más simple es que otros organismos son como nosotros; la hipótesis más simple es solo el antropomorfismo ingenuo. Si me acerco a una fuente para beber agua porque creo que el agua apaga la sed y quiero dejar de tener sed, entonces la inferencia simple es que otros organismos que se acercan a la fuente y beben agua lo hacen por la misma razón.

En cuanto a los términos “superior” e “inferior”, los teóricos contemporáneos generalmente parecen tomarlos para referirse a la relativa sofisticación de los procesos cognitivos que se postulan como explicaciones rivales para el comportamiento animal. Un proceso cognitivo es “superior” en la escala psicológica que otro si es más sofisticado, y “menor” en la escala si es menos sofisticado (Fitzpatrick, 2008). Algunos autores como Shettleworth (2010) sugieren que los psicólogos suelen utilizar “menor” para referirse a las capacidades cognitivas como el aprendizaje asociativo o comportamientos específicos de especies (anteriormente, “conductas innatas”), y “más alto” para referirse a procesos cognitivos distintos al aprendizaje asociativo (como el razonamiento, planificación, o conocimiento).

Uno de los problemas de la propuesta del Canon, en opinión de Heyes (1998), está en que no hay una razón suficiente para suponer que el uso de la teoría de la mente o de procesos mentales en animales, requiere menos inteligencia por parte de estos. Ni la inteligencia ni la simplicidad pueden medirse de una forma razonable.

Aunque el Canon podría tomarse, al menos en su primera formulación, como un principio que imposibilitaría explicar gran parte del comportamiento animal atribuyéndole al mismo una base mental compleja, en Morgan (1903) agregó una segunda parte a su Canon, donde asegura que no excluye la interpretación de una actividad en particular en términos de procesos superiores, si ya tenemos evidencia independiente de la ocurrencia de estos procesos superiores en el animal en observación:

A esto, sin embargo, hay que añadir que para que el alcance del principio no sea malentendido, el Canon no excluye la interpretación de una actividad en particular en términos de procesos superiores, si ya contamos con pruebas de la existencia de estos procesos superiores en el animal que estamos observando (Morgan, 1903, 59).

Glock (2009) propone reemplazar el Canon de Morgan por el suyo propio que es, según dice, más modesto. Así, mientras Morgan sugería atribuirle capacidades mentales de orden superior a una criatura solamente si esta es la única explicación de sus capacidades conductuales, Glock sugiere atribuir capacidades de orden superior a una criatura solo si esta es la mejor explicación de tales capacidades. Como aquel, el Canon de Glock reposa en una clasificación gradual o estratificada de las capacidades mentales, que van desde las de orden superior hasta las de orden inferior. No se trata realmente de un canon completamente nuevo; es más bien un debilitamiento de la propuesta de Morgan, que evitaría la invocación por parte de algunos investigadores de logros cognitivos en los animales, apelando a hazañas de conocimiento inverosímiles, para evitar atribuirles facultades mentales superiores.

4. ANIMALES LINGÜALISTAS: SPELKE, DAVIDSON Y DE WAAL

Frente a la pregunta sobre si los animales poseen conceptos, predominan dos posiciones extremas relativas a las mentes animales: afirmar que algunos sí tienen la capacidad de poseer tanto conceptos como creencias, o negar de plano que posean conceptos o creencias. Esta cuestión es la base de una intensa controversia interdisciplinaria: el interés de los filósofos en esta materia se deriva principalmente de la convicción de que poseer conceptos es un factor clave que distingue al humano de los animales no humanos. Esta diferencia cognitiva es explotada para justificar distinciones importantes en el comportamiento moral de los humanos respecto a otros animales. Por su parte, psicólogos (así como los filósofos de la mente) buscan conocer cómo funciona la mente humana y sus diferencias de frente a la de otros animales. Los lingüistas (así como los filósofos del lenguaje) pretenden investigar si la capacidad de formar conceptos y creencias se limita a los seres humanos y si esta capacidad puede ser vista como la base para el conocimiento de las lenguas. Los investigadores de la conducta animal apuntan a la comprensión de los procesos causales subyacentes en las capacidades cognitivas sorprendentes de ratas, pájaros y monos, y tienen por objeto aclarar cómo estos procesos causales se relacionan con las capacidades cognitivas humanas. Todos estos enfoques presuponen una cierta noción de “concepto” y a menudo conducen a diferentes reclamaciones relativas a una pregunta clave: ¿Los animales no lingüísticos poseen conceptos y creencias? (Newen y Bartels, 2003).

Muchas criaturas no lingüísticas se comportan de maneras que parecen requerir el tratamiento de criaturas pensantes. Pero realmente no tenemos ninguna manera de atribuir pensamientos a las criaturas no lingüísticas que no pase por la cruda analogía de la atribución de pensamientos a las criaturas que utilizan el lenguaje. No tenemos ningún marco teórico para entender el contenido y naturaleza del pensamiento no lingüístico o los mecanismos de razonamiento y la reflexión de la que criaturas no lingüísticas pudieran ser capaces. En ausencia de un marco teórico, las prácticas explicativas dentro de las cuales parece tan necesaria la atribución de pensamientos a las criaturas no lingüísticas permanecen sin una base segura (Bermúdez, 2003).

A causa de la conexión íntima entre el lenguaje y los conceptos humanos, algunos niegan que los conceptos puedan ser atribuidos a otros animales. Donald Davidson quizá sea el autor más citado y reconocido de quienes niegan que los animales sin lenguaje sean capaces de algún tipo de pensamiento.

La convicción de que sin lenguaje plenamente desarrollado es imposible hablar propiamente de mente y no se dispone de algo que pueda llamarse pensamiento, está bastante arraigada en la historia del pensamiento y extendida culturalmente. Si no se posee un lenguaje complejo capaz de someterse a las reglas sintácticas, con orden y estructura, no se puede hablar de mente y/o procesos mentales. Si bien la mente no es un producto exclusivo del lenguaje, solo se puede tener plena seguridad de la existencia de procesos mentales en animales con capacidad lingüística (Diéguez, 2014).

Algunas de las primeras preocupaciones de Davidson como filósofo estaban enfocadas en la relación verdad-proposiciones, alejadas del tema de la cognición animal. Él creía que los animales no son capaces de actitudes proposicionales, por lo que solo pueden tener pensamientos simples, sacándolos de las principales áreas de interés cognitivo (Davidson, 2001). Su premisa es que toda creencia tiene un contenido proposicional, distante de las capacidades cognitivas de los animales no humanos, al no poseer lenguaje.

Para Davidson, es necesario que un organismo tenga ya el concepto de creencia para que pueda tener creencias, lo que lleva implícito el discernir entre verdad y error de tales creencias, pues el concepto de creencia alberga la posibilidad de que estas sean verdaderas o falsas. Considera que tal organismo debe hacer parte de una comunidad de habla, esto es, poseer y ser capaz de interpretar un lenguaje (Diéguez, 2012).

Nos dice Davidson:

Para que una persona crea que está viendo un gato, debe saber qué es un gato, qué es ver, y sobre todo, debe reconocer la posibilidad, por muy remota que sea, de que se puede estar equivocado. Algunos suponen que los perros pueden tener una creencia aislada, pero creo […] que los perros no tienen creencias o cualquier otra cualidad proposicional. No hacen juicios. […] La razón por la que ni los perros o cualquier otra criatura puedan tener creencias aisladas, tales como estar viendo un gato, es que lo que identifica a una creencia, es lo que en términos generales llamamos un contenido proposicional. Así, para tener una creencia sobre un gato, se deben dominar los conceptos que estén implicados en el juicio o creencia (Davidson, 1999a, 8).

Así, no puede haber creencias (ni pensamiento) si no se tiene previamente el concepto mismo de estas, lo que lleva a su vez a la exigencia de la capacidad de usar y entender un lenguaje. El lenguaje es así un requisito indispensable para el pensamiento.

Mi tesis no es entonces –escribe Davidson en ‘Rational Animals’– que la existencia de cada pensamiento dependa de la existencia de una oración que exprese ese pensamiento. Antes bien, mi tesis es que una criatura no puede tener un pensamiento a menos que tenga un lenguaje. Para ser una criatura racional pensante, esa criatura debe ser capaz de expresar muchos pensamientos, pero sobre todo, ser capaz de interpretar el habla y los pensamientos de los demás (Davidson, 1982, 322-323).

Davidson acude al factor sorpresa, queriendo mostrar que para tener creencias es necesario tener el concepto de creencia. La sorpresa, escribe, “requiere que yo sea consciente de un contraste entre lo que yo creía y lo que he llegado a creer. Este conocimiento, sin embargo, es una creencia acerca de una creencia: si me sorprende, entonces, entre otras cosas llego a creer que mi creencia original era falsa” (Davidson, 1982, 326). La sorpresa requiere creencias acerca de la corrección de las creencias propias: <Creí que había llegado tarde, pero al ver mi reloj noté que llegué a tiempo>. Sorprenderse implica tener creencias acerca de las creencias.

Como Davidson, Dretske (1995) considera que para tener creencias hace falta poseer el concepto de creencia, por lo que, por ejemplo, un ratoncillo está imposibilitado para tener la creencia de que una persona está tocando el piano. A su entender, no pude haber creencias sin conceptos; toda creencia ha de tener un contenido conceptual. Pero contrario a aquel, cree que puede haber representaciones mentales no conceptuales (como las construidas por experiencias sensoriales, por ejemplo, escuchar el piano): estas representaciones mentales pueden ser extendidas a los demás animales. Así, según Dretske, los animales no humanos sí pueden tener representaciones mentales, aunque no pueden tener creencias.

Davidson explora cómo establecer la evidencia relevante para decidir si un organismo posee o no actitudes proposicionales. Argumenta que la atribución de tales actitudes corresponde justamente a la atribución de racionalidad, considerando que la atribución de creencias es un caso de actitud proposicional. Intenta mostrar que un ser racional es un ser dotado de creencias y, como ya se dijo, para tener creencias se debe contar con el concepto de creencia, lo que depende de manera decisiva de la posesión de un lenguaje. En la medida en que el lenguaje es un proceso social, la racionalidad también lo es.

Como se dijo, Davidson otorga un papel primordial al pensamiento proposicional. Pero cada paso individual del pensamiento proposicional tiende a ser simple en comparación con la complejidad encarnada por las interacciones de pensamiento automático no consciente. El pensamiento proposicional es muy flexible en cuanto a su capacidad para tomar nuevas direcciones, porque es transmisible entre personas. Cualquier nueva dirección se puede construir a través de esfuerzo colectivo. Eso es lo que hace que el pensamiento proposicional sea tan eficaz. Igual que el pensamiento automático, pero actuando con mayor rapidez debido a la transmisión cultural, el efecto trinquete enfatizado por Tomasello, dotado de potentes efectos acumulativos en el tiempo.

Si Davidson estuviese en lo cierto, no solo habría que negar la posesión de lenguaje a niños menores de un año, sino que también la posesión de creencias deseos, y diversos estados intencionales (Diéguez, 2012). Por esto Davidson afirma que “hay un gran problema en saber cómo describir los estados mentales de un niño que solo está parcialmente metido en el lenguaje y el tipo de pensamiento que encaja con ellos” (Davidson, 1999b, 305). Para Davidson, tanto en niños en la etapa prelingüística de desarrollo como en animales no humanos, no hay algo a lo que pueda llamarse pensamiento propiamente.

Elizabeth Spelke (Spelke, 1990; 1994; 1998; Spelke y Tsivkin, 2003) y su grupo de investigadores, tras varios años trabajando con niños recién nacidos y de pocos meses de edad, concluyeron que pueden realizar inferencias de cierta complejidad acerca del comportamiento físico de los objetos. Ellos han logrado identificar algunas expectativas inherentes en bebés de apenas una o dos semanas, midiendo el tiempo que miran una escena en la que esas expectativas fueron o no satisfechas. Cuando las expectativas no se cumplen, los bebés experimentan un sentido de sorpresa y asombro.

Aunque carecen de lenguaje –y por tanto de conceptos y pensamientos según Davidson–, los niños parecen tener algunas ‘creencias’ sobre el mundo. Antes del primer año de edad, saben lo que es un objeto: una unidad física concreta en la que todas las partes se mueven más o menos como una sola, y con cierta independencia de otros objetos. Si tomo la esquina de un libro que está sobre la mesa, los niños esperan que el resto del libro se venga conmigo, pero no la mesa. Si se muestra a un bebé una secuencia del truco en el que una barra que parece ser sólida se mueve hacia atrás y adelante detrás de otro objeto, el bebé abrirá su boca con asombro cuando se elimine dicho objeto y la barra resulte ser dos fragmentos. También saben que los objetos no pueden ir a través de límites sólidos u ocupar la misma posición que otros objetos, y que en general, viajan por el espacio en una trayectoria continua.

Bebés y niños pequeños usan pistas geométricas para orientarse en el espacio tridimensional, navegar a través de habitaciones y localizar “tesoros” ocultos. Al tiempo, los resultados de las investigaciones sugieren que los niños pequeños son bastante malos en el uso de puntos de referencia para encontrar un camino. No es sino hasta los 5-6 años que comienzan a aumentar sus estrategias de búsqueda de pistas como ‘ella ocultó mi juguete en una esquina cuya pared izquierda es de color azul en lugar de rojo’. Estos módulos mentales básicos –representación de objetos y de navegación geométrica–son sistemas al menos parcialmente compartidos con otros animales; por ejemplo, las ratas también navegan por un laberinto a través de la forma, pero no del color.

El control mutuo de la atención y la asignación de recursos en actividades sociales coordinadas no requiere intervención del lenguaje. La coordinación requiere un grado de comunicación, pero perfectamente puede ser no simbólica y, por tanto, no lingüística. Es sabido, por ejemplo, que los bebés humanos se comprometen a partir de una edad muy temprana en períodos sostenidos de actividad coordinada con sus cuidadores. Este proceso es denominado por Daniel Stern (1991) como “sintonía afectiva”. Es un proceso de explorar y comunicar estados emocionales a través de cambios en la expresión facial, vocalizaciones y gestos.

Para explicar lo que sucede en niños y animales, Davidson (1999a) recurre a la “triangulación”: ambos aprenden a correlacionar cambios y reacciones de otros con cambios u objetos del mundo ante los cuales ellos también reaccionan, como lo hacen los peces de un banco cuando reaccionan al movimiento de otros de su grupo; esto es, interacción a tres bandas entre dos individuos y el mundo. La triangulación es, a su entender, el mecanismo mediante el cual llegamos a tener conocimiento de la realidad. Además, nos proporciona también la única explicación de cómo la experiencia da un contenido específico a nuestros pensamientos. Sin las demás personas con las cuales compartir respuestas a un entorno mutuo, no existe una respuesta a la pregunta de qué es a lo que estamos respondiendo en el mundo.

Para Davidson (2003), el conocimiento intersubjetivo es el conocimiento de las mentes de otros. Pero como no podemos conocer la mente de otras personas directamente, es necesario acudir al lenguaje y a las acciones del agente para poder estar al tanto de sus actitudes proposicionales. Cuando observamos acciones de otro o prestamos atención a sus palabras, es posible llegar a aprehender sus creencias, deseos e intenciones, porque “todo el que entiende el lenguaje puede reconocer aseveraciones y sabe que quien hace una aseveración se representa a sí mismo como alguien que cree lo que dice” (Davidson, 2003, 285). Es igual con las acciones: cuando una persona actúa de cierta manera, asumimos que lo hace obedeciendo a ciertas actitudes proposicionales. Consideramos las acciones de las personas como intencionales y racionales. Así, para Davidson se puede decir que a partir de las acciones y manifestaciones lingüísticas de otras personas conocemos sus actitudes proposicionales, y conocer sus actitudes proposicionales es conocer lo que hay en la mente de una persona. La intencionalidad y ‘teoría de la mente’ están, de esta manera, también supeditadas al lenguaje.

Empero, algo similar podría suceder en el caso de otros animales. James Gould (Gould, 1982; Dyer y Gould, 1983) sugiere que las abejas pueden tener un mapa cognitivo de la información que han aprendido, mapa que utilizan para comunicarse. En varios de sus experimentos, trasladó un suministro de jarabe de azúcar un 25% más lejos de una colmena diariamente. Las abejas se comunican entre sí la ubicación. Después se coloca el jarabe de azúcar en un barco anclado en el centro de un pequeño lago. Cuando las exploradoras regresaron a la colmena para comunicar su hallazgo, otras abejas se negaron a ir con ellas en busca de esta fuente de alimento, no esperando encontrar comida en el medio de un lago, a pesar que con frecuencia volaban sobre el mismo para llegar a fuentes de polen en la orilla opuesta. En otra prueba, Gould atrajo algunas abejas a un plato de néctar artificial, luego poco a poco lo trasladó más lejos de la colmena después de que se acostumbraron a esta fuente de alimento. El equipo marcó a las abejas entrenadas, los colocó en un frasco oscuro, y los trasladó a un lugar donde la colmena todavía era visible, pero no el plato. Cuando se soltaron una a una, las abejas parecían desorientadas por unos segundos, y luego volaron directamente hacia el plato. 73 de 75 abejas llegaron en unos 28 segundos. Al parecer, lograron esta hazaña mediante la elaboración de una nueva ruta de vuelo sobre la base de un mapa cognitivo de los lugares visibles.

Lo arriesgado de la explicación de Gould (cfr. Gould, 2002) está en que sugiere que las abejas manejan los conceptos de simetría, ‘igual’ y ‘diferente’. El problema aquí es que una cosa es mostrar que los animales puedan discriminar entre objetos –es decir, que son capaces de categorizar–, y otra es sugerir que poseen y utilizan conceptos abstractos.

Que los animales puedan discriminar no puede tomarse como razón suficiente para atribuirles conceptos pues, teniendo en cuenta que prácticamente todos los seres vivos pueden hacerlo, por ejemplo, entre depredador/presa o nutritivo/tóxico, tendríamos que atribuir generosamente a todos los organismos la posesión de conceptos, con lo que el concepto mismo de ‘concepto’ quedaría vacío de contenido (Diéguez, 2014).

Los estudios encabezados por Paul Quinn (Quinn et al, 2003; Quinn y Tanaka, 2007), indican que los bebés prelingüísticos cuentan con capacidad de categorización con cierto nivel de abstracción, mostrando que aun en niños muy pequeños existe la capacidad de formar una representación categórica de una relación espacial. Sin embargo, los bebés no proporcionan evidencia hasta los 9 meses de edad de poder generalizar la relación espacial entre nuevas formas; 6 meses parece ser la edad más joven en la que demuestran capacidad de formar una representación categórica abstracta a través de formas desconocidas, y hasta ahora han demostrado esta capacidad solo respecto a las relaciones espaciales de arriba/debajo.

Aunque está claro que estas categorizaciones no son propiamente conceptos, parece que los conceptos que manejamos los adultos son un enriquecimiento en el contenido de esas categorizaciones básicas, donde el lenguaje, aunque no indispensable, sí es de gran ayuda. La evidencia confirma, según Quinn y su equipo, que las representaciones para diferentes relaciones espaciales surgen en diferentes puntos durante el desarrollo, y sugiere que cada representación se somete a su propio período de desarrollo de lo concreto a lo abstracto.

Allen (1999) considera que la estrecha relación entre lenguaje humano y conceptos humanos hace que sea altamente cuestionable la atribución de conceptos a animales no humanos. Afirma que es importante establecer cuándo estaríamos dispuestos a considerar que cierto organismo posee un concepto, sin presuponer que solo sea cuando tiene la capacidad de expresarlo lingüísticamente. Propone así un enfoque de tripartito para la atribución de conceptos a animales. Dicho enfoque va más allá de las pruebas habituales de discriminación mediante búsqueda de pruebas para la auto-monitorización de los errores de discriminación. Tal evidencia puede recogerse sin depender de la lengua. Argumenta que la capacidad para la detección de errores solo puede explicarse mediante atribución de una especie de representación interna identificable razonablemente como concepto.

Según su enfoque, es razonable atribuir a un organismo dado un concepto de X si, primero, ese organismo discrimina sistemáticamente algunos Xs de algunos que no lo son; segundo, si el organismo es capaz de detectar algunos de sus errores de discriminación entre Xs y no-Xs; y tercero, si el organismo en cuestión logra aprender a discriminar Xs de no-Xs como consecuencia de su capacidad anterior (Allen C., 1999). En resumen: podemos considerar que un animal posee un concepto si es capaz de discriminar Xs de no-Xs y aprender a mejorar la práctica clasificatoria por ensayo y error, esto es, aprendiendo de sus propios errores (Diéguez, 2012).

Según este enfoque, aunque todos los animales cumplen el primer requisito de Allen –pues, como se dijo, todos pueden discriminar–, la capacidad de conceptualización solo sería posible en animales cuya inteligencia les permita cumplir con los tres requisitos. La distancia entre la mera discriminación y la conceptualización está entonces en la facultad de detectar y reconocer los errores en la clasificación y aprender de ellos. Lo importante es que el organismo detecte y corrija sus errores, aunque no posea la noción de error ni prevea la posibilidad de este, lo que –contra Davidson–, no exige posesión de lenguaje.

Aunque la propuesta de Allen pretende ser restrictiva, no deja de ser lo bastante laxa como para que sean atribuidos fácilmente conceptos a animales no lingüísticos. Un ejemplo puede ilustrarlo: pocas horas después del nacimiento, ya los pollitos están dotados de movimientos reflejos convenientemente apropiados. Corren de un lado a otro, picotean los objetos que se les ofrece y los alcanzan con seguridad. Al principio, los pollitos picotean cualquier cosa, ya sea los caracteres impresos en una hoja de papel, granos de arena, sus propias patas y excrementos. En este último caso, de inmediato rechazan el objeto de mal sabor, sacuden la cabeza y limpian su pico frotando contra el suelo. Lo mismo cuando pican una abeja o una oruga de sabor desagradable. Pronto cesan de picotear los objetos que no les son agradables.

En este sencillo ejemplo se cumplen los tres requisitos propuestos por Allen, con lo que se evidencia que su filtro no impide atribuir fácilmente el concepto de alimento a un pollo.

Pero algunos autores como Thompson y Oden (2000), consideran el enfoque en tres partes de Allen demasiado exigente. Afirman que un concepto es solo el conocimiento necesario para realizar una categorización. Basta con solo ser capaz de realizar una clasificación basándose en la comprensión de ciertas relaciones entre objetos, de manera que se puedan trazar analogías entre ellos: si se clasifica juntos un plátano y una manzana y se excluye de la misma a un peluche porque los dos primeros son comestibles y el otro no, entonces se tiene de alguna manera el concepto de alimento, aunque no se exprese lingüísticamente (Diéguez, 2012).

De acuerdo con esta propuesta, los conceptos son principios de discriminación, con lo que poseer conceptos es poseer la capacidad de reconocer o discriminar entre diferentes tipos de objetos. Esta posición es bastante generosa, pues no se requiere de mucho esfuerzo para atribuir conceptos a los animales en cautiverio o en estado salvaje. Aquí parece propicio otorgar la razón a Davidson: conceptualizar requiriere algo más que discriminar.

Herrnstein (1990) estudia algunos experimentos sobre la categorización de los estímulos visuales en animales no humanos. Los resultados sugieren, según Herrnstein, una clasificación de las competencias categóricas en cinco niveles ascendentes: (i) discriminación simple; (ii) categorización por memorización; (iii) categorización abierta basada en similitud perceptiva; (iv) conceptualización; y (v) uso de relaciones abstractas. Considera que a los animales no humanos les resulta fácil categorizar hasta el cuarto nivel, que es el nivel de los conceptos. Con dificultad, a veces podrían ser inducidos a elevarse hasta el nivel de las relaciones abstractas. Es en el nivel de las relaciones abstractas donde existe una gran brecha entre las categorizaciones humanas y la categorización por otros animales.

Vauclair (2002) ha estudiado en detalle las categorizaciones hechas por primates no humanos, prestando especial atención no a la mera discriminación, sino a la posible capacidad de formar clases asociativas en las categorizaciones, lo que implica cierto nivel de abstracción, en comparación a la categorización puramente perceptiva. Los babuinos, por ejemplo, clasifican entre cosas comestibles y no comestibles, incluso mediante imágenes. Más aún, no solo clasifican una manzana como similar a otra manzana por su forma o color, sino que la clasifican como similar a un plátano al ser ambos alimentos. La discusión en estos casos está, sin embargo, en si es posible que tales animales lo logren basándose en ciertas percepciones que no puede percibir el experimentador (Diéguez, 2014).

Pero hay resultados todavía más curiosos. Seis orangutanes (Pongo abelii) de diferentes edades debían clasificar fotografías de orangutanes por medio de una pantalla táctil frente a otras con imágenes de diversos tipos de primates, fotografías de primates frente a fotografías de no-primates, y fotografías de animales frente a otras de no-animales. Cada nivel requería un mayor nivel de abstracción. Al final, los orangutanes tuvieron más dificultad en el nivel 3 (imágenes de animales frente a no-animales). En el nivel dos (imágenes de primates frente a imágenes de no-primates), sus resultados fueron buenos. Los resultados sugieren que los orangutanes pueden aprender conceptos en cada nivel de abstracción; la mayoría de estos sujetos aprendieron rápidamente la discriminación de nivel intermedio (Vonk y MacDonald, 2004). Sin embargo, los investigadores reconocen no obtener conclusiones definitivas, pues es imposible determinar si el aprendizaje de la discriminación anterior interfirió o facilitó el aprendizaje de la discriminación más abstracta.

Dos años antes de esta prueba, ya se había realizado una similar con Zuri, una joven gorila del zoológico de Toronto. En el experimento también diseñado por Vonk y MacDonald (Vonk y MacDonald, 2002), Zuri fue capaz de clasificar fotografías de seres humanos frente a otras con gorilas y orangutanes, incluyendo acertadamente la fotografía de un gorila albino entre las de los gorilas. Esta clasificación, sin embargo, podría estar basada en rasgos perceptivos. Pero Zuri también fue capaz de clasificar correctamente con criterios más abstractos fotografías de animales frente a fotografías de no-animales, y fotografías con imágenes de animales frente a imágenes de alimentos. Los resultados fueron más pobres al clasificar de acuerdo al nivel intermedio de abstracción. Vonk y MacDonald sugieren, aunque tampoco de manera concluyente, que en los gorilas la categorización tiene una base conceptual y no solo perceptiva.

Los resultados no se limitan solo a mamíferos. Algunos estudios con aves como palomas muestran que pueden manejar conceptos abstractos como “esfericidad”, efectuar inferencias sobre transitividad y resolver problemas basándose en reglas abstractas (Diéguez, 2005); (Delius y Godoy, 2001).

Tal parece que lo importante es el grado de abstracción en la capacidad discriminatoria, esto es, detectar si existen animales que puedan clasificar objetos no simplemente basándose en las propiedades perceptivas, sino que también en las propiedades funcionales o relacionales de los objetos.

En este extremo del debate sobre los procesos mentales animales se encuentran los que afirman que los pensamientos de los animales difieren de los pensamientos humanos solo en grado, debido a sus diferentes entradas perceptivas. Las ostras, por ejemplo, no tienen pensamientos sobre bicicletas, simplemente porque no pueden percibir las bicicletas. Glock (2015) resalta una posición intermedia entre los extremos diferencialistas (que niegan todo tipo de pensamiento animal) y asimilacionistas (que ponen el pensamiento de los animales a la par con el pensamiento humano). Una coalición algo rara entre el sentido común y Wittgenstein: los animales son capaces de tener pensamientos de un tipo sencillo, es decir, aquellos que se pueden expresar en la conducta no lingüística.

Oponiéndose a la posición de Davidson, Glock se decanta por una variedad de esta posición intermedia: “Podemos adscribir pensamientos y conceptos a los animales, pero estos quedan restringidos a un tipo simple, ya que solo los pensamientos simples pueden ser manifestados identificablemente en un comportamiento no lingüístico” (Glock, 2009, 83). Considera que hay un género de pensamiento perceptivo que no requiere conceptos, y que la posesión de estos no está ligada al lenguaje, sino a la capacidad de hacer discriminaciones sujetas a evaluación normativa. “El comportamiento de las criaturas no lingüísticas no es siempre explicable únicamente haciendo referencia a los imperativos biológicos inmediatos” (p. 122), por lo que según Glock, Davidson se equivoca al sostener que las criaturas no lingüísticas solo tienen disposiciones y carecen de capacidades. Tanto los bebés humanos como los primates superiores son capaces de actuar voluntariamente, pues pueden abstenerse de llevar a cabo una acción particular, ya sea buscando conseguir su objetivo de otro modo o renunciando a él.

De este modo, la posición intermedia asumida por Glock no requiere que la posesión de conceptos dependa necesariamente de la posesión de lenguaje, sino más bien de un comportamiento discriminatorio lo suficientemente complejo y flexible como para estar sujeto a valoración normativa.

Tal posición considera que no existe razón que nos obligue a afirmar que los animales no pueden poseer conceptos. Incluso en caso de haberla, no es suficiente como para negarles la posibilidad de tener pensamientos, dada la posibilidad de creencias de tipo perceptivo. El que los animales tengan o no conceptos de tipo simple, según Glock, no depende de la posesión de lenguaje, sino de hasta qué punto sus discriminaciones están gobernadas por reglas y así, sean intencionales.

Otro asunto es la capacidad de razonar y comprender la causalidad detrás de los fenómenos más simples. Algunos investigadores (Call, 2006; Tomasello, Call, y Hare, 2003), han obtenido algunas conclusiones: simios (y posiblemente otros animales) son en realidad bastante buenos en la comprensión y el razonamiento acerca de ciertas propiedades físicas del mundo, mientras que, al mismo tiempo, son bastante malos al asociar estímulos arbitrarios y respuestas. En otras palabras, si dos estímulos tienen una conexión causal (como cuando el alimento suena dentro de una taza al sacudirlo), los simios obtienen mejores resultados que si los estímulos tienen una relación arbitraria (como cuando un ruido sin relación indica alimento). Además de la capacidad de decidir sobre fenómenos físicos, Call argumenta que los monos (y otros animales) también tienen algún acceso a la comprensión de problemas. Tienen capacidad metacognitiva que les permite saber que saben o no saben algo: los monos rhesus, como los delfines, saben cuándo no están seguros de algo o cuando lo han olvidado. Los chimpancés saben cuándo no han visto algo determinado con anterioridad, cuando sus compañeros han visto o no algo y saben además cuando están seguros o no de algo. De este modo, cree Call que el razonamiento y la reflexión no pueden ser criterio de la singularidad humana, como pretendía Descartes. Más bien, estas habilidades pudieron haberse desarrollado (o coevolucionado) en otros animales también, porque ello les permite solucionar problemas en el mundo de una manera más eficiente.

Algunos señalan que, si bien los animales pueden tener representaciones mentales, estas no tienen el carácter de representaciones abstractas desvinculadas de la situación que las suscita. Son este tipo de representaciones las que permiten a los humanos la planificación a largo plazo, facultad de la que carecerían los demás animales. Sin embargo, existe evidencia de que bonobos y orangutanes transportan los elementos adecuados que posteriormente utilizarán para alcanzar la comida (Mulcahy y Call, 2006). Esta capacidad para conservar y transportar elementos que luego emplearán, puede interpretarse como una capacidad para planear con antelación el desarrollo de una tarea futura. En el mismo sentido, un equipo de investigadores dirigidos por Elisabetta Visalberghi (Visalberghi y Fragaszy, 2013), documentó cómo un grupo de monos capuchinos utilizan piedras para cascar nueces previamente seleccionadas por estos ‘sabiendo’ cuál es la mejor para cada trabajo. Toman varias piedras y las van probando hasta decidirse por la más pesada, la cual es la más resistente para abrir las nueces de palma. Más diciente al respecto es la evidencia obtenida por Pruetz y Bertolani (2007): un grupo de chimpancés de Fongoli prepara lanzas que posteriormente serán utilizadas para la caza de primates más pequeños.

Además de la capacidad de detectar errores y corregirlos (dos de los filtros de Allen), otro tema importante al hablar de procesos mentales en animales no humanos es también el evitarlos. En un experimento con siete gorilas, ocho chimpancés, cuatro bonobos y siete orangutanes, Call (2010) examinó que estos no solo detectan y corrigen sus errores, sino que, además, detectan cuando están equivocados. En pruebas donde se incrementa el tiempo de espera para dar una respuesta que consiste en seleccionar un tubo que oculta comida o se aumenta el valor de la recompensa, por ejemplo, con comida más apetitosa, se aseguran con más cuidado de no fallar en la respuesta.

Al descartar que recordaban mejor la ubicación de la comida menos apetecible, los sujetos buscaban tener un mayor grado de certeza en la elección cuando en caso de equivocarse la pérdida era de mucha importancia para ellos. El experimento básicamente consistió en colocar dos tubos, uno con comida y otro sin ella (o con comida no muy apetitosa). A los simios se les permitía hacer solo una elección; si acertaban se quedaban con la comida. Los resultaron arrojaron que, cuando la comida era muy apetitosa para ellos, por ejemplo, una banana, los simios miraban el interior del tubo varias veces para constatar su presencia, pese a que poco antes habían visto al experimentador meterla, acción que no hacían cuando la comida no era muy agradable.

Este estudio sugiere que la toma de decisiones en grandes simios no es muy diferente de la nuestra cuando poco tiempo antes de viajar, por ejemplo, constatamos varias veces tener los documentos en regla para tal efecto, pese a ‘estar seguros’ de llevarlos completos (Call, 2010).

Los nuevos resultados –escribe Call–, […] sugieren que los animales no humanos pueden poseer algunas habilidades metacognitivas […] Por lo menos, los hallazgos actuales deberían servir para desafiar a los defensores de la posición contraria a producir un nuevo conjunto de explicaciones no metacognitivas que den cuenta de los resultados actuales (Call, 2010, 699-670).

Este dilema sobre si los demás animales, principalmente los primates, son capaces de procesos mentales, podría resumirse en optar por una de dos posiciones opuestas: la economía cognitiva sustentada en el Canon de Morgan y la economía evolutiva. La primera, como ya se dijo, sugiere no invocar procesos mentales superiores si un fenómeno puede explicarse a través de procesos inferiores (el condicionamiento, por ejemplo, podría reemplazar la intencionalidad). La economía evolutiva, por su parte, otorga importancia a la filogenia compartida. Considera que, si dos especies con un vínculo de parentesco cercano se comportan de la misma forma, es muy probable que los procesos mentales subyacentes sean los mismos. Pero, si no tenemos mayor problema en asumir que un posible comportamiento similar de un chacal, un coyote y un lobo puede ser ocasionado por las mismas causas, ¿por qué buscar causas diferentes cuando ello ocurre entre bonobos, chimpancés y humanos? (De Waal, 2007).

El detalle podría estar en que, como se dijo anteriormente, una genealogía común no significa que no haya diferencias cualitativas entre los rasgos exhibidos por especies relacionadas. El lenguaje simbólico marca una diferencia considerable entre nosotros y otros animales, incluso los más próximos en parentesco a nosotros.

La posesión de un lenguaje sofisticado con una sintaxis compleja, además de incrementar nuestras posibilidades de comunicación, nos permitió, como afirma Daniel Dennett (2006), ser inquisitivos y no solo curiosos y contemplativos; nos permitió preguntarnos acerca del mundo y su funcionamiento. “No se puede olvidar que la aparición del lenguaje ha hecho de la mente humana algo sumamente peculiar que excede en sus capacidades a cualquier cosa conocida en los otros animales. Nuestro lenguaje modifica y potencia nuestras capacidades cognitivas de una forma extraordinaria” (Diéguez, 2012, 323-324).

Considerando la relación de proximidad evolutiva entre humanos y chimpancés, no es absurdo pensar que los paralelismos externos del comportamiento tengan sus equivalentes internos; es decir, que existen algunos aspectos compartidos entre especies en los mecanismos biológicos que gobiernan el comportamiento y en la experiencia subjetiva correspondiente. Expresiones faciales, movimientos y la postura adoptada que acompaña ciertos comportamientos en chimpancés, por ejemplo, refuerzan esta conjetura (Wright, 2007). Pero nuestras conclusiones sobre tales paralelismos deben estar guiadas y justificadas por evidencia de que existan mecanismos causales similares responsables de generar los comportamientos aparentemente similares que se observan. Si la evidencia analizada críticamente proporciona las pruebas, no debería haber mayor problema en usar el mismo lenguaje descriptivo para dar cuenta de ciertos comportamientos en humanos y otros animales, sobre todo los más cercanos en parentesco.

4.1 La teoría de la mente

Las investigaciones sobre las habilidades mentales de los animales no humanos rebosan de controversia. Tales habilidades pueden ser interpretadas al menos desde dos puntos de vista: (i) la hipótesis ‘conductista’, que afirma que los animales no humanos aprenden acerca de las regularidades del mundo o de las conductas observables de los demás a través de mecanismos de bajo nivel similares al condicionamiento pavloviano, sin ninguna capacidad de razonar acerca de la relación causal entre esos comportamientos; y (ii) la hipótesis ‘mentalista’, que propone que los animales no humanos (al menos algunos) tienen estados mentales, tienen ciertas capacidades de razonamiento, así como ciertos estados intencionales. Los hay que incluso consideran que algunos animales atribuyen estados mentales a otros y razonan sobre el papel causal desempeñado por los estados mentales de una manera más o menos análoga a la forma en la que lo hacen los humanos (Penn y Povinelli, 2013).

En los debates sobre cognición animal, el problema de atribuir conceptos, creencias y deseos a los grandes simios es bastante habitual. Pero igual que en el debate específico sobre la atribución o no de pensamientos y conceptos a los animales no lingüísticos, las afirmaciones sobre concederles o negarles intencionalidad a las conductas de los animales no humanos divide las opiniones de los investigadores.

José Luis Bermúdez (2003) por ejemplo, considera que los pensamientos de criaturas no lingüísticas pueden tener estructura composicional que tienen componentes distinguibles, que pueden figurar en otros pensamientos. Poseen contenidos determinados, y es a menudo posible, contra afirmaciones de muchos filósofos, identificar y definir con exactitud razonable, la forma precisa en la que criaturas no lingüísticas están pensando en su entorno. Sin embargo, cree que hay límites a la gama de pensamientos que las criaturas no lingüísticas pueden tener, porque ciertos tipos de pensamiento (todos los que implican ascenso intencional o pensar los pensamientos) requieren un vehículo lingüístico.

Empero, en el proceso de “sintonía afectiva” propuesto por Stern y explicado más arriba, los estados emocionales se comunican cuando se comparten. La participación de los infantes en este tipo de comunicación algunas veces es intencional (como, por supuesto, la del cuidador), y el proceso de sintonía afectiva es un tipo de actividad coordinada en el que hay control mutuo de asignación de recursos. No obstante, el proceso no es de comunicación simbólica, porque las expresiones faciales y vocalizaciones no son símbolos de los estados emocionales que están siendo comunicados.

Michael Tomasello es tal vez uno de los investigadores más citados para sostener que los animales no-humanos tienen intencionalidad, aunque no con el mismo grado de refinamiento que los humanos. Escribe que a pesar de algunas observaciones que sugieren que algunos primates no humanos en algunas situaciones son capaces de entender a sus congéneres como agentes intencionales y de aprender de ellos en formas que se asemejan a algunas formas de aprendizaje cultural humano, el peso abrumador de la evidencia empírica sugiere que solo los seres humanos entienden a sus congéneres como agentes intencionales como ellos mismos, por lo que solo los seres humanos participan en el aprendizaje cultural (Tomasello, 1999).

Es importante una distinción clara entre el concepto de mente y el de teoría de la mente. Como vimos en el apartado anterior, algunos autores (Glock, 2009) defienden que los animales no humanos, al menos algunos, pudieran tener mente, en tanto son capaces de tener intenciones, deseos y creencias, aunque no de carácter proposicional, mientras otros, como Davidson, lo niegan. Pero tener mente no implica necesariamente poseer una teoría de la mente, esto es, tener la capacidad de teorizar sobre la mente de otros, sobre sus deseos, objetivos o creencias.

Se puede identificar la teoría de la mente calibrando su intensidad y llegar así, por ejemplo, a un nivel dos, en el que no solo nos representamos lo que puede estar pensando otro individuo, sino lo que ese individuo piensa que estamos pensando nosotros. Podemos ir a un nivel tres y adivinar lo que el otro piensa que estamos pensando nosotros sobre lo que él está pensando y cómo esta consideración influye en su pensamiento, de manera que, cuanto más se sube de nivel, más potente será la teoría de la mente subyacente (Castrodeza, 2009).

Hasta hace algunos años, no se contaba con una prueba empírica que sugiriera que los demás animales, además del humano, poseyeran una teoría de la mente, pero ciertos experimentos parecen indicar una respuesta positiva. Recordando el Canon de Morgan, cualquier intento de los que se habían hecho para sugerir que los demás animales efectivamente podrían atribuir estados mentales a otros, podía ser explicado por mecanismos más simples.

En este apartado se presentarán diversos ejemplos de experimentos realizados por algunos de los investigadores en el campo de la etología cognitiva. Tales ejemplos no pueden ser considerados como “meramente anecdóticos”, en tanto los mismos son el resultado de experimentos controlados. Sin embargo, como se ha dicho en líneas anteriores, aun cuando algunos ejemplos pudieran resultar de la evidencia anecdótica, no carecen de valor si son analizados de manera crítica. Por otro lado, aunque haya muchos ejemplos y experimentos que sugieren que efectivamente hay pensamiento en animales no humanos, se debe ir con cuidado a la hora de tomar partido en el debate: nada nos garantiza que no se puedan hacer otras lecturas de los resultados obtenidos en tales experimentos.

Además, nuestra labor en esta área desde la filosofía –como bien afirma Glock– “no consiste en recabar nuevos datos empíricos sobre el comportamiento animal, sus causas neurológicas o sus orígenes evolutivos, sino aclarar en qué consiste la posesión de diversas propiedades mentales y, por tanto, en clarificar bajo qué condiciones se pueden atribuir tales propiedades a los organismos” (Glock, 2009, 61-62). En efecto, la investigación empírica sobre lo que pueden o no pueden hacer otros animales resulta beneficiosa solo en la medida en que tengamos claridad sobre qué condiciones deben ser satisfechas para concluir que ciertos animales poseen o no algo que pueda considerarse mente, pensamientos, creencias o intenciones.

Basado en los diversos experimentos que ha realizado, Call (2001) afirma que los chimpancés cuando siguen la mirada de otros chimpancés o de humanos para ver el objeto al cual estos prestan atención, entienden que sus informantes miran a algo específico en una localización particular. Esto puede interpretarse como una señal de que comprenden que la atención de los otros se dirige a cierto lugar de manera intencional. De esta manera podría considerarse que los chimpancés pueden entender que otros están interesados en objetos o hechos que no están al alcance de su propia vista, pero sí a la de los otros, lo que podría interpretarse como una cierta comprensión del otro como agente intencional.

Pero no todos deducen conclusiones tan generosas. Povinelli (Povinelli, Bering, y Giambrone, 2000), quien ha realizado experimentos en el mismo sentido, concluye que los chimpancés no son capaces de entender el sentido referencial de una mirada. Él y sus colaboradores, consideran que lo único que se puede establecer de tales experimentos es que el seguimiento de la mirada es una respuesta automática resultado de determinados factores que el experimentador no puede asociar con que los chimpancés se representen hacia dónde dirigen su atención los otros. Los chimpancés no comprenden que el otro tiene una experiencia mental visual diferente a la suya, solo han aprendido que si miran en la dirección que el otro lo hace, podrían encontrar algo de su interés.

Afirma Povinelli que el campo de la psicología comparada se basa en dos supuestos. En primer lugar, se supuso que la introspección podría proporcionar el conocimiento fiable sobre la conexión causal entre los estados mentales específicos y comportamientos específicos. En segundo lugar, se supuso que en aquellos casos en los que otras especies exhiben comportamientos similares a los nuestros, las causas psicológicas eran similares. Considera que este argumento por analogía es deficiente con respecto a los estados mentales de segundo orden. Al centrarse en la cuestión de cómo conciben otras especies la atención visual, y, en particular, si en los chimpancés la observación de la mirada del otro significa que posee estados mentales internos, llega a la conclusión de que los chimpancés no razonan de esta manera, y de hecho, no existe una gran razón para suponer que albergan representaciones de los estados mentales en general.

Pero cinco años después del experimento de Povinelli, los psicólogos Jonathan Flombaum y Laurie Santos (Flombaum y Santos, 2005) consideraron, basándose en sus propios experimentos con monos rhesus (Macaca mulatta), que estos poseen la capacidad para deducir lo que otros están percibiendo, basándose en la dirección que están mirando, lo que significa que razonan sobre la percepción visual de otros. Los experimentos consistieron en que los macacos debían robar una fruta a dos sujetos humanos que estaban frente a ellos, uno de los cuales miraba la fruta y otro no. El resultado fue que los macacos, en su mayoría, robaban la fruta que no estaba siendo vigilada por el sujeto humano. Concluyen así Flombaum y Santos (2005, 447) que:

Los macacos rhesus son capaces de utilizar la dirección de la mirada de otro individuo para determinar qué ese individuo puede y no puede ver. Nuestro trabajo se basa en la idea de que los primates muy probablemente pueden exhibir capacidades sofisticadas de ‘teoría de la mente’ en los escenarios experimentales que imitan las situaciones naturales para las que estas capacidades han evolucionado.

Pero pese a la gran cantidad de experimentos que se habían realizado, incluyendo el citado con monos rhesus realizado por Flombaum y Santos, no se habían obtenido resultados que pudieran ser considerados la ‘prueba definitiva’ de que otros animales, además de los humanos, tienen una Teoría de la Mente, esto es, detectar sin ambigüedades que un animal, cualquiera que sea, atribuya creencias falsas a otro individuo. No se había detectado que un animal predijera qué hará otro individuo bajo el supuesto de que este tiene una creencia falsa. Se había concluido que un chimpancé puede entender que otro desconoce algo, pero no que crea algo que es falso. Mientras que los niños de 6 años de edad comprenden los dos estados mentales, los chimpancés solo parecían entender el primero, conocimiento-ignorancia, pero no la falsa creencia (Kaminski, Call, y Tomasello, 2008). Comprender que el comportamiento de un congénere depende de la información que posee o, más aún, de sus creencias, que pueden ser falsas o, simplemente, distintas de las que uno mismo alberga, constituye un nivel psicológico más sofisticado (Colmenares, 2005).

Sin embargo, un reciente experimento con chimpancés, orangutanes y bonobos, sugiere que estos sí anticipan que otros individuos van a actuar de acuerdo con creencias falsas. Christopher Krupenye y su equipo (Krupenye et al, 2016) pusieron a 14 chimpancés, 9 bonobos y 7 orangutanes a observar una dramatización y monitorizaron el movimiento de sus ojos para evidenciar que estaban siguiendo la escena en la que una persona disfrazada de simio le robaba una piedra a una persona y la escondía en una caja, después esa persona salía de escena y quien estaba disfrazado cambiaba la piedra de caja y finalmente se la llevaba. Cuando regresaba el individuo a la escena a buscar la piedra, los primates (a sabiendas que la piedra no estaba en ninguna de las cajas) fijaban su mirada en la primera caja conscientes de que el hombre creía que estaba allí escondida. De este modo, concluyen los investigadores, los simios se anticiparon a la acción del hombre, motivada por una falsa creencia.

Un problema importante de las pruebas sobre la teoría de la mente que se practican en simios es la interpretación de los resultados negativos. Algunas veces, los sujetos se encuentran en situaciones bastante inusuales, por ejemplo, con personas con los ojos vendados. Igual que los humanos, los simios son muy sensibles al lenguaje corporal, por lo que un experimentador desprevenido podría confundirlos o alterarlos. Además, las reglas de contacto visual de los simios y humanos son diferentes: los simios, en lugar de mirar fijamente a alguien, optan por vigilar a sus compañeros mediante la visión periférica y con miradas rápidas, poco perceptibles (De Waal, 1997).

Otro de los indicios para estudiar la mayor o menor cognición en los animales en relación con la intencionalidad, es su hipotética capacidad de engañar. Algunos experimentos han permitido sugerir que los chimpancés pueden intentar engañar intencionalmente a un ser humano.

Al respecto escribe Frans de Waal:

El verdadero engaño, puede definirse como la proyección deliberada, para el aprovechamiento de uno, de una imagen falsa de una conducta, de una información o de una intención anterior. En su sentido más absoluto, requiere la conciencia del modo en que se transmiten las acciones que uno realiza y de cómo el mundo exterior puede interpretarlas (De Waal, 1997, 102).

Algunos chimpancés no solo saben qué puede ver o no un ser humano u otro chimpancé, sino que utilizan esa información para conseguir sus fines. En algunas ocasiones se ha documentado cómo se esconden, a través de una ruta oculta a la vista de los humanos, para conseguir un poco más de comida (Hare, Call, y Tomasello, 2006) y, en un contexto competitivo, los chimpancés saben que si uno de los suyos ha visto donde está la comida, entonces sabe dónde se encuentra la comida (Hare, Call, y Tomasello, 2001).

Mathias Osvath y Elin Karvonen (Osvath y Karvonen, 2012), documentaron cómo un chimpancé en cautiverio llamado Santino, juntaba piedras que extraía de una isla artificial de su recinto en el zoológico de Furuvik, en Suecia, para luego lanzarlas a los visitantes. Los científicos han detectado que Santino es más previsor e innovador de lo que se pensaba. Encubre sus ‘depósitos de armas’ detrás de troncos y rocas, lo que muestra que los chimpancés son capaces de planear con más complejidad de lo que se conocía. En un momento dado, después de un intento de arrojar las piedras, un guía turístico dejó al chimpancé solo durante horas sin visitantes. Cuando el guía y un grupo de visitantes regresaron, Santino actuó indiferente mientras mantenía los proyectiles y caminaba hacia el grupo; su aspecto no sugirió intenciones de lanzar. El chimpancé se detuvo y cogió una manzana que flotaba en el agua, de la que tomó un bocado mientras continuaba acercándose a los visitantes, y solo dentro del alcance, hizo un tiro repentino y desprevenido al grupo.

En un estudio comparativo sobre la conducta de los primates, Richard Byrne y Nadia Corp (Byrne y Corp, 2004), descubrieron una relación directa entre el tamaño del cerebro y el carácter furtivo. Vieron que cuanto mayor era el volumen promedio de la neocorteza de los primates, mayor era la posibilidad de que el mono o simio protagonizara una hazaña como, por ejemplo, que cuando un joven babuino era perseguido por su madre furiosa, decidida a castigarlo, el animal interrumpía repentinamente su marcha, se erguía y comenzaba a mirar el horizonte con atención, hecho que distraía a todo el grupo y los incitaba a prepararse para la llegada de intrusos inexistentes; o que en un grupo de babuinos en las selvas del Sudán, un pequeño, habiendo descubierto que una hembra había encontrado una rica fuente de alimento, para alejarla y aprovechar él mismo el hallazgo se había puesto a aullar como si la hembra estuviese maltratándolo, llamando así a su propia madre, que en cuanto apareció alejó a la hembra.

Para que un animal mienta, fuera de toda instrucción genética, es necesario que perciba, con la experiencia, cuál es el efecto de su comportamiento en los otros. Parecen ser los primates los más hábiles a la hora de inventar sofisticadas mentiras, demostrando toda la flexibilidad, complejidad y variedad de engaños que les está permitida por sus desarrolladas capacidades cognitivas.

Los estudios con primates sugieren en estos un grado de flexibilidad cognitiva notable que les permite, entre otras cosas, recordar, predecir, planificar, anticipar e incluso comprender hasta cierto punto los elementos que constituyen sus problemas de forrajeo. Uno de los ingredientes fundamentales de dicha flexibilidad cognitiva es la habilidad para utilizar representaciones mentales. De esta manera, Call (2000) distingue tres tipos de representación mental en primates: la estática, la dinámica y la relacional. Las representaciones estáticas consisten en recordar ciertas características del entorno, por ejemplo, los monos ardilla (Saimiri sciureus), los capuchinos y los gorilas, entre otros, son capaces de recordar los lugares donde hallar alimento. Las representaciones dinámicas, por su parte, están dirigidas a la predicción de los cambios potenciales en el entorno. Dos monos rhesus, por ejemplo, son capaces de inferir los desplazamientos invisibles de un objeto en la pantalla de un ordenador. Por último, están las representacionales mentales relacionales, que están dirigidas a la codificación de las propiedades de los objetos en relación otros, por ejemplo, cuáles son las modificaciones necesarias para lograr convertir una rama con hojas en una herramienta adecuada para introducirla en un termitero. Los monos capuchinos, los gorilas y chimpancés y los macacos tienen una comprensión, aunque rudimentaria, de las relaciones de causa y efecto en problemas sencillos (Call, 2005).

En conclusión, es bastante variado el repertorio de ejemplos que indican que un considerable número de especies de animales no humanos, cuentan con un sistema cognitivo que les permite ciertas conductas de las que hace ya bastante tiempo se creían exclusivas del ser humano. En el caso de la intencionalidad, por ejemplo, “no tiene por qué ser una capacidad radical, en el sentido de que o se posee como la poseemos nosotros o, en caso contrario, no se posee. Puede sostenerse una visión gradualista de la misma” (Cuevas, 2016, 168).

Y es que parece innegable que muchas criaturas no lingüísticas se comportan de tal manera que merecen requerir el tratamiento de criaturas pensantes. Con las mascotas (mamíferos) que tenemos en casa, podemos percibir, por ejemplo, que algunos animales sienten dolor, alegría, tristeza y vergüenza. Básicamente, es cómodo atribuir pensamientos a otros animales por no contar con un modo mejor de explicar su comportamiento.

Sin embargo, a esto bien podría responder Davidson que “podemos seguir explicando la conducta de las criaturas que carecen de lenguaje atribuyéndoles actitudes proposicionales, aunque reconociendo al mismo tiempo que tales criaturas no poseen realmente actitudes proposicionales” (Davidson, 1982, 324).

Ya en líneas anteriores se afirmaba –atendiendo la sugerencia de Glock–, que el hecho de que los animales tengan o no conceptos de tipo simple, no depende de la posesión de lenguaje, sino de hasta qué punto sus discriminaciones están gobernadas por reglas y sean, de este modo, intencionales. La noción de seguir una regla es normativa en un sentido en que no lo son la noción de creencia y la de intención. Cuando un animal acata una regla actúa de tal manera que su actuar esté de acuerdo con una norma fijada independientemente de su actuación. En casos básicos en que la conducta de un animal puede ser descrita en términos de intenciones simples, sencillamente no hay tal norma (Prades, 2009). Cuando un perro, que no tiene lenguaje, trata de beber, no tiene por qué seguir una regla. Pero nuestra atribución de contenido sí es normativa; utilizamos el lenguaje y los conceptos para hacer la atribución, pero ello no demuestra que el animal siga una norma.

Como hemos visto hasta ahora, parece que es inevitable caer en el antropomorfismo cuando hablamos de algo tan complejo como los posibles procesos mentales en animales no humanos. ¿Cómo llamar, sino juego, a la acción de un chimpancé que simula golpear a otro más grande, con grandes vocalizaciones y dando pisotones al suelo en un contexto no agresivo? Así, se sugiere que la meta en estos casos no es erradicar el vocabulario antropomórfico de nuestros razonamientos, sino evitar caer en el antropomorfismo ingenuo, acrítico y dogmático. La antroponegación no es la alternativa cuando queremos evitar descripciones antropomórficas, sino la crítica racional y documentada.

La posición alternativa al antropomorfismo ingenuo y la antroponegación, es el antropomorfismo científico y documentado. Este, en lugar de centrarse en el punto de vista humano (“¿Cómo me sentiría yo en esa situación?”), está centrado en el animal. Es tomado más como un medio que como un fin y su objetivo no es encontrar una cualidad en el animal que sea equivalente a algún aspecto de nuestra propia vida interior. En lugar de ello, aprovechando que somos animales es posible desarrollar ideas, hipótesis que puedan probarse. El antropomorfismo científico sitúa a todos los animales, incluidos los humanos, en el mismo plano explicativo (De Waal, 2007). La aplicación del autoconocimiento humano para explicar el comportamiento en otros animales, más aún cuando están emparentados, es legítima. Al respecto, escribió Gordon Burghardt hace más de tres décadas:

Lo que pido es un antropomorfismo crítico, una inferencia predecible que estimule el uso de datos procedentes de diversas fuentes (experimentos previos, anécdotas, publicaciones, ideas y percepciones personales, el ponerse en el lugar del animal, observaciones naturalistas, etc.). Por muy ecléctico que sea en su origen, el producto debe ser una inferencia capaz de ser demostrada o, por defecto, capaz de conducir a predicciones apoyadas en datos públicos (Burghardt, 1985, 917).

No tiene nada de anticientífico utilizar los mismos términos para referirse a seres humanos y animales; más aún cuando defendemos que un mismo fenómeno aparece en especies similares. La continuidad evolutiva sugiere un movimiento fluido de otros animales a seres humanos y de seres humanos a los demás animales. La idea no es buscar cualidades humanas en otros animales, sino comprender cómo son estos y utilizar el lenguaje y los conceptos que mejor se ajusten a lo que vemos. Lo llamemos como lo llamemos, debemos al menos estar de acuerdo en que los demás animales y los seres humanos parecen compartir muchas características, entre ellas las de tener emociones y pensamientos (Bekoff y Pierce, 2010). El antropomorfismo conceptual no es anticientífico.

Como bien afirma Cameron Buckner (2013), en un marco darwinista, no hay una buena razón para evitar conceptos simplemente porque se derivan de los comportamientos de nuestra especie. La aplicación de estos conceptos a los demás animales no solo enriquece la gama de hipótesis a considerar, sino que también cambia la visión de nosotros mismos: cuanto más parecidos a los humanos nos parecen otros animales, más como animales nos veremos a nosotros mismos.

5. CONCLUSIONES

El antropomorfismo científico parece ser una forma de parsimonia evolutivamente viable para los interesados en estudiar la conducta de los animales si es que el continuismo darwinista entre las personas y los demás animales ha de mantenerse como horizonte necesario de las ciencias de la conducta.

Pero, aunque compartamos la idea de la continuidad biológica o evolutiva con nuestros parientes evolutivos más cercanos y, por tanto, rechacemos la antroponegación, ¿existen algunas conductas o rasgos comportamentales únicos en el animal humano? La respuesta a esta pregunta poco podría importar si asumimos que somos únicos en la medida en que otras especies animales también lo son. La atribución de procesos mentales, intenciones, teoría de la mente o conceptos a otros animales sigue generando hoy intensos debates como décadas atrás, entre los que defienden irrestrictamente el antropomorfismo, quienes lo defienden con algunos matices, y quienes lo rechazan completamente. La etología cognitiva -de Waal entre los etólogos más citados y criticados- continúa aportando material y argumentos al debate.

Una actividad tan frecuente, cotidiana y aparentemente inocente en la vida de los animales sociales como lo es el juego, por ejemplo, puede arrojar luces sobre por qué nos comportamos como lo hacemos y en qué medida los mecanismos sociales, no solamente determinan nuestra supervivencia, sino que la posibilitan.

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